Fray Joaquín no le fue de más ayuda pese a que Milagros recordaba la ira con la que había ido acogiendo la historia de Caridad cuando esta la contó, la noche de la carrera de gansos.
«¿Y qué quieres que haga, Milagros? —se excusó—. ¿Denunciarlo? ¿Denunciar a un honrado artesano que lleva años trabajando en Triana por la palabra de una mujer negra recién emancipada, sin arraigo alguno en este lugar? ¿Quién testificaría a su favor? Lo sé —añadió con rapidez para acallar su réplica—, tú lo harías y yo te creería, pero eres gitana y ellos, los justicias y los jueces, ni siquiera admitirían tu testimonio. Todos los artesanos se pondrían de su lado. Sería la ruina de Caridad, Milagros. No lo soportaría, se le echarían encima como perros salvajes. Consuélala, sé su amiga, ayúdala en su nueva vida… y olvida este asunto.»
Sin embargo, el siguiente domingo, invitado a predicar en la parroquia de Santa Ana, fray Joaquín habló claro y alto desde el púlpito, sabiendo que muchos de los que le escuchaban se habían aprovechado de Caridad. Buscó con la mirada al ceramista que la había prostituido. Señaló amenazador a diestra y siniestra. Gritó y chilló. Alzó las manos al cielo con los dedos agarrotados y clamó contra los rufianes y contra quienes cometían el pecado de la carne, ¡más si se cometía contra mujeres indefensas! Con la complicidad de los párrocos de Santa Ana que le habían invitado a dar el sermón y ante una feligresía encogida y temerosa, auguró para todos ellos el fuego eterno. Luego los contempló abandonar la iglesia entre murmullos.
¿Y qué más daba!, renegó cuando el templo quedó vacío y en un silencio solo roto por el sonido de sus propios pasos. ¡Todo se reducía a un juego hipócrita! En Sevilla se contaban por decenas las gracias para conseguir indulgencias plenarias. Cualquiera de ellos, solo por visitar una iglesia determinada en un día concreto: la de San Antonio de los Portugueses, cualquier martes, por ejemplo, ganaría la indulgencia plenaria y quedaría libre de todo pecado, inocente y limpio como si acabase de nacer. Fray Joaquín no pudo reprimir una risa sardónica que resonó en Santa Ana. ¿Qué les importaba a ellos el arrepentimiento o el propósito de enmienda? Correrían a obtener su indulgencia, a limpiar su alma y volverían convencidos de haber eludido al diablo, listos para cometer cualquier otra fechoría.
Milagros y Alejandro se hallaban cerca de la almona, junto a la Inquisición; empezaba a asaltarles el penetrante olor de los aceites y las potasas con que se fabricaban los jabones blancos de Triana cuando, a la luz de los hachones del castillo de San Jorge, la joven observó que su prometido caminaba con una mano aferrada al mango del puñal que llevaba al cinto. La gitana trató de afirmar su caminar inestable como una reina invulnerable junto a los tres gitanos que la acompañaban: Alejandro, su hermano menor y uno de sus primos Vargas, quienes también jugueteaban con la empuñadura de sus navajas.
Habían seguido bebiendo, alejados de la música que sonaba para contento de nobles e invitados, mientras Milagros explicaba a aquel muchacho que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella lo que le había sucedido a Caridad a su llegada a Triana. Lo hizo exaltada, con mayor repugnancia si cabe de la que emanó de su voz cuando se lo contó a su madre. Alejandro conocía a Caridad, era imposible no fijarse en aquella mujer negra que vivía en el corral de vecinos junto a Melchor el Galeote. «Hijo de puta», masculló una y otra vez a medida que la gitana se explayaba en explicaciones.
—¡Perro sarnoso! —exclamó al enterarse de cómo la había atado. Milagros calló y trató de centrar su mirada en él. Alejandro, también afectado por la bebida, creyó percibir un atisbo de afecto en aquellos ojos vidriosos—. ¡Marrano! —añadió entonces.
—¡Degenerado! —soltó Milagros entre dientes antes de continuar con su explicación.
La gitana encontró en Alejandro la comprensión que no había obtenido ni en su madre ni en fray Joaquín. Hablaba enardecida. Por su parte, este sentía que ella se acercaba cada vez más, que buscaba su apoyo, que se le entregaba. El vino hizo el resto.
—Merece la muerte —sentenció Alejandro cuando Milagros puso fin a la historia.
A partir de ahí todo se desarrolló con rapidez.
—Vamos —le conminó el gitano.
—¿Adónde?
—A vengar a tu amiga.
Alejandro tiraba de la muchacha. El simple contacto con el brazo de Milagros lo envalentonaba. En el zaguán de salida de la casa en la que se celebraba la fiesta, el gitano se encontró con su hermano menor y su primo.
—Tengo una cuenta pendiente —les dijo rozando la empuñadura de su puñal con los dedos—, ¿me acompañáis?
Y ambos habían asentido, ya fuera para hacer cumplir la ley gitana, ya por la excitación provocada por la fiesta y el vino. Luego, mientras caminaban, Alejandro les habló de Caridad y el alfarero. Milagros ni siquiera pensó en las advertencias de su madre.
El barrio estaba desierto. Era noche cerrada. La muchacha señaló a Alejandro una de las casas de la calle con un casi inapreciable gesto del mentón. Caridad había consentido en indicársela de lejos, atemorizada.
—Esta es —anunció el gitano—. Vosotros, vigilad.
Acto seguido, sin pensarlo, aporreó las puertas del taller. Los golpes atronaron.
—¡Alfarero! —gritó el gitano—. ¡Abre, alfarero!
Los otros dos recorrían la calle de arriba abajo con una tranquilidad que apasionó a Milagros. ¡Eran gitanos! Alejandro volvió a aporrear las puertas. La contraventana de una casa frontera se abrió y la pálida luz de una vela se asomó a ella. El hermano menor de Alejandro ladeó la cabeza hacia la luz, como si le sorprendiese tal curiosidad. «No debe de tener ni quince años», pensó Milagros. La contraventana se cerró con un golpe seco.
—¡Alfarero, abre!
Milagros volvió la atención hacia Alejandro y le desconcertó notar cómo se le erizaba el vello ante su osadía; un escalofrío que corrió por su espalda empezó a liberarla de su borrachera.
—¿Quién es? ¿Qué quieres a estas horas?
La voz procedía de una de las ventanas del piso superior.
—¡Abre!
Milagros permanecía hechizada.
—¡No molestes más o llamaré a la ronda!
—Antes de que llegue, habré prendido fuego a tu casa —amenazó el muchacho—. ¡Abre!
—¡A mí! ¡Ayuda! ¡Alguaciles! ¡Ayuda! —gritó el alfarero.
Alejandro volvió a golpear la puerta ajeno a los gritos de socorro que se confundían con sus golpes en la noche. De repente, Milagros reaccionó: ¿dónde se habían metido? Recorrió la calle con la mirada. De un taller cercano salía un hombre en camisa de dormir empuñando un viejo trabuco. Se abrieron un par de puertas. El alfarero seguía gritando y Alejandro golpeando las puertas.
—Alejandro… —acertó a decir Milagros con voz titubeante.
Él no llegó a oírla.
—¡Son solo unos gitanillos! —gritó entonces el de la camisa de dormir.
—Alejandro —repitió Milagros.
—¡Son cuatro pordioseros!
El hermano y el primo Vargas empezaron a retroceder ante los hombres que salían de las casas vecinas, todos armados: trabucos, palos, hachas, cuchillos… Uno de ellos soltó una carcajada ante el miedo que apareció en el rostro de los muchachos.
—¡Alejandro! —chilló Milagros justo en el momento en que se abría la puerta del taller.
Todo sucedió con rapidez. Milagros solo lo entrevió, lo suficiente sin embargo para reconocer al hombre al que había tratado de venderle cigarros en San Roque el día de los gansos. Se hallaba más allá del vano de la puerta, vestido con unos calzones raídos y el pecho descubierto; tras él estaba su hijo con una vieja espada en la mano. El hombre sostenía un trabuco cuya amenazadora boca redonda le pareció inmensa a la gitana. Entonces Alejandro extrajo su puñal del cinto y, cuando hizo ademán de lanzarse contra el alfarero, este disparó. Infinidad de dispersas postas de plomo destrozaron la cabeza y el cuello del muchacho, que salió despedido por el impacto.
Los hombres de la calle se quedaron paralizados. Los gitanos, boquiabiertos, balbucientes, volvían la cabeza incesantemente del cuerpo desfigurado que yacía en la tierra a los alfareros que habían acudido en ayuda de su compañero. Milagros, desconcertada, se miraba las manos y las ropas, salpicadas de sangre y de restos de Alejandro.
—Habéis matado a un Vargas —logró articular el mayor de los gitanos.
Los hombres se miraron, como sopesando aquella amenaza. En el interior del taller, el alfarero trataba de recargar su trabuco con manos temblorosas.
—¡Acabemos con ellos! —propuso uno de los artesanos.
—Sí. ¡Así nadie llegará a enterarse! —añadió otro.
Los Vargas mantenían sus puñales extendidos, rodeando ya a Milagros, junto al cadáver de Alejandro, frente a los hombres apostados en semicírculo a su alrededor. Un par de ellos negaron con la cabeza.
—Son solo muchachos. ¿Cómo vamos a…?
—¡Corred!
El mayor de los dos gitanos aprovechó la indecisión: agarró a Milagros y la obligó a correr justo hacia aquel que había manifestado sus dudas, y el hermano de Alejandro se sumó a la carrera. Chocaron con el alfarero, que cayó al suelo, y saltaron por encima de él antes incluso de que hubiera puesto fin a sus palabras. Un hombre apuntó con su trabuco a las espaldas de los muchachos, pero el que estaba a su lado empujó el cañón al aire.
—¿Pretendes herir a alguno de los nuestros? —preguntó ante la cercanía de los demás curiosos que empezaban a asomarse.
Cuando volvieron a mirar, los gitanos se perdían ya en la oscuridad de la noche. En silencio, volvieron la cabeza hacia el cadáver que yacía en un charco de sangre frente a la puerta del taller. «Hemos matado a un Vargas», parecían decirse.
Tomás Vega se había alistado en la partida de gitanos que comandaba su hermano Melchor y que se dirigía a las costas cercanas a Málaga para recibir el tabaco de Gibraltar. Ambos abrían la marcha mientras charlaban con aparente despreocupación, no obstante tener todos los sentidos alerta al mínimo indicio que pudiera revelar rondas de soldados o miembros de la Santa Hermandad; tras ellos iban cuatro jóvenes de la familia Vega que tiraban del ronzal de otros tantos caballos aprestados con aparejos redondos para la carga: albardas, cinchas de tarabita y petrales; el rey había prohibido que se trajinase con caballos —solo podía hacerse con borricos, mulas o machos con cencerros—, pero había eximido a Sevilla de esa prohibición. Los jóvenes bromeaban y reían, como si la presencia de sus tíos garantizara su seguridad. Cerraba la comitiva Caridad, caminando empapada en sudor bajo la capa y el sombrero oscuros, permanentemente preocupada por no revelar una sola punta de su vestido colorado, tal y como le había advertido Melchor antes de partir. «Debe de ser el color rojo», pensó la mujer, porque los gitanos se movían sin problemas con sus trajes de colores. Andaba incómoda con las viejas abarcas de fina suela de cuero que le había procurado Melchor en la gitanería de la huerta de la Cartuja; nunca antes había protegido sus pies. Llevaban cuatro días de camino y se habían internado ya en la serranía de Ronda. En la primera jornada, durante un descanso, Caridad había desatado las correas de cuero que unían las suelas a sus tobillos para que no los rozaran. Melchor, sentado sobre una gran piedra al lado del camino, la observó y se encogió de hombros cuando sus miradas se cruzaron, como si le autorizase a prescindir de ellas. Luego bebió un buen trago de vino de la bota que llevaban.
La actitud del gitano no varió cuando al día siguiente, tras pasar la noche al raso, Caridad rectificó y se ató las abarcas antes de partir. Sabía andar descalza. En Cuba, sobre todo después de la zafra del azúcar, estaba pendiente de no clavarse alguno de los afilados cortes de las cañas que quedaban escondidos, pero aquellos caminos sevillanos nada tenían que ver con los de las vegas y el campo cubano: estos eran pedregosos, secos, polvorientos y hasta quemaban en la canícula andaluza, tanto que parecía que pocas personas tuvieran excesivo interés en transitar por ellos, y el viaje se efectuó sin contratiempo alguno.
Pese a que Melchor los guió por escabrosos senderos de cabras, el ascenso a la sierra les procuró algo de frescor, si bien lo más importante fue que los dos hermanos Vega se permitieron relajar la tensión del campo. En el camino, un encuentro con las autoridades hubiera supuesto la confiscación de armas, caballerías y su seguro encarcelamiento, pero las sierras eran suyas; eran territorio de contrabandistas, bandoleros, delincuentes y todo tipo de huidos de la justicia. Allí los gitanos se movían con soltura.
—¡Morena! —gritó Melchor mientras ascendían en fila en la espesura, sin siquiera volverse hacia ella—, ya puedes descubrir tus colores, a ver si así nos espantas a los bichos.
Los demás rieron. Caridad aprovechó para deshacerse de la capa y el sombrero y respiró con fuerza.
—Yo no dejaría que la negra fuera mostrando ese prodigio de carnes prietas —comentó Tomás a su hermano—, o tendremos problemas con los demás hombres.
—En Gaucín la taparemos otra vez.
Tomás negó con la cabeza.
—Ya puedes empeñarte en taparla que hasta un ciego la vería.
—Buen despertar sería ese —bromeó el hermano.
—Los hombres se le echarán encima. Sabrá de tabaco, pero ¿tan importante era traerla?
Melchor guardó silencio unos instantes.
—Canta bien —se limitó a decir al cabo.
Tomás no replicó y continuaron el ascenso, sin embargo Melchor le oyó renegar por lo bajo.
—¡Morena, canta! —gritó entonces.
«¡Canta, negro!», recordó Caridad. Era el grito de los capataces en los trapiches antes de hacer restallar el látigo sobre sus espaldas. «Mientras un negro canta, no piensa», había oído decir a los blancos en numerosas ocasiones, y los esclavos siempre cantaban: lo hacían en los cañaverales y en los ingenios a instancias de los capataces, pero también cuando pretendían comunicarse entre ellos o cuando querían quejarse al amo; lo hacían para expresar su tristeza o sus escasas alegrías; lo hacían hasta cuando no tenían que trabajar.
Caridad entonó un canto monótono, profundo, ronco y repetitivo que se confundió con el repiqueteo de los cascos de las caballerías sobre las piedras y que llegó a calar en el espíritu de los gitanos.
Tomás asintió al notar que sus piernas trataban de acostumbrar el paso al ritmo de aquel son africano. Uno de los jóvenes se volvió hacia ella con expresión de sorpresa.