—Apenas la reconozco.
Era verdad, y así lo dije. Ella no pareció molesta por el comentario. Se limitaba a mirar la foto sobre la mesa, y estuvo así un buen rato.
—Yo tampoco —concluyó.
Después volvió a guardarla dentro del bolso que estaba sobre el sofá, en una cartera de piel con sus iniciales, y me indicó la puerta.
—Creo que es suficiente —dijo.
Parecía muy cansada. La prolongada charla, el tabaco, la botella de tequila. Tenía cercos oscuros bajo los ojos que ya no eran como en la vieja foto. Me puse en pie, abotoné mi chaqueta, le di la mano —ella apenas la rozó—, me fijé otra vez en la pistola. El gordo del extremo de la habitación estaba a mi lado, indiferente, listo para acompañarme. Miré con interés sus espléndidas botas de piel de iguana, la barriga que desbordaba el cinturón piteado, el bulto amenazador bajo la americana. Cuando abrió la puerta, comprobé que su gordura era engañosa y que todo lo hacía con la mano izquierda. Era obvio que la derecha la reservaba como herramienta de trabajo.
—Espero que salga bien —apunté.
Ella siguió mi mirada hasta la pistola. Asentía despacio, pero no a mis palabras. La ocupaban sus propios pensamientos.
—Claro —murmuró.
Entonces salí de allí. Los federales con chalecos antibalas y fusiles de asalto que a la llegada me habían cacheado minuciosamente seguían montando guardia en el vestíbulo y el jardín, y una furgoneta militar y dos Harley Davidson de la policía estaban junto a la fuente circular de la entrada. Había cinco o seis periodistas y una cámara de televisión bajo paraguas, al otro lado de los altos muros, en la calle, mantenidos a distancia por los soldados en uniforme de combate que acordonaban la finca. Torcí a la derecha y caminé bajo la lluvia en busca del taxi que me esperaba a una manzana de allí, en la esquina de la calle General Anaya. Ahora sabía cuanto necesitaba saber, los rincones en sombras quedaban iluminados, y cada pieza de la historia de Teresa Mendoza, real o imaginada, encajaba en el lugar oportuno: desde aquella primera foto, o media foto, hasta la mujer que me había recibido con una automática sobre la mesa. Faltaba el desenlace; pero eso también lo sabría en las próximas horas. Igual que ella, sólo tenía que sentarme y esperar.
Habían pasado doce años desde la tarde en que Teresa Mendoza echó a correr en la ciudad de Culiacán. Aquel día, comienzo de tan largo viaje de ida y vuelta, el mundo razonable que creía construido a la sombra del Güero Dávila cayó a su alrededor —pudo oír el estruendo de los pedazos desmoronándose—, y de pronto se vio perdida y en peligro. Dejó el teléfono y anduvo de un lado a otro abriendo cajones a tientas, ciega de pánico, buscando cualquier bolsa donde meter lo imprescindible antes de escapar de allí. Quería llorar por su hombre, o gritar hasta desgarrarse la garganta; pero el terror que la asaltaba en oleadas como golpes entumecía sus actos y sus sentimientos. Era igual que haber comido un hongo de Huautla o fumado una hierba densa, dolorosa, que la introdujese en un cuerpo lejano sobre el que no tuviera ningún control. Y así, tras vestirse a toda prisa, torpe, unos tejanos, una camiseta y unos zapatos, bajó tambaleante la escalera, todavía mojada bajo la ropa, el pelo húmedo, una pequeña bolsa de viaje con las pocas cosas que había atinado a meter dentro, arrugadas y de cualquier manera: más camisetas, una chamarra de mezclilla, pantaletas, calcetines, su cartera con doscientos pesos y la documentación. Irán a la casa en seguida, la había advertido el Güero. Irán a ver lo que pueden encontrar. Y más vale que no te encuentren.
Se detuvo al asomarse a la calle, indecisa, con la precaución instintiva de la presa que olfatea cerca al cazador y sus perros. Ante ella se extendía la compleja topografía urbana de un territorio hostil. Colonia Las Quintas: amplias avenidas, casas discretas y confortables con buganvillas y buenos coches estacionados delante. Un largo camino desde la miserable barriada de Las Siete Gotas, pensó. Y de pronto, la señora de la farmacia de enfrente, el empleado de la tienda de abarrotes de la esquina donde estuvo haciendo la compra durante los últimos dos años, el vigilante del banco con su uniforme azul y su repetidora del calibre 12 en bandolera —el mismo que solía piropearla con una sonrisa cada vez que pasaba por delante—, se le antojaban peligrosos y al acecho. Ya no tendrás amigos, había rematado el Güero con esa risa indolente que a veces ella adoraba y otras odiaba con toda su alma. El día que suene el teléfono y eches a correr estarás sola, prietita. Y yo no podré ayudarte.
Apretó la bolsa como para protegerse el vientre y caminó por la acera con la cabeza baja, ahora sin mirar nada ni a nadie, procurando al principio no acelerar el paso. El sol empezaba a descender lejos, sobre el Pacífico que se encontraba cuarenta kilómetros a poniente, hacia Altata, y las palmeras, pingüicas y mangos de la avenida se recortaban contra un cielo que pronto se teñiría del anaranjado propio de los atardeceres de Culiacán. Notaba golpes en los tímpanos: un latido sordo, monótono, superpuesto al ruido del tránsito y al taconeo de sus zapatos. Si alguien la hubiera llamado en ese momento no habría sido capaz de oír su nombre; tal vez ni el sonido de un disparo. De su disparo. De tanto esperarlo, tensos los músculos y agachada la cabeza, le dolían la espalda y los riñones. La Situación. Demasiadas veces había oído repetir la teoría del desastre entre bromas, veras, copas y humo de cigarrillos, y la llevaba grabada a fuego en el pensamiento, como el hierro de una res. En este negocio, había dicho el Güero, hay que saber reconocer La Situación. Eso es que alguien puede llegar y decirte buenos días. Tal vez lo conozcas y él te sonría. Suave. Con cremita. Pero notarás algo extraño: una sensación indefinida, como de que algo no está donde debe. Y un instante después estarás muerto —el Güero miraba a Teresa al hablar, apuntándole con el dedo a modo de revólver, entre las risas de los amigos—. O muerta. Aunque siempre es preferible eso a que te lleven viva al desierto, y con un soplete de acetileno y mucha paciencia te hagan preguntas. Porque lo malo de las preguntas no es que conozcas las respuestas —en ese caso el alivio llega pronto—, sino que no las conozcas. Ahí está el detalle, que decía Cantinflas. El problema. Cuesta mucho convencer al del soplete de que no sabes cosas que él supone que sabes y que también le gustaría saber.
Chíngale. Deseó que el Güero hubiera muerto rápido. Que lo hubieran bajado con todo y la Cessna, pasto de tiburones, en vez de llevárselo al desierto para hacerle preguntas. Con la Federal o con la DEA, las preguntas solían terminar en la cárcel de Almoloya o en la de Tucson. Uno podía pactar, llegar a acuerdos. Volverse testigo protegido, o preso con privilegios si sabía jugar bien sus naipes. Pero las transas del Güero nunca fueron por ahí. No era culebra ni madrina. Había traicionado sólo un poquito, menos por dinero que por gusto de vivir en el filo de la navaja. A los de San Antonio, galleaba, nos gusta rifarnos el cuero. Jugársela a esos tipos era divertido, según él; y se mofaba por dentro cuando le decían suba a tal y baje a cual, joven, no se nos demore, y lo tomaban por un vulgar sicario de a mil pesos al tirarle encima de la mesa, con muy poco respeto, fajos de dólares crujientes al regreso de cada vuelo donde los capos ligaban un carajal de lana y él se jugaba la libertad y la vida. El problema era que al Güero no le bastaba hacer ciertas cosas, sino que tenía necesidad de contarlas. Era de los bocones. Para qué fajarte a la más linda vieja, decía, si no puedes contárselo a la raza. Y si vienen chuecas, que luego te pongan en narcocorridos los Tigres o los Tucanes de Tijuana y los canten en las cantinas y en las radios de los autos. Chale. Pura leyenda, compas. Y muchas veces, acurrucada en su hombro, tomando en un bar, en una fiesta, entre dos bailes en el salón Morocco, él con una Pacífico en la mano y ella con la nariz empolvadita de suspiros blancos, se había estremecido oyéndole confiar a los amigos cosas que cualquier hombre sensato guardaría bien calladas. Teresa no tenía estudios, ni otra cosa que al Güero; pero sabía que los amigos sólo se probaban visitándote en el hospital, en la cárcel o en el panteón. Lo que venía a significar que los amigos eran amigos hasta que dejaban de serlo.
Recorrió tres cuadras sin mirar atrás. Ni modo. Los tacones que llevaba eran demasiado altos, y comprendió que iba a torcerse un tobillo si de pronto echaba a correr. Se los quitó, guardándolos en la bolsa, y descalza dobló a la derecha en la siguiente esquina, hasta desembocar en la calle Juárez. Allí se detuvo ante una lonchería para comprobar si la seguían. No vio nada que indicase peligro; de manera que, para concederse un poco de reflexión y calmar los latidos del pulso, empujó la puerta y fue a sentarse en la mesa de más adentro, la espalda en la pared y los ojos en la calle. Como hubiera dicho albureador el Güero, estudiando La Situación. O intentándolo. El pelo húmedo se le deslizaba sobre la cara: lo apartó sólo una vez, pues luego decidió que era mejor así, ocultándola un poco. Trajeron licuado de nopal y se quedó inmóvil un rato, incapaz de hilvanar dos pensamientos seguidos, hasta que sintió deseos de fumar y cayó en la cuenta de que en la estampida había olvidado el tabaco. Le pidió un cigarrillo a la mesera, aceptó el fuego de su encendedor mientras ignoraba la mirada de extrañeza que dirigía a sus pies desnudos, y permaneció muy quieta, fumando, mientras intentaba ordenar sus ideas. Ahora sí. Ahora el humo en los pulmones le devolvió alguna serenidad; suficiente para analizar La Situación con cierto sentido práctico. Tenía que llegar a la otra casa, la segura, antes de que los coyotes la encontraran y ella misma terminase siendo personaje secundario, y forzado, de esos narcocorridos que el Güero soñaba con que le hicieran los Tigres o los Tucanes. Allí estaban el dinero y los documentos; y sin eso, por mucho que corriese, nunca llegaría a ninguna parte. También estaba la agenda del Güero: teléfonos, direcciones, notas, contactos, pistas clandestinas en Baja California, Sonora, Chihuahua y Cohahuila, amigos y enemigos —no era fácil distinguir unos de otros— en Colombia, en Guatemala, en Honduras y a uno y otro lado de la raya del río Bravo: El Paso, Juárez, San Antonio. Ésa la quemas o la escondes, le había dicho. Por tu bien ni la mires, prietita. Ni la mires. Y sólo si te ves muy fregada y muy perdida, cámbiasela a don Epifanio Vargas por tu pellejo. ¿Está claro? Júrame que no abrirás la agenda por nada del mundo. Júralo por Dios y por la Virgen. Ven aquí. Júralo por esto que tienes entre las manos.
No disponía de mucho tiempo. También había olvidado el reloj, pero vio que seguía venciéndose la tarde. La calle parecía tranquila: tráfico regular, transeúntes de paso, nadie parado cerca. Se puso los zapatos. Dejó diez pesos en la mesa y se levantó despacio, agarrando la bolsa. No se atrevió a mirar su cara en el espejo cuando salió a la calle. En la esquina, un plebito vendía refrescos, cigarrillos y periódicos colocados sobre un cartón de embalaje donde se leía la palabra Samsung. Compró un paquete de Faros y una caja de fósforos, ojeando de soslayo a su espalda, y siguió camino con deliberada lentitud. La Situación. Un coche estacionado, un policía, un hombre que barría la acera la hicieron sobresaltar. Volvían a dolerle los músculos de la espalda y notaba un sabor agrio en la boca. Otra vez la incomodaron los tacones. De verla así, pensó, el Güero se habría reído de ella. Y lo maldijo por eso, en sus adentros. Dónde andarán tus risas ahora, pinche güey, después que te llovió en la milpa. Dónde tu arrogancia de puro macho y tus perras agallas. Sintió olor a carne quemada al pasar ante una taquería, y el gusto agrio en su boca se acentuó de pronto. Tuvo que detenerse y entrar a toda prisa en un portal para vomitar un chorro de jugo de nopal.
Yo conocía Culiacán. Antes de la entrevista con Teresa Mendoza ya había estado allí, muy al principio, cuando empezaba a investigar su historia y ella no era más que un vago desafío personal en forma de algunas fotos y recortes de prensa. También regresé más tarde, cuando todo terminó y estuve al fin en posesión de lo que necesitaba saber: hechos, nombres, lugares. Así puedo ordenarlo ahora sin otras lagunas que las inevitables, o las convenientes. Diré también que todo se fraguó tiempo atrás, durante una comida con René Delgado, director del diario
Reforma
, en el Distrito Federal. Mantengo vieja amistad con René desde los tiempos en que, jóvenes reporteros, compartíamos habitación en el hotel Intercontinental de Managua durante la guerra contra Somoza. Ahora nos vemos cuando viajo a México, para contarnos el uno al otro las nostalgias, las arrugas y las canas. Y esa vez, comiendo escamoles y tacos de pollo en el San Angel Inn, me propuso el asunto.
—Eres español, tienes buenos contactos allí. Escríbenos un gran reportaje sobre ella.
Negué mientras procuraba evitar que el contenido de un taco se me derramara por la barbilla.
—Ya no soy reportero. Ahora me lo invento todo y no bajo de las cuatrocientas páginas.
—Pues hazlo a tu manera —insistió René—. Un pinche reportaje literario.
Liquidé el taco y discutimos los pros y los contras. Dudé hasta el café y el Don Julián del número 1, justo cuando René acabó amenazándome con llamar a los mariachis. Pero el tiro le salió por la culata: el reportaje para
Reforma
terminó convirtiéndose en un proyecto literario privado, aunque mi amigo no se incomodó por eso. Al contrario: al día siguiente puso a mi disposición sus mejores contactos en la costa del Pacífico y en la Policía Federal para que yo pudiese completar los años oscuros. La etapa en la vida de Teresa Mendoza que era desconocida en España, y ni siquiera aireada en el propio México.
Al menos te haremos la reseña —dijo—. Cabrón.
Hasta entonces sólo era público que ella había vivido en Las Siete Gotas, un barrio muy humilde de Culiacán, y que era hija de padre español y madre mejicana. También que dejó los estudios en la primaria, y que, empleada de una tienda de sombreros del mercadito Buelna y luego cambiadora de dólares en la calle Juárez, una tarde de Difuntos —irónico augurio— la vida la puso en el camino de Raimundo Dávila Parra, piloto a sueldo del cártel de Juárez, conocido en el ambiente como el Güero Dávila a causa de su pelo rubio, sus ojos azules y su aire gringo. Todo esto se sabía más por la leyenda tejida en torno a Teresa Mendoza que por datos precisos; de modo que, para iluminar aquella parte de su biografía, viajé a la capital del estado de Sinaloa, en la costa occidental y frente a la embocadura del golfo de California, y anduve por sus calles y cantinas. Hasta hice el recorrido exacto, o casi, que esa última tarde —o primera, según se mire, hizo ella tras recibir la llamada telefónica y abandonar la casa que había compartido con el Güero Dávila. Así estuve ante el nido que ambos habitaron durante dos años: un chalecito confortable y discreto de dos plantas, con patio trasero, arrayanes y buganvillas en la puerta, situado en la parte sureste de Las Quintas, un barrio frecuentado por narcos de clase media; de aquellos a quienes van bien las cosas, pero no tanto como para ofrecerse una lujosa mansión en la exclusiva colonia Chapultepec. Luego caminé bajo las palmeras reales y los mangos hasta la calle Juárez, y frente al mercadito me detuve a observar a las jóvenes que, teléfono celular en una mano y calculadora en otra, cambian moneda en plena calle; o, dicho de otro modo, blanquean en pesos mejicanos el dinero de los automovilistas que se detienen junto a ellas con sus fajos de dólares aromatizados de goma de la sierra o polvo blanco. En aquella ciudad, donde a menudo lo ilegal es convención social y forma de vida —es herencia de familia, dice un corrido famoso, trabajar contra la ley—, Teresa Mendoza fue durante algún tiempo una de esas jóvenes, hasta que cierta ranchera Bronco negra se detuvo a su lado, y Raimundo Dávila Parra bajó el cristal tintado de la ventanilla y se la quedó mirando desde el asiento del conductor. Entonces su vida cambió para siempre.