Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Killer y Davis decían que sólo con que consiguiese engancharse le encontraría el gusto y podría leerlo realmente rápido. Ellos siempre llevaban ejemplares del libro de Lestat consigo, y también del primero, cuyo título no podía recordar nunca correctamente (una cosa como «conversaciones con el vampiro» o «hablando con el vampiro» o «encuentro con el vampiro» o algo por el estilo). A veces, Davis lo leía en voz alta, pero Baby Jenks no podía seguir y caía en un profundo sopor y concierto de ronquidos. El Tío Muerto, Louis, o quien fuera, había sido hecho Muerto en Nueva Orleans, y el libro estaba lleno de hojas de banano, verjas de hierro y musgo.
—Baby Jenks, lo saben todo, los viejos europeos —había dicho Davis—. Saben cómo empezó, saben cómo podemos continuar y continuar si aún estamos por aquí, y llegar a vivir mil años y convertirnos en mármol blanco.
—Joder! Esto es cojonudo, Davis —dijo Baby Jenks—. ¿No tenemos bastante con no poder andar por un Seven Eleven sin que bajo sus luces la gente se te quede mirando? ¿Quién quiere parecer mármol blanco?
—Baby Jenks, tú ya no necesitas nada más del Seven Eleven —dijo Davis con una calma absoluta, pero con toda la razón del mundo.
Pasemos de los libros. A Baby Jenks le gustaba con locura la música de El Vampiro Lestat, y sus canciones le molaban mucho, especialmente la que se refería a Los Que Deben Ser Guardados (el Rey y la Reina egipcios), aunque, a decir verdad, no supo qué pollas significaba hasta que Killer se lo explicó.
—Son los padres de todos los vampiros, Baby Jenks, la Madre y el Padre. ¿Ves?, todos formamos parte de una ininterrumpida estirpe de sangre que se remonta al Rey y a la Reina del antiguo Egipto, que llamamos Los Que Deben Ser Guardados. Y la razón por la cual deben ser guardados es que, si alguien los destruye, nos destruye a todos.
A ella le pareció un rollo liante total.
—Lestat ha visto a la Madre y al Padre —dijo Davis—. Los encontró ocultos en una isla griega. Así que sabe la verdad. Es lo que cuenta a todo el mundo en sus canciones…, y es la verdad.
—Y la Madre y el Padre no se mueven, ni hablan, ni beben sangre, Baby Jenks —dijo Killer. Y puso una expresión realmente pensativa, casi triste—. Lo único que hacen es permanecer allí sentados con la mirada vacía, como han hecho durante miles de años. Nadie sabe lo que ellos saben.
—Probablemente nada —replicó Baby Jenks asqueada—. ¿No te digo? ¡Vaya manera de ser inmortal! ¿Qué quieres decir con que los Muertos de la gran ciudad nos pueden matar? ¿Cómo se las pueden apañar?
—El fuego y el sol siempre lo pueden —respondió Killer con algo de impaciencia—. Ya te lo dije. Ahora, escúchame, por favor. Siempre se puede luchar contra los muchachos Muertos de la gran ciudad. Eres dura de mollera. Bien, lo cierto es que los Muertos de la gran ciudad tienen tanto miedo de ti como tú puedas tenerlo de ellos. Así que, simplemente, cuando veas a un tío Muerto que no conozcas, date el piro. Es una regla que siguen todos los Muertos.
Después de dejar la casa de reunión, Killer dio otra gran sorpresa a Baby Jenks: le contó lo de los bares de vampiros. Grandes y lujosos locales en Nueva York, San Francisco y Nueva Orleans, donde los Muertos se reunían en sus cuartos traseros, mientras los humanos, demostrando una tremenda idiotez, bebían y bailaban en la sala principal. En aquellos locales, ningún Muerto puede matar a otro, fuera vampiro ciudadano de pacotilla, europeo o proscrito, como ella.
—Corre en busca de uno de esos lugares —le dijo él— si alguna vez los Muertos de la gran ciudad van detrás de ti.
—Aún no tengo la edad suficiente para entrar en un bar —replicó Baby Jenks.
¡Ésa sí que era una buena salida! El y Davis se desternillaban de risa. Se caían de las motos y todo.
—Busca un bar de vampiros, Baby Jenks —instruyó Killer—, das el mal de ojo y dices «Déjame entrar».
Sí, alguna vez había dado el mal de ojo a alguien, y había conseguido que hiciera lo que ella le ordenaba; había funcionado tope. Pero la verdad era que nunca había visto bares de vampiros. Sólo había oído hablar de ellos. No sabía dónde estaban. Cuando por fin partieron de St. Louis, le habían quedado montones de preguntas en el buche.
Pero ahora que hacía camino hacia el norte, hacia la misma ciudad, lo único en el mundo que le preocupaba era llegar a la misma maldita casa de reunión. «Tíos Muertos de la gran ciudad, allá voy.» Se volvería loca de atar si tenía que continuar sola.
La música de los auriculares se calló. La cinta se había acabado. No podía soportar el silencio en el aullido del viento. El sueño regresó de nuevo; volvió a ver a las mismas gemelas, a los soldados que se les acercaban. Jesús. Si no se cerraba mentalmente, el jodido sueño entero se pondría en marcha, como un casete.
Manteniendo la moto en equilibrio con una sola mano, puso la otra en el interior de su chaqueta para abrir el pequeño casete, y dio la vuelta a la cinta acabada.
—¡Canta, viejo! —dijo, y su voz, si acaso la oyó, sonó aguda y diminuta por encima del bramido del viento.
De Los Que Deben Ser Guardados,
¿qué podemos saber?
¿Nos puede salvar alguna explicación?
Sí, señor: era la canción que le gustaba de veras. Era la que estaba escuchando cuando quedó dormida mientras esperaba que su madre regresara de su trabajo en Gun Barrel City. No era la letra lo que le encantaba, era la manera de cantar, era la modulación de la voz (como la de Bruce Springsteen cuando morreaba el micro) lo que le partía el corazón.
Era algo parecido a un himno, en cierto sentido; tenía aquella especie particular de melodía. Pero lo que ella oía claramente era a Lestat en medio de la música, cantando para ella, y sentía en el tuétano el golpe rítmico de la batería.
—Muy bien, tío, muy bien, ahora eres el único jodido Muerto que tengo. ¡Lestat, sigue cantando!
Cinco minutos y estaría en St. Louis. Y volvió a pensar en su madre, ¡qué extraño había sido todo, qué horrible!
Baby Jenks no había explicado nunca a Killer o a Davis por qué volvía a casa, aunque lo sabían y lo comprendían.
Baby Jenks tenía que hacerlo, tenía que acabar con sus padres antes de que la Banda del Colmillo se fuera al oeste. Y no se arrepentía. Sólo le causaba pena aquel extraño momento en que su madre se estaba muriendo, allí tendida en el suelo.
Y es que Baby Jenks había odiado siempre a su madre. Pensaba que su madre era una auténtica estúpida, cada día de su puta vida haciendo cruces con pequeñas conchas rosas y pedacitos de cristal y luego llevándolas a vender al Rastro de Gun Barrel City por diez pavos. Y eran realmente feas, sólo baratijas hórridas, aquellas cosas con un Jesús retorcido en medio, hecho de granitos rojos y azules y cositas.
Pero no era solamente eso; era todo lo que hacía su madre lo que la jodía hasta asquearla. Ir a la iglesia ya era demasiado, pero hablar a la gente de aquel modo, tan dulzón, y aguantar las borracheras de su marido y siempre diciendo cosas bonitas a todo el mundo.
Baby Jenks nunca se tragó una palabra de lo que decía. Solía pasarse las horas tendida en su catre de la caravana, pensando para sí misma: ¿qué era lo que hacía funcionar a aquella señora?, ¿cuando iba a reventar como un cartucho de dinamita?, ¿o era demasiado idiota? Su madre había dejado de mirar a Baby Jenks a los ojos, años atrás. La cosa había ocurrido después de que Baby Jenks, a los doce años, entrara y soltara: «Ya sabes que lo hice, ¿no? ¡Por Dios, espero que no creas que aún soy virgen!» Y su madre hizo como quien quiere esfumarse, simplemente miró hacia otro lado, con los ojos desorbitados, vacíos, estupidizados, y volvió de nuevo a su trabajo, canturreando como siempre que montaba aquellas cruces de conchas.
Una vez, una persona de la gran ciudad dijo a su madre que lo que hacía era realmente arte popular. «Se están riendo de ti», le dijo Baby Jenks. «¿No te enteras? ¿Acaso compró uno de tus horrores? ¿Sabes lo que me parecen esas cosas que haces? Te voy a decir lo que me parecen. ¡Parecen grandes pendientes de almacén de baratijas!»
No discutir. Sólo ofrecer la otra mejilla.
—¿Quieres algo para cenar, querida?
«No tiene remedio», pensó Baby Jenks.
Así que salió de Dallas temprano, cruzó el lago Cedar Creek en menos de una hora, y allí estaba el cartel familiar con que su preciosa ciudad natal la recibía:
BIENVENIDOS A GUN BARREL CITY.
DAMOS LA MANO SIN PENSARLO.
Escondió la Harley detrás de la caravana; no había nadie en casa y se tumbó para echar una cabezadita, con Lestat cantando en sus auriculares y la plancha de vapor dispuesta junto a ella. Cuando su madre entrase, bum bam, gracias, señora, liquidada de un planchazo.
Entonces tuvo el sueño. Vaya, ¡si ni siquiera estaba dormida cuando empezó! Era como si Lestat se vaporizara y el sueño tirara de ella y la arrebatara:
Estaba en un lugar muy soleado. Un claro en la ladera de la montaña. Y allí estaban las gemelas, bellísimas mujeres de cabello pelirrojo y rizado; estaban arrodilladas como ángeles con las manos juntas. A su alrededor, montones de gente, gente con vestimentas largas, como las de la Biblia. Y también había música, un espeluznante batir de tambores y el sonido de un cuerno, realmente lúgubre. Pero lo peor era el cuerpo muerto, el cuerpo quemado de una mujer, en una losa. ¡Hostias, si parecía que la habían asado, allí en la piedra! Y en las bandejas, había un corazón graso y brillante y un cerebro. Sí, seguro, eran un corazón y un cerebro.
Baby Jenks despertó súbitamente, asustada. ¡A la mierda con aquello! Su madre estaba en la puerta. Baby Jenks se puso en pie de un salto y le atizó con la plancha a vapor en la cabeza hasta que cesó de moverse. De veras, le aplastó la cabeza. Y debería estar muerta, pero todavía no lo estaba, y entonces llegó aquel momento de locura.
Su madre estaba tendida en el suelo, medio muerta, con los ojos abiertos, exactamente como estaría su papá más tarde. Y Baby Jenks se quedó sentada en una silla, con una pierna (vestida de vaqueros azules) por encima del brazo, apoyándose en el codo y retorciendo una de sus trenzas, esperando, pensando en las gemelas del sueño y en el cadáver y en lo de las bandejas: ¿para qué era todo? Pero la mayoría del tiempo, se limitaba a esperar. «¡Muere, estúpida idiota, venga, muérete, que no me voy a cansar dándote más!»
Incluso en los momentos presentes, Baby Jenks no sabía muy bien lo que había sucedido. Era como si los pensamientos de su madre hubiesen cambiado, se hubiesen hecho más anchos, más grandes. Quizás ella estaba flotando en alguna parte del techo, como Baby Jenks cuando Killer la salvó de una muerte segura. Pero, cualquiera que fuese la causa, sus pensamientos eran simplemente asombrosos. Totalmente asombrosos. Era como si su madre lo supiera todo. Todo acerca de lo bueno y de lo malo, y acerca de lo importante que es amar, amar de verdad, y que amar era mucho más que reglas al estilo de no beber, no fumar, rezar a Jesús. No, no era el rollo de predicador. Era, por decirlo de alguna manera, gigantesco.
Su madre, allí tendida medio muerta, pensaba en que la falta de amor en su hija, Baby Jenks, había sido tan destructiva como una malformación genética que hubiera hecho de Baby Jenks una ciega o lisiada. Pero no importaba. Todo iba a ir bien. Baby Jenks conseguiría salir de donde estaba metida. Había estado a punto de lograrlo ya, pero Killer había llegado y la había convertido en aquello. Aunque, al final, lo conseguiría, y todo se aclararía totalmente. ¿Qué pollas significaba aquello? Algo acerca de que todo lo que nos rodea forma parte de una gran cosa, los hilos de la alfombra, las hojas fuera de la ventana, el agua que goteaba en el fregadero, las nubes moviéndose por encima del lago Cedar Creek y los árboles desnudos, y no eran tan feos como Baby Jenks había pensado. No, la cosa en su totalidad era demasiado maravillosa para ser descrita en un instante. ¡Y la madre de Baby Jenks lo había sabido siempre! Siempre lo había visto de aquella forma. La madre de Baby Jenks se lo perdonaba todo. Pobre Baby Jenks. No sabía nada. No sabía nada de la hierba verde. O de las conchas brillando a la luz de una simple lámpara.
Entonces la madre de Baby Jenks murió. «¡Gracias a Dios! ¡Ya era hora!» Pero Baby Jenks había llorado. Luego sacó el cadáver fuera de la caravana y lo enterró detrás, muy hondo, sintiendo qué bueno era ser uno de los Muertos y ser tan fuerte y capaz de levantar la pala llena de tierra.
Luego llegó su padre a casa. Y a él lo liquidó como por pura diversión. Lo enterró cuando aún estaba vivo. Baby Jenks nunca olvidaría aquella mirada cuando él cruzó la puerta y la vio con el hacha de la leña. «Mira si no será Lizzie Borden.»
¿Quién hostias era
Lizzie
Borden?
Y luego, el modo en que sobresalía su barbilla y la forma en que su puño salía volando hacia ella, ¡estaba tan seguro de sí mismo! «¡Pequeña zorra!» Le partió la jodida frente en dos. Sí, aquello fue cojonudo, sentir cómo se hundía el hueso de la cabeza. «¡A la mierda, hijo de perra!». Y le echaba paladas de tierra al rostro mientras él continuaba mirándola. Paralizado, sin poder moverse, pensaba que volvía a ser un niño en una granja o algo así en Nuevo Méjico. Sólo balbuceos. «Tú, cabronazo, siempre supe que tenías mierda en vez de sesos. ¡Ahora puedo olerlo!»
¿Pero por qué diablos había regresado allí? ¿Por qué había dejado la Banda del Colmillo?
Si nunca los hubiese dejado, ahora estaría con ellos en San Francisco. Con Killer y con Davis, esperando para ver a Lestat en el concierto. Quizá podrían haber encontrado el bar de vampiros del lugar o algo así. Bueno, si hubiesen conseguido llegar… Si no había algo que andaba mal de veras.
¿Y qué pollas estaba haciendo ahora volviendo atrás otra vez? Quizá debería haber continuado sola hacia el oeste. Dos noches: era todo lo que quedaba.
Mierda, quizá lo mejor sería alquilar una habitación en un motel, y cuando tuviera lugar el concierto mirarlo por la tele. Pero, antes de eso, tenía que encontrar algunos Muertos en St. Louis. No podía seguir sola.
¿Cómo daría con el Central West End? ¿Dónde estaba?
Aquel bulevar le pareció familiar. Circulaba lentamente, rogando que a ningún poli entrometido le picara la mosca de perseguirla. Conseguiría escapar de él, naturalmente, como siempre, aunque soñaba con encontrarse a uno de esos malditos hijos de perra en una carretera solitaria. Pero el hecho era que no quería que la echasen de St. Louis.