La reina de los condenados (4 page)

BOOK: La reina de los condenados
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¿Pero había estado correcto afirmando al jovenzuelo del bar que nadie podría destruir al príncipe malcriado? Era pura ficción. Buena publicidad. «El hecho es que cualquiera de nosotros puede ser destruido… de una forma u otra. Incluso hasta Los Que Deben Ser Guardados.»

Eran débiles, naturalmente, aquellos novatos «Hijos de las Tinieblas», como se hacían llamar. El número no aumentaba su fuerza de un modo significativo. Pero, ¿qué había de los viejos? ¡Si Lestat no hubiera utilizado los nombres de Mael y Pandora…! Pero, ¿no existían bebedores de sangre más viejos que éstos, bebedores de sangre de los que ni él mismo sabía nada? Meditó acerca de la advertencia de la pared: «seres antiquísimos y terribles… se moverán lenta e inexorablemente para responder a su llamada».

Un temblor le recorrió el cuerpo; frío, y sin embargo por un instante pensó que veía la jungla; un lugar verde y fétido, bajo el calor malsano y asfixiante. Y la imagen se desvaneció, sin explicación alguna, como tantas señales y mensajes que recibía. Hacía ya tiempo que había aprendido a cortar el flujo inacabable de voces e imágenes que sus poderes mentales eran capaces de percibir; no obstante, de vez en cuando, algo violento e inesperado, como un grito estridente, lograba abrirse paso.

Sea lo que fuere, había estado en aquella ciudad el tiempo suficiente. ¡No sabía que tuviese la intención de intervenir, sucediera lo que sucediese! Estaba furioso por el repentino ardor de sus sentimientos. Quería volver a casa. Había estado alejado demasiado tiempo de Los Que Deben Ser Guardados.

Pero, ¡cómo amaba observar la enérgica masa humana, el vulgar desfile de tráfico estridente! Incluso soportaba muy bien los olores venenosos de la ciudad. No eran peores que la peste de la antigua Roma, o de Antioquía o de Atenas, cuando montones de excrementos humanos alimentaban las moscas en cualquier parte visible y el aire hedía a inevitables epidemias y a hambre. No, le gustaban mucho las limpias ciudades de color pastel de California. Podría pasarse la vida deambulando entre sus perspicaces y emprendedores habitantes.

Pero debía regresar. Quedaban pocas noches para el concierto y entonces vería a Lestat, si decidía… ¡Qué delicioso era no saber con exactitud lo que podría hacer, no saber más que los demás, los demás que ni siquiera creían en él!

Cruzó Castro Street y echó a andar ágilmente por la ancha acerca de Market Street. El viento había cesado; el aire era casi cálido. Marchaba a paso rápido, incluso silbaba, para sí mismo, como a menudo hacía Louis. Se sentía bueno, humano. Entonces se detuvo ante la tienda de aparatos de televisión y de radio. Lestat cantaba desde todas y cada una de las pantallas, grandes y pequeñas.

Rió en un susurro ante aquel gran concierto de gestos y movimientos. No había sonido; estaba enterrado tras los brillantes puntitos intermitentes del equipo. Tenía que deducir para captarlo. ¿Pero no era un encanto ya de por sí observar las cabriolas del príncipe travieso de pelo rubio en un silencio despiadado?

La cámara se acercó para mostrar la figura completa de Lestat tocando el violín como en un trance. Una oscuridad estrellada lo envolvía de tanto en tanto. Luego, de súbito, se abrían un par de puertas; era la antiquísima cripta de Los Que Deben Ser Guardados, ¡casi exacto! Y allí estaban: Akasha y Enkil (o mejor dicho, actores maquillados que representaban el papel), egipcios de piel pálida, pelo largo y sedoso y joyas resplandecientes.

Por supuesto. ¿Por qué no había adivinado que Lestat llevaría su osadía hasta aquel vulgar y atormentador extremo? Se inclinó hacia adelante, escuchando la transmisión del sonido. Oyó la voz de Lestat por encima del violín:

¡Akasha! ¡Enkil!

Guardad vuestros secretos
,

guardad vuestro silencio
.

Es un don mejor que la verdad
.

Y ahora, mientras el violinista cerraba los ojos y se sumergía en su música, Akasha se levantaba lentamente del trono. Al verla, a Lestat se le caía el violín de las manos; como una bailarina, ella lo envolvía con sus brazos, lo acercaba para sí y lo inclinaba para tomar su sangre; mientras, él aplicaba sus dientes en la garganta de ella.

Era muchísimo mejor de lo que había imaginado, un montaje muy logrado. Ahora despertaba la figura de Enkil, se levantaba y echaba a andar como un muñeco mecánico. Avanzaba con la intención de volver a tomar a su Reina. Lestat era echado por los suelos de la cripta. Y allí acababa el film. El rescate por parte de Marius no estaba incluido.

—Ah, así que no me convertiré en una celebridad de la televisión —susurró con una leve sonrisa. Se dirigió a la puerta de la tienda, que ya estaba a oscuras.

La joven lo esperaba para hacerlo pasar. Tenía la cinta de videocasete de plástico negro en la mano.

—Los doce —dijo ella. Delicadísima piel oscura y grandes soñolientos ojos pardos. El brazalete en su muñeca reflejó la luz. El lo encontró irresistible. Ella cogió el dinero agradecida, sin contarlo—. Los han estado emitiendo en una docena de canales. En realidad, los he grabado yo misma. Acabé ayer por la tarde.

—Me has servido bien —respondió él—. Muchas gracias. —Sacó otro grueso fajo de billetes.

—No es nada —dijo ella. No quería coger el dinero extra.

«Cógelo.»

Lo cogió con un corto gesto de hombros y se lo puso en el bolsillo.

No es nada. Adoraba aquellas elocuentes expresiones modernas. Amó la súbita oscilación de sus pechos al encogerse de hombros, y el ágil contoneo de sus caderas bajo la áspera tela de los téjanos que le hacían el cuerpo más delicado y más frágil. Una flor incandescente. Cuando ella le abrió la puerta, él le acarició la suave melena de cabellos castaños. Era bastante impensable que decidiese alimentarse de alguien que lo había servido, de alguien tan inocente. No lo haría. Sin embargo, hizo girar el cuerpo de ella y sus dedos aguantados se abrieron paso a través del pelo para reposar en la nuca:

—Un besito, bellísima.

Ella cerró los ojos, los colmillos de él le agujerearon instantáneamente la arteria y su lengua lamió la sangre. Sólo un sorbito. Un minúsculo relampagueo de calor se consumió en su corazón en un segundo. Luego extrajo los dientes, pero sus labios aún permanecieron en el delicado cuello. Podía sentirle el pulso. El irrefrenable deseo de una medida colmada era casi superior a sus fuerzas. Pecado y expiación. Le alisó los rizos suavísimos y elásticos mientras miraba en sus ojos brumosos.

«No recuerdes.»

—Ahora, adiós —dijo ella sonriendo.

Permaneció inmóvil en la acera desierta. Y la sed, olvidada y mórbida, se desvaneció gradualmente. Miró la funda de cartón de la cinta de vídeo.

«Una docena de canales», había dicho ella. «Los he grabado yo misma.» Pues bien, si era así, los que estaban a su cargo ya debían, inevitablemente, haber visto a Lestat en la gran pantalla situada frente a ellos en la cripta. Tiempo atrás, había instalado una antena parabólica en la cuesta que quedaba por encima del tejado para ofrecerles programas de todo el mundo. Un pequeño ordenador cambiaba de canal cada hora. Durante años, habían contemplado con expresión vacía las imágenes y colores que se movían ante sus ojos sin vida. ¿Habían hecho el más mínimo parpadeo al oír la voz de Lestat o al ver su propia imagen? ¿O cuando habían oído sus nombres cantados como en un himno?

Bien, pronto lo descubriría. Les pondría la cinta de vídeo. Estudiaría atentamente sus rostros estáticos y relucientes en busca de algo, de cualquier cosa diferente a la mera reflexión de la luz.

—Ah, Marius, nunca desesperas, ¿verdad? No eres mejor que Lestat, con sus sueños de idiota.

Llegó a casa antes de medianoche.

Cerró la puerta de acero contra la borrasca de nieve, y permaneció quieto por unos instantes, dejando que el calor de la estancia lo envolviese. La ventisca que había atravesado había lacerado su rostro, sus orejas e incluso sus dedos enguantados. El calor era tan bueno…

En el silencio, escuchó el rumor habitual de los generadores gigantes y el leve pulso electrónico del aparato de televisión de la cripta, a decenas de metros bajo él. ¿Podría ser Lestat quien cantaba? Sí, sin duda, eran las últimas y lúgubres palabras de alguna canción de las suyas.

Lentamente, se sacó los guantes. Se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo. Escrutó con atención el gran vestíbulo y el salón adyacente en busca de la más ligera evidencia que le indicase si alguien más había estado allí.

Naturalmente aquello era casi imposible. Se encontraba a kilómetros y kilómetros del punto más próximo del mundo civilizado, en un gran yermo cubierto por nieves perpetuas. Pero, por la fuerza de la costumbre, siempre lo observaba todo con atención. Existía alguien que podría entrar en aquella fortaleza; les bastaba con saber dónde se hallaba.

Todo estaba correcto. Se detuvo ante el acuario gigante, el gran depósito, del tamaño de una habitación, que lindaba con la pared de mediodía. Lo había construido con mucho cuidado, con el cristal más resistente y el equipamiento más moderno. Observó las bandadas de peces multicolores que pasaban bailando ante sus ojos y cambiaban su dirección total y abruptamente en la claridad artificial. El alga gigante ondulaba de un lado a otro, como un árbol atrapado en el ritmo hipnótico provocado por la suave presión del aireador, soplando hacia aquí y hacia allí. Aquella espectacular monotonía lo había cautivado siempre. Los ojos redondos y negros del pez le transmitieron un temblor que le recorrió la espalda; las altas y esbeltas ramificaciones del alga con sus hojas afiladísimas le causaron una ligera emoción; pero el movimiento constante era lo esencial.

Finalmente, se volvió y se alejó, echando una última ojeada por encima del hombro a aquel mundo puro, inconsciente y, además, bello.

Sí, todo estaba correcto.

Era bueno hallarse en aquellas cálidas habitaciones. No se echaba nada en falta con los asientos recubiertos de cuero suave distribuidos al azar en la gruesa alfombra de color avinado. En el hogar, había leña apilada. Las paredes estaban recubiertas de libros. Allí estaba también el gran panel de equipamiento electrónico esperando a que insertara el vídeo de Lestat. Eso es lo que quería hacer; sentarse junto al fuego y mirar los filmes de rock uno tras otro. El montaje le intrigaba tanto como las mismas canciones, como una espectacular química de lo nuevo y lo viejo; le intrigaba cómo Lestat había utilizado las distorsiones de los medios de comunicación de masas para disfrazarse a la perfección, como cualquier otro cantante de rock intentando parecer un dios.

Se sacó su larga capa gris y la echó en una silla. ¿Por qué le proporcionaba aquel asunto un placer tan inesperado? ¿Acaso tenemos todos un íntimo deseo de blasfemar, de amenazar con nuestros puños a la misma cara de los dioses? Quizá sí. Siglos antes, en lo que ahora se llamaba la «antigua Roma», a él, al muchacho de maneras educadas, siempre le habían hecho gracia las travesuras de los niños malos.

Debería ir a la cripta antes de hacer cualquier otra cosa, lo sabía. Sólo unos momentos, para asegurarse de que las cosas estaban tal como debían estar. Para comprobar la televisión, la temperatura y todos los complejos sistemas electrónicos. Para colocar brasas nuevas y más incienso en el pebetero. En los tiempos presentes, era muy fácil mantener un paraíso para ellos, con las luces lívidas que proporcionaban lo necesario de la energía solar a árboles y a flores que nunca habían visto la luz natural del cielo. Pero el incienso debía trabajarse con las manos, la tradición mandaba. Y nunca lo espolvoreó en las brasas sin evocar la primera vez que había realizado aquel acto.

También era tiempo de tomar un paño suave y, con mucho cuidado y mucho respeto, sacar el polvo de los padres…, de sus cuerpos yertos, incluso de sus labios y de sus ojos, de sus ojos fríos e incapaces de parpadear. Y ahora que lo pensaba, hacía más de un mes. Le pareció deshonroso.

«¿Me habéis echado de menos, queridos Akasha y Enkil?» Ah, la vieja comedia.

La razón le decía, como siempre, que ni sabían ni les importaba si se iba o volvía. Pero su orgullo lo atormentaba siempre con la otra posibilidad. ¿No siente nada el loco de atar encerrado en una celda del manicomio por el esclavo que le lleva el agua? Quizá no era una comparación adecuada. La verdad era que ninguno de ellos estaba loco.

Sí, se habían movido por Lestat, el príncipe malcriado, cierto: Akasha, para ofrecerle su poderosa sangre; y Enkil, para tomar venganza. Y Lestat podría hacer sus video-clips durante toda la eternidad. Pero ¿no se había probado de una vez por todas que no les quedaba mente a ninguno de los dos? Casi seguro que no les quedaba más que la chispa atávica que había centelleado un instante; había sido demasiado simple empujarlos de nuevo al silencio y a la quietud de su trono estéril.

No obstante, aquello lo había amargado. Después de todo, nunca había sido su objetivo trascender, las emociones de ningún hombre pensante, sino más bien refinarlas, reinventarlas, disfrutarlas, con compensación infinitamente perfectible. Y, en el mismo momento, había estado tentado de dirigirse a Lestat con una furia demasiado humana.

«Joven, ¿por qué no te encargas tú mismo de Los Que Deben Ser Guardados, si te han ofrecido unos favores tan notables? Me gustaría librarme de ellos. He llevado esta carga desde la aurora de la era del Cristianismo.»

Pero, en verdad, ése no fue su sentimiento más acertado. No lo fue entonces y no lo era ahora. Sólo una indulgencia temporal. Amaba a Lestat como siempre lo había amado. Todo reino necesita un príncipe malcriado. Y el silencio del Rey y de la Reina podía ser tanto una bendición como una maldición. La canción de Lestat tenía bastante razón en aquel punto. ¿Pero quién dejaría la cuestión sentada de una vez por todas?

Oh, luego bajaría con la cinta de vídeo y observaría, naturalmente. Y si había aunque sólo fuera el más leve parpadeo, el más leve cambio en su eterna mirada…

Pero ya estás otra vez con lo mismo… Lestat te hace sentir joven y estúpido. Y probablemente te alimenta de inocencia y te hace soñar en cataclismos.

¡Cuántas veces, en todas las épocas, se habían alzado tales esperanzas, sólo para dejarlo herido, con el corazón destrozado! Años atrás, les había comprado filmes en color del amanecer, del cielo azul, de las pirámides de Egipto. ¡Ah, qué milagro! Delante de sus mismos ojos corrían las aguas inundadas de sol del Nilo. El mismo había llorado ante la perfección de la ilusión. Incluso había temido que el sol cinematográfico pudiera herirlo, aunque, por supuesto, ello fuese imposible. Pero tal había sido el calibre de su invención. ¡Poder estar allí, contemplando el alba, que no había visto desde que era un hombre mortal!

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