La reina de los condenados (3 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Feliz Halloween, vampiros y vampiras. Nos veremos en el concierto. Comprobaremos cómo el vampiro Lestat nunca sale de allí.

El personaje de pelo rubio y abrigo de terciopelo rojo volvió a leer la declaración desde su cómoda posición en un rincón apartado. Sus ojos eran casi invisibles tras sus gafas ahumadas y bajo el ala de su sombrero gris. Llevaba guantes grises de cabritilla; tenía los brazos cruzados en el pecho y apoyaba la espalda en el alto zócalo de madera negra; el talón de una bota cabalgaba en un barrote de la silla.

—¡Lestat, eres una recondenada criatura! —susurró en un suspiro—. Eres un príncipe travieso. —Soltó una risita particular. Luego escudriñó la gran sala sombría.

No le desagradaba el intrincado mural en tinta negra dibujado con gran habilidad, como telarañas en una blanca pared de yeso. Le divertía bastante el castillo en ruinas, el cementerio, el árbol seco arañando la luna llena. Era el tópico reinventado, un gesto artístico que apreciaba invariablemente. También estaba bastante logrado el techo moldurado con su friso de diablos rampantes y brujas montadas en escobas. Y el incienso, dulce: una mezcla india que él mismo había quemado una vez, siglos atrás, en el mausoleo de Los Que Deben Ser Guardados.

Sí, uno de los más bellos lugares de reunión clandestinos.

Menos agradables eran sus habitantes, la masa desparramada de delgadas figuras blancas que pululaban alrededor de mesitas de caoba con una vela en el centro. Más que demasiados para aquella ciudad moderna y civilizada. Y ellos lo sabían. Para cazar aquella noche, tendrían que desplegarse por todas partes, y los jóvenes siempre tienen que cazar. Los jóvenes siempre tienen que matar. Están demasiado hambrientos.

Pero, por ahora, sólo piensan en él: ¿quién es?, ¿de dónde ha venido?, ¿es muy viejo y muy fuerte?, ¿qué hará antes de irse del bar? Siempre las mismas preguntas, aunque siempre trataba de pasar inadvertido al entrar en sus «bares vampíricos», como si fuera un bebedor de sangre errabundo cualquiera, con la mirada ausente y la mente cerrada.

Era tiempo de dejar sus preguntas sin responder. Tenía lo que quería: saber cuáles eran sus intenciones. Y la pequeña cinta de casete de Lestat en el bolsillo de su chaqueta. Antes de volver a casa, conseguiría una cinta con sus video-clips de rock.

Se levantó para irse. Y uno de los jóvenes también se alzó. Se hizo un tenso silencio (un silencio tanto en pensamientos como en palabras) mientras él y el joven se acercaban a la puerta. Sólo la llama de las velas osciló, derramando, como si de agua se tratara, su brillo por el suelo de baldosas negras.

—¿De dónde eres, forastero? —preguntó el joven cortésmente.

No debía de tener más de veinte años cuando murió, y aquello no debía de haber acontecido hacía más de diez años. Se pintaba los ojos, se abrillantaba los labios, se hacía mechas en el pelo con un color chillón, como si sus dones sobrenaturales no bastaran. ¡Qué aspecto tan extravagante, qué diferente aparecía de lo que era en realidad, un advenedizo delgado y poderoso que con suerte sobreviviría al milenio!

¿Qué le habían prometido con su moderna jerga? ¿Que conocería al Bardo, el Plano Astral, reinos etéreos, la música de las esferas y el sonido de una mano que aplaude?

Habló de nuevo:

—¿De qué parte estás, del vampiro Lestat o de la Declaración?

—Debes disculparme. Ya me iba.

—Pero seguro que sabes lo que ha hecho Lestat —insistió el joven, deslizándose entre él y la puerta. Bien, aquello ya no eran buenos modales.

Escrutó más detenidamente a aquel jovencito insolente. ¿Debería hacer algo para agitarlos? ¿Para tenerlos hablando sobre ellos durante siglos? No pudo evitar una sonrisa. Pero no. Pronto habría suficiente agitación, gracias a su apreciado Lestat.

—Deja que te dé un pequeño consejo como respuesta —dijo con voz calma a su joven interlocutor—. No podréis destruir al vampiro Lestat; nadie podrá. Pero, por qué es así, honradamente no te lo sabría decir.

Esto cogió al joven por sorpresa, y se sintió un poco insultado.

—Y permite que sea yo ahora quien te haga una pregunta —prosiguió el otro—. ¿Por qué esta obsesión con el vampiro Lestat? ¿Qué hay acerca del contenido de sus revelaciones? Vosotros, críos, ¿no tenéis deseos de buscar a Marius, el guardián de Los Que Deben Ser Guardados? ¿De ver con vuestros propios ojos a la Madre y al Padre?

El joven estaba confundido, aunque gradualmente se fue tornando burlón. No pudo formular una réplica coherente. Pero la auténtica respuesta estaba lo suficientemente clara en su alma, en las almas de todos los que escuchaban y observaban. Los Que Deben Ser Guardados podían existir o no existir; y Marius quizá tampoco existía. Pero el vampiro Lestat era real, tan real como cualquier cosa de las que aquel inexperto mortal conocía, y el vampiro Lestat era un ávido diablo que arriesgaba la secreta prosperidad de toda su especie sólo para que los mortales lo viesen y lo admirasen.

Casi rió en las narices del joven. ¡Un combate tan insignificante! Lestat comprendía aquella época de infidelidades de una forma muy bella, había que admitirlo. Sí, había contado los secretos sobre los que le habían advertido que debía guardar; pero, al hacerlo, no había traicionado nada ni a nadie.

—Ten cuidado con el vampiro Lestat —dijo finalmente con una sonrisa al joven—. Hay muy pocos
inmortales auténticos
en esta Tierra. Quizá sea uno de ellos.

Luego levantó al joven en peso, lo apartó de su camino, lo depositó de nuevo en el suelo, y cruzó la puerta hacia la taberna.

El salón principal, espacioso y opulento con sus cortinas de terciopelo negro y accesorios de cobre lacado, estaba atestado de mortales ruidosos. Vampiros de cine resplandecían desde sus marcos dorados colgados en paredes satinadas. Un órgano vertía la apasionada
Tocata y Fuga
en re menor de Juan Sebastián Bach, entre la confusión de conversaciones y de las estridentes carcajadas de borrachos. Amaba el espectáculo de tanta vida exuberante. Amaba incluso el secular olor de la malta y del vino, y el perfume de los cigarrillos. Y mientras se abría paso hacia la salida, adoró los apretujones de los humanos de suave fragancia. Amaba el hecho de que los vivos no le prestasen la más mínima atención.

Por fin, el aire húmedo, la calzada tempranamente bulliciosa de Castro Street. El cielo poseía aún un bruñido destello plateado. Hombres y mujeres se apresuraban entre el viento calle arriba y abajo para escapar de la llovizna oblicua, sólo para cuajarse en las esquinas, esperando a que las grandes y bulbosas luces coloreadas parpadearan y dieran la señal.

Los altavoces de la tienda de discos, que daban a la calle, trompeteaban la voz de Lestat por encima del bramido del autobús, del chirrido de las ruedas en el asfalto mojado:

En mis sueños sigo abrazándola,

ángel, amante, madre.

Y en mis sueños beso sus labios,

amante, musa, hija.

Ella me dio la vida,

yo le di la muerte,

mi hermosa marquesa.

Y por la Senda del Diablo andábamos,

dos huérfanos, entonces, juntos.

¿Y oye ella mis himnos esta noche,

de Reyes y Reinas y antiguas verdades?

¿De votos quebrados y pesar?

¿O sube por algún distante sendero

donde la poesía y la canción la puedan encontrar?

Regresa a mí, Gabrielle,

mi hermosa marquesa.

El castillo de la colina está en ruinas.

El pueblo, perdido bajo la nieve.

Pero tú eres mía para siempre.

¿Ya estaba allí su madre?

La voz se desvaneció entre una suave estela de notas eléctricas para ser finalmente absorbida por el ruido caótico que la rodeaba. Salió a andar a la brisa húmeda e hizo camino hacia la esquina. Resultaba atractiva la pequeña calle ajetreada. La florista continuaba vendiendo sus capullos bajo el toldo. La carnicería estaba atestada de clientes que acababan de salir de su trabajo. Tras los cristales de los cafés, los mortales cenaban o pasaban el tiempo ante sus periódicos. Docenas de ellos esperaban el autobús de bajada y una cola de gente bloqueaba el paso delante de una vieja sala de cine.

Ella estaba allí: Gabrielle. Lo sentía vaga pero infaliblemente.

Llegó al bordillo y se detuvo. Apoyó la espalda en el poste de hierro del farol, y respiró el aire fresco que descendía de la montaña. Desde allí, siguiendo la rectilínea, inacabable, ancha Market Street, se captaba una excelente panorámica del centro de la ciudad. Market Street, muy parecida a un bulevar de París. Y por todas partes en derredor suyo las suaves pendientes urbanas recubiertas de alegres ventanas iluminadas.

Sí, pero…, ¿dónde estaba ella exactamente?

—Gabrielle —susurró. Cerró los ojos. Escuchó. Al principio le llegó el gran estruendo desatado de miles de voces, imágenes superpuestas, imágenes entrecruzadas. El ancho mundo entero amenazaba con abrirse y tragárselo con sus incesantes lamentaciones. Gabrielle. El atronador clamor se disipó lentamente. Captó un estremecimiento de dolor de un mortal que pasó por su lado. Y en un elevado edificio de la colina, una moribunda soñaba en las peleas de su infancia mientras permanecía sentada y decaída en la ventana. Luego, en un difuminado y continuo silencio, vio lo que quería ver: a Gabrielle, que en ese momento se paraba en seco. Ella había sentido su llamada. Ella se sabía observada. Una mujer alta y rubia, con el pelo peinado en una sola trenza que le colgaba por la espalda, parada en una de las calles limpias y desiertas del centro de la ciudad, no lejos de él. Vestía cazadora caqui, pantalones vaqueros y jersey marrón. Y un sombrero no muy diferente del suyo le cubría lo ojos; sólo una rendija de su rostro aparecía por encima del cuello levantado. Ahora cerró su mente, y se rodeó con eficacia de un escudo invisible. La imagen se vaporizó.

Sí, aquí, esperando a su hijo, Lestat. ¿Por qué había llegado a temer por ella, por la insensible que no teme nunca por sí misma sino sólo por Lestat? De acuerdo. Estaba complacido. Y Lestat también lo estaría.

Pero, ¿y los demás? Louis, el amable, de pelo oscuro y ojos verdes, cuyos pasos sonaban despreocupados al andar, quien incluso silbaba para sí en las calles oscuras, de tal forma que los mortales lo oyeran venir. «Louis, ¿dónde estás?»

Casi al instante, vio a Louis que entraba en un salón vacío. Acababa de subir las escaleras del sótano donde había dormido su sueño diurno en una cripta oculta tras un muro. No era consciente de que lo estaban observando. Con sedosos pasos largos cruzó la polvorienta pieza y se detuvo a mirar, a través del sucio cristal, al denso flujo del tráfico rodado. La misma vieja casa de Divisadero Street. De hecho, poco había cambiado en aquella elegante y sensual criatura que había provocado cierta pequeña agitación con sus
Confesiones de un Vampiro.
Excepto que ahora era quien esperaba a Lestat. Había tenido sueños perturbadores; tenía miedo por Lestat, y antiguas y desconocidas añoranzas le llenaban el pecho.

Con reticencia, dejó que la imagen se fuera. Sentía mucho afecto por éste, por Louis. Y este afecto no era sensato, porque Louis poseía un alma dulce y educada y ninguno de los poderes devastadores de Gabrielle y de su endemoniado hijo. Sin embargo, estaba seguro de que Louis podría sobrevivir tanto tiempo como ellos. Eran curiosas las clases de valor que contribuían a la resistencia. Quizá tenía algo que ver con la aceptación. Pero entonces, ¿cómo explicar lo de Lestat: derrotado y lleno de cicatrices y de nuevo en pie? Lestat, que nunca aceptaba nada.

Todavía no se habían encontrado Gabrielle y Louis. Pero era igual. ¿Qué iba a hacer? ¿Reunirlos? Sólo de pensarlo… Además, Lestat ya lo haría suficientemente pronto.

Ahora sonreía de nuevo. «¡Lestat, eres la criatura más recondenada de la tierra! ¡Sí, un príncipe malcriado!» Lentamente, reinvocó cada detalle del rostro y de la figura de Lestat. Los ojos de un azul helado, oscureciéndose con la risa; la generosa sonrisa; la forma en que juntaba las cejas en un fruncimiento juvenil; los estallidos súbitos de ánimo exaltado y el humor blasfemo. Incluso podía avistar la postura gatuna de su cuerpo. Tan poco frecuente en un hombre de complexión masculina. Tal fuerza, siempre tal fuerza y tal irreprimible optimismo.

El hecho era que no había formado su propia opinión acerca de la empresa en conjunto, sólo sabía que lo divertía y lo fascinaba. Por supuesto, no tenía intención de vengarse de Lestat por haber contado sus secretos. Y era seguro que Lestat ya lo había tenido en cuenta, pero nunca se sabía. Quizás a Lestat no le preocupase realmente. Respecto a aquello, él no tenía más noticias que los tontos del bar.

Lo que le importaba era que, por primera vez en muchos años, había advertido que pensaba en términos de pasado y de futuro; había advertido que era más intensa su consciencia de la naturaleza de aquella época. ¡Los Que Deben Ser Guardados eran una ficción incluso para sus propios hijos! ¡Qué lejos quedaban los días en que feroces bandidos bebedores de sangre buscaban su cripta y su poderosa sangre! ¡Ya nadie lo creía ni a nadie le preocupaba!

Y allí subyacía la estancia de la época; porque sus mortales eran incluso de una índole muy materialista, rechazando a cada paso lo milagroso. Con un valor sin precedentes, habían basado con solidez sus más grandes avances éticos en verdades deducidas de lo físico.

Hacía doscientos años que él y Lestat habían discutido aquellas mismas cosas en una isla del Mediterráneo; el sueño de un mundo sin dios y auténticamente moral, en donde el amor del prójimo sería el único dogma.
Un mundo al que no pertenecemos.
Y ahora aquel mundo se había hecho casi realidad. Y el vampiro Lestat se había pasado al arte popular, donde todos los viejos diablos deberían ir, arrastraría consigo a toda la tribu de malditos, incluyendo a Los Que Deben Ser Guardados, aunque quizás éstos nunca lo supieran.

La simetría del hecho lo hizo sonreír. Encontró que no sólo sentía admiración sino que le seducía la idea entera de lo que Lestat había realizado. Comprendía perfectamente lo que significaba la atracción de la fama.

Pues bien, lo había conmovido hasta la indiscreción ver su propio nombre garabateado en la pared del bar. Había reído; y había disfrutado de su risa.

Dejad que Lestat presente un drama muy inspirado, y eso será todo; sí, señor. Lestat, el turbulento actor de bulevar del antiguo régimen, ahora elevado al estréllalo en esta hermosa e inocente era.

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