La reina de las espadas (16 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: La reina de las espadas
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Luego, atacó.

Córum espoleó su caballo hacia el enemigo, con la lanza preparada para golpear y el escudo delante de la cara, pues su yelmo no tenía visera como el de Gaynor.

Al galopar, la resplandeciente armadura de Gaynor medio cegaba a Córum, pero, con todas sus fuerzas, el Príncipe de la Túnica Escarlata dirigió su lanza a la cabeza de Gaynor. Golpeó contra su casco pero sin atravesarlo ni abollarlo. De cualquier modo, Gaynor vaciló en la silla y no devolvió el golpe a su debido tiempo, dando ocasión a Córum para que estirase la mano y alcanzase el mango de su arma, que rebotaba de vuelta. Al ver esto, Gaynor se echó a reír y golpeó con violencia la cara de Córum mientras el Vadhagh levantaba su escudo para frenar el enorme impacto.

Más allá, la horrible batalla entre los dos bandos de hombres bestias continuaba. El grupo del Caos era menor que las fuerzas de Gaynor, pero tenía la ventaja de haber muerto ya una vez y no poder morir de nuevo.

Los dos caballos se echaron hacia atrás en el mismo momento y sus pezuñas se cruzaron, tirando casi al suelo a sus jinetes. Córum volvió a adelantar la lanza, agarrándose a las riendas. Volvió a golpear al Príncipe Maldito, que cayó de espaldas en el fétido barro. Gaynor saltó instantáneamente para quedar en pie, con la lanza en la mano, devolviendo el golpe a Córum. La lanza le atravesó el escudo y por una fracción de centímetro no penetró por su ojo enjoyado. Con la lanza colgada del escudo, sacó la espada y atacó a Gaynor. Éste llevaba el espadón en la mano derecha y la izquierda levantada con el escudo para detener el primer golpe de Córum. El Príncipe Gaynor no atacó a Córum, sino a su caballo. Le tajó una de las patas e hizo que el animal se desplomara, tirando a Córum al suelo junto a él.

El Príncipe Gaynor levantó su espada, y, a pesar del peso de la armadura, corrió hacia Córum, que intentaba desesperadamente recobrar el equilibrio resbalando en el barro. La espada cayó y se estrelló en el escudo. El filo mordió las sucesivas capas de cuero, metal y madera y, finalmente, se detuvo al tropezar con la propia lanza de Gaynor, pero éste dio un salto hacia atrás y escapó del golpe mientras Córum se revolcaba intentando levantarse, con el escudo hecho pedazos, casi inútil.

Gaynor seguía riendo y su voz resonaba formando ecos en el casco que nunca se abría.

—¡Lucháis bien, Córum, pero sois mortal, cosa que yo no soy!

El ruido de la batalla había alertado al resto del campamento, pero los bárbaros no estaban seguros de lo que ocurría. Estaban acostumbrados a seguir solamente las órdenes de Lyr.

Los dos campeones empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, mientras, junto a ellos, los hombres bestias seguían empeñados en su mortal combate.

En la sombra, más allá de la luz del fuego, los rostros de los supersticiosos bárbaros observaban la querella, preguntándose cómo habría empezado.

Córum abandonó su escudo, descolgando de su espalda el hacha de guerra, aguantándola con los seis dedos de la Mano de Kwll. La distancia entre los dos enemigos aumentó mientras empuñaba firmemente su nueva arma. Era un hacha de tiro, perfectamente equilibrada, de las que usaba la infantería Vadhagh en sus antiguas luchas contra los Nhadragh. Córum temía que Gaynor descubriera sus intenciones.

Repentinamente levantó el brazo y arrojó el hacha. Surcó el aire como un relámpago y se estrelló contra el escudo del Príncipe de los Malditos.

Gaynor se tambaleó hacia atrás empujado por la fuerza del golpe, con el escudo partido por la mitad. Dejó caer los trozos, agarró el espadón con ambas manos y se dispuso a acabar con Córum.

El Príncipe de la Túnica Escarlata detuvo el primer golpe, y el segundo, y el tercero, mientras la ferocidad de los ataques de Gaynor le obligaba a retroceder. Saltó a un lado y lanzó una estocada destinada a atravesar las junturas de la armadura de Gaynor. Gaynor cambió la espada de mano y desvió la estocada dando dos pasos hacia atrás. Jadeaba. Córum oía cómo silbaba su aliento dentro del casco.

—Puede que seáis inmortal, Príncipe Gaynor, pero no sois incansable.

—¡No podréis matarme! ¿Acaso dudáis que la muerte es para mí como un regalo?

—Sí es así, rendios —también Córum estaba jadeante. Su corazón latía muy aprisa y su pecho se hinchaba—. Rendios y comprobad si puedo mataros.

—Rendirme sería traicionar mi promesa a la Reina Xiombarg.

—¿De modo que conocéis el honor?

—¡Honor! —Gaynor se echó a reír—. Honor, no. Miedo, como ya os dije. Es miedo. Si traiciono a la Reina Xiombarg, me castigará. No creo que comprendáis lo que eso quiere decir, Príncipe de la Túnica Escarlata.

Y volvió a arrojarse sobre Córum.

Córum se tambaleó bajo el espadón que se movía como un torbellino y se arrojó contra las piernas de Gaynor con tal fuerza que una de sus rodillas se dobló antes de que el Príncipe de los Malditos saltase hacia atrás, echando un vistazo a sus huestes.

El grupo del Caos estaba acabando con ellos. Una a una, las criaturas que Córum había convocado del otro mundo recogían sus trofeos y desaparecían por donde habían venido.

Con un grito, Gaynor volvió a lanzarse sobre Córum.

Córum concentró todas sus fuerzas para esquivar la estocada y devolverla. Gaynor le cerró el paso, agarrando el brazo que sujetaba la espada y alzando su mandoble para descargarlo sobre la cabeza de Córum. Pero éste torció el cuerpo y le golpeó en el hombro, atravesó la primera capa de su peto y se detuvo en la segunda.

Y quedó indefenso. El Príncipe Gaynor había agarrado la espada de Córum y la mantenía triunfante en la manopla.

—Rendios, Príncipe Córum. Rendios y os perdonaré la vida.

—¿Para que me entreguéis a vuestra soberana Xiombarg?

—Ése es mi deber.

—No me rendiré.

—¿Sabéis que os mataré? —Gaynor jadeaba mientras tiraba al barro la espada de Córum, tomaba el espadón con las dos manos y se inclinaba hacia adelante para terminar con su adversario.

Cuarto capítulo

El ataque bárbaro

Instintivamente, Córum levantó las manos para protegerse del golpe cuando algo ocurrió en la Mano de Kwll.

Más de una vez, la Mano le había salvado la vida, muchas anticipándose a la amenaza, pero en aquel momento actuaba por voluntad propia, alcanzando la espada de Gaynor, arrebatándosela al Príncipe de los Malditos y subiendo, tan rápidamente como antes bajaba, contra su cabeza.

El Príncipe Gaynor hizo un par de eses, gruñendo, hasta que, poco a poco, cayó de rodillas.

Córum saltó hacia adelante y con un brazo le rodeó el cuello.

—¿Os rendís, Príncipe?

—No puedo hacerlo —contestó Gaynor con voz entrecortada—. No tengo nada que rendir.

Pero ya no se debatía y la Mano de Kwll agarró el borde de la visera y tiró de ella.

—¡No! —gritó el Príncipe Gaynor al darse cuenta de los que Córum tenía en mente—. ¡No podéis! ¡Ningún mortal puede ver mi rostro! —Empezó a retroceder, pero Córum lo sujetaba firmemente y la Mano de Kwll siguió tirando de la visera.

—¡Os lo ruego!

La visera se movió ligeramente.

—¡Por favor, Príncipe de la Túnica Escarlata! ¡Dejadme ir y no volveré a molestaros!

—No tenéis ningún derecho para hacer tal juramento —le recordó Córum fieramente—. Sois un objeto de Xiombarg, sin honor, ni voluntad.

La voz suplicante creaba extraños ecos.

—Tened piedad, Príncipe Córum.

—Tampoco está en mis atribuciones, pues sirvo a Arkyn —le dijo Córum.

La mano de Kwll tiró por tercera vez de la visera y el cierre saltó.

Córum se quedó mirando fijamente un rostro que se retorcía, unas facciones compuestas por un millón de blancos gusanos. Muertos ojos rojos brillaban en la cara, y todos los horrores que Córum había presenciado a lo largo de su vida no se podían comparar con la tragedia de aquel rostro. Dio un grito que se fundió con el del Príncipe Gaynor el Maldito, mientras la carne de su cara se pudría transformándose en una incisión de espantosos colores que apestaban más que cualquier olor que pudiera surgir de las hordas del Caos. Y mientras lo contemplaba, el rostro cambió sus facciones. A veces, era el de un hombre de mediana edad, luego, el de una mujer, otras el de un niño. Y, en un fugaz momento, Córum reconoció su propia cara. ¡Cuántas máscaras de apariencia debía haber conocido el Príncipe durante la eternidad de su maldición!

Córum veía un millón de años de desesperación grabados en ella. Y la cara seguía retorciéndose, y los aterrorizados ojos agonizando, y las facciones cambiando, cambiando, cambiando...

Más de un millón de años. Siglos de miseria. El precio del innombrable crimen de Gaynor, la traición de su promesa a la Ley. Un destino que le había impuesto no la Ley, sino el poder de la Balanza. ¿Qué clase de crimen habría cometido para que tuviera que actuar la propia Balanza Cósmica? Algunas sugerencias aparecían y desaparecían en las varias facciones que se detallaban en el interior del casco. Córum ya no agarraba el cuello de Gaynor, sino que mecía aquella atormentada cabeza en sus brazos y lloraba por el Príncipe de los Malditos que pagaba un precio —estaba pagándolo— que ningún otro ser tendría que pagar.

Allí, pensaba Córum mientras lloraba, estaba el fin de la justicia, o mejor aún, el fin de la injusticia. Ambas parecían fundirse en aquellos momentos.

Y tampoco entonces moría el Príncipe Gaynor. Tan sólo pasaba de una existencia a otra. Pronto, en algún otro reino lejano, lejos de los Quince Planos y de los Señores de las Espadas, seguiría su condena de servir al Caos.

Al fin, el rostro desapareció y la resplandeciente armadura quedó vacía.

El Príncipe Gaynor el Maldito se había ido.

Córum, aturdido, levantó la cabeza mientras llegaba a sus oídos la voz de Jhary-a-Conel.

—¡Aprisa, Córum, coge el caballo de Gaynor! ¡Los bárbaros están armándose de valor! ¡Nuestro trabajo aquí ha terminado!

El compañero de campeones estaba sacudiéndole. Córum se levantó, buscó entre el barro la espada que Gaynor había tirado y se dejó ayudar por Jhary para montar

en la silla de ébano y marfil...

... galopaban hacia las murallas de Halwyg-nan-Vake, con los guerreros Mabdén gritando a sus espaldas.

Las puertas se abrieron para darles paso y volvieron a cerrarse. Desmontaron y se encontraron con Rhalina y el Rey Onald, que les esperaban.

—¿Y el Príncipe Gaynor? —preguntó ansioso el Rey Onald—. ¿Sigue vivo?

—Sí —contestó Córum gravemente—. Todavía vive.

—¿Habéis fracasado?

—No. —Córum se alejó de ellos guiando al caballo de su enemigo, caminando en la oscuridad, sin querer hablar con nadie, ni siquiera con Rhalina.

El Rey Onald le siguió y, luego, se detuvo, levantando la mirada hacia Jhary que desmontaba:

-¿No falló?

—El poder del Príncipe Gaynor ha desaparecido —dijo Jhary con voz cansada—. Córum le derrotó. Los bárbaros ya no tiene cerebro, sólo cuentan con su número, su brutalidad, sus perros y sus osos. —Se rió de buena gana—. Nada más, Rey Onald.

Todos observaron a Córum que, con la espalda encorvada y arrastrando los pies, penetró en las sombras de la oscuridad.

—Haré los preparativos para recibir su ataque —dijo Onald—. Sin duda, vendrán por la mañana.

—Sin duda —agregó Rhalina. Sintió el impulso de seguir a Córum, pero se contuvo.

Amanecía cuando el ejército del Rey Lyr-a-Brode se unió al de Bro-an-Mabdén junto con las fuerzas de los ejércitos del Perro y el Oso, empezaron a cercar Halwyg-nan-Vake.

Había guerreros en todos los muros de la ciudad. Los bárbaros no traían máquinas de asedio, pues confiaban en la estrategia del Príncipe Gaynor y su ejército para la

conquista de todas las ciudades. Eran tan numerosos que casi era imposible ver las últimas filas de sus legiones. Iban a caballo, en carro, o simplemente caminando.

Córum había descansado un par de horas, pero no logró dormir. No podía deshacerse de la imagen del rostro de Gaynor. Intentó recordar el odio que sentía hacia Glandyth-a-Krae y buscó al Conde entre la horda de bárbaros, pero no le vio por ninguna parte. ¿Seguiría buscando a Córum por la región del Monte Moidel?

El Rey Lyr montaba un semental blanco y llevaba su propia bandera de guerra. A su lado, la jorobada silueta del Rey Cronekyn-a-Drok, el jefe de las tribus de Bro-an-Mabdén. El Rey Cronekyn era medio tonto, por eso tenía el apodo de «El Sapo».

Los bárbaros avanzaban rabiosos, sin orden alguno, y el Rey de hundidas facciones parecía ojear nerviosamente su entorno como si temiera no poder controlar tales fuerzas sin el Príncipe Gaynor.

El Rey Lyr-a-Brode levantó la espada y una cortina de flameantes flechas surgió desde detrás de su caballería hacia los muros de Halwyg, incendiando los arbustos resecos por falta de lluvia. El Rey Onald esperaba algo parecido, y había hecho que sus súbditos guardasen la orina durante varios días para combatir tal eventualidad.

El Rey Onald se había enterado del destino de otras ciudades sitiadas y aprendido lo necesario.

Algunos defensores iban de arriba abajo por los muros intentando apagar las llamas que les envolvían. Un hombre con la cara envuelta en llamas corrió junto a Córum, pero el Príncipe apenas lo notó.

Con un horrible estruendo, los bárbaros llegaron hasta los muros y empezaron a escalarlos.

El ataque contra Halwyg se había desencadenado.

Córum buscaba los ejércitos del Perro y del Oso, preguntándose cuándo llegarían. Parecían estar reservándolos y no entendía por qué.

Su atención quedó atraída por una amenaza inmediata cuando vio a un bárbaro babeante con un tizón en la mano y una espada entre los dientes, trepando por una de las almenas. El Mabdén gritó de sorpresa cuando vio que Córum le cerraba el paso. Pero otros venían tras él.

Durante toda la mañana Córum luchó mecánicamente, pero de forma acertada. En los otros muros, Rhalina y Beldan organizaban destacamentos de defensores.

Si mil bárbaros morían, otros mil los reemplazaban, pues Lyr había tenido la buena idea de reservar a sus hombres y lanzarlos por oleadas. Los que defendían la muralla no podían utilizar aquella táctica. Cualquier hombre que pudiera manejar una espada estaba siendo utilizado.

A Córum le zumbaban los oídos con el estruendo de la batalla. Debía haber acabado con un montón de vidas, pero era incapaz de darse cuenta. Su cota de mallas estaba hecha pedazos y sangraba por varias heridas menores, pero tampoco se daba cuenta de ello.

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