La reina de las espadas (13 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: La reina de las espadas
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Era el gato de Jhary.

De repente, Córum distinguió a Jhary y se echó a reír. El gato se acercó y se posó en el hombro del compañero de héroes, susurrándole al oído.

—¡Enviaste al gato en busca de ayuda cuando nos asaltó el ejército del Caos! —exclamó Rhalina antes de que Córum hablase—. Por eso le dijiste a Xiombarg quién era Córum, porque sabías que recibiríamos ayuda. Pese a todo, en el último momento, pensaste que tu plan se había frustrado.

Jhary se encogió de hombros.

—No estaba seguro de que el gato encontrase ayuda, pero lo imaginaba.

—¿De dónde ha venido esa extraña nave celeste? —preguntó el Rey sin País.

—¿De dónde sino de la Ciudad en la Pirámide? Ésas fueron las instrucciones que le di al gato. Supuse que la encontraría.

—Y, ¿como logró entenderse con la gente de esa ciudad? —preguntó Córum mientras se acercaban al azul Navio Celeste.

—Cuando hay emergencias, eso ya lo sabes, el gato puede entendérselas conmigo a la perfección. Cuando la emergencia es mayor, se hincha de energía y se comunica con quien le da la gana.

El gato ronroneó y le lamió la cara a Jhary, que le murmuró algo y sonrió. Luego, dirigiéndose a Córum, añadió:

—Más vale que nos demos prisa, pues Xiombarg puede empezar a preguntarse por qué le dije quién eras. Una de las características de los Señores del Caos es ser demasiado impetuosos y no pensar demasiado.

El Navio Celeste medía por lo menos cuarenta pies de largo, y llevaba una fila de asientos pegada a todo lo largo de la borda. Parecía vacío, pero, repentinamente, de la timonera apareció un apuesto caballero que se dirigió hacia ellos. Sonrió al ver la asombrada cara de Córum.

El timonel del Navio Celeste era de la misma raza que Córum. Era un Vadhagh. Tenía el cráneo largo, los ojos almendrados, de un color violeta dorado, las orejas puntiagudas y el cuerpo delicado y esbelto, pero lleno de energía.

—Bienvenido, Córum de la Túnica Escarlata —dijo—.

He venido para llevarte a Gwlas-cor-Gwrys, el único bastión que en este Reino se enfrenta a esa criatura a la que acabas de conocer.

Aturdido, Córum Jhaelen Irsei penetró en la nave mientras el timonel seguía sonriendo al ver su asombro. Se sentaron cerca de la caseta, en la popa, y el timonel hizo que la nave ascendiera, por el mismo camino que había tomado para alcanzarles. Rhalina se dio la vuelta para mirar el bosque de congelados guerreros que dejaban atrás.

—¿No hay nada que podamos hacer por esas pobres almas? —le preguntó a Jhary.

—Sólo esperar que la Ley se haga fuerte en nuestro reino, del mismo modo que el Caos interviene ahora en nuestros Planos, para que un día pueda enviar ayuda —contestó Jhary.

Atravesaban una tierra de seres rezumantes que les lanzaban zarcillos para atraerles hacia ellos. De vez en cuando, aparecían cosas, o manos, suplicantes.

—Un Mar del Caos —les dijo el Rey Noreg-Dan. Hay varios lugares parecidos en este Reino. Algunos dicen que son fruto de las gentes que obedecen al Caos.

—He visto algo parecido —agregó Jhary.

Cruzaban extraños bosques y valles que parecían arder constantemente. Veían ríos de fundido metal y preciosos castillos construidos con joyas. Unas horrendas criaturas surcaban el aire, pero al reconocer la nave, que no tenía protección alguna, cambiaban de dirección.

—Estas gentes deben estar muy versadas en hechicería para poder fabricar navios que vuelen —le susurró Rhalina a Córum, que, sumergido en sus pensamientos, no la contestó de inmediato. Finalmente, habló:

—No requiere ningún encanto, sino inventiva mecánica. Se unen las fuerzas que dan poder a las máquinas, que son mucho más delicadas de lo que se imaginan los

Mabdén, y de ese modo pueden lanzar sus navíos por el aire, y muchas más cosas. Algunas de esas máquinas podrían partir la Muralla que separa los Planos y pasar entre ellos sin ningún problema. Dicen que mis antepasados fueron los que inventaron esas máquinas, pero que casi no las usaban, pues su empleo no estaba de acuerdo con su manera de vivir. Recuerdo una remota leyenda que dice que una Ciudad Celeste, así llamaban a sus ciudades, dejó este reino para explorar los otros mundos del Multiverso. Quizá fue algo más que una sencilla ciudad, pues sé que una de ellas fue destruida durante la batalla de Broggfythus, estrellándose cerca del castillo Erórn, como ya te dije. Quizá otra ciudad se llamaba Gwlas-cor-Gwrys y cambió su nombre por el de la Ciudad en la Pirámide.

El Príncipe Córum sonreía alegremente y hablaba con entusiasmo. Sujetó el brazo de Rhalina y le dijo:

—¡Oh, Rhalina! ¿Te das cuenta de lo que supone para mí saber que todavía existen algunos de los míos? ¿Que Glandyth no acabó con todos ellos?

A su alrededor empezó a agitarse el aire y el barco vibró.

El timonel, desde la caseta, gritó:

—No os asustéis, estamos cambiando de Plano.

—¿Quiere decir que nos alejamos de Xiombarg? —preguntó ansioso el Rey sin País.

—No —contestó Jhary—. El reino de Xiombarg se extiende por cinco Planos y sólo estamos pasando de uno a otro. Al menos, eso creo.

Cambió la luz y se asomaron por la borda. Un gas multicolor se arremolinaba bajo ellos.

—Efectos del Caos —dijo Jhary—. La Reina Xiombarg todavía no ha hecho nada.

Atravesaron el gas y volaron a través de una cordillera de montañas, que superaba los mil pies, con la perfecta forma de un cubo.

Tras las montañas, se extendía una selva oscura y, más allá, un desierto cristalino. Los cristales del desierto no detenían sus movimientos y generaban un chirrido desagradable.

Entre los cristales, se divisaban unas bestias de color ocre, enormes proporciones y primitivo desarrollo. Se alimentaban de aquellos vidrios.

Luego, cruzaron una superficie rasa, oscura, que proyectaba la Ciudad en la Pirámide.

De hecho, la ciudad tenía forma de zigurat, con varios niveles. En cada terraza había casas. En todos los pisos crecían flores, árboles y arbustos, y las calles rebosaban de gente. Una luz verdosa temblaba sobre la ciudad, envolviendo la pirámide con su resplandor. Mientras el buque se acercaba, vieron aparecer un canal ovalado y oscuro, y por él se metieron. Lo recorrieron hasta llegar al edificio más alto, un castillo con muchas torres, construido de metal, y, luego, empezaron a descender hasta aterrizar en una plataforma construida entre las almenas del castillo. Córum gritó de alegría cuando vio a la gente que les acogía.

—¡Son de los míos! —exclamó a sus compañeros—. ¡Son de los míos!

El timonel dejó la caseta y le puso una mano en el hombro. Hizo una señal a los hombres y mujeres que les rodeaban y, de pronto, ya no estuvieron en el buque, sino en la plataforma, entre gentes que miraban a Rhalina, a Jhary y al Rey sin País, que todavía se asomaba por la borda, con cara llena de asombro.

Córum también se asombró cuando les vio desaparecer y aparecer a su lado. Uno de los ciudadanos se adelantó. Era un delgado anciano de buen porte, vestido con un grueso manto en el que iba bordado un bastón.

—Bienvenido al último bastión de la Ley —dijo.

Más tarde, sentados alrededor de una hermosísima mesa de rubíes, escucharon al anciano, que se había presentado como el Príncipe Yurette Hasdun Nury, comandante de Gwlas-cor-Gwrys, la Ciudad en la Pirámide.

Explicó cuan correctas eran las especulaciones de Córum.

Tras comer, les contó cómo las gentes de Córum habían preferido quedarse en sus castillos después de la batalla de Broggfythus, dedicándose al estudio, mientras ellos intentaron atravesar la Muralla entre los Reinos para llevar la ciudad más allá de sus Cinco Planos. Lo lograron, pero no pudieron volver, pues perdieron algún poder que luego no fueron capaces de recuperar. Desde entonces, sólo habían explorado aquellos Cinco Planos, hasta que, cuando empezó la guerra entre la Ley y el Caos, se mantuvieron en una postura neutral.

—Hicimos mal, pues pensamos que no nos incumbían tales historias. Poco a poco, vimos cómo la Ley era confundida y cómo el Caos se mostraba triunfante, creando sus parodias de belleza. Intentamos oponernos a Xiombarg, pero fue demasiado tarde. El Caos había conseguido todo el poder y ya no podíamos luchar contra él.

Xiombarg envió, y todavía lo sigue haciendo, sus ejércitos contra nosotros. Resistimos, pero con mucho riesgo. Hasta ahora estamos empatados. De vez en cuando, Xiombarg manda otra armada, cada vez más grande y terrible, y, por fuerza, debemos combatir contra ellos. No podemos hacer otra cosa. Me temo que, salvo nosotros, no queda nadie más a favor de la Ley en estos Planos.

—La Ley ha vuelto a dominar en nuestros Cinco Planos —le dijo Córum. Contó sus aventuras, su batalla con Arioch y el resultado final, que fue devolver su reino a Arkyn—. Pero todavía estamos amenazados, pues la Ley no está afianzada en nuestros Planos y las fuerzas del Caos han ido a invadirlos.

—Así que la Ley sigue teniendo algún poder —dijo el Príncipe Yurette—. Eso no lo sabíamos. Pensábamos que los Señores de las Espadas mandaban en todos los Planos. Si pudiésemos volver, llevar nuestra ciudad al otro lado del muro, podríamos ayudaros. Pero no podemos. Lo hemos intentado muchas veces. No hay material disponible en estos Planos para conseguir el poder necesario.

—Y ¿si tuvierais ese material? —preguntó Córum—. ¿Cuánto tiempo haría falta para volver a nuestro reino?

—No mucho. Pero estamos muy débiles. Con unos pocos ataques más, o con uno masivo, nos destruirán.

Córum miró fijamente la mesa con expresión de amargura. ¿Sería posible que, tras encontrar de nuevo a los Vadhagh, fuera tan sólo para verlos morir aplastados como su familia?

—Esperábamos llevaros de vuelta para socorrer a Lywm-an-Esh —dijo—, pero veo que es imposible, y que también nosotros estamos encallados en este reino y nunca podremos volver a ayudar a nuestros amigos.

—Si tuviéramos esos extraños minerales... —dijo el Príncipe Yurette—. Podrías conseguirlos por nosotros.

—No podemos volver —aclaró Jhary-a-Conel—. No podemos regresar a nuestro Reino. Si fuera posible, por supuesto que los encontraríamos. Pero, de todos modos, sin tener la certeza de poder volver aquí...

El Príncipe Yurette arrugó la frente.

—Podríamos mandar un buque al otro lado del muro. Tenemos poder para hacerlo, aunque debilitaría nuestras defensas. Pero creo que vale la pena intentarlo.

Córum se alegró.

—Sí, Príncipe Yurette, cualquier cosa vale la pena si se hace por la Ley.

Mientras el Príncipe Yurette consultaba con sus científicos, los cuatro compañeros dieron una vuelta por la maravillosa ciudad de Gwlas-cor-Gwrys. Toda ella era de metal, pero de un metal tan magnífico, de una textura tan extraña y rica en color, que hasta Córum ignoraba cómo podían haberla construido. Las torres, las cúpulas, los enrejados, los arcos y caminos, estaban hechos de metal, y también las rampas y escaleras que iban de piso a piso. Todo funcionaba independientemente del mundo exterior. Hasta el aire era creado en los confines de la pirámide de luz verdosa, y dispersaba su vivo calor por los costados exteriores de Gwlas-cor-Gwrys.

La gente de la Ciudad en la Pirámide iba de aquí para allá resolviendo sus asuntos cotidianos. Unos cuidaban los jardines, otros se ocupaban de la distribución de la comida. Había muchos artistas ejecutando composiciones musicales o exhibiendo sus obras, pinturas sobre terciopelo, mármol y vidrio, muy parecidas a las que hacían los Vadhagh conocidos por Córum, pero, a menudo, con estilos y temas que Córum no comprendía, quizá por ser muy extraños.

Les enseñaron las enormes máquinas que mantenían la ciudad. Les mostraron las armas que les protegían de los ataques del Caos. Los hangares donde guardaban sus Navíos Celestes. Vieron sus colegios y restaurantes y teatros, museos y galerías, y allí estaba todo lo que Córum creía destruido por Glandyth-a-Krae y sus bárbaros. Pero todo aquello estaba amenazado con la aniquilación.

Comieron y se acostaron, mientras los sastres de Gwlas-cor-Gwrys copiaban sus destrozadas ropas. Cuando despertaron, encontraron nuevos trajes idénticos a los anteriores, a los que llevaban cuando partieron en busca de la ciudad.

Jhary-a-Conel se sentía particularmente agradado por la hospitalidad de los habitantes de la Ciudad en la Pirámide y, cuando por fin les llamaron a presencia del Príncipe Yurette, le expresó su agradecimiento.

—El Navio Celeste está listo —dijo el monarca gravemente—. Debéis daros prisa, pues he oído que la Reina Xiombarg está planeando un ataque masivo contra nosotros.

—¿Podréis soportarlo? —preguntó Jhary.

—Espero que sí.

El Rey sin País se adelantó.

—Perdonadme, Príncipe Yurette, pero me quedaré con vosotros. Si la Ley ha de luchar contra el Caos en mi propio reino, lucharé por ella.

—Como queráis —dijo Yurette, levantando la cabeza—. Ahora, Príncipe Córum, daos prisa. El Navio Celeste os espera. Poneos en aquel círculo de mosaico. Os llevará hasta el buque. Buen viaje.

Estuvieron un instante en el espacio indicado, y, luego, después de medio segundo, se encontraron a bordo de la nave aérea.

El timonel era el mismo que les llevara hasta la Ciudad en la Pirámide.

—Me llamo Bwydyth-a-Horn —dijo—. Sentaos donde lo hicisteis anteriormente y agarraos fuerte a la borda, por favor.

—Mira —Córum señaló más allá de la pirámide verdosa, a la negra llanura. La inmensa silueta de la Reina Xiombarg se recortaba contra el cielo, con rostro furibundo.

A sus pies avanzaba un enorme ejército, un inmundo ejército de demonios.

El Navio Celeste se adentraba en un mundo que resonaba con voces endemoniadas.

Y por encima de aquellas voces se oyó la espantosa risa de venganza de la Reina Xiombarg del Caos.

-¡ANTES ME LIMITÉ A DIVERTIRME CON ELLOS PORQUE DISFRUTABA CON EL JUEGO! PERO AHORA QUE COBIJAN AL ASESINO DE MI

HERMANO, ¡PERECERÁN EN NEGRA AGONÍA!

El aire empezó a vibrar, una esfera de luz verde rodeó la nave. La Ciudad en la Pirámide, el ejército infernal, la Reina Xiombarg, todos desaparecieron. El buque se balanceaba de un lado para otro, los gemidos aumentaron hasta convertirse en un penoso quejido.

Y dejaron el reino de la Reina Xiombarg y volvieron al del Señor Arkyn.

Volaron sobre la tierra de Lywm-an-Esh. No era muy diferente a la que acababan de dejar. También por ella desfilaba el Caos.

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