Authors: Iny Lorentz
—Además, podríais sacar una cuarta parte de lo que habéis ganado en St. Marien am Stein.
Hiltrud no se dejó amedrentar.
—Nuestra sociedad comenzó en el momento en que dejamos St. Marien. No veo ninguna razón para daros dinero ahora.
Gerlind torció el gesto y golpeó su bastón contra el suelo.
—Como te parezca.
Sonó casi a amenaza.
Hiltrud se encogió de hombros y dio un rodeo para esquivar a Berta y a Märthe. Las cabras la siguieron balando, de modo que la prostituta más joven casi tuvo que hacerse a un lado de un salto para que la carreta no le pasara por encima de los pies.
Poco después del mediodía, llegaron a la ciudad de Wallfingen. Gerlind y sus compañeras montaron sus tiendas y se dispusieron a esperar a que llegaran los clientes. Marie y Hiltrud también montaron sus tiendas, pero más para preservar su intimidad que para atender clientes, ya que el mercado en Wallfingen era demasiado pequeño como para atraer a gente de otros lugares, y los lugareños tenían a su disposición a las muchachas del prostíbulo local. De todos modos, ambas amigas estaban de buen talante, por lo cual tampoco se enfadaron cuando el guardián del mercado se abalanzó sobre las prostitutas como un ave de rapiña dispuesto a exigirles el derecho de mercado, aunque los mercaderes no habían instalado sus puestos allí fuera, en el campo, sino en la ciudad, en la plaza que estaba entre el ayuntamiento y la iglesia. Antes de llegar a la ciudad no había más que unos corrales en los que se ofrecían de forma aislada algunas cabras y algunos cerdos, y un puesto de venta de vino cuyos barriles estaban protegidos del sol por unos toldos que también habían conocido mejores épocas.
Marie y Hiltrud se miraron sonrientes al ver que Berta comenzaba a maldecir a voz en grito. Se había sentido ofendida porque el guardián del mercado no pensaba exigirle pagar el impuesto con la mercadería que ella ofrecía.
—Prefiero el dinero —oyeron que respondía el hombre riendo—. Y si es por la mercancía, tomaré la de la doncella que está allá —señaló a Marie, y daba la impresión de que prefería desaparecer con ella dentro de la carpa antes que aceptar sus monedas.
Pero Marie no accedió. Le extendió el dinero al guardián del mercado y dejó que Hiltrud terminara de montar las dos tiendas. Con el corazón un tanto acelerado, tomó su canasta de la carreta y se dirigió hacia el portal de la ciudad. Los guardias la miraron y le hicieron un par de comentarios procaces. Finalmente la dejaron pasar sin exigirle el portazgo. Marie se preguntó si más tarde le reclamarían el pago en especie, pero se encogió de hombros y caminó por la calle llena de vida en dirección a la plaza del mercado.
Mientras que la mayoría de la gente se quedaba mirando las cintas de prostituta de su vestido y daban un rodeo para evitarla, las mujeres y los mercaderes de los puestos no le rehuían la charla. Por eso, Marie se tomó su tiempo y disfrutó de la compra. Cuando regresó a la tienda con el canasto lleno y una bolsa pequeña de harina al hombro, el rostro de Hiltrud le hizo ver que había sucedido algo desagradable. Pero antes de que pudiese preguntarle a su amiga, Gerlind le salió al encuentro. Tras ella venía un hombre de mediana edad con vestimenta de artesano que lucía un lujoso sombrero de castor y un abrigo largo con apliques de piel.
—Por fin apareces. Vamos, Marie, a trabajar. Este señor desea una compañera de lecho bonita. Le aconsejé que te esperara. Así que ahora apresúrate a entrar en tu tienda para que él pueda follarte.
Marie la miró atónita.
—¿Qué has dicho?
—Que tienes que follar con este hombre. Él ya pagó. Después te daré tu parte.
Gerlind intentó empujarla hacia su tienda, lo cual enfureció aún más a Marie, que apartó a la vieja y alzó la mano como si fuera a golpearla.
—Dime, ¿acaso te has vuelto loca? A mis clientes los escojo yo. Y ellos me pagan a mí y a nadie más, ¿entiendes? Si este hombre quiere follarse a una prostituta, que lo haga contigo o con Märthe. A mi carpa, no entra.
El hombre siguió la discusión con visible mal humor.
—¿Qué significa esto? Yo no quiero ni a la vieja ni a la torpe. A mí me prometieron una prostituta bonita, y pagué por ella. Así que ahora ven conmigo, niña. No tengo todo el día.
El hombre cogió a Marie del brazo e intentó arrastrarla hacia la tienda. Marie intentó zafarse, pero no pudo porque él la sujetaba de forma dolorosa. Ciega de ira, tanteó con la mano que le quedaba libre en busca del tajo lateral debajo de su falda, extrajo el cuchillo bien afilado que llevaba en un estuche atado al muslo y clavó la punta en el bajo vientre del hombre.
—¡Quítame las garras de encima si quieres volver a follar a una mujer alguna vez! —le espetó.
El hombre vio el cuchillo, que ya estaba desgarrando la tela de la bragueta, amenazando sus partes más delicadas, y soltó a Marie tan rápido como si hubiese tocado una barra de hierro candente. Dio un paso atrás, abrió la boca como si quisiera soltar su enojo a gritos, y luego se quedó mirando a Marie con los ojos desorbitados. Finalmente volvió a cerrar la boca y se persignó.
—¡Por la Virgen Santa y San Pelagio! No puede ser cierto… ¿Realmente eres tú?
Marie se quedó mirando sin entender al hombre, que se había puesto visiblemente pálido. Pero finalmente cayó en la cuenta.
—Tú… tú eres Jörg Wölfling, el tonelero de Constanza.
—Y tú eres Marie, la hija de Matthis Schärer, la que expulsaron de Constanza.
—Después de que me violaran, calumniaran y azotaran —completó Marie con amargura.
Ese era el momento cuya llegada siempre había temido. Hubiese querido que se la tragase la tierra, a causa de la vergüenza que sentía al ser encontrada por un antiguo amigo de su padre. Pero se apartó enseguida su angustia. Al fin y al cabo, no había elegido ese camino por voluntad propia, sino por las intrigas de Ruppert, y en aquel entonces maese Jörg no había movido un solo dedo para apoyarla.
El tonelero señaló el cuchillo con el que Marie seguía amenazándolo.
—Guarda esa cosa y hablemos como personas razonables.
Marie asintió y volvió a deslizar el arma en su estuche.
Él levantó la mano defendiéndose.
—No me mires tan mal. No te comeré. Mejor cuéntame cómo te ha ido. En los últimos cuatro años hemos pensado en ti muy a menudo.
Wölfling hizo pucheros como un niño y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Marie no sabía qué decirle. Hubiese querido salir corriendo de allí. Al mismo tiempo, tenía miles de preguntas en la punta de la lengua que Giso, el vasallo del caballero Dietmar, no había podido responderle.
Jörg Wölfling se secó con la manga las lágrimas que le corrían por las mejillas.
—¡Dios mío, Marie, estás viva! Cómo se alegrará Mombert cuando se entere.
Marie se quedó paralizada y sacudió enérgicamente la cabeza.
—No quiero que nadie se entere de que existo. Nadie tiene por qué saberlo, ¿entiendes?
Maese Jörg tomó en sus manos una de las cintas de prostituta que colgaban de su falda y asintió conmovido.
—Te entiendo, pero de todos modos a tu tío le alegraría mucho saber de ti.
—Es mejor que no cuentes nada. Pero sí te agradecería que me dieras nuevas de mis parientes.
—Lo haré con gusto. —Maese Jörg se quedó un instante pensativo y luego cogió a Marie del brazo—. Ven. Nos sentaremos junto a la taberna, en la sombra. Es más fácil hablar con una jarra de tinto delante.
—No creo que el tabernero quiera ver a una prostituta sentada en sus bancos.
Maese Jörg, consciente de su propia importancia, hizo un gesto de desdén y llevó a Marie al puesto de venta de vinos que había cerca de los corrales de ovejas. Habían puesto unos barriles sobre unos caballetes y tenían al lado una cuba llena de agua para limpiar las jarras.
Cuando maese Jörg apareció allí junto con Marie, el tabernero frunció el ceño y le murmuró que se fuera con su prostituta a otra parte.
Jörg Wölfling abrió su monedero y sacó unas cuantas monedas.
—Una jarra grande del mejor vino que tengas y dos vasos.
Al ver las monedas de plata de las buenas, el tabernero no pudo resistirse.
—Sentaos allí enfrente —dijo señalando un banco que estaba un poco alejado del resto.
Marie y maese Jörg no se molestaron por el lugar que les habían asignado, ya que querían conversar sin ser molestados, de modo que cogieron la jarra llena hasta el borde del mejor vino del Rin y los dos vasos y se dirigieron hacia allí perdidos en sus pensamientos.
Jörg Wölfling brindó con Marie sonriendo con tristeza.
—Realmente es una casualidad que nos hayamos encontrado. Jamás habría venido aquí si el Emperador no hubiese convocado ese concilio en Constanza. Ahora tenemos que entregar más barriles de los que podemos fabricar, por eso el gremio de toneleros de Constanza me pidió que hiciera este viaje y negociara con los de aquí para que nos abastezcan.
Marie asintió amablemente, aunque los problemas de los toneleros de Constanza no le interesaban en absoluto.
—Sí, es una casualidad. Las mujeres de mi condición no están en su casa en ninguna parte y tampoco saben dónde pararán a descansar por la noche. Pero cuéntame, maese Jörg, ¿cómo está mi tío?
Jörg Wölfling levantó las manos haciendo un gesto indefinido.
—Está bien de salud, y comercialmente le está yendo mejor otra vez desde que se dio a conocer la noticia de que el Emperador ha obligado a los tres Papas que se dirijan a Constanza para ordenar los asuntos de la cristiandad en nuestra ciudad.
—Pero antes tampoco le iban mal las cosas.
Maese Jörg dio un profundo suspiro.
—Eso fue antes de tu desgracia. Luego las cosas se agravaron para él durante un tiempo, ya que los juicios contra el licenciado Ruppertus Splendidus casi lo llevan a la ruina. Claro, tú no puedes saber que tu antiguo prometido se apropió de todo el patrimonio de tu padre con la ayuda de un tribunal episcopal. Mombert lo llevó a juicio en tres ocasiones y perdió las tres veces. Finalmente intentó recuperar la dote de tu madre pero Ruppert siempre le mostraba documentos nuevos con los cuales podía rechazar los derechos de Mombert.
Marie podría haberle dicho que no le sorprendía, ya que ya estaba al tanto de la manera en que Ruppert actuaba frente a sus enemigos. Pero no tenía intenciones de explicarle todo al tonelero. Prefería seguir preguntando.
—¿Qué sabes de mi padre? En aquel entonces esperaba que él me siguiera y me rescatara.
Se quedó mirándolo llena de curiosidad, pues en el fondo aún seguía teniendo esperanzas de que el esquilador le hubiese mentido a Giso para sacarle un poco más de vino.
Maese Jörg extendió las manos sin saber qué decir.
—¡Lo siento muchísimo por ti, pequeña! Nadie volvió a ver a tu padre desde aquel fatídico día. El licenciado Ruppertus afirmó que Matthis Schärer le había legado todo su patrimonio y se había marchado a Tierra Santa para pagar por tus pecados. Otros dijeron que se había unido a una peregrinación que se dirigía a Roma o a Santiago, en España, e incluso hubo quienes afirmaron haberlo visto buscándote en algún lugar de Flandes. El último otoño apareció en Constanza un hombre que juró y perjuró haberse encontrado con tu padre en Jerusalén. Dijo que le había pedido que les enviara saludos a todos sus parientes. Maese Mombert lo albergó en su casa para averiguar algo más. Pero cuando ese rufián empezó a perseguir a su hija, Mombert lo puso inmediatamente de patitas en la calle. Personalmente, yo tampoco creía que tu padre hubiera enviado a ese hombre. Su historia sonaba demasiado inverosímil. Me inclino más por la versión que dio el esquilador Anselm antes de ahogarse en el Rin.
Marie sintió un calambre retorciéndole el estómago.
—¿Anselm está muerto?
—Sí, pero tenía que terminar así. Un par de cocheros lo atiborraron de vino por diversión. Más tarde, cuando iba camino a Gottlieben, se cayó al río. Si su cadáver no hubiese vuelto a aparecer traído por la corriente, nadie sabría qué había sido de él. Dicen que poco antes había estado contándole a un extraño que él había ayudado a enterrar a tu padre en una fosa del cementerio de pobres. Marie, pequeña, lo siento tanto por ti, pero me temo que ese borracho dijo la verdad.
Marie respiró profundamente. El extraño era Giso, de eso estaba segura. La muerte de Anselm tampoco era casualidad. Habría querido preguntarle a Jörg Wölfling si Utz se encontraba entre los cocheros que habían emborrachado a Anselm, pero eso le hubiese acarreado preguntas innecesarias. Seguro que Utz no había participado directamente, sino que había sobornado a un par de amigos para que embriagaran al viejo.
Primero había sido la viuda Euphemia, ahora el esquilador también sufría una muerte violenta. A todo esto, lo único que Anselm había hecho era contar que había visto a su padre muerto. A pesar de que la mayoría de la gente en Constanza no daba crédito al parloteo de un borracho, Ruppert y sus secuaces lo habían silenciado.
Marie se estremeció mientras se enjugaba un par de lágrimas que le habían brotado involuntariamente.
—Mi padre no le habría cedido su patrimonio a Ruppert por voluntad propia. Por eso creo que está muerto.
Jörg Wölfling le puso la mano sobre el hombro.
—Maese Matthis te quería mucho, Marie. Él jamás te habría abandonado. Yo debo confesar con suma vergüenza que en aquel entonces sentía envidia de tu padre y de la riqueza que había logrado acumular siendo nieto de un esclavo, mientras que mi familia tenía que luchar para subsistir a pesar de que había cumplido un papel central durante la última guerra de los burgueses contra los nobles. Por eso en ese momento no moví un dedo cuando la desgracia cayó sobre vosotros, aunque he sido duramente castigado por ello. La reputación de mis antepasados me proporcionó un lugar en el Consejo de la ciudad, y lo perdí para siempre por tu causa. Los otros miembros del Consejo me reprocharon el hecho de que el licenciado Ruppertus hubiese podido llevarte ante el tribunal de los dominicos sin que nadie se lo impidiera. Por ser la hija de un burgués respetable, en tu caso debería haber actuado primero el tribunal civil. Y únicamente si ese tribunal te hubiese hallado culpable se habría autorizado tu traslado a los jueces eclesiásticos para que ellos fijaran tu castigo. ¡Pero todo sucedió tan rápido! Antes de que pudiera aclarar mis ideas, ya te habían expulsado de la ciudad, tu padre había desaparecido y Ruppert se había apropiado de tu casa.