La ramera errante (59 page)

Read La ramera errante Online

Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
7.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

El cochero se levantó y salió a su encuentro con el vaso en la mano.

—Hola, Melcher. Te esperaba más temprano.

—No pude salir del taller tan pronto como hubiera querido —mintió el muchacho.

Utz echó un vistazo al resto de pastel que quedaba en las manos pegoteadas del joven.

—Si sigues vagabundeando así estando al servicio de un noble señor, muy pronto te pondrán de patitas en la calle. Tal vez será mejor que me busque otro ayudante.

Melcher tragó rápidamente el último trozo de pastel y se frotó las palmas de las manos en el fondillo del pantalón. Utz le pasó la mano alrededor de los hombros y se inclinó sobre él.

—¿Steinzell se fue a ver a sus amigos?

—Sí, y le dijo a su sirviente que volvería en cuanto cayese la noche. Por lo que lo conozco, no regresará antes de la medianoche.

—Entonces todo tendrá lugar esta noche. ¿Sabes lo que tienes que hacer?

Melcher alzó la vista y miró al cochero con admiración.

—Oh, sí. Tal y como me lo pediste.

—Lo sé —Utz sonrió, palmeó la mejilla del joven y le extendió la jarra de vino, que estaba casi llena—. Bebe, muchacho. Te lo has ganado con creces.

Capítulo IX

Mientras Melcher vaciaba la jarra de vino de Utz, Philipp von Steinzell también sujetaba su copa. Sentado en el cuarto del caballero Leonhard von Sterzen, escuchaba a los hombres que querían restablecer la paz entre su señor feudal, Federico de Tirol, y el emperador Segismundo. Seguramente, su padre habría participado activamente en la discusión y se habría peleado con todos los que no compartiesen su opinión. Pero a él le aburría el politiqueo. Lo único que hacía soportables aquellas reuniones entre los aliados era el hecho de que Sterzen servía siempre un vino excelente, mientras que los codiciosos mercaderes de Constanza exigían un precio tan alto por una miserable jarra de vino agrio como el que pedía una prostituta a cambio de sus servicios.

Philipp bebió su vaso hasta el fondo y luego le hizo señas al sirviente para que volviera a servirle. Como cada vez lo aburría más el parloteo de aquellos ancianos, se puso a pensar en la forma de engañar a Mombert Flühi para conseguir a su hija. El tonelero había puesto a dos de sus criados para cuidarla permanentemente, y bastaba solo con mirarla para que él se presentara al instante. Si hubiesen estado en Steinzell, le habría dado un par de bofetadas y lo habría hecho encerrar en la torre. Pero aquí en Constanza tenía que tener cuidado, porque esos malditos burgueses podían llegar a encerrarlo a él, un hidalgo del Sacro Imperio Romano Germánico, y hacer a su padre desembolsar una abultada fianza.

"Hedwig será mía tarde o temprano", pensó furioso. Hasta entonces, tendría que seguir conformándose con mujeres de pago, a pesar de que lamentaba cada centavo que gastaba en ellas. Suspirando, pensó en las criadas allá en su hogar, en Steinzell.

El hidalgo se había imaginado que su estancia en Constanza sería mucho más breve, y ahora estaba molesto por haber convencido a su padre de que le permitiera viajar al concilio. No quería ni imaginarse que en ese mismo momento podría estar introduciendo su mejor parte en el cuerpo suave y solícito de Oda en lugar de seguir sentado allí, con las manos vacías, soportando las miradas reprobatorias del resto de los acólitos del tirolés. Tomó nuevamente su vaso para ahogar con vino sus lúgubres pensamientos, comprobó con desazón que estaba nuevamente vacío y volvió a hacerle señas al sirviente que tenía la jarra en la mano.

El consejo duró hasta bien entrada la noche, y Philipp von Steinzell bebió muchos vasos más para poder soportar la discusión. Cuando los señores se dispusieron a partir, estaba tan ebrio que apenas podía mantenerse en pie. Tan solo el firme propósito de no darle motivo de críticas al resto lo hizo caminar derecho hasta la puerta, donde uno de los sirvientes le entregó una antorcha para iluminar el camino de regreso. El aire helado de la noche le envolvía el cuello como si fuese una soga, y sus piernas parecían ir detrás de él, pero la costumbre de tantas noches de borrachera lo mantuvo en pie y le permitió encontrar el camino de regreso a la casa del tonelero.

Cuando el hidalgo vio que la puerta que daba al patio estaba entreabierta, entró tambaleándose satisfecho, arrojó a un costado la antorcha y orinó contra la pared de la casa para expulsar de su cuerpo el abundante vino que había bebido. El aprendiz Melcher parecía haber estado aguardándolo, ya que abrió con cautela la puerta de la casa y lo iluminó con un farol que lo encandiló. Philipp se dio la vuelta en esa dirección, pero cuando comenzó a avanzar a tumbos en esa dirección, el joven volvió a oscurecer su farol. Philipp alcanzó a ver cómo a su lado aparecía una sombra, alumbrada por el resto aún candente de su antorcha. Pero antes de que pudiese reaccionar, una mano le tapó la boca, ahogando su pregunta. Al mismo tiempo, algo se hundió en su pecho. El dolor rompió el velo de neblina que había cubierto su conciencia. Después, el hidalgo se extinguió como la luz de una vela que se apaga.

—Éste ya nunca más volverá a darte un puntapié —le susurró Utz a Melcher—. Vamos, ábreme la puerta y vuelve a encender el farol para que podamos entrarlo en la casa.

Utz examinó la zona donde le había clavado el cuchillo bajo la delgada luz que arrojaba el farol sobre el muerto.

—Justo en el corazón. No creo que haya nadie capaz de igualar mi puntería.

El cochero envolvió al hidalgo en la manta que había traído, lo cogió de las axilas y lo alzó. Melcher se puso entre los dientes el gancho del farol y cogió al muerto de las piernas. Después de que Utz limpiara un par de huellas comprometedoras, arrastraron al hidalgo al interior de la casa y se detuvieron al pie de la escalera. No podían llevar a Steinzell hasta su habitación, ya que el crujir de la madera de los peldaños habría despertado a los durmientes. Por eso, Utz recostó al hidalgo sobre los peldaños inferiores, volvió a destaparlo y extrajo el puñal de la herida. La sangre comenzó a chorrear a borbotones y manchó el piso. Utz asintió, satisfecho, ya que ahora daba la sensación de que el hidalgo había sido apuñalado allí mismo.

Utz extendió la mano.

—¿Dónde está el cuchillo de Flühi?

Melcher extrajo de su cinturón un cuchillo de filo ya delgado de mango macizo.

—No fue fácil robarlo sin que me vieran —le susurró, creyendo que se ganaría un elogio.

Utz le palmeó el hombro y luego, con un enérgico movimiento, hundió el cuchillo de Mombert en la herida abierta.

—Listo. Ahora, cuando yo salga, cierras la puerta del patio y la de la casa y te vas a acostar. Si vienen los guardias y te interrogan, les dices que estuviste toda la noche durmiendo y que no oíste nada, ¿entendido?

Como el aprendiz no respondía enseguida, Utz señaló al muerto.

—Míralo bien, Melcher. Si no haces lo que te digo, terminarás tan muerto como él.

Melcher se dio cuenta de que la amenaza del cochero iba en serio, y por primera vez sintió miedo. Tembló, pero no estaba dispuesto a dejarse amedrentar.

—Prometiste que podría entrar al servicio de un noble señor. ¿Cuándo será eso?

Utz le apoyó la mano sobre el hombro.

—Mañana habrá llegado el momento. Una vez que el asesinato haya sido descubierto y maese Mombert esté en el calabozo, irás al puerto y embarcarás en la nave del marino Hartbrecht. Él te llevará hasta Lindau y te entregará al mayordomo de tu nuevo señor.

Un ruido proveniente de alguna de las alcobas de arriba hizo levantar la vista a Utz. Apagó de inmediato el farol de Melcher, de modo que ambos quedaron de pie a oscuras, cogió al muchacho y lo arrastró hacia la puerta de calle.

—Ten cuidado y recuerda lo que te dije —le advirtió, y desapareció sigilosamente en medio de la oscuridad.

Capítulo X

El muerto fue hallado a la mañana siguiente. Mombert Flühi tropezó con él a la luz de la madrugada del día siguiente, y en un principio pensó que Philipp von Steinzell estaba durmiendo por culpa de una borrachera al pie de la escalera. Cuando se disponía a buscar al sirviente del hidalgo, se percató de la mancha oscura en el suelo, e inmediatamente después, descubrió el mango del cuchillo en el pecho de Philipp. Estaba tan nervioso que no se dio cuenta de que se trataba de su propio cuchillo, sino que retrocedió y miró a su alrededor, desesperado.

—Jesús y María Santísima, ¡qué desgracia!

Su mujer asomó la cabeza desde su alcoba.

—¿Qué sucede, Mombert?

—El hidalgo Steinzell. Está muerto.

Mombert se hizo a un lado para que su mujer pudiera ver el cadáver.

Frieda Flühi se llevó las manos a la cabeza y soltó un chillido.

—Dios mío, ¿estaría tan ebrio que se cayó por la escalera y se quebró la nuca?

Mombert sacudió la cabeza nervioso.

—No, tiene un cuchillo clavado en el pecho. Llama a Wilmar. Que vaya a buscar al alcaide y denuncie el crimen.

Frieda Flühi asintió y salió en su camisón. Poco después, Mombert la oyó hablarle al oficial artesano con voz chillona. Al rato, el oficial artesano llegaba disparado desde una esquina y se quedaba observando al muerto mientras terminaba de meterse la camisa dentro del pantalón.

—¿Realmente está muerto? —No sonaba muy acongojado en cualquier caso.

Mombert le ordenó que se apurase y se preguntó si convenía mover al muerto para dejar libre la escalera. Pero luego pensó que el alcaide seguramente querría ver dónde había muerto el hidalgo, y entonces lo dejó allí.

El sol ya asomaba en el horizonte cuando Wilmar regresó acompañado de un representante del alcaide real. El hombre se agachó para que no chocara el casco contra la viga de la puerta y se dirigió a maese Mombert.

—¿Qué es lo que anda diciendo este muchacho sobre un asesinato?

—El muerto yace aquí.

Mombert se hizo a un lado y señaló hacia el hidalgo Philipp.

El hombre miró la cara del muerto.

—¡Que el diablo me lleve, realmente es el joven Steinzell! Maese Mombert, esto no está nada bien. ¿Tienes idea de cómo sucedió?

Mombert meneó la cabeza desconcertado.

—Lo único que se me ocurre es que el hidalgo se haya peleado con alguien que terminó por apuñalarlo. Habrá querido subir hasta su habitación pero se desplomó aquí en la escalera.

Mientras el tonelero seguía exponiendo sus suposiciones, el funcionario se inclinó sobre el hidalgo y lo examinó.

—Con esta herida no habría podido dar ni tres pasos. Tiene el cuchillo clavado justo en el corazón. Deben de haberlo apuñalado en este mismo lugar.

—¡Imposible! —exclamó maese Mombert—. Si hubiese habido una pelea aquí en la galería, mi esposa y yo la habríamos oído. Además, el asesino no podría haber trabado la puerta desde adentro.

—A menos que siga en la casa —declaró el alcaide sombrío. Mombert descargó un puñetazo en el aire, furioso.

—¡Eso es ridículo! Ni mis aprendices ni mi oficial artesano habrían sido capaces de acabar con este hombre fuerte como un oso. Y es obvio que tampoco puede haberlo matado su propio sirviente.

—Yo tampoco creo eso —El alcaide se volvió hacia Mombert y lo examinó con mirada penetrante—. Debes admitir que todo este asunto es muy extraño. Aquí yace un muerto, y el asesino solo puede haber sido alguien que haya estado aquí esta mañana, ya que la puerta estaba cerrada.

—Eso significaría que el asesino aún se encuentra aquí.

Mombert se volvió, y ya estaba a punto de decirles a su mujer y a su hija que se pusieran a salvo cuando de pronto se abrió la puerta del cuarto en el que dormía su aprendiz mayor, y Melcher se asomó. Bostezó largamente y, tras descubrir al alcaide, se acercó, curioso.

—¿Qué sucede? —comenzó a decir, señalando al muerto—. Pero maese Mombert, ¿ése no es su cuchillo?

Mombert Flühi observó el arma incrustada en la herida con los ojos abiertos de par en par. Realmente era su propia navaja con el mango de cuerno de ciervo chapado en plata.

—¿Es cierto eso? —preguntó severamente el alcaide.

Mombert alzó las manos en un gesto desconcertado.

—Sí, es el cuchillo que uso para comer. Suele estar en el estante que está junto a la puerta de la cocina, junto con los otros cuchillos y las cucharas. El asesino debió de tomarlo de allí y utilizarlo para perpetrar el crimen.

El alcaide parecía haber sacado ya la conclusión más evidente, ya que se incorporó y dirigió a Mombert una irónica mirada de desdén.

—Eso es tan inverosímil como ese cuento tuyo de que alguien apuñaló al hidalgo en la calle y él se arrastró hasta aquí, aunque no se vea una sola gota de sangre en el camino. A todo esto, aquí sangró como un cerdo. Ah, sí, me olvidaba, parece que antes de morir trabó la puerta…

Mombert se estremeció, sobresaltado.

—¿Acaso pretendéis insinuar que yo apuñalé a Philipp von Steinzell?

El alcaide cruzó los brazos sobre su pecho y preguntó:

—Creo que es evidente, ¿no? Ha llegado a mis oídos que tú has insultado y amenazado al hidalgo.

—Le reproché su comportamiento porque no quería dejar en paz a mi Hedwig —reconoció Mombert, mortificado.

El alcaide señaló el cuchillo en el pecho del muerto.

—Ayer por la noche parece que se cumplieron finalmente todas esas amenazas.

—¡Por Dios, yo no fui! ¡Lo juro por todos los santos!

Mombert retrocedió, espantado, y se abrazó a su mujer, que había seguido la conversación con tensión creciente.

—¡No es cierto! —le gritó al alcaide—. Mi marido pasó toda la noche durmiendo a mi lado.

—Claro, y no se levantó ni una sola vez para ir al baño, y tú no pegaste un ojo en toda la noche para vigilarlo. Anda, mujer, ve a contarle tus mentiras a otro. Y tú, Mombert Flühi, no hagas las cosas más difíciles para ti, reconoce que fuiste tú quien apuñaló al hidalgo anoche para proteger a tu hija de él. Si el juez es indulgente contigo, no te atarán vivo a la rueda, sino que te ahorcarán antes para que no sufras.

Mombert Flühi entró en pánico.

—¡Por Dios y todos los santos, juro que yo no lo maté!

—Si quieres negarlo, yo no puedo impedírtelo. Ya confesarás cuando te torturen.

El alcaide llamó a sus ayudantes y extendió la mano para apresar a maese Mombert. Pero él se soltó y corrió a encerrarse en su taller, gritando. Sin embargo, allí lo aguardaban dos hombres del alcaide que habían entrado por la puerta trasera y lo atajaron.

—Así acabas de confesar tu culpa de forma inequívoca.

Other books

Girl Unknown by Karen Perry
Penric's Demon by Lois McMaster Bujold
Sticks and Stones by Susie Tate
The Glass House by David Rotenberg
My Lost Daughter by Nancy Taylor Rosenberg
The Second Book of General Ignorance by John Lloyd, John Mitchinson