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Authors: Greg Bear
Los fagos lisogénicos suprimían su propia expresión y desarrollo, y se perpetuaban en el interior del ADN bacteriano, transportados durante generaciones. Abandonarían el barco cuando su anfitrión mostrase claros signos de estrés, creando cientos o incluso miles de fagos por célula, saliendo de la bacteria anfitrión para escapar.
Los fagos lisogénicos eran poco útiles en la terapia con fagos. Eran poco más que depredadores. A menudo estos invasores víricos proporcionaban a sus anfitriones resistencia a otros fagos. A veces transportaban genes de una célula a la siguiente, genes que podían transformar la célula. Se sabía que fagos lisogénicos habían invadido bacterias relativamente inocuas, cepas benignas de
Vibrio
por ejemplo, y las habían convertido en virulentas
Vibrio cholerae
. Brotes de cepas mortales de
E. Coli
en vacas habían sido atribuidos a intercambios de genes productores de toxinas efectuados por fagos. El instituto dedicaba mucho esfuerzo a identificar y eliminar esos fagos de sus preparados.
Kaye, sin embargo, se sentía fascinada por ellos. Había dedicado gran parte de su carrera a estudiar los fagos lisogénicos en las bacterias y los retrovirus en simios y humanos. El uso de retrovirus ahuecados, como vehículos para genes correctores, era habitual en terapia génica e investigación genética, pero el interés de Kaye era menos práctico.
Muchos metazoos, formas de vida no bacterianas, portaban en sus genes los restos dormidos de antiguos retrovirus. Aproximadamente un tercio del genoma humano, nuestro historial genético completo, estaba compuesto de estos denominados retrovirus endógenos.
Había escrito tres artículos sobre retrovirus endógenos humanos, o HERV (Human Endogenos Retrovirus), sugiriendo que podrían contribuir a innovaciones en el genoma... y a mucho más. Saul estaba de acuerdo con ella.
—Se sabe que encierran pequeños secretos —le había dicho una vez, cuando empezaban a salir juntos.
Su noviazgo había sido extraño y encantador. El propio Saul era extraño y podía ser bastante encantador y amable a veces; sólo que nunca sabías cuándo iban a producirse esos momentos.
Kaye se paró un momento junto a un taburete metálico y apoyó su mano en el asiento. A Saul siempre le había interesado la visión global; ella, por el contrario, se había sentido satisfecha con resultados menores, incrementos metódicos de conocimiento. Tanta ambición había conducido a numerosos desacuerdos. Él había observado en silencio cómo su joven esposa conseguía mucho más. Sabía que eso le había dolido. No tener un gran éxito, no ser un genio, era un fracaso importante para Saul.
Levantó la cabeza y aspiró el aire: amoníaco, vapor, una ráfaga de olor a pintura fresca y madera procedente de la biblioteca contigua. Le gustaba ese viejo laboratorio, con sus antiguallas, su humildad y sus muchas décadas de esfuerzos y éxito. Los días que había pasado aquí, y en las montañas, estaban entre los más agradables de su vida reciente. Tamara, Zamphyra y Lado no sólo la habían hecho sentirse acogida, parecían haberse abierto a ella, instantánea y generosamente para convertirse en la familia de la extranjera errante.
Allí Saul podría conseguir un gran éxito. Un doble éxito quizá. Lo que necesitaba para sentirse importante y útil.
Se volvió y a través de la puerta abierta vio a Tengiz, el encorvado y viejo conserje del laboratorio, hablando con un joven bajo y grueso con pantalones grises y camiseta. Estaban en el pasillo, entre el laboratorio y la biblioteca. El joven la miró y sonrió. Tengiz sonrió también, asintió con la cabeza vigorosamente y señaló a Kaye con la mano. El hombre se adentró en el laboratorio como si le perteneciera.
—¿Es usted Kaye Lang? —le preguntó en inglés americano, con fuerte acento sureño.
Era varios centímetros más bajo que ella, aproximadamente de su edad, o algo mayor, con una fina barba negra y pelo oscuro y rizado. Sus ojos, también oscuros, eran pequeños e inteligentes.
—Sí —respondió.
—Encantado de conocerla. Me llamo Christopher Dicken. Soy del Servicio de Inteligencia Epidémica del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas de Atlanta... otra Georgia, muy lejos de aquí.
Kaye sonrió y le dio la mano.
—No sabía que iba a estar aquí —dijo—. ¿Qué es el CNEI, el CCE...?
—Estuvo usted en un lugar cerca de Gordi, hace un par de días —la interrumpió Dicken.
—Nos echaron de allí —dijo Kaye.
—Lo sé. Hablé con el coronel Beck ayer.
—¿Por qué le interesa?
—Puede que por nada importante. —Frunció los labios y alzó las cejas, luego sonrió de nuevo, encogiéndose de hombros y dejando el tema.
—Beck dice que las Naciones Unidas y todos los guardias de paz rusos han salido del área y vuelto a Tbilisi, ante la rotunda petición del Parlamento y del presidente Shevardnadze. Es extraño, ¿no le parece?
—Molesto para los negocios —murmuró Kaye. Tengiz escuchaba desde el pasillo. Lo miró frunciendo el ceño, más por desconcierto que como advertencia. Él se alejó.
—Sí —dijo Dicken—. Viejos conflictos. ¿De hace cuánto tiempo, en su opinión?
—¿El qué... la tumba?
Dicken asintió.
—Cinco años. Tal vez menos.
—Las mujeres estaban embarazadas.
—Sííí... —Alargó la respuesta, intentando adivinar por qué le interesaría esto a alguien del Centro de Control de Enfermedades—. Las dos que yo vi.
—¿No pudo ser una confusión? ¿Recién nacidos arrojados en la fosa?
—No —contestó—, estaban de seis o siete meses.
—Gracias. —Dicken extendió la mano de nuevo y se despidió educadamente. Se volvió para marcharse. Tengiz estaba paseando por el pasillo junto a la puerta y se apartó rápidamente al pasar Dicken. El investigador del Servicio de Inteligencia Epidémica se volvió hacia Kaye y le dirigió un breve gesto de saludo.
Tengiz ladeó la cabeza y exhibió una sonrisa desdentada, parecía tan culpable como el demonio.
Kaye corrió hasta la puerta y alcanzó a Dicken en el patio. Estaba subiendo a un pequeño Nissan de alquiler.
—¡Un momento, por favor! —llamó.
—Lo siento. Tengo que irme. —Dicken cerró con fuerza la puerta y puso en marcha el motor.
—¡Dios, sí que sabe cómo despertar sospechas! —dijo Kaye, alzando la voz lo suficiente como para que él la oyese a través de la ventanilla cerrada.
Dicken bajó el cristal y le sonrió con amabilidad.
—¿Sospechas sobre qué?
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Rumores —dijo, mirando sobre su hombro para ver si había alguien cerca—. Eso es todo lo que puedo decirle.
Dio la vuelta sobre la grava con el coche y se fue, pasando entre el edificio principal y el segundo laboratorio. Kaye cruzó los brazos y frunció el ceño.
Lado la llamó desde el edificio principal, asomando por una ventana.
—¡Kaye! Ya hemos terminado. ¿Estás lista?
—¡Sí! —contestó Kaye, caminando hacia el edificio—. ¿Le has visto?
—¿A quién? —preguntó Lado, con rostro inexpresivo.
—Un hombre del Centro de Control de Enfermedades. Dijo que se llamaba Dicken.
—No he visto a nadie. Tienen una oficina en la calle Abasheli. Podrías llamar allí.
Meneó la cabeza. No había tiempo y en cualquier caso no era asunto suyo.
—No importa —respondió.
Lado se mostró extrañamente taciturno mientras llevaba a Kaye al aeropuerto.
—¿Son buenas o malas noticias? —preguntó ella.
—No estoy autorizado a revelarlo —respondió él—. Debemos mantener nuestras opciones abiertas, como dices. Somos como niños en el bosque.
Kaye asintió y miró hacia delante mientras entraban en el área de aparcamiento. Lado le ayudó a llevar sus maletas a la nueva terminal internacional, pasando filas de taxis con conductores de mirada penetrante aguardando impacientes. Había poca gente esperando ante el mostrador de facturación de la British Mediterranean Airlines. Kaye se sentía como si ya estuviese en una zona intermedia entre mundos, más cerca de Nueva York que de la Georgia de Lado, de la iglesia de Gergeti o del Monte Kazbeg.
Mientras esperaba su turno y sacaba su pasaporte y billetes, Lado esperó con los brazos cruzados, mirando los débiles rayos de sol a través de los ventanales de la terminal.
La azafata, una joven rubia con piel pálida como un fantasma, se entretuvo con los billetes y papeles. Finalmente la miró y le dijo:
—No despegar. No subir.
—¿Cómo dice?
La mujer miró al techo como si eso pudiese darle fuerzas o inteligencia y lo intentó de nuevo.
—No Bakú. No Heathrow. No JFK. No Viena.
—¿Qué ocurre, han desaparecido? —preguntó Kaye exasperada. Miró indecisa hacia Lado, que pasó sobre las cuerdas cubiertas de vinilo y se dirigió a la mujer en tono severo y reprobatorio, luego señaló a Kaye y arqueó las espesas cejas como diciendo, «¡una persona muy importante!».
Las pálidas mejillas de la joven adquirieron algo de color. Con infinita paciencia, miró a Kaye y empezó a hablar con rapidez en georgiano, algo sobre el tiempo, una tormenta de granizo acercándose, algo poco corriente. Lado tradujo con palabras aisladas: granizo, raro, pronto.
—¿Cuándo podré salir? —le preguntó Kaye a la mujer.
Lado escuchó la explicación de la azafata con expresión seria, después se enderezó y se volvió hacia Kaye.
—La próxima semana, el próximo vuelo. O volar a Viena, el martes. Pasado mañana.
Kaye decidió cambiar su reserva por Viena. Ya había cuatro personas en la cola detrás de ella, y mostraban a la vez signos de diversión e impaciencia. Por su indumentaria y su idioma probablemente no se dirigían ni a Nueva York ni a Londres.
Lado la acompañó por las escaleras y se sentó frente a ella en la resonante sala de espera. Necesitaba pensar y decidir qué hacer. Unas cuantas ancianas vendían cigarrillos occidentales, perfumes y relojes japoneses en pequeños puestos alrededor del perímetro. Cerca, dos hombres jóvenes dormían en bancos situados uno frente a otro, roncando a dúo. Las paredes estaban cubiertas con carteles en ruso, en la hermosa escritura curvada georgiana, y en alemán y francés. Castillos, plantaciones de té, botellas de vino, las repentinamente pequeñas y distantes montañas, cuyos puros colores sobrevivían incluso bajo las luces fluorescentes.
—Tienes que llamar a tu marido. Te echará de menos —dijo Lado—. Podemos volver al instituto... Serás bien recibida, ¡siempre!
—No, gracias —dijo Kaye, sintiéndose mal repentinamente.
No era una premonición, podía leer en Lado como en un libro. ¿Qué habían hecho mal? ¿Una compañía más grande había hecho una oferta más atractiva?
¿Qué diría Saul cuando se enterase? Todos sus planes se habían basado en su optimismo sobre ser capaces de transformar amistad y caridad en una sólida relación de negocios.
Estaban tan cerca.
—Está el Metechi Palace —dijo Lado—. El mejor hotel de Tbilisi... el mejor de Georgia. ¡Te llevaré al Metechi! Puedes ser una auténtica turista, ¡como en las guías! Tal vez te dé tiempo de tomar un baño termal... de relajarte antes de irte a casa.
Kaye asintió y sonrió, pero era evidente que no lo sentía.
De repente, impulsivamente, Lado se inclinó hacia ella y le apretó la mano entre sus dedos resecos y agrietados, endurecidos por tantos lavados e inmersiones. Le palmeó suavemente la rodilla con su mano y la de ella.
—¡No es el fin! ¡Es un principio! ¡Debemos ser fuertes e ingeniosos!
Eso hizo que los ojos de Kaye se llenasen de lágrimas. Miró de nuevo los carteles, el Elbrus y el Kazbeg envueltos en nubes, la iglesia de Gergeti, viñedos y campos de cultivo.
Lado levantó las manos, maldijo elocuentemente en georgiano y se puso en pie de un salto.
—¡Les diré que no es lo mejor! —insistió—. ¡Les diré a esos burócratas del gobierno que hemos trabajado contigo, con Saul, durante tres años y eso no va a cambiar en una noche! ¿Quién necesita un contrato en exclusiva? Te llevaré al Metechi.
Kaye sonrió agradecida y Lado se sentó de nuevo, inclinándose, sacudiendo la cabeza con desánimo y juntando las manos.
—Es una vergüenza —dijo—, las cosas que hay que hacer en el mundo actual.
Los dos jóvenes seguían roncando.
Casualmente, Christopher Dicken llegó al aeropuerto JFK la misma tarde que Kaye Lang, y la vio esperando para pasar la aduana. Ella estaba colocando su equipaje en un carrito y no reparó en él.
Parecía exhausta, pálida. El propio Dicken llevaba treinta y seis horas de viaje; regresaba de Turquía con dos maletas metálicas con cierre de seguridad y una bolsa de lona. Desde luego no quería tropezarse con Kaye en esas circunstancias.
Dicken no estaba seguro de por qué había ido a ver a Lang al Eliava. Tal vez porque ambos habían experimentado por separado el mismo horror en las afueras de Gordi. Tal vez para descubrir si ella sabía lo que estaba sucediendo en Estados Unidos, la razón por la que le habían hecho volver; tal vez sólo para conocer a la atractiva e inteligente mujer cuya foto había visto en la página web de EcoBacter.
Mostró su identificación de Centro de Control de Enfermedades y el permiso de importación del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas a un agente de aduanas, rellenó los cinco impresos exigidos, y atravesó con paso cansado una puerta lateral que conducía a una sala vacía.
El efecto de la cafeína teñía todo de hostilidad. No había dormido ni un minuto durante el vuelo y había vaciado cinco tazas de café en la hora anterior al aterrizaje. Necesitaba tiempo para investigar, pensar y prepararse para la reunión con Mark Augustine, el director del Centro para la Prevención y Control de Enfermedades.
Augustine estaba en Manhattan en estos momentos, dando una conferencia en un congreso sobre nuevos tratamientos contra el sida.
Dicken llevó las maletas hasta el aparcamiento. Había perdido la noción del tiempo en el avión y el aeropuerto; le sorprendió un poco descubrir que estaba anocheciendo en Nueva York.
Atravesó un laberinto de escaleras, ascensores y sacó su Dodge oficial del aparcamiento y encaró el desapacible cielo gris que cubría Jamaica Bay. El tráfico en la autopista Van Wyck era denso. Aseguró con cuidado las maletas precintadas en el asiento delantero. La primera contenía unos viales con sangre y orina de una paciente turca, protegidos por hielo seco, y muestras de tejido del feto que había abortado. La segunda contenía dos bolsas de plástico selladas con tejido epidérmico y muscular momificado, cortesía del oficial a cargo de la misión de los Cuerpos de Paz de Naciones Unidas en la República de Georgia, el coronel Nicholas Beck.