Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
Franco le dirigió una mirada inquisitiva.
—Esto es muy grande. Seremos buenos ciudadanos. Son los antepasados de todos. El Papá y la Mamá del mundo.
Mitch podía sentir el dolor de cabeza aproximándose. La mancha de luz había sido una señal familiar: un tren destrozacráneos acercándose. El descenso sería difícil o incluso imposible si iba a caer en una migraña, una verdaderamente atroz. No había traído ningún medicamento.
—¿Planeas matarme aquí? —le preguntó a Tilde.
Franco le miró y luego se volvió para mirar a Tilde, esperando una respuesta.
Tilde sonrió y se frotó la barbilla:
—Estoy pensando —dijo—. Vaya unos delincuentes seríamos. Famosos. Piratas de la prehistoria. Jo, jo, jo, y una botella de Schnapps.
—Lo que tenemos que hacer —dijo Mitch, suponiendo que eso había sido una respuesta negativa— es tomar una muestra de tejido de cada cuerpo, con la mínima intrusión. Luego...
Agarró la linterna y enfocó la luz más allá de las cabezas del hombre y la mujer que descansaban juntas, hasta el fondo de la cueva, unos tres metros más allá. Había algo pequeño allí, envuelto en piel.
—¿Qué es eso? —preguntaron él y Franco simultáneamente.
Mitch reflexionó. Podía agacharse y rodear con cuidado a la mujer sin alterar nada excepto el polvo. Por otra parte, sería mejor no tocar nada, salir de la cueva ahora y volver con verdaderos expertos. Las muestras de tejido serían evidencia suficiente, pensó. Se sabía bastante del ADN de los neandertales por los estudios efectuados en restos de huesos. Se podría confirmar y la cueva se mantendría sellada hasta...
Se apretó las sienes y cerró los ojos.
Tilde le palmeó el hombro y lo apartó con delicadeza.
—Yo soy más pequeña —dijo.
Reptó junto a la mujer hasta el fondo de la cueva.
Mitch la observó sin decir nada. Eso era lo más parecido a un verdadero pecado, el pecado de la curiosidad incontrolable. Nunca se perdonaría a sí mismo, pero, razonaba, ¿cómo podría detenerla sin dañar los cuerpos? Además, estaba siendo cuidadosa.
Tilde se agachaba tanto que su cara estaba sobre el suelo junto al bulto. Sujetó un extremo de la piel con dos dedos y lo desenvolvió lentamente. La garganta de Mitch se agarrotó de angustia.
—Ilumínalo —pidió Tilde.
Mitch lo hizo.
Franco enfocó su linterna también.
—Es una muñeca —dijo Tilde.
Desde la parte superior del bulto asomaba una carita, como una manzana oscura y arrugada, con dos pequeños ojos hundidos.
—No —afirmó Mitch—. Es un bebé.
Tilde se apartó unos centímetros y emitió un pequeño ¡hum! de sorpresa.
El dolor de cabeza de Mitch se abalanzó sobre él como un trueno.
Franco sostenía a Mitch por el brazo cerca de la entrada de la cueva. Tilde estaba todavía en el interior. La migraña de Mitch se había convertido en una auténtica Fuerza 9, con fosfenos y todo, y conseguir no enroscarse sobre sí mismo y ponerse a gritar suponía un gran esfuerzo. Ya había sufrido náuseas e intentado vomitar, a un lado de la cueva, y ahora estaba temblando violentamente.
Sabía con absoluta certeza que iba a morir aquí arriba, junto al umbral del descubrimiento arqueológico más extraordinario de todos los tiempos, dejándolo en manos de Tilde y Franco, que eran poco menos que ladrones.
—¿Qué está haciendo allí? —gimió Mitch, con la cabeza inclinada. Incluso el crepúsculo parecía demasiado brillante. Aunque estaba oscureciendo con rapidez.
—Nada que deba preocuparte —dijo Franco, sujetándole con más fuerza.
Mitch se soltó y buscó a ciegas en su bolsillo los viales que contenían las muestras. Se las había arreglado para tomar dos pequeños trozos de la parte superior de los muslos del hombre y la mujer antes de que el dolor alcanzase la intensidad máxima. Ahora apenas podía ver.
Obligándose a mantener los ojos abiertos miró al exterior, el celestial azul zafiro que cubría la montaña, el hielo, la nieve, acompañados por fogonazos en los bordes de sus ojos, como diminutos relámpagos.
Tilde salió de la cueva. Llevaba la cámara en una mano y un bulto en la otra.
—Tenemos bastante para probarlo todo —dijo.
Le habló en italiano a Franco, con rapidez y en voz baja. Mitch no entendió lo que decía, ni le importaba.
Sólo quería bajar la montaña, meterse en una cama caliente y dormir, esperar a que el extraordinario dolor, demasiado familiar pero siempre nuevo, se calmase.
La muerte era otra opción, no carente de atractivo.
Franco le anudó la cuerda con destreza.
—Vamos, amigo —dijo el italiano con un tirón suave a la cuerda.
Mitch avanzó tambaleándose, apretando los puños a los lados para evitar golpearse la cabeza con ellos.
—El piolet —dijo Tilde, y Franco soltó la piqueta de Mitch de su cinturón, donde se le enredaba con las piernas, y lo metió en la mochila.
—Estás en baja forma —dijo Franco.
Mitch cerró los ojos con fuerza; el crepúsculo estaba lleno de relámpagos y el estruendo era doloroso, su cabeza estallaba silenciosamente a cada paso. Tilde se puso delante y Franco la seguía de cerca.
—Seguiremos un camino diferente —dijo Tilde—. El hielo está deshaciéndose y el puente no es seguro.
Mitch abrió los ojos. La cresta era un filo herrumbroso de oscuridad contra el cielo ultramarino, que iba volviéndose negro estrellado. Cada inspiración estaba más fría y resultaba más difícil. Sudaba profusamente.
Avanzaba automáticamente. Intentó descender por una pendiente de roca punteada con zonas de nieve crujiente, resbaló, tirando de la cuerda y arrastrando a Franco un par de metros por la pendiente. El italiano no protestó, en vez de eso volvió a colocarle bien la cuerda y le tranquilizó como a un niño.
—Está bien, amigo. Mejor así. Mejor así. Ten cuidado.
—No puedo aguantar mucho más, Franco —susurró Mitch—. No he tenido una migraña en dos años, ni siquiera he traído pastillas.
—No importa. Sólo mira dónde pones los pies y haz lo que yo te diga.
Franco le gritó algo a Tilde. Mitch la sintió cerca y la miró con los ojos entrecerrados. Su rostro estaba enmarcado por las nubes y sus propias luces y chispas.
—Va a nevar —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.
Hablaron en italiano y alemán y Mitch pensó que hablaban de dejarle allí sobre el hielo.
—Puedo seguir —dijo—, puedo caminar.
Comenzaron a caminar de nuevo por la pendiente del glaciar, acompañados por el sonido del hielo descendiendo a medida que el antiguo y lento río avanzaba, agrietándose y retumbando, crujiendo y rompiéndose en su bajada. En algún lugar, manos gigantes parecían aplaudir. El viento aumentó y Mitch se volvió para evitarlo. Franco le hizo volverse de nuevo y le empujó amablemente.
—No hay tiempo para tonterías, amigo. Camina.
—Lo intento.
—Sólo camina.
El viento se convirtió en un puño contra su cara. Se inclinó hacia él. Cristales de hielo aguijoneaban sus mejillas. Trató de taparse con la capucha y sintió los dedos como salchichas dentro de los guantes.
—No puede hacerlo —dijo Tilde, y Mitch la vio caminar en torno a él envuelta en remolinos de nieve.
La nieve se enderezó de repente y todos se tambalearon cuando el viento les golpeó. La linterna de Franco iluminó millones de copos, que caían en ráfagas horizontales. Discutieron si construir una cueva en la nieve, pero el hielo estaba demasiado duro, llevaría demasiado tiempo excavarla.
—¡Vamos! ¡Sigamos bajando! —le gritó Franco a Tilde, y ella asintió en silencio.
Mitch no sabía adónde iban, ni le importaba demasiado. Franco maldecía en italiano, pero el viento ahogaba sus palabras, y Mitch, mientras se arrastraba hacia delante, subiendo y bajando sus botas, clavando sus crampones, tratando de mantenerse erguido, sabía que Franco estaba allí sólo por la presión en las cuerdas.
—¡Los dioses están enfadados! —gritó Tilde. Un grito medio de triunfo medio de broma, excitada e incluso exaltada. Franco debía haberse caído porque Mitch sintió un fuerte tirón desde atrás. Sin saber cómo, sostenía la piqueta en la mano y al inclinarse y caer sobre el estómago tuvo la claridad mental suficiente como para clavarla en el hielo frenando la caída. Le pareció ver a Franco balancearse durante un momento, unos metros más abajo. Mitch miró en esa dirección. Las luces habían desaparecido de su vista. Se estaba congelando, realmente congelándose y eso aliviaba el dolor de su migraña. Franco no era visible entre las rectas bandas paralelas de nieve. El viento silbó y chilló, y Mitch acercó la cara al hielo. La piqueta se deslizó de su agujero y resbaló dos o tres metros. Con el dolor desvaneciéndose se preguntó cómo podría salir vivo de aquella situación. Clavó los crampones en el hielo y se empujó hacia arriba por pura fuerza, remolcando a Franco. Tilde ayudó a Franco a ponerse en pie. Le sangraba la nariz y parecía conmocionado. Debía de haberse golpeado la cabeza contra el hielo. Tilde miró a Mitch. Sonrió y le palmeó el hombro. Tan amable. Nadie dijo nada. Compartir el dolor y el perverso calor que se deslizaba sobre ellos hacía que se sintiesen unidos. Franco sollozó, se lamió la sangre del labio y se acercó más. Estaban tan expuestos... La vertiente restalló por encima del chillido del viento, retumbó, crujió, hizo un sonido como el de un tractor sobre un camino de grava. Mitch sintió temblar el hielo bajo los pies. Estaban demasiado cerca de la vertiente y ésta estaba realmente activa, haciendo un montón de ruido. Dio un tirón a la cuerda de Tilde y la encontró suelta, cortada. Tiró de la cuerda tras él. Franco apareció entre el viento y la nieve, su rostro cubierto de sangre, los ojos brillantes tras las gafas. Franco se arrodilló junto a Mitch y luego se inclinó sobre sus manos enguantadas, rodó hacia un lado. Mitch lo sujetó por el hombro, pero Franco no se movió. Mitch se incorporó e intentó descender de cara. El viento soplaba desde arriba y lo tumbó hacia delante. Lo intentó de nuevo, inclinándose hacia atrás torpemente, y cayó. Arrastrarse era la única opción. Remolcó a Franco tras él, pero le resultó imposible seguir después de unos metros. Retrocedió hasta Franco y comenzó a empujarlo. El hielo era rugoso, no resbaladizo, y no le ayudaba. Mitch no sabía qué hacer. Tenían que apartarse del viento, pero no podía ver con la suficiente claridad dónde se encontraban como para elegir una dirección en concreto. Se alegraba de que Tilde los hubiese abandonado. Podría escapar y tal vez alguien tendría bebés con ella, por supuesto ninguno de ellos dos; ahora se encontraban fuera del ciclo evolutivo. Libres de toda responsabilidad. Lamentaba que Franco estuviese tan maltrecho.
—Eh, viejo amigo —le gritó al oído—, despierta y ayúdame un poco o moriremos.
Franco no respondió. Era posible que ya estuviese muerto, pero Mitch no creía que una simple caída pudiese matar a alguien. Mitch encontró la linterna sujeta a la muñeca de Franco, la desató, la encendió y enfocó los ojos de Franco mientras intentaba abrírselos con los dedos enguantados, lo que no resultaba fácil, pero las pupilas se veían pequeñas y extrañas. Sí. Se había golpeado con fuerza contra el hielo, lo que había causado la conmoción cerebral y la rotura de la nariz. De ahí salía toda esa sangre. La sangre y la nieve formaban una masa sobre el rostro de Franco. Mitch dejó de intentar hablarle. Pensó en cortar la cuerda y liberarse, pero no fue capaz de hacerlo. Franco se había portado bien con él. Rivales unidos sobre el hielo por la muerte. No creía que ninguna mujer encontrase la idea muy romántica. Según su experiencia, las mujeres no prestaban mucha atención a ese tipo de cosas. A la muerte sí, pero no a la camaradería entre hombres. Se sentía muy confuso y estaba entrando en calor con rapidez. El abrigo le daba mucho calor, y también los pantalones para la nieve. Por desgracia, sentía ganas de orinar. Aparentemente, el morir con dignidad estaba descartado. Franco gemía. No, no era Franco. El hielo vibró y a continuación saltó y ellos rodaron y resbalaron hacia un lado. Mitch vislumbró fugazmente el haz de la linterna iluminando un gran bloque de hielo que se elevaba, ¿o eran ellos los que caían? Sí, efectivamente, y cerró los ojos a la espera de lo que fuera a ocurrir. Pero no se golpeó la cabeza, aunque se quedó sin respiración. Aterrizaron sobre la nieve y el viento paró. Nieve espesa caía sobre ellos y dos pesados trozos de hielo aprisionaban una pierna de Mitch. Todo quedó en silencio y quietud. Mitch intentó levantarse pero un calor suave se lo impidió y la otra pierna estaba rígida. Estaba decidido.
Sin que mediara tiempo, abrió los ojos para contemplar el resplandor de un enorme y cegador sol azul.
Lado, meneando la cabeza con preocupación, dejó a Kaye al cuidado de Beck para volver a Tbilisi. No podía ausentarse demasiado tiempo del Instituto Eliava.
El equipo de Naciones Unidas ocupó el pequeño Tigre de Rustaveli en Gordi, alquilando todas las habitaciones. Los rusos levantaron más tiendas y durmieron a medio camino entre el pueblo y las tumbas.
Atendidos por la afligida aunque sonriente encargada del hostal, una mujer corpulenta de pelo oscuro llamada Lika, los guardas de paz de Naciones Unidas tomaron una cena tardía consistente en pan y callos, acompañados de grandes vasos de vodka. Todos se retiraron a los dormitorios nada más terminar, excepto Kaye y Beck.
Beck acercó una silla a la mesa de madera y le ofreció un vaso de vino blanco. Ella no había probado el vodka.
—Es Manavi. Lo mejor que tienen por aquí; para nosotros, al menos. —Beck se sentó y eructó, cubriéndose la boca con la mano.
—Perdón. ¿Qué sabe de la historia de Georgia?
—No mucho —dijo Kaye—. Política reciente. Ciencia.
Beck asintió y cruzó los brazos.
—Nuestras madres muertas —dijo— podrían haber sido asesinadas durante las revueltas... la guerra civil. Pero no me suena ningún combate en Gordi o alrededores. —Hizo un gesto de duda—. Podrían ser víctimas de la década de los treinta, los cuarenta o los cincuenta. Pero usted dijo que no. Un buen detalle lo de las raíces. —Se frotó la nariz y a continuación se frotó la barbilla—. Para ser un país tan hermoso, tiene una historia bastante desagradable.
Beck le recordaba a Saul. La mayoría de los hombres de su edad le recordaban a Saul de alguna forma, doce años mayor que ella, allá en Long Island, lejos en más sentidos que la mera distancia física. Saul el brillante, Saul el débil, Saul cuya mente fallaba más a medida que pasaban los meses. Se enderezó y estiró los brazos, haciendo chirriar las patas de su silla sobre el suelo de baldosas.