Read La radio de Darwin Online
Authors: Greg Bear
—Ésa era la novia de Franco —dijo, sintiéndose enfermo y tratando de ocultarlo.
El inspector suspiró y frunció los labios con desaprobación, como si todo eso fuese trivial y sólo ligeramente irritante.
—Llevaba la momia de un niño pequeño. Es posible que sea una momia muy antigua. ¿Tiene alguna idea de dónde pudo conseguirla?
Deseó que la policía no hubiese examinado sus ropas, encontrado los viales y reconocido su contenido. Tal vez había perdido el paquete en el glaciar.
—Es demasiado increíble para explicarlo —dijo.
El inspector se encogió de hombros.
—No soy un experto en cuerpos enterrados en el hielo. Mitchell, le daré un consejo paternal. ¿Soy lo bastante viejo?
Mitch admitió que el inspector podría ser lo bastante viejo. Los alpinistas ni siquiera intentaban ocultar su interés por lo que sucedía.
—Hemos hablado con sus antiguos jefes, el Museo Hayer, en Seattle.
Mitch cerró los ojos por un momento, despacio.
—Nos han dicho que estuvo usted implicado en el robo de antigüedades del gobierno federal. El esqueleto de un hombre indio, el hombre de Pasco, muy antiguo. De hace diez mil años, hallado en los márgenes del río Columbia. Se negó a entregar estos restos al Cuervo de Ingenieros del Ejército.
—Cuerpo —le corrigió Mitch en voz baja.
—Así que le arrestaron y el museo le despidió porque hubo mucha publicidad.
—Los indios alegaban que los huesos pertenecían a un antepasado suyo —dijo Mitch, ruborizándose de ira ante el recuerdo—. Querían enterrarlos de nuevo.
El inspector leyó sus notas.
—Le fue denegado el acceso a sus colecciones en el museo y confiscaron los huesos de su domicilio. Con muchas fotos y más publicidad.
—¡Fue una estupidez legal! El Cuerpo de Ingenieros del Ejército no tenía derechos sobre esos huesos. Su valor era incalculable científicamente...
—¿Tal vez como el del este bebé momificado sacado del hielo? —preguntó el inspector.
Mitch cerró los ojos y apartó la mirada. Podía verlo todo con claridad. «Estupidez no es la palabra. Esto es el destino, pura y simplemente.»
—¿Va a vomitar? —preguntó el inspector, apartándose.
Mitch meneó la cabeza.
—Ya sabemos... Le vieron con la mujer en el Braunschweiger
Hütte
, a menos de diez kilómetros de donde le encontraron. Una mujer llamativa, hermosa y rubia, dicen los testigos.
Los alpinistas asintieron ante la descripción, como si ellos hubiesen estado allí.
—Lo mejor es que nos lo cuente todo y que nosotros lo oigamos primero. Se lo transmitiré a la policía italiana y la policía austriaca le interrogará y tal vez todo quede en nada.
—Eran conocidos míos —dijo—. Ella era... había sido... mi novia. Quiero decir, fuimos amantes.
—Sí. ¿Por qué volvió a contactar con usted?
—Habían encontrado algo. Pensó que yo podría decirles qué era lo que habían encontrado.
—¿Y?
Mitch comprendió que no tenía opción.
Bebió otro vaso de agua y a continuación le contó al inspector a grandes rasgos lo que había sucedido, con tanta precisión y claridad como fue capaz.
En vista de que no había mencionado los viales, él tampoco los mencionó. El oficial tomó notas y grabó su confesión en una pequeña grabadora.
Cuando terminó, el inspector dijo:
—Seguramente desearán saber dónde está esa cueva.
—Tilde... Mathilda tenía una cámara —dijo Mitch fatigado—. Tomó fotos.
—No encontramos ninguna cámara. Sería mucho más sencillo si supiese dónde está la cueva. Un descubrimiento así... muy emocionante.
—Ya tienen el bebé —dijo Mitch—. Eso debería ser lo bastante emocionante. Un bebé neandertal.
El inspector puso un gesto dubitativo.
—Nadie ha dicho nada de neandertales. ¿Puede ser eso una confusión? ¿O una broma?
Mitch ya había perdido todo lo que le importaba, su carrera, su posición como paleontólogo. Una vez más lo había fastidiado todo.
—Tal vez fuese la migraña. Estoy muy confuso. Por supuesto, les ayudaré a encontrar la cueva —dijo.
—Entonces no hay ningún crimen, simplemente una tragedia. —El inspector se levantó para marcharse y el agente se tocó la gorra en gesto de saludo.
Después de que se hubiese ido, el alpinista con las mejillas peladas le dijo:
—No te irás pronto a casa.
—Las montañas quieren que vuelvas —dijo el menos tostado de los cuatro, al otro lado de la habitación frente a Mitch, y asintió solemnemente como si eso lo explicase todo.
—Que os jodan —murmuró Mitch. Se volvió en la dura cama blanca, dándoles la espalda.
Lado, Tamara, Zamphyra y otros siete científicos y estudiantes se agrupaban en torno a las mesas de madera en el extremo sur del edificio del laboratorio principal. Todos alzaron sus copas de brandy en honor a Kaye. Las velas centelleaban por toda la habitación, reflejando los destellos dorados en las copas llenas de líquido color ámbar. Estaban todavía en medio de la cena y ésta era la octava ronda que Lado dirigía esa noche, como
tamada
, maestro de ceremonias, para la ocasión.
—Por la querida Kaye —dijo Lado—, que valora nuestro trabajo... ¡y promete hacernos ricos!
Conejos, ratones y pollos observaban con ojos soñolientos desde sus jaulas, detrás de la mesa. Largos bancos negros cubiertos de frascos, bandejas, incubadoras y ordenadores conectados a secuenciadores y analizadores, se hallaban en la penumbra del fondo del laboratorio.
—Por Kaye —añadió Tamara—, que ha visto más de lo que Sakartvelo, de Georgia, tiene que ofrecer... de lo que desearíamos. Una mujer valiente y comprensiva.
—¿Eres tú la encargada de dirigir el brindis? —preguntó Lado, molesto—. ¿Por qué nos recuerdas cosas desagradables?
—¿Y tú?, ¿hablando de hacernos ricos, de dinero, en un momento como éste? —le replicó Tamara, devolviéndole la reprimenda.
—¡Soy el
tamada
! —rugió Lado, en pie junto a la mesa plegable de roble, agitando el vaso y derramando el brandy ante estudiantes y científicos. Aparte de algunas sonrisas, ninguno de ellos dijo una palabra en desacuerdo.
—Está bien —reconoció Tamara—. Tus deseos son órdenes.
—¡No tienen ningún respeto! —se quejó Lado a Kaye—. ¿Destruirá la prosperidad nuestras tradiciones?
Los bancos formaban uves abarrotadas desde la perspectiva cada vez más limitada de Kaye. El equipo estaba conectado a un generador que traqueteaba suavemente en la explanada que había junto al edificio. Saul había proporcionado dos secuenciadores y un ordenador; el generador lo habían obtenido de Aventis, una gran multinacional.
La energía eléctrica urbana procedente de Tbilisi estaba cortada desde media tarde. Habían preparado la cena de despedida utilizando quemadores Bunsen y un horno de gas.
—Adelante, maestro de ceremonias —dijo Zamphyra con cariñosa resignación, haciéndole señas a Lado.
—Ya va. —Lado posó el vaso y se estiró el traje. Su rostro oscuro y arrugado, rojizo como una remolacha por el bronceado de las montañas, resplandecía a la luz de las velas como madera exótica. A Kaye le recordaba un troll de juguete que le encantaba cuando era niña. De una caja escondida bajo la mesa, Lado sacó un pequeño vaso de cristal intrincadamente tallado y biselado. Agarró un hermoso cuerno de íbice tallado en plata y se acercó a una gran ánfora apoyada en una caja de madera que se encontraba en una esquina detrás de la mesa. El ánfora, que hacía poco que había sido desenterrada en su pequeño viñedo en las afueras de Tbilisi, estaba llena de una inmensa cantidad de vino. Sacó un cazo de servir de la boca del ánfora y lo vació en el cuerno, una y otra vez, hasta siete, hasta que el cuerno estuvo repleto. Agitó el vino con delicadeza para dejarlo respirar. Parte del rojo líquido se derramó sobre su muñeca.
Finalmente, llenó el vaso hasta el borde con el cuerno y se lo entregó a Kaye.
—Si fueses un hombre —dijo—, te pediría que brindases y bebieses el cuerno completo.
—¡Lado! —exclamó Tamara, golpeándole el brazo, con lo que casi hizo caer el cuerno. Él se volvió fingiendo un gesto de sorpresa.
—¿Qué? —preguntó—: ¿No es un vaso precioso?
Zamphyra se puso en pie junto a la mesa para amonestarle con el dedo. Lado sonrió más ampliamente, pasando de troll a sátiro carmesí. Se volvió despacio hacia Kaye.
—¿Qué puedo hacer, Kaye, querida? —dijo con una reverencia, derramando más vino del cuerno—. Dicen que debes bebértelo todo.
Kaye ya había cubierto su cuota de alcohol y no confiaba en sí misma lo bastante para ponerse en pie. Se sentía deliciosamente abrigada y segura, entre amigos, rodeada por una antigua oscuridad repleta de ámbar y estrellas doradas.
Casi había olvidado las tumbas, a Saul y las dificultades que la esperaban en Nueva York.
Extendió las manos y Lado se inclinó con sorprendente gracia, contradiciendo su torpeza de un momento antes. Sin derramar ni una gota, depositó el cuerno de íbice en sus manos.
—Ahora tú —dijo.
Kaye sabía lo que se esperaba de ella. Se levantó solemnemente. Lado había dirigido muchos brindis esa noche, divagando poéticamente y extendiéndose durante muchos minutos con inventiva sin fin. Dudaba que pudiese igualar su elocuencia, pero lo haría lo mejor posible, y tenía muchas cosas que decir, cosas que zumbaban en su cabeza desde hacía dos días, desde que había vuelto de Kazbeg.
—No hay lugar en la Tierra como el hogar del vino —comenzó, elevando el cuerno. Todos sonrieron y alzaron sus copas—. Ningún lugar que ofrezca más belleza y más promesas para la enfermedad del corazón o del cuerpo. Habéis destilado el néctar de nuevos vinos para borrar la putrefacción y la enfermedad a la que está condenada la carne. Habéis preservado la tradición y el conocimiento de setenta años, salvándolo para el siglo veintiuno. Sois los magos y los alquimistas de la era microscópica, y ahora os unís a los exploradores del Oeste, con un tesoro inmenso que compartir.
Tamara tradujo, en un susurro audible, para los estudiantes y científicos que se agrupaban alrededor de la mesa.
—Me siento honrada de que me consideréis una amiga, una compañera. Habéis compartido conmigo este tesoro, y el tesoro de Sakartvelo... las montañas, la hospitalidad, la historia, y, ni último ni menos importante, el vino.
Levantó el cuerno con una mano.
—
Gaumarjos phage!
—pronunció al modo georgiano,
phah-gay
—.
Gaumarjos Sakartvelos!
A continuación comenzó a beber. No pudo saborear el vino oculto en la tierra y avejentado en el terreno de Lado como se merecía, y se le humedecieron los ojos, pero no quería parar, tanto para no mostrar debilidad como para prolongar el momento. Lo vació trago a trago. El fuego se extendió desde su estómago a sus brazos y piernas, y el adormecimiento amenazaba con vencerla, pero mantuvo los ojos abiertos y continuó hasta el final del cuerno, luego le dio la vuelta, lo mostró y lo levantó.
—¡Por el reino de lo diminuto, y el trabajo que hacen por nosotros! ¡Las glorias, las necesidades, por las que debemos perdonar el... el dolor... —Se le entumeció la lengua y comenzó a balbucear. Se apoyó en la mesa plegable con una mano, y Tamara, en silencio y sin llamar la atención apoyó la suya para evitar que la mesa se inclinase—. Todas las cosas que... todo lo que hemos heredado. ¡Por las bacterias, nuestros valiosos contrincantes, las diminutas madres del mundo!
Lado y Tamara encabezaron los brindis. Zamphyra ayudó a Kaye a bajar, parecía una gran altura, hasta su silla de madera.
—Maravilloso, Kaye —le murmuró Zamphyra al oído—. Puedes volver a Tbilisi cuando quieras. Tienes tu casa aquí, lejos de la tuya propia.
Kaye sonrió y se secó los ojos, las emociones liberadas por el alcohol y el alivio de la tensión de los días pasados la habían hecho llorar.
A la mañana siguiente, Kaye se sentía deprimida y mareada, pero no experimentaba otras secuelas de la fiesta de despedida. Durante las dos horas que faltaban para que Lado la llevase al aeropuerto, caminó por los pasillos de dos de los tres edificios de laboratorios, casi vacíos a esa hora. El personal y la mayoría de los estudiantes licenciados que trabajaban de auxiliares estaban en una reunión especial en el Salón Eliava, discutiendo las diferentes ofertas hechas por compañías americanas, británicas y francesas. Era un momento importante y decisivo para el instituto; en los próximos dos meses probablemente tomarían las decisiones sobre cuándo y con quién formar alianzas. Pero por el momento no podían decirle nada. Lo anunciarían más adelante.
El instituto todavía mostraba los efectos de décadas de descuido. En la mayoría de los laboratorios, el grueso y reluciente esmalte blanco o verde pálido se había desconchado dejando ver el yeso agrietado de debajo. Las tuberías eran de los años sesenta como mucho; la mayoría eran de los años veinte o treinta. El brillo del plástico blanco y el acero inoxidable del material nuevo sólo servían para destacar más la baquelita y el esmalte negro o el latón y la madera de los antiguos microscopios y otros instrumentos. Había dos microscopios electrónicos guardados en uno de los edificios, bestias enormes sobre gruesas plataformas con aislamiento antivibración.
Saul les había prometido tres nuevos microscopios de efecto túnel de última generación para finales de año si EcoBacter resultaba elegida como uno de sus socios. Aventis o Bristol-Myers Squibb podrían sin duda mejorar la oferta.
Kaye caminó entre las mesas, mirando a través de los cristales de las incubadoras a los montones de placas petri que estaban dentro, con el fondo cubierto por películas de agar inundadas de colonias de bacterias, en ocasiones marcadas con claras zonas circulares, llamadas placas, donde los fagos habían eliminado a todas las bacterias. Día tras día, año tras año, los investigadores del instituto analizaban y catalogaban bacterias que se encontraban de forma natural y sus fagos. Por cada linaje de bacterias había al menos uno y a menudo cientos de fagos específicos, y a medida que las bacterias mutaban para eliminar a esos molestos intrusos, los fagos mutaban también para igualarlas, en una persecución sin fin. El Instituto Eliava poseía una de las mayores bibliotecas de fagos del mundo, y podían dar respuesta a muestras de bacterias produciendo fagos en cuestión de días.
En la pared, sobre el nuevo material de laboratorio, había carteles que mostraban las extrañas estructuras geométricas en forma de nave espacial de la cabeza y cola de los omnipresentes fagos en forma de T —T2, T4 y T6, como les habían llamado en los años veinte— cerniéndose sobre las comparativamente enormes superficies de bacterias
Escherichia coli
. Viejas fotografías, viejos conceptos... que los fagos simplemente atacaban a las bacterias, pirateando su ADN para producir nuevos fagos. Muchos fagos hacían sólo eso, efectivamente, mantener controladas a las poblaciones de bacterias. Otros, conocidos como fagos lisogénicos, se convertían en polizones genéticos, ocultándose en el interior de las bacterias e insertando sus mensajes genéticos en el ADN del anfitrión. Los retrovirus hacían algo muy similar en las plantas y animales.