En una ocasión, la abuela levantó la mano y le hizo seña de que se acercara. Ella fue a su lado con aprensión. La vejez era peligrosa, en ella había enfermedades y muerte, oscuros sepulcros y miedo. Pero su abuela se limitó a mirarla con su dulce sonrisa que el cáncer nunca logró corroer. Tal vez dijera algo; no podía, en tal caso, recordar qué. Pero su abuela había estado allí y había sido un verano feliz. Debía de haber sido en 1952 o 1953. Un tiempo infinitamente lejano. Las catástrofes estaban todavía muy lejos.
Entonces las habitaciones eran pequeñas. Hasta que ella no se hizo cargo de la casa, a finales de los años sesenta, no empezó la gran transformación. No tiró sola todos los tabiques que podían sacrificarse sin riesgo de que la casa se cayera. La habían ayudado algunos primos, jóvenes que querían hacer alarde de sus fuerzas. Pero ella misma le daba al martillo de manera que toda la casa retemblaba y la argamasa caía. Del polvo había emergido luego esta gran habitación y lo único que ella había conservado era el gran horno de amasar que ahora campeaba como una extraña roca en mitad de la habitación. Todos los que aquella vez, después de la gran transformación, entraban en su casa, se asombraban al ver lo bonita que había quedado. Era la antigua casa y, sin embargo, algo completamente distinto. La luz entraba a raudales por las ventanas recientemente abiertas. Si quería penumbra, cerraba las contraventanas de roble macizo que había hecho colocar en la fachada de la casa. Había rescatado los viejos suelos y había dejado que el techo quedara abierto hacia la viguería superior.
Alguien había dicho que recordaba a una iglesia.
Después de aquello, ella también empezó a ver la habitación como su santuario privado. Cuando estaba allí sola, se encontraba en el centro del mundo. Podía sentirse totalmente tranquila, lejos de todos los peligros que acechaban fuera.
Hubo periodos en los que visitaba su catedral raras veces. Los horarios de su vida siempre habían sido muy variables. En varias ocasiones se había planteado también la cuestión de si no debería deshacer se de la casa. Demasiados recuerdos habían sobrevivido a las mazas. Pero no podía dejar la habitación con el gran horno emboscado, la roca blanca que había conservado pero tapiada. El horno se había convertido en una parte de sí misma. A veces lo veía como el último reducto que le quedaba por defender en su vida.
Luego llegó la carta de Argel. Después de eso, todo cambió. No volvió nunca más a pensar en dejar su casa.
El miércoles 28 de septiembre llegó a Vollsjö poco después de las tres de la tarde. Había conducido desde Hässleholm y antes de dirigirse a su casa, que estaba a las afueras del pueblo, se paró junto a la tienda a hacer la compra. Sabía lo que quería. De lo único que no estaba segura era de si necesitaba reponer sus reservas de pajillas. Por seguridad cogió un paquete extra. La dependienta la saludó con la cabeza. Ella le devolvió la sonrisa y comentó algo sobre el tiempo. Luego hablaron de la espantosa catástrofe del transbordador. Pagó y siguió conduciendo. Sus vecinos más próximos no estaban. Sólo pasaban un mes de verano en Vollsjö. Eran alemanes, vivían en Hamburgo y nunca iban a Escania más que en julio. Se saludaban pero, por lo demás, no tenían ningún trato.
Abrió la puerta exterior. En el vestíbulo se detuvo a escuchar. Fue hacia la gran sala y se quedó inmóvil junto al horno. Todo estaba en silencio. Exactamente tan en silencio como ella deseaba que estuviera el mundo.
El que yacía allí abajo, en el horno, no podía oírla. Ella sabía que estaba vivo, pero no tenía necesidad de que su respiración la molestase. Tampoco su llanto.
Pensó que una inspiración secreta la había hecho llegar a este inesperado resultado. Para empezar, cuando decidió conservar la casa y no venderla para poner el dinero en el banco. Y después, cuando decidió conservar el horno. No fue hasta más tarde, cuando le llegó la carta de Argel y ella comprendió lo que tenía que hacer, cuando el horno desveló su verdadero significado.
La alarma del reloj de pulsera interrumpió sus pensamientos. Dentro de una hora llegarían sus invitados. Antes, tenía que darle su comida al hombre que estaba en el horno. Llevaba allí tres días. No tardaría en estar tan débil que ya no podría oponer resistencia. Sacó su horario del bolso y vio que estaba libre desde el próximo domingo por la tarde hasta el martes por la mañana. Entonces tendría que ocurrir. Entonces le sacaría y le contaría lo que había pasado.
No había pensado aún de qué manera le mataría luego. Había diferentes posibilidades. Pero todavía tenía tiempo. Pensaría en lo que él había hecho y entonces comprendería de qué manera tenía que morir.
Fue a la cocina a calentar la sopa. Como era minuciosa con la higiene, había fregado el recipiente cerrado de plástico que usaba cuando le daba de comer. En otro recipiente echó agua. Cada día iba reduciendo la cantidad que le daba. No le daría más que lo estrictamente necesario para mantenerle con vida. Cuando terminó de preparar la comida, se puso un par de guantes de plástico, se echó unas gotas de perfume detrás de las orejas y entró en la habitación en la que estaba el horno. En la parte de atrás había una trampilla escondida tras unas piedras sueltas. Era más bien como un tubo que medía casi un metro y que tenía que sacar con cuidado. Antes de meterle allí dentro había instalado un poderoso altavoz y descorrido la trampilla. Había puesto música a todo volumen, pero no se había oído nada.
Se inclinó hacia delante para poder verle. Cuando puso su mano en una de las piernas del hombre, no se movió. Durante un instante temió que hubiera muerto. Luego le oyó jadear. «Está débil», pensó. «Pronto se acabará la espera».
Una vez que le hubo dado la comida, acercado al agujero y devuelto a su sitio, cerró la trampilla. Fregó, arregló la cocina y se sentó a la mesa a tomar una taza de café. Sacó del bolso la revista del sindicato y la hojeó despacio. Según el nuevo escalafón, ganaría ciento setenta y cuatro coronas más, retroactivamente desde el primero de julio. Volvió a mirar el reloj. Rara vez pasaban más de diez minutos sin que le echara una mirada. Era una parte de su identidad. Su vida y su trabajo se sostenían sobre una planificación del tiempo minuciosamente elaborada. Nada le hacía tanto daño como que los horarios no pudieran cumplirse. No cabían explicaciones. Lo vivía siempre como una responsabilidad personal. Sabía bien que algunos de sus colegas se reían de ella a sus espaldas. Eso le dolía. Pero nunca decía nada. El silencio era una parte de sí misma. De su propio mecanismo. Aunque no siempre hubiera sido así.
Podía recordar su propia voz. Cuando era pequeña. Era fuerte. Pero no estridente. La mudez había venido luego. Al ver toda la sangre. Y su madre se estaba muriendo. No había gritado aquella vez. Se había escondido en su propio silencio. En él había podido hacerse invisible
.
Fue entonces cuando ocurrió. Cuando su madre, acostada en una mesa, sangrando y llorando, la había despojado de la hermana que había esperado tanto tiempo
.
Volvió a mirar el reloj. No tardarían en llegar. Era miércoles, el día en que se reunían. Ella hubiera preferido que fuera durante el día. Habría proporcionado más regularidad. Pero su horario no se lo permitía. También sabía que nunca podría influir en ello.
Había colocado cinco sillas. En casa no quería tener más. La intimidad podía perderse. Bastante difícil era ya crear un clima de intimidad tan grande que aquellas mujeres silenciosas se atrevieran a empezar a hablar. Fue al dormitorio y empezó a quitarse el uniforme. Por cada prenda que se quitaba recitaba una oración. Y recordaba el pasado.
Fue su madre la que le había hablado de Antonio. El hombre que una vez, en su juventud, mucho antes de la segunda guerra mundial, conociera en un tren entre Colonia y Munich. No habían encontrado asiento y se quedaron apretujados en el pasillo lleno de humo. Las luces de los barcos que navegaban por el Rin pasaban por fuera de las sucias ventanas; viajaban de noche y Antonio le contó que iba a hacerse sacerdote de la Iglesia católica. Había dicho que la misa empezaba en cuanto los curas se cambiaban de ropa. El sagrado ritual tenía un comienzo que significaba que los sacerdotes pasaban por un procedimiento de purificación. Por cada prenda que se quitaban o se ponían rezaban una oración. Con cada prenda se acercaban un paso más a su sagrada misión
.
Después, nunca pudo olvidar el recuerdo de su madre del encuentro con Antonio en el pasillo del tren. Y ahora, cuando se daba cuenta de que ella misma era una sacerdotisa, una persona que se confería a sí misma la grandiosa misión de predicar que la justicia era sagrada, empezaba también a ver su cambio de ropa como algo más que una simple sustitución de prendas de vestir. Pero las plegarias que rezaba no formaban parte de una conversación con Dios. En un mundo caótico y absurdo, Dios era lo más absurdo de todo. El sello del mundo era un Dios ausente. Las plegarias se las dirigía a sí misma. A la que había sido de niña. Antes de que se le derrumbara todo. Antes de que su madre le hubiera quitado lo que más había deseado. Antes de que los siniestros hombres se hubieran alzando ante ella con miradas que parecían sinuosas serpientes amenazadoras.
Se quitó la ropa rezando y retrocediendo hasta su niñez. Puso el uniforme sobre la cama. Luego se vistió con telas blandas de colores suaves. Algo ocurría en su interior. Era como si se transformase su piel, como si su piel volviera también a ser una parte de aquella niña.
Por último, se puso la peluca y las gafas. La oración final se fue apagando en su interior. «Arre, arre, caballito, el caballo no tiene nombre, nombre, nombre…».
Pudo oír cómo el primer coche frenaba en el patio. Se miró la cara en el gran espejo.
No era la Bella Durmiente la que había despertado de su sueño. Era la Cenicienta
.
Estaba lista.
Ahora era otra. Puso su uniforme en una bolsa de plástico, estiró la colcha y salió de la habitación. Aunque nadie más iba a entrar en ella, cerró la puerta con llave y se aseguró de ello con el picaporte.
Poco antes de las seis estaban reunidas. Pero faltaba una de las mujeres. Una de las presentes contó que la habían llevado al hospital la noche antes porque le habían empezado los dolores. Con dos semanas de adelanto. A lo mejor a esas horas ya había nacido el niño.
Ella decidió enseguida ir a visitarla al hospital al día siguiente. Quería verla. Quería ver su cara después de todo lo que había sufrido. Luego escuchó sus historias. De vez en cuando hacía un ademán como si escribiese algo en el cuaderno que tenía en la mano. Pero sólo escribía cifras. Hacía horarios todo el tiempo. Cifras, horas, distancias. Era un juego que la seguía siempre, un juego que se había vuelto más y más como un conjuro. No necesitaba apuntar nada para recordar. Todas las palabras que articulaban las asustadas voces, toda la angustia que ahora se atrevían a manifestar se quedaban grabadas en su conciencia. Podía ver cómo se aliviaba algo en cada una de ellas. Tal vez sólo por un instante. Pero ¿qué era la vida más que una sucesión de instantes?
Los horarios de nuevo. Horas que se encontraban, que se sucedían. La vida era como un péndulo. Iba de un lado a otro entre dolor y alivio. Sin interrupción, siempre
.
Estaba sentada de manera que podía ver el gran horno detrás de las mujeres. La luz era tenue. La habitación estaba en una suave penumbra. Ella se imaginaba la luz como algo femenino. El horno era como una roca, inmóvil, mudo, en medio de un mar desierto.
Estuvieron hablando un par de horas. Luego tomaron té en la cocina. Todas sabían cuándo volverían a reunirse la próxima vez. Nadie tendría nunca la menor duda acerca de las horas que les daba.
Eran las ocho y media cuando las acompañó hasta la salida. Les dio la mano, recibió su agradecimiento. Cuando el último coche hubo desaparecido, volvió a la casa. En el dormitorio cambió su ropa, la peluca y las gafas. Cogió la bolsa de plástico con el uniforme y salió de la habitación. En la cocina lavó las tazas del té. Luego apagó todas las luces y cogió el bolso.
Durante un breve instante se quedó quieta en la oscuridad junto al horno. Todo estaba en silencio.
Luego se fue de la casa. Estaba lloviznando. Se sentó en el coche y condujo hacia Ystad.
Antes de la medianoche, ya dormía en su cama.
Cuando Wallander despertó el jueves por la mañana, se sintió descansado. Las molestias del estómago habían cesado. Se levantó poco después de las seis y vio en el termómetro que estaba fuera de la ventana de la cocina, que la temperatura era de cinco grados sobre cero. Pesadas nubes cubrían el cielo. Las calles estaban mojadas. Pero no llovía. Llegó a la comisaría poco después de las siete. Seguía reinando la tranquilidad de la mañana. Cuando iba por el pasillo hacia su despacho, se preguntó si habrían logrado encontrar a Holger Eriksson. Se quitó la chaqueta y se sentó en el sillón. En la mesa había unas notas de teléfonos. Ebba le recordaba que tenía hora con el óptico ese día. Se le había olvidado. Al mismo tiempo comprendía que era una visita ineludible que tenía por delante. Necesitaba gafas para leer. Si pasaba demasiado rato inclinado sobre sus papeles, le entraba dolor de cabeza y las letras empezaban a moverse, a juntarse y a borrarse. Pronto cumpliría cuarenta y siete años. Eso era un hecho. La edad se hacía sentir. En otra nota vio que Per keson quería hablar con él. Como keson era madrugador, le llamó inmediatamente a la fiscalía, que estaba en otra parte del edificio de la policía. Le dijeron que keson estaría en Malmö todo el día. Wallander dejó la nota a un lado y fue a buscar una taza de café. Luego se echó hacia atrás en su silla y trató de esbozar una estrategia para avanzar en lo del contrabando de coches del que tenía que ocuparse. En toda criminalidad organizada había por lo general un punto débil, una articulación que podía romperse si se recargaba con la dureza suficiente. Para que la policía tuviera una mínima esperanza de detener a los contrabandistas, tenían que concentrarse en encontrar precisamente ese punto.
El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Lisa Holgersson, la nueva jefa, que le daba la bienvenida por su regreso a casa.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó.
—Resultó estupendo —contestó Wallander.
—Uno redescubre a sus padres —dijo ella.
—Y ellos tal vez cambian de opinión respecto a sus hijos.