Él no había estado en el estudio de la televisión, en la jaula insonorizada con los auriculares en las orejas. Él estaba justamente en este mismo sillón. Pero también había sabido todas las respuestas. Ni si quiera hubiera necesitado pedir más tiempo para pensar. Pero a él nadie le había dado diez mil coronas. Nadie sabía de sus enormes conocimientos sobre pájaros. Él había seguido escribiendo sus poemas. Salió de sus ensoñaciones con un respingo. Un ruido había captado su atención. Prestó oídos en la habitación a oscuras. ¿Andaba alguien por el patio?
Desechó la idea. Eran sólo figuraciones. Hacerse viejo significaba entre otras muchas cosas que uno se inquietaba por nada. Tenía buenas cerraduras en las puertas. En su habitación, en el piso de arriba, tenía una escopeta de perdigones, y una pistola a mano en un cajón de la cocina. Si algún intruso llegaba a su aislada finca, situada justo al norte de Ystad, estaba en condiciones de defenderse. Y no dudaría en hacerlo.
Se levantó del sillón. Sintió otra punzada en la espalda. El dolor iba y venía en oleadas. Dejó la taza de café en la encimera de la cocina y miró su reloj de pulsera. Casi las once. Era hora de salir. Miró con los ojos entrecerrados el termómetro de la parte de fuera de la ventana de la cocina y vio que la temperatura era de siete grados sobre cero. La presión atmosférica estaba subiendo. Un viento suave procedente del suroeste soplaba sobre Escania. Se daban las condiciones ideales, pensó. Esta noche pasarían bandadas de aves en dirección sur. Las voladoras de grandes distancias pasarían a millares con alas invisibles sobre su cabeza. Él no podría verlas. Pero sí sentirlas en la oscuridad, muy en lo alto. Durante más de cincuenta años se había pasado una incalculable cantidad de noches de otoño en los campos, sólo para poder experimentar la sensación de que las bandadas nocturnas estaban allí, sobre él.
Es todo un cielo el que se traslada, pensaba muchas veces. Orquestas sinfónicas completas de silenciosas aves canoras que emigran ante el invierno que se acerca, en dirección a países más cálidos. Muy dentro de sus genes llevan el instinto de partir. Y su insuperable capacidad de navegar según las estrellas y los campos magnéticos las guía siempre con acierto. Buscan los vientos favorables, han almacenado sus capas de grasa, están en condiciones de mantenerse en el aire horas y horas.
Todo un cielo, vibrante de alas, se va a su peregrinación de todos los años. Bandadas de pájaros hacia La Meca.
¿Qué es un hombre comparado con un ave migratoria nocturna? ¿Un hombre viejo y solo, pegado a la tierra? Y allá, muy en lo alto, todo un cielo que se va.
Pensaba con frecuencia que era como realizar un acto religioso. Su propia misa solemne otoñal, estar allí en la oscuridad sintiendo cómo se iban las aves migratorias. Y luego, a la llegada de la primavera, estar allí también para recibirlas.
Las bandadas nocturnas eran su religión.
Fue al vestíbulo y se quedó de pie con la mano en el perchero. Luego volvió al cuarto de estar y se puso el jersey que estaba en un taburete junto al escritorio.
Hacerse viejo significaba, además de todos los otros achaques, que también se empezaba a tener frío antes.
Contempló una vez más el poema terminado en la mesa. La elegía al pico mediano. Había salido finalmente como él quería. Tal vez iba a vivir lo bastante para poder reunir los poemas suficientes para un décimo y último libro de poesía. Ya se podía figurar el título: «Misa solemne en la noche».
Fue de nuevo al vestíbulo, se puso la cazadora y se encajó una gorra de visera bien baja sobre la frente. Luego abrió la puerta exterior. El aire del otoño estaba lleno de olor a tierra húmeda. Cerró la puerta tras de sí y dejó que los ojos se fuesen acostumbrando a la oscuridad. El jardín estaba desierto. A distancia se adivinaba un reflejo de la iluminación de Ystad. Por lo demás, vivía tan lejos de su vecino más próximo que sólo le rodeaban las tinieblas. El cielo estrellado estaba casi completamente despejado. Nubes aisladas se vislumbraban en el horizonte.
Era una noche en la que las bandadas de aves iban a pasar sobre su cabeza.
Echó a andar. La finca donde vivía era antigua, constaba de tres cuerpos. El cuarto se había quemado una vez a principios de siglo. Había conservado el canto rodado que había en el patio. Había invertido mucho dinero en hacer una profunda y continua renovación de su finca. A su muerte legaría todo a la asociación Kulturen, de Lund. No se había casado, no tenía hijos. Había vendido coches y se había hecho rico. Había tenido perros. Y luego habían estado los pájaros sobre su cabeza.
«No me arrepiento de nada», pensó mientras seguía el sendero que le llevaba a la torre que él mismo había construido y donde acostumbraba a mirar las aves nocturnas. «No me arrepiento de nada puesto que carece de sentido arrepentirse».
Era una hermosa noche de septiembre.
Y sin embargo había algo que le desazonaba.
Se detuvo a escuchar en el sendero. Pero todo lo que se oía era el débil susurro del viento. Siguió andando. ¿Era tal vez el dolor lo que le desazonaba? ¿Los pinchazos repentinos en la espalda? La inquietud nacía de su interior.
Se detuvo de nuevo y se volvió. No había nada. Estaba solo. El sendero iba cuesta abajo. Luego llegaría a un montículo. Delante del montículo había una gran zanja en la que había colocado una pasarela. En lo alto del montículo estaba la torre. Desde la puerta exterior de la casa, eran exactamente doscientos cuarenta y siete metros. Se preguntó cuántas veces habría recorrido aquel sendero. Se sabía todos los recodos, todos los hoyos. Y sin embargo iba despacio y con cuidado. No quería correr el riesgo de caerse y romperse una pierna. El esqueleto de los viejos es frágil. Eso lo sabía. Si le ingresaban en un hospital con rotura de fémur se moriría porque no podría soportar estar acostado sin hacer nada en una cama de hospital. Empezaría a pensar en su vida. Y entonces no habría nada que pudiera salvarle.
Se paró de repente. Un búho gritó. En algún lugar, cerca, se quebró una rama. El ruido había llegado de la arboleda de más allá del montículo de la torre. Permaneció inmóvil con todos los sentidos alerta. El búho volvió a gritar. Luego se quedó todo de nuevo en silencio. Masculló, descontento de sí mismo, cuando siguió andando.
«Viejo y nervioso», pensó. «Con miedo a los fantasmas y a la oscuridad».
Ahora ya podía ver la torre. Una sombra negra que se perfilaba contra el cielo de la noche. Veinte metros más y estaría en la pasarela que llevaba sobre la honda zanja. Siguió andando. No se volvió a oír al búho. Un cárabo, pensó.
Sin ninguna duda, era un cárabo.
De pronto se paró en seco. Había llegado a la pasarela que estaba sobre la zanja.
Era algo en la torre de la loma. Algo que era diferente. Entrecerró los ojos para poder distinguir detalles en la oscuridad. No podía decir de qué se trataba. Pero algo había cambiado.
«Figuraciones mías», pensó. «Todo está igual. La torre que construí hace diez años no ha cambiado. Son mis ojos, que se han vuelto turbios. Sólo eso».io unos pasos más, entró en la pasarela y sintió los tablones de madera bajo los pies. Siguió contemplando la torre.
«No está igual», pensó. «De no saberlo, hubiera creído que se había hecho un metro más alta desde ayer noche. O que todo es un sueño. Que me estoy viendo a mí mismo allá arriba en la torre».
En el mismo instante en que tuvo ese pensamiento, se dio cuenta de que era verdad. Había alguien arriba, en la torre. Una sombra inmóvil. Un ramalazo de miedo pasó por él como una ráfaga. Luego se enfureció. Alguien se había metido en sus propiedades, se había subido a su torre sin haberle pedido permiso. Probablemente era un cazador furtivo, al acecho de alguno de los venados que solían andar por el bosquecillo, al otro lado de la colina. Le parecía difícil imaginar que se tratara de otro observador de pájaros.
Le gritó a la sombra de la torre. No hubo respuesta, no hubo movimiento. De nuevo se sintió inseguro. Tenían que ser sus ojos, que estaban turbios y le engañaban.
Volvió a gritar sin obtener respuesta. Luego echó a andar por la pasarela.
Cuando las tablas se quebraron cayó de cabeza. La zanja tenía más de dos metros de profundidad. Cayó de bruces y no tuvo tiempo de extender las manos para apoyarse.
Luego sintió un dolor punzante. No procedía de ninguna parte y le atravesaba por completo. Era como si alguien aplicase hierros candentes en diferentes puntos de su cuerpo. El dolor era tan fuerte que ni siquiera fue capaz de gritar. Justo antes de morir se dio cuenta de que no había llegado al fondo de la zanja. Se había quedado colgando de su propio dolor.
En lo último que pensó fue en los pájaros nocturnos que pasaban en bandadas por algún sitio muy por encima de él.
El cielo que se movía hacia el sur.
Por última vez intentó librarse del dolor.
Luego se acabó.
Eran las once y veinte, la noche del 21 de septiembre de 1994.
Precisamente esa noche pasaron grandes bandadas de tordos y de zorzales en dirección sur.
Venían del norte y volaban en una línea recta hacia el suroeste sobre el balneario de Falsterbo, camino del calor que les esperaba allá lejos.
Cuando todo quedó en silencio, bajó cautelosamente la escalera de la torre. Iluminó la zanja con su linterna. El hombre que se había llamado Holger Eriksson estaba muerto.
Apagó la lámpara y permaneció inmóvil en la oscuridad. Luego se alejó de allí con rapidez.
Apenas pasadas las cinco de la mañana del lunes 26 de septiembre, Kurt Wallander se despertó en su cama en el piso de la calle de Mariagatan, en el centro de Ystad.
Lo primero que hizo al abrir los ojos fue mirarse las manos. Estaban morenas. Volvió a apoyarse en la almohada y escuchó la lluvia otoñal que tamborileaba contra los cristales del dormitorio. Una sensación de bienestar se apoderó de él al pensar en el viaje que había llegado a su fin dos días antes en el aeropuerto de Kastrup. Había pasado una semana entera con su padre en Roma. Hacía mucho calor y él se había puesto moreno. Por las tardes, cuando más apretaba el calor, buscaban algún banco en Villa Borghese, donde su padre se sentaba a la sombra mientras él se quitaba la camisa y cerraba los ojos bajo el sol. Ésa era la única diferencia que habían tenido durante todo el viaje, pues a su padre le resultaba imposible comprender que fuera tan presumido que dedicara tiempo a broncearse. Pero había sido una controversia insignificante, casi como si sólo hubiera surgido para que tuvieran un poco de perspectiva respecto al viaje.
«El feliz viaje», pensó Wallander tumbado en su cama. «Fuimos a Roma mi padre y yo y todo resultó bien. Mejor de lo que jamás hubiera podido figurarme o esperar».
Miró el reloj de la mesilla, junto a la cama. Iba a reincorporarse al trabajo esa mañana. Pero no tenía prisa. Podía quedarse un rato más en la cama. Se inclinó sobre el montón de periódicos que había hojea do la noche anterior. Empezó a leer los resultados de las elecciones. Como estaba en Roma el día de los comicios, había votado por correo. Ahora podía constatar que los socialdemócratas habían obtenido más del cuarenta y cinco por ciento de los votos. Pero ¿qué podía significar eso, en realidad? ¿Implicaba algún cambio?
Dejó caer el periódico en el suelo. Regresó de nuevo a Roma con el pensamiento.
Se habían hospedado en un hotel barato cercano al Campo dei Fiori. Desde una terraza que se extendía sobre sus habitaciones tenían una amplia y hermosa vista de la ciudad. Allí tomaban su café por la mañana y planeaban lo que iban a hacer durante el día. No habían surgido discusiones. El padre de Wallander sabía en todo momento lo que quería ver. Wallander se preocupaba a veces de que quería demasiadas cosas, de que no iba a tener fuerzas. En todo momento estuvo pendiente también de que su padre diera muestras de confusión o de ausencia. La enfermedad estaba allí, latente, los dos lo sabían. La enfermedad de extraño nombre: Alzheimer. Pero durante toda esa semana, la semana del viaje feliz, el padre mostró un humor excelente. A Wallander casi se le hacía un nudo en la garganta porque el viaje perteneciera ya al pasado, porque fuera algo ya ocurrido y ahora sólo quedara como un recuerdo. Nunca más volverían a Roma, era la única vez que habían hecho el viaje, él y su padre, que pronto cumpliría ochenta años.
Allí había habido momentos de gran intimidad entre ellos. Por primera vez en casi cuarenta años.
Wallander pensó en el descubrimiento que había hecho: que eran muy parecidos, mucho más de lo que antes había querido reconocer. Entre otras cosas, que los dos eran personas muy madrugadoras. Cuando Wallander informó a su padre de que el hotel no servía el desayuno antes de las siete, éste protestó inmediatamente. Agarró a Wallander para bajar a la recepción y en una mezcla del sueco de Escania, algunas palabras inglesas, posiblemente algo de alemán y sobre todo con unas cuantas palabras inconexas en italiano, consiguió dejar claro que él quería el
breakfast presto
. No
tardi
. Absolutamente no
tardi
. Por alguna razón había dicho también varias veces
passaggio a livello
cuando explicó la necesidad de que el hotel adelantase el servicio de desayuno por lo menos una hora, a las seis, la hora a la cual o se les servía el desayuno o se verían obligados a buscar otro hotel.
Passaggio a livello
, decía su padre, y el personal de la recepción le contempló con asombro, pero también con respeto.
Por supuesto que consiguieron el desayuno a las seis. Wallander vio después en su diccionario de italiano que
passaggio a livello
significaba nudo de comunicaciones. Supuso que su padre se había confundido con alguna otra frase. Pero no barruntaba con cuál y tenía el suficiente sentido común para no preguntar nada.
Wallander escuchaba la lluvia. El viaje a Roma, una sola y breve semana, que en el recuerdo era como una experiencia inmensa y asombrosa. Su padre no solamente se había mostrado decidido acerca de la hora en que quería desayunar. También, de manera natural y muy consciente había guiado a su hijo por la ciudad y había sabido lo que quería ver. Nada había ocurrido al azar, Wallander comprendió que su padre había planeado ese viaje toda su vida. Fue una peregrinación, una romería, en la que había podido tomar parte. Él fue un componente del viaje del padre, un servidor invisible pero siempre presente. Había un significado secreto en el viaje que nunca podría entender del todo. Su padre había ido a Roma para ver algo que ya parecía haber experimentado en su interior antes.