El tercer día visitaron la Capilla Sixtina. Casi una hora entera se pasó el padre de Wallander contemplando el techo pintado por Miguel Ángel. Fue como ver a un anciano dirigir una oración sin palabras directamente al cielo. El propio Wallander sintió dolor en la nuca y tuvo que dejar de mirar. Se dio cuenta de que estaba viendo algo muy hermoso. Pero también de que su padre veía infinitamente más. Durante un instante se preguntó maliciosamente si tal vez su padre buscaba un urogallo o una puesta de sol en el gran fresco de la cúpula. Pero se arrepintió de su pensamiento. No cabía la menor duda de que su padre, por muy banal que fuese como pintor, estaba contemplando la obra de un maestro con devoción y entusiasmo.
Wallander abrió los ojos. Seguía el golpeteo de la lluvia.
Fue esa misma tarde, la tercera en la era común romana, cuando tuvo la sensación de que su padre preparaba algo que quería mantener en secreto. No sabía de dónde procedía la sensación. Habían cenado en la Via Veneto; a Wallander le había parecido demasiado caro, pero su padre se empeñó en que podían permitírselo. Estaban haciendo su primer y último viaje juntos a Roma. Así que tenían que permitirse comer bien. Luego volvieron a casa paseando despacio por la ciudad. La tarde era tibia, por todas partes había gente y el padre de Wallander estuvo hablando de los frescos de la Capilla Sixtina. Se equivocaron dos veces antes de llegar al hotel. El padre de Wallander disfrutaba de un gran respeto después de la insurrección del desayuno y les dieron las llaves con grandes reverencias. Subieron a pie, se dieron las buenas noches en el pasillo y cerraron la puerta de sus habitaciones. Wallander se acostó y se puso a escuchar los ruidos que subían de la calle. Tal vez pensaba en Baiba, tal vez sólo estaba a punto de dormirse.
Pero de súbito se sintió totalmente despierto. Algo le había desazonado. Después de un rato se puso la bata y bajó a la recepción. Todo estaba en silencio. El portero de noche estaba sentado viendo una pequeña televisión con el sonido muy bajo en la habitación de detrás de la recepción. Wallander compró una botella de agua mineral. El recepcionista era un joven que trabajaba por las noches para financiar sus estudios de teología. Eso ya se lo había contado a Wallander la primera vez que bajó a la recepción a comprar agua. Tenía el pelo oscuro y rizado, era de Padua, se llamaba Mario y hablaba inglés estupendamente. Wallander estaba con la botella de agua en la mano cuando de pronto se oyó a sí mismo pedir al joven portero de noche que subiera a su habitación a despertarle si su padre aparecía por la recepción durante la noche y a lo mejor hasta salía del hotel. El recepcionista se había quedado mirándole, tal vez sorprendido, tal vez había trabajado lo bastante para que ningún deseo nocturno de los huéspedes pudiera sorprenderle. Había inclinado la cabeza diciendo, sí, sí, claro, si el viejo señor Wallander salía por la noche, él llamaría inmediatamente a la puerta de la habitación número 32.
Fue la sexta noche cuando ocurrió. Ese día habían estado paseando por el Foro y también habían visitado la Galleria Doria Pamphili. Por la noche habían pasado por los oscuros túneles que llevaban a la Escalinata di Piazza di Spagna desde Villa Borghese y allí cenaron de manera que Wallander se escandalizó cuando vio la cuenta. Era una de sus últimas noches, el viaje feliz que ya no podía ser más que justamente eso, feliz, se acercaba a su fin. El padre de Wallander mostraba la misma energía y la misma curiosidad de todos los días hasta entonces. Habían seguido paseando por la ciudad y se habían detenido en un bar para tomar un café y brindar con una copa de
grappa
. En el hotel, les dieron sus respectivas llaves, la noche era tan cálida como todas las otras noches aquella semana de septiembre y Wallander se durmió en cuanto puso la cabeza en la almohada.
A la una y media llamaron a la puerta.
En un primer momento no supo dónde estaba. Pero cuando aún medio dormido corrió a abrir, el portero de noche le explicó en su excelente inglés que el viejo
signor
Wallander acababa de dejar el hotel. Wallander se vistió apresuradamente. Al salir vio a su padre andar con pasos decididos por el otro lado de la calle. Wallander le siguió a distancia, pensando que ahora, por primera vez en su vida, estaba siguiendo a su propio padre, y se había dado cuenta de que sus presentimientos habían sido acertados. Al principio Wallander no estaba seguro de adónde se dirigían. Luego, cuando las calles empezaron a estrecharse, advirtió que se dirigían a la Escalinata. Siguió manteniendo la distancia con su padre. Y luego, en la cálida noche romana, le vio subir los muchos escalones de la Escalinata hasta llegar a la iglesia de las dos torres. Una vez allí, su padre se sentó; se le vislumbraba como un puntito negro allá en lo alto, y Wallander se mantuvo escondido en las sombras. Su padre permaneció allí casi una hora. Luego se incorporó y volvió a bajar las escaleras. Wallander continuó siguiéndole, ésa había sido la misión más secreta que jamás había llevado a cabo, y no tardaron en llegar a la Fontana de Trevi, donde su padre, sin embargo, no echó ninguna moneda por encima del hombro sino que se limitó a contemplar el agua que salía a chorros en la gran fuente. Su cara estaba entonces tan iluminada por una farola, que Wallander pudo notar un destello en sus ojos.
Luego regresaron al hotel.
Al día siguiente tomaron el avión de Alitalia para Copenhague, el padre de Wallander sentado junto a la ventanilla, de la misma manera que en el viaje de ida, y Wallander vio en sus manos que se había puesto moreno. Hasta que no tomaron el transbordador de vuelta a Limhamn no le preguntó a su padre si estaba contento del viaje. Éste asintió con la cabeza, murmuró algo inaudible y Wallander supo que más entusiasmo que eso no podía pedir. Gertrud estaba esperándoles en Limhamn y les llevó a casa. Dejaron a Wallander en Ystad y cuando éste llamó por teléfono más tarde para preguntar si todo estaba en orden, Gertrud contestó que su padre ya estaba en su estudio pintando su eternamente repetido motivo, la puesta de sol sobre un paisaje inmóvil y en calma.
Wallander se levantó de la cama y fue a la cocina. Eran las cinco y media. Hizo café. «¿Por qué salió por la noche? ¿Por qué se sentó allí en la escalera? ¿Qué era lo que brillaba en sus ojos junto a la fuente?».
No tenía respuesta. Pero había vislumbrado un rápido trasunto del secreto paisaje interior de su padre. Por su parte había tenido la prudencia de mantenerse al otro lado de la invisible valla. Tampoco le preguntaría jamás acerca de su paseo solitario por Roma aquella noche.
Mientras se hacía el café, Wallander fue al cuarto de baño. Notó satisfecho que tenía un aspecto saludable y enérgico. El sol había desteñido su pelo. Quizá tanta pasta había hecho que ganara un poco de peso. Pero dejó estar la balanza del cuarto de baño. Se sentía descansado. Eso era lo más importante. Y estaba contento de que el viaje se hubiera realizado.
La certeza de que pronto, dentro de pocas horas, volvería a ser policía no le causaba ninguna molestia. Con frecuencia, tras unas vacaciones, le resultaba difícil volver al trabajo. Especialmente los últimos años, la desgana había sido muy grande. Tenía periodos también en los que abrigaba serios pensamientos de dejar la policía y buscar otro trabajo, tal vez como responsable de seguridad en alguna empresa. Pero él era policía. Esa certeza había madurado lentamente, pero de manera irrevocable. Otra cosa no iba a ser jamás.
Mientras se duchaba se acordó de lo que había pasado unos meses antes, durante el cálido verano y el Campeonato Mundial de Fútbol, tan afortunado para Suecia. Todavía pensaba con angustia en la desesperada persecución de un asesino en serie que finalmente había resultado ser un muchacho trastornado de sólo catorce años. Durante la semana que pasaron en Roma, todos los pensamientos acerca de los sobrecogedores sucesos del verano habían estado como borrados de su conciencia. Ahora volvían. Una semana en Roma no cambiaba nada. Era al mismo mundo al que ahora regresaba.
Se quedó sentado a la mesa de la cocina hasta pasadas las siete. La lluvia seguía cayendo ininterrumpidamente. El calor italiano era ya como un recuerdo lejano. El otoño había llegado a Escania.
A las siete y media, Wallander dejó su piso y cogió el coche para ir a la comisaría. Su colega Martinsson llegó al mismo tiempo y aparcó el coche al lado. Se saludaron con rapidez bajo la lluvia y se apresuraron hacia la entrada del edificio.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Martinsson—. Y bienvenido, por cierto.
—Mi padre está muy contento —contestó Wallander.
—¿Y tú?
—Fue un viaje agradable. Y caluroso.
Entraron. Ebba, recepcionista de la policía de Ystad durante más de treinta años, le saludó con una amplia sonrisa.
—¿Se puede poner uno así de moreno en Italia en el mes septiembre? —dijo sorprendida.
—Pues sí —contestó Wallander—. Si uno se pone al sol.
Enfilaron el pasillo. Wallander pensó que debería haber comprado algo para Ebba. Se irritó consigo mismo por no haberlo pensado antes.
—Aquí todo está en orden —dijo Martinsson—. Nada de importancia. Casi nada de nada.
—A lo mejor tenemos un otoño tranquilo —replicó Wallander no muy convencido.
Martinsson se fue a buscar café. Wallander abrió la puerta de su despacho. Todo permanecía como lo había dejado. La mesa, vacía. Se quitó la chaqueta y entreabrió la ventana. En un cesto para el correo, alguien había puesto unos cuantos informes de la jefatura de Policía. Cogió el de arriba, pero lo dejó en la mesa sin leer.
Pensó en la complicada investigación sobre el contrabando de coches entre Suecia y los antiguos países del Este a la que se había venido dedicando durante casi un año. Si no había pasado nada especial durante su ausencia, continuaría con ese expediente.
Se preguntó si se vería obligado a dedicarle tiempo a eso hasta que, dentro de aproximadamente quince años, le llegase la jubilación.
A las ocho y cuarto se levantó y fue a la sala de reuniones. A las ocho y media se reunía la policía criminal de Ystad para dar un repaso al trabajo que había durante la semana. Wallander fue saludando a la gente. Todos admiraron su bronceado. Luego se sentó en su lugar habitual. Notó que el ambiente era como de costumbre un lunes por la mañana en otoño, gris y fatigado, un poco ausente. Se preguntó fugazmente cuántas mañanas de lunes había pasado en esa habitación. Como la nueva jefa, Lisa Holgersson, estaba en Estocolmo, dirigió la reunión Hansson. Martinsson tenía razón. No habían ocurrido muchas cosas durante la semana que Wallander pasó fuera.
—Supongo que tendré que volver a mi contrabando de coches —dijo Wallander, sin tratar de disimular su resignación.
—Si no quieres dedicarte a un robo —replicó Hansson, alentador—. En una floristería.
Wallander le miró sorprendido.
—¿Un robo en una floristería? ¿Y qué robaron? ¿Tulipanes?
—Por lo que hemos podido ver, nada —contestó Svedberg rascándose la calva.
En ese preciso momento se abrió la puerta y entró Ann-Britt Höglund apresuradamente. Como su marido era mecánico ambulante y parecía estar siempre de viaje en algún país lejano del que nadie había oído hablar siquiera, ella estaba sola con los dos hijos. Sus mañanas eran caóticas y llegaba con frecuencia tarde a las reuniones. Ann-Britt Höglund llevaba ahora un año largo en la policía de Ystad. Era la más joven. Al principio, algunos de los policías más viejos, entre ellos Svedberg y Hansson, manifestaron abiertamente su desaprobación por tener una colega mujer. Pero Wallander, que se dio cuenta muy pronto de que tenía mucha capacidad para el oficio de policía, la había defendido. Nadie comentaba ya sus frecuentes retrasos. Por lo menos, cuando él estaba delante. Ella se sentó y saludó alegremente a Wallander, como si estuviera sorprendida de que realmente hubiera vuelto.
—Estamos hablando de la floristería —informó Hansson—. Pensábamos que quizá Kurt podía verlo.
—El robo fue el jueves por la noche —dijo ella—. La dependienta que trabaja allí lo descubrió cuando llegó el viernes por la mañana. Los ladrones entraron por una ventana por la parte de atrás de la casa.
—¿Qué fue lo que robaron? —preguntó Wallander.
—Nada.
Wallander hizo una mueca.
—¿Qué significa eso? ¿Nada?
Ann-Britt Höglund se encogió de hombros.
—Nada significa nada.
—Había manchas de sangre en el suelo —dijo Svedberg—. Y el dueño está de viaje.
—Parece todo muy raro —comentó Wallander—. ¿Puede verdaderamente ser algo a lo que valga la pena dedicar mucho tiempo?
—Todo es extraño —replicó Ann-Britt Höglund—. Si vale la pena dedicarle tiempo o no, no sabría decirlo.
Wallander pensó rápidamente que podía librarse de empezar enseguida a escarbar en el desesperante informe sobre todos los coches que en un flujo constante salían ilegalmente del país. Se concedería un día para acostumbrarse a que ya no estaba en Roma.
—Puedo echarle un vistazo.
—Yo lo llevo. La floristería está en el centro.
La reunión terminó. La lluvia seguía. Wallander cogió su chaqueta. Se dirigieron al centro en su coche.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó ella cuando se pararon ante un semáforo delante del hospital.
—He visto la Capilla Sixtina —contestó Wallander mientras miraba la lluvia—. Y he visto a mi padre de buen humor durante toda una semana.
—Parece que ha sido un viaje agradable —dijo ella.
Cambió el semáforo y continuaron. Ella le fue guiando, porque él no sabía exactamente dónde estaba la floristería.
—Y por aquí, ¿qué tal? —preguntó Wallander.
—En una semana no cambia nada —contestó ella—. Todo ha estado tranquilo.
—¿Y nuestra nueva jefa?
—Está en Estocolmo discutiendo todas las propuestas de reducción de gastos. Va a resultar bien. Por lo menos tan bien como Björk.
Wallander le echó una mirada rápida.
—Nunca creí que te gustase Björk.
—Hacía lo que podía. ¿Qué más se puede pedir?
—Nada —dijo Wallander—. Nada de nada.
Se detuvieron en la calle Västra Vallgatan, en la esquina con Pottmakargränd. La floristería se llamaba Cymbia. El letrero se movía con las ráfagas de viento. Se quedaron sentados en el coche. Ann-Britt Höglund le dio a Wallander unos papeles en una funda de plástico. Wallander les echó una ojeada mientras escuchaba.