Bo Runfeldt aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero.
—Quizás ella saliera antes a hacer el agujero. Quizá quisiera acabar con todo de una vez.
—¿Puede haber sido una posibilidad?
—Ella hablaba de suicidarse. No muchas veces, algunas, durante sus últimos años de vida. Pero ninguno de nosotros se lo creía. Son cosas que no se creen. Todos los suicidios son, en el fondo, inexplicables para aquellos que deberían haber visto lo que estaba sucediendo.
Wallander pensó en el foso de estacas. En los tablones serrados. Gösta Runfeldt era un hombre brutal. Maltrataba a su esposa. Buscó insistentemente el significado de lo que Bo Runfeldt le contaba.
—No lamento la muerte de mi padre —siguió Runfeldt—. No creo que mi hermana lo lamente tampoco. Era un hombre brutal. Atormentó a mi madre hasta acabar con ella.
—¿No fue nunca violento con vosotros?
—Nunca. Sólo con ella.
—¿Por qué la maltrataba?
—No lo sé, y no se debe hablar mal de los muertos. Pero era un monstruo.
Wallander reflexionó.
—¿Te ha rondado alguna vez la idea de que tu padre pudiera haber matado a tu madre? ¿De que no fuera un accidente?
La respuesta de Bo Runfeldt fue rápida y categórica:
—Muchas veces. Pero, naturalmente, no se puede demostrar. No hubo testigos, estaban solos sobre el hielo aquel día.
—¿Cómo se llama el lago?
—Stångsjön. No está lejos de Ålmhult. En el sur de Småland.
Wallander reflexionó. ¿Tenía alguna pregunta más? Era como si la investigación en curso se hubiera estrangulado a sí misma. Las preguntas deberían ser muchas. Y lo eran. Pero no había nadie a quien hacérselas.
—¿Te dice algo el nombre de Harald Berggren?
Bo Runfeldt pensó un rato antes de contestar:
—No. Nada. Pero puedo equivocarme. Es un nombre corriente.
—¿Ha tenido tu padre alguna vez contacto con mercenarios?
—No, que yo sepa. Pero recuerdo que me contaba con frecuencia cosas de la Legión Extranjera cuando yo era pequeño. No a mi hermana, sino a mí.
—¿Qué es lo que te contaba?
—Aventuras. Enrolarse en la Legión Extranjera era, tal vez, un sueño inmaduro que él había tenido en algún momento. Pero estoy completamente seguro de que nunca tuvo nada que ver con ellos. Ni con otros mercenarios.
—Holger Eriksson. ¿Te dice algo ese nombre?
—¿El hombre que fue asesinado la semana antes que mi padre? Lo he visto en los periódicos. Pero, que yo sepa, mi padre nunca tuvo nada que ver con él. Puedo equivocarme, naturalmente. Nuestros contactos no eran tan frecuentes.
Wallander asintió. No tenía más preguntas.
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Ystad?
—El entierro será en cuanto hayamos podido arreglarlo todo. Tenemos que decidir lo que hacemos con la tienda de flores.
—Es muy posible que vuelva a llamarte —dijo Wallander levantándose.
Cuando se fue del hotel, eran casi las nueve. Notó que tenía hambre. El viento le azotaba y le agitaba la chaqueta. Se puso al abrigo de una esquina y trató de tomar una decisión respecto a lo que debía hacer. Debía comer, de eso estaba seguro. Pero también se sentía impelido a sentarse enseguida para tratar de ordenar sus ideas. Las investigaciones, que se entrelazaban, habían empezado a moverse. Ahora, el riesgo de perder pie era grande. Seguía buscando el punto en que se tocaban las vidas de Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. «En algún lugar, en un trasfondo oscuro, está», se dijo a sí mismo. «Además, puede que ya lo haya visto o tenido delante de los ojos, sin darme cuenta».<
Fue a buscar el coche y se dirigió a la comisaría. En cuanto se sentó en el coche, llamó al móvil de Ann-Britt Höglund. Ella le dijo que seguían registrando la oficina, pero que habían mandado a Nyberg a casa porque le dolía mucho el pie.
—Estoy camino de mi despacho tras una interesante conversación con el hijo de Runfeldt —dijo Wallander—. Necesito tiempo para repasarlo todo.
—No basta con andar revisando papeles —contestó Ann-Britt Höglund—. Hace falta también alguien que piense.
No supo discernir si ella había dicho lo último con ironía. Pero ahuyentó el pensamiento. No tenía tiempo.
Hansson estaba en su despacho repasando las partes del material de la investigación que se habían ido acumulando. Wallander se quedó de pie en el umbral de la puerta. Tenía un tazón de café en la mano.
—¿Dónde están las actas del examen médico forense? —preguntó de repente—. Tienen que haber llegado ya. Por lo menos las de Holger Eriksson.
—Deben de estar donde Martinsson. Tengo la impresión de que me dijo algo de eso.
—¿Está aquí todavía?
—No. Ya se ha ido. Pasó un fichero a un disquete para seguir trabajando en casa.
—¿Está permitido hacer eso? —preguntó Wallander distraídamente—. ¿Llevarse a casa material de investigación?
—Pues no sé —contestó Hansson—. A mí no se me ha ocurrido nunca. Ni siquiera tengo ordenador en casa. Pero igual eso es prevaricación en estos tiempos…
—¿El qué puede ser prevaricación?
—No tener un ordenador en casa.
—En ese caso, compartimos la prevaricación —dijo Wallander—. Quiero ver esas actas mañana por la mañana.
—¿Qué tal con Bo Runfeldt?
—Voy a escribir mis notas esta noche. Pero dijo cosas que pueden tener importancia. Además, ahora sabemos con seguridad que Gösta Runfeldt dedicaba una parte de su tiempo a hacer de detective privado.
—Llamó Svedberg y me lo contó.
Wallander sacó su teléfono del bolsillo.
—¿Qué hacíamos antes de tenerlos? —preguntó—. Ya casi ni me acuerdo.
—Hacíamos igual que ahora —contestó Hansson—. Pero se tardaba más tiempo. Buscábamos cabinas de teléfonos. Estábamos mucho más tiempo sentados en los coches. Pero hacíamos exactamente las mismas cosas que ahora.
Wallander siguió pasillo adelante hasta su despacho. Saludó con la cabeza a algunos policías que salían de la cafetería. Una vez en su despacho, se sentó sin desabrocharse la chaqueta. Sólo al cabo de más de diez minutos se la quitó y cogió un cuaderno nuevo.
Tardó más de dos horas en hacer un resumen bien fundamentado de los dos asesinatos. Había tratado de navegar en dos naves al mismo tiempo. De encontrar el punto de contacto de cuya existencia estaba convencido. Pasadas las once se deshizo del lápiz y se echó hacia atrás en la silla; había llegado a un punto en el que no podía ver más. Pero estaba seguro. El contacto estaba allí. Sólo que no lo habían encontrado aún.
Había también otra cosa.
Una y otra vez volvía sobre la observación que había hecho Ann-Britt Höglund.
Hay algo ostentoso en la manera de hacer
. Tanto en lo que se refería a la muerte de Holger Eriksson, ensartado en las estacas de bambú, como en la de Gösta Runfeldt, estrangulado y abandonado atado a un árbol.
«Veo algo», pensó. «Pero no consigo penetrar en ello».
Caviló acerca de qué podía ser. Pero no encontró respuesta. Era casi medianoche cuando apagó la lámpara de su despacho. Se quedó de pie en la oscuridad.
No era todavía más que un presentimiento, un vago temor en lo más profundo de su mente.
Pensaba que el asesino volvería a actuar. Le pareció haber captado esa única señal a lo largo de su repaso en el escritorio.
Había algo inacabado en todo lo sucedido hasta ese momento. No sabía lo que era.
Sin embargo, estaba seguro.
Esperó hasta las dos y media de la madrugada. Sabía por experiencia que era entonces cuando el cansancio aparecía insidiosamente. Recordó todas las noches que ella misma había trabajado. Siempre había sido así. Entre las dos y las cuatro, el riesgo de adormilarse era más grande.
Llevaba esperando en el ropero desde las nueve de la noche. Al igual que en su primera visita, entró en el hospital por la puerta principal. Nadie se fijó en ella. Una enfermera que tenía prisa. Quizá salía a hacer un recado o a recoger algo olvidado en el coche. Nadie se fijó en ella porque no había nada especial en ella. Había considerado la posibilidad de disfrazarse. De cambiarse el pelo quizá. Pero hubiera sido un síntoma de precaución exagerada. En el ropero, que le recordó vagamente su infancia con el olor de sábanas recién lavadas y planchadas, tuvo tiempo de pensar. Estaba a oscuras, aunque no hubiera importado nada tener la lámpara encendida. Hasta después de medianoche no sacó su linterna, la que usaba también en el trabajo, para leer la última carta que su madre le había escrito. Estaba sin terminar, exactamente igual que todas las otras cartas que Françoise Bertrand le había enviado. Pero fue en la última carta en la que la madre empezó de pronto a hablar de sí misma. De los hechos que estaban detrás de su intento de quitarse la vida. Ella se dio cuenta de que su madre jamás llegó a superar su amargura. «Como un barco sin rumbo voy dando vueltas por el mundo», escribía. «Soy un pobre holandés errante a quien se obliga a expiar la culpa de otro. Creí que la edad añadiría distancia a la distancia, que el recuerdo se atenuaría, que empalidecería y que tal vez, por fin, llegaría a desaparecer. Pero me doy cuenta ahora de que no es así. Sólo con la muerte podré poner punto final. Y como no quiero morir, no todavía, tengo que elegir la memoria».
La carta había sido redactada el día antes de que su madre se alojase en la residencia de las monjas francesas, el día antes de que las sombras hubieran abandonado la oscuridad para matarla.
Después de leer la carta, apagó la linterna. El silencio era total. En dos ocasiones alguien pasó por el pasillo. El ropero estaba en una sección de la que sólo se usaba una parte.
Tuvo tiempo de pensar. En su horario tenía ahora registrados tres días libres. Hasta dentro de cuarenta y nueve horas no le tocaría el turno de volver al trabajo, a las 17:44. Disponía de tiempo y lo iba a utilizar. Hasta ahora, todo había ocurrido como tenía que ocurrir. Las mujeres sólo cometían errores cuando pensaban como los hombres. Lo sabía desde hacía mucho tiempo. Pensaba también que ahora ya lo había demostrado.
Algo, sin embargo, le resultaba molesto. Le rompía su horario. Había seguido minuciosamente todo lo que decían los periódicos. Había oído las noticias de la radio y había visto las diferentes emisiones de los telediarios. Estaba al cabo de la calle de que los policías no habían entendido nada de nada. Ése había sido también su propósito, no dejar ninguna huella, alejar a los sabuesos de la senda en la que debían, en realidad, buscar. Pero ahora era como si experimentase cierta irritación ante tanta incompetencia. Los policías no comprenderían jamás lo que había pasado. En sus actos, ella creaba enigmas que pasarían a la historia. Pero en el recuerdo, la policía siempre habría perseguido a un hombre como autor de esos crímenes. Ella ya no quería que fuera así.
Allí, sentada en el ropero, urdió un plan. En lo sucesivo haría pequeños cambios. Nada que se apartase de su horario. Había siempre cierto margen, aunque no se notase a primera vista.
Le daría un rostro al enigma.
A las dos y media salió del ropero. El pasillo del hospital estaba desierto. Estiró su blanco uniforme y se dirigió a la escalera que llevaba a la sección de Maternidad. Sabía que, como de costumbre, no había más que cuatro personas de servicio. Había estado allí durante el día preguntando por una mujer de la que tenía constancia que había vuelto a casa con su bebé. Mirando por encima del hombro de la enfermera, vio que todas las salas estaban completas. Le resultaba difícil comprender por qué las mujeres daban a luz en esa época del año, cuando el otoño se acercaba al invierno. Pero sabía el porqué.
Las mujeres seguían sin decidir por sí mismas cuándo querían alumbrar a sus hijos.
Al llegar a las puertas de cristal que daban a la sección de Maternidad, se detuvo y observó con prudencia la oficina. Mantuvo la puerta entreabierta. No se oían voces. Eso significaba que las comadronas y las auxiliares estaban ocupadas. Tardaría menos de quince segundos en llegar a la habitación en la que estaba la mujer a la que iba a visitar. Lo más probable era que no se encontrase con nadie. Pero no podía saberlo. Se puso el guante que llevaba en el bolsillo. Lo había hecho ella misma rellenando la parte superior de plomo, que moldeó para que se adaptase a la forma de los nudillos. Se lo puso en la mano derecha, abrió la puerta y entró con rapidez en la sección. La oficina estaba vacía, se oía una radio en algún sitio mientras ella iba veloz y silenciosamente a la habitación prevista. Allí se deslizó, y la puerta se cerró sin ruido tras ella.
La mujer que yacía en la cama estaba despierta. Ella se quitó el guante y se lo metió en el bolsillo. En el mismo bolsillo en el que llevaba la carta de su madre metida en su sobre. Se sentó en el borde de la cama. La mujer estaba muy pálida y su vientre se destacaba bajo las sábanas. Ella cogió la mano de la mujer.
—¿Estás decidida? —preguntó.
La mujer asintió. La que estaba sentada al borde de la cama no se sorprendió. Pero no dejó de experimentar una especie de triunfo. Incluso las mujeres que estaban más atrofiadas podían ser devueltas a la vida de nuevo.
—Eugen Blomberg. Vive en Lund. Es investigador, está en la universidad. No sé cómo explicar con más detalle lo que hace.
Ella le palmeó la mano.
—Ya me enteraré. No te preocupes de eso.
—Odio a ese hombre.
—Sí —dijo la que estaba sentada en el borde de la cama—. Le odias y le odias con razón.
—Si pudiera le mataría.
—Lo sé. Pero no puedes. Mejor que pienses en tu hijo.
Se inclinó y acarició a la mujer en la mejilla. Luego se levantó y se puso el guante. Llevaba en la habitación dos minutos a lo sumo. Empujó la puerta con cuidado. No se veía a ninguna de las comadronas ni a las auxiliares. Se dirigió de nuevo a la puerta de salida.
Justo cuando pasaba por delante de la oficina, salió una mujer. Fue mala suerte. Pero no había remedio. La mujer la miró con fijeza. Era mayor, probablemente una de las dos comadronas.
Ella siguió en dirección a la puerta. Pero la mujer fue detrás de ella gritando y le dio alcance. Todavía pensaba únicamente en seguir, en desaparecer detrás de las puertas. Pero la mujer la cogió del brazo y le preguntó quién era y qué hacía allí. Era lamentable que las mujeres fueran siempre tan pesadas, pensó. Luego se volvió rápidamente y la golpeó con el guante. No pretendió herir, ni dar muy fuerte. Tuvo cuidado de no dar en la sien, eso podía ser fatal. Golpeó una de las mejillas de la mujer, con la fuerza precisa. La suficiente para dejarla inconsciente, para obligarla a soltar el brazo. La mujer gimió y cayó al suelo. Ella se dio la vuelta para irse. Entonces sintió que dos manos agarraban sus piernas. Al volverse, se dio cuenta de que había golpeado con poca fuerza. Al mismo tiempo oyó que una puerta se abría en algún sitio, al fondo. Estaba a punto de perder el control de la situación. Tiró de la pierna y se inclinó para golpear de nuevo. Entonces la mujer la arañó en la cara. Ahora golpeó sin preocuparse de si era demasiado fuerte o no. Directamente en la sien. La mujer soltó sus piernas y se desplomó. Ella huyó a través de las puertas de cristal y sintió que las uñas le habían hecho un arañazo profundo en la cara. Corrió por el pasillo. Nadie gritaba detrás. Se secó la cara. La blanca manga quedó manchada de sangre. Se metió el guante en el bolsillo y se quitó los zuecos de madera para poder correr más deprisa. Se preguntó si el hospital tendría algún tipo de alarma interna, pero salió de allí sin encontrarse con nadie. Cuando se sentó en el coche y se miró la cara en el espejo retrovisor, vio que los arañazos no eran muchos ni muy profundos.