—Pueden ser dos personas —objetó Ann-Britt Höglund—. Una la que ha fumado el cigarrillo y ha dejado huellas dactilares en la maleta. Y otra la que ha vuelto a hacer la maleta.
—Tienes razón —reconoció Wallander—. Cambio de opinión para afirmar que por lo menos ha estado presente una persona.
Miró a Nyberg.
—Estamos buscando —señaló éste—. Estamos buscando en la finca de Holger Eriksson. Hemos encontrado muchísimas huellas dactilares. Pero por ahora ninguna que coincida.
Wallander se acordó de repente de un detalle.
—La pinza de la tarjeta de identificación. La que encontramos en la maleta de Runfeldt. ¿Tenía huellas?
Nyberg movió la cabeza negativamente.
—Debería haberlas tenido —dijo Wallander sorprendido—. ¿No se usan los dedos para ponerse y quitarse una pinza?
Nadie tenía una explicación lógica que darle. Wallander continuó.
—Hasta aquí nos hemos acercado a unas cuantas mujeres de las cuales hay una que se repite —resumió—. Tenemos también malos tratos a mujeres y, tal vez, un asesinato encubierto. La cuestión que hemos de plantearnos es quién ha podido estar enterado. Quién ha podido tener motivo para vengarse. Suponiendo que el motivo sea la venganza.
—Tal vez tengamos una cosa más —dijo Svedberg rascándose la nuca—. Tenemos dos viejas investigaciones policiales que se han añadido al material. Y que quedaron estancadas. Una de Östersund y otra de Ålmhult.
Wallander asintió.
—Queda Holger Eriksson. Otro hombre brutal. Con mucho esfuerzo, aunque tal vez sea mejor decir con mucha suerte, podemos encontrar también a una mujer en su vida. A una polaca desaparecida hace casi treinta años.
Miró a su alrededor en la mesa antes de terminar su resumen.
—Con otras palabras, hay una pauta. Hombres brutales y mujeres desaparecidas, maltratadas y tal vez asesinadas. Y un paso más atrás, una sombra que sigue la huella de estos sucesos. Una sombra que tal vez sea una mujer. Una mujer que fuma.
Hansson dejó caer su lápiz en la mesa y movió la cabeza.
—No es verosímil pensar que hay una mujer de por medio —afirmó—. Y que al parecer tiene una fuerza física colosal y una fantasía macabra para encontrar refinados métodos de asesinar. ¿De qué manera podría interesarle lo que les ha sucedido a esas otras mujeres? ¿Es acaso amiga de ellas? ¿Cómo se han cruzado los caminos de estas personas?
—La pregunta no es sólo importante —contestó Wallander—. Es probablemente decisiva. ¿Cómo han entrado en contacto esas personas unas con otras? ¿Dónde hay que empezar a buscar? ¿Entre los hombres o entre las mujeres? Un comerciante de coches, poeta local y observador de pájaros; un amante de las orquídeas, detective privado y comerciante de flores; y, finalmente, un investigador de alergias. Blomberg, por lo menos, no parece haber tenido intereses insólitos. No parece haber tenido interés por nada. ¿O empezamos por las mujeres? Una madre que miente acerca de quién es el padre de su hijo recién nacido. Una mujer que se ahogó en el lago Stångsjön a las afueras de Ålmhult hace diez años. Una mujer polaca, que vivía en Jämtland y a la que le gustaban los pájaros, desaparecida desde hace casi treinta años. Y, por último, esta mujer que se desliza subrepticiamente por las noches en la Maternidad de Ystad y derriba comadronas. ¿Dónde están los puntos de contacto?
El silencio duró mucho rato. Todos se esforzaban por encontrar la respuesta. Wallander esperaba. El momento era importante. Lo que deseaba, sobre todo, era que alguien sacara una conclusión inesperada. Rydberg le había dicho muchas veces que la misión más importante del responsable de una investigación era estimular a sus colaboradores para que pensaran lo inesperado. Quería saber si lo había conseguido. Por fin, fue Ann-Britt Höglund la que rompió el silencio.
—Hay trabajos en los que dominan las mujeres —dijo—. Si estamos buscando a una enfermera, verdadera o falsa, parece que el sitio adecuado es la sanidad.
—Además, los pacientes llegan de lugares diferentes —continuó Martinsson—. Si pensamos que la mujer a la que buscamos ha trabajado en urgencias, habrá visto desfilar a muchas mujeres maltratadas. Ellas no la conocen. Pero ella sí sabe quiénes son. Sabe su nombre, su historial clínico.
Wallander comprendió que Ann-Britt Höglund y Martinsson habían dicho algo que podía ser verdad.
—No sabemos, a ciencia cierta, si es enfermera —dijo—. Lo único que sabemos es que no trabajaba en el departamento de Maternidad de Ystad.
—¿Por qué no puede trabajar en otro sitio del mismo hospital? —propuso Svedberg.
Wallander asintió con la cabeza lentamente. ¿Sería tan sencillo como eso? ¿Una enfermera del hospital de Ystad?
—Eso sería fácil de saber —dijo Hansson—. Aunque la documentación de los pacientes es un objeto sagrado que no puede tocarse ni abrirse, debería ser posible saber si la mujer de Gösta Runfeldt estuvo ingresada por malos tratos. Y, por qué no, también Krista Haberman. Wallander tomó otra dirección.
—Runfeldt y Eriksson, ¿han sido denunciados en alguna ocasión por malos tratos? Habría que averiguarlo. Y, en ese caso, esto empieza a parecer un camino a seguir.
—También hay otras posibilidades —alegó Ann-Britt Höglund, como si tuviera la necesidad de cuestionar su propuesta anterior—. Hay otros lugares de trabajo en los que dominan las mujeres. Existen grupos de apoyo para mujeres. Hasta las mujeres policía de Escania tienen su propia red de contacto.
—Tenemos que investigar todas las alternativas —resolvió Wallander—. Nos llevará tiempo. Pero creo que debemos darnos cuenta de que esta investigación se dispersa en muchos sitios a la vez. Sobre todo en el pasado. Revisar viejos papeles resulta siempre pesado, pero no veo otra posibilidad.
Las últimas dos horas antes de la medianoche las dedicaron a diseñar diferentes estrategias que deberían seguir en paralelo. Comoquiera que Martinsson no había conseguido encontrar hasta el momento ninguna relación entre las tres víctimas, no tenían más alternativa que buscar a lo largo de muchos caminos al mismo tiempo. Poco antes de la medianoche ya no avanzaban más.
Hansson formuló la última pregunta, la que todos habían estado esperando a lo largo de toda aquella larga noche.
—¿Volverá a suceder?
—No lo sé —contestó Wallander—. Por desgracia, temo que así sea. Tengo la sensación de que hay algo incompleto en lo sucedido. No me preguntes por qué. Es exactamente como lo estoy diciendo. Algo tan ajeno a lo policial como una sensación. Intuición, tal vez.
—Yo también tengo una sensación —dijo Svedberg.
Lo dijo con tanto ímpetu que todos se sorprendieron.
—¿No será que nos enfrentamos a una serie de asesinatos que van a seguir indefinidamente? Si se trata de alguien que apunta con dedo vengativo a hombres que han maltratado a mujeres, esto no se va a acabar nunca.
Wallander sabía que Svedberg muy bien podía estar en lo cierto. Él había tratado todo el tiempo de rechazar esa idea.
—El riesgo existe —contestó—. Lo que a su vez significa que tenemos que encontrar rápidamente a quien ha hecho esto.
—Refuerzos —dijo Nyberg, que apenas había hablado durante las dos últimas horas—. Si no, es imposible.
—Sí —reconoció Wallander—. Comprendo que vamos a necesitarlos. Especialmente después de lo que hemos hablado esta noche. Ya no podemos trabajar más de lo que trabajamos.
Hamrén levantó la mano indicando que quería decir algo. Estaba sentado junto a los dos policías de Malmö en uno de los extremos de la mesa.
—Me gustaría insistir en esto último —dijo—. Yo, pocas veces, por no decir ninguna, he participado en un trabajo policial tan efectivo y con tan pocas personas como aquí. Como estuve también este verano, puedo constatar que, evidentemente, no se trata de una excepción. Si pedís refuerzos, no puede haber nadie en su sano juicio que os los deniegue.
Los dos policías de Malmö asintieron con la cabeza.
—Lo hablaré con Lisa Holgersson mañana —dijo Wallander—. Voy a tratar también de que vengan dos mujeres. Al menos, puede que eso anime el ambiente.
La fatigada atmósfera se alivió por un momento. Wallander aprovechó la ocasión para levantarse. Era importante saber cuando poner fin a una reunión. Ahora era el momento. No avanzaban más y necesitaban dormir.
Wallander fue a su despacho a buscar su chaqueta. Hojeó el montón de avisos de llamadas, que aumentaba sin cesar. En lugar de ponerse la chaqueta, se dejó caer en la silla. Por el pasillo se oían pasos que se alejaban. Al poco rato, todo quedó en silencio. Enfocó la lámpara sobre la mesa. La habitación quedó en penumbra.
Eran las doce y media. Sin pensarlo, cogió el teléfono y marcó el número de Baiba en Riga. Sus hábitos de sueño eran muy irregulares, exactamente como los suyos. A veces se acostaba pronto y a veces se pasaba levantada la mitad de la noche. Nunca se sabía de antemano. Ahora contestó enseguida. Estaba despierta. Como de costumbre, trató de adivinar por el tono de su voz si se alegraba de su llamada. Nunca estaba seguro. Esta vez tuvo la impresión de que ella estaba un poco a la expectativa. Eso le hizo sentirse inseguro de repente. Quería tener garantías de que todo estaba bien. Preguntó cómo estaba y le explicó lo difícil que era la investigación. Ella quiso saber algunas cosas. Luego, él ya no supo cómo continuar. El silencio empezó a ir de un lado para otro entre Ystad y Riga.
—¿Cuándo vienes? —preguntó él por fin.
Baiba le contestó con una pregunta que le sorprendió, aunque debería haberlo hecho.
—¿Quieres verdaderamente que vaya?
—¿Por qué no iba a querer?
—No llamas nunca. Y cuando llamas, dices que, en realidad, no tienes tiempo de hablar conmigo. ¿Cómo vas a tener tiempo de verme si voy?
—Eso no es así.
—¿Cómo es entonces?
No supo el porqué de su reacción. Ni cuando sucedió ni más tarde. Trató de contener su propio impulso. Pero no pudo. Colgó el auricular de golpe. Se quedó con los ojos clavados en el teléfono. Luego se levantó y se marchó. Al pasar por la central de coordinación ya se había arrepentido. Pero conocía a Baiba lo suficiente para saber que no iba a coger el teléfono aunque la llamara.
Salió al aire de la noche. Un coche policial se alejaba hasta desaparecer junto a la torre de agua.
No hacía viento. El aire era frío. El cielo estaba despejado. Martes, 19 de octubre.
No entendía su reacción. ¿Qué habría ocurrido si hubiera estado a su lado?
Pensó en los hombres asesinados. Fue como si, de pronto, viera algo que no había visto antes. Una parte de sí mismo estaba escondida en toda esta brutalidad que le rodeaba. Él era una parte de ella.
La diferencia era de grado. Nada más.
Sacudió la cabeza. Sabía que llamaría a Baiba temprano por la mañana. Entonces contestaría. No tenía por qué ser tan grave. Ella comprendería. A ella también podía causarle irritación el cansancio. Y entonces le tocaría a él comprender.
Era la una. Debía irse a casa a dormir. O pedirle a una patrulla nocturna que le llevara. Echó a andar. La ciudad estaba desierta. En algún sitio patinó un coche con estrépito de neumáticos. Luego, silencio. Cuesta abajo hacia el hospital.
El equipo de investigación estuvo reunido durante casi siete horas. No había ocurrido nada en realidad. Y, sin embargo, fue una reunión rica en acontecimientos. «En los intervalos surge la claridad», dijo Rydberg una vez que estaba bastante borracho. Pero Wallander, que se encontraba por lo menos tan borracho como él, había entendido. Además, no lo había olvidado. Estaban en la terraza de Rydberg. Hacía cinco o seis años. Rydberg aún no estaba enfermo. Era una noche de junio, poco antes de San Juan. Se habían reunido para celebrar algo, Wallander había olvidado el qué.
En los intervalos surge la claridad.
Había llegado a la altura del hospital. Se detuvo. Dudó un momento. Luego rodeó el ala del edificio y llegó a urgencias. Llamó al timbre. Cuando le contestó una voz preguntó si la comadrona Ylva Brink estaba de servicio. Así era, y pidió que le dejaran pasar.
Ella salió a su encuentro hasta las puertas de cristal. Vio en su cara que estaba preocupada. Le sonrió. Su intranquilidad no disminuyó. Tal vez su sonrisa no fuera una sonrisa. O había poca luz.
Entraron. Ella le preguntó si quería tomar café. Él movió negativamente la cabeza.
—Voy a estar sólo un momento. ¿Estás muy ocupada?
—Sí. Pero tengo un ratito. Si no puede esperar hasta mañana…
—Seguramente puede esperar. Pero he aprovechado que iba hacia mi casa.
Estaban en la oficina. Una enfermera que iba a entrar se detuvo al ver a Wallander.
—No tiene importancia —dijo, y se marchó.
Wallander se inclinó sobre la mesa escritorio. Ylva Brink se había sentado en una silla.
—Supongo que habrás pensado bastante —empezó—. En la mujer aquella que te golpeó, me refiero. En quién era y por qué estaba aquí, por qué hizo lo que hizo. Le habrás dado vueltas y más vueltas. Has hecho una excelente descripción de su cara. Pero tal vez haya algún pequeño detalle que has recordado después.
—Tienes razón en que le he dado muchas vueltas. Pero he dicho todo lo que podía recordar de su cara.
—Pero no de qué color tenía los ojos.
—Porque no se los vi.
—Uno suele recordar los ojos de la gente.
—Fue todo muy rápido.
Él la creyó.
—Tal vez haya algo aunque no se refiera a su cara. Puede haber tenido una manera especial de moverse. O una cicatriz en una mano. Una persona está compuesta por muchos detalles. Nos parece que recordamos con mucha rapidez. Como si la memoria volase. En realidad es al contrario. Imagínate un objeto que casi puede flotar. Que se hunde en el agua extraordinariamente despacio. Así funciona la memoria. Ella movió la cabeza.
—Fue todo tan rápido… No recuerdo más que lo que he dicho. Y lo he intentado, de verdad.
Wallander asintió. No esperaba otra cosa.
—¿Qué ha hecho esa mujer?
—Te ha atacado. La estamos buscando. Creemos que puede darnos información importante. No puedo decir más.
Un reloj de pared marcaba casi las dos y media. Él le tendió la mano para despedirse. Salieron de la oficina.
Ella se detuvo, súbitamente.
—Tal vez haya una cosa más —dijo con vacilación.
—¿Cómo?
—No pensé en eso, entonces. Cuando me acerqué a ella y me golpeó. Lo pensé después.