La quinta mujer (26 page)

Read La quinta mujer Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La quinta mujer
4.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Comprendo que no es muy agradable —dijo—. Pero no te habría pedido que vinieras de no ser absolutamente necesario.

Ella hizo un gesto afirmativo. Pero Wallander no estaba muy seguro de que lo comprendiera. Todo lo que ocurría tenía que resultar tan incomprensible como que Gösta Runfeldt no hubiera hecho su viaje a Nairobi sino que, en lugar de ello, apareciera muerto en un bosque, en las afueras de Marsvinsholm.

—Tú has estado aquí, en su piso, antes —dijo Wallander—. Y tienes buena memoria. Lo sé porque te acordabas del color de su maleta.

—¿La han encontrado? —preguntó ella.

Wallander cayó en la cuenta de que ni siquiera habían empezado a buscarla. En su cabeza, había desaparecido por completo. Se disculpó y fue a hablar con Svedberg, que registraba metódicamente el contenido de una librería.

—¿Sabes algo de la maleta de Gösta Runfeldt?

—¿Tenía una maleta?

Wallander movió la cabeza.

—No tiene importancia. Hablaré con Nyberg.

Volvió al cuarto de estar. Vanja Andersson seguía sentada, inmóvil, en el sofá. Wallander notó que quería irse de allí lo más pronto posible. Era como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para obligarse a respirar el aire que había en el piso.

—Ya volveremos sobre la maleta. Lo que quiero pedirte ahora es que recorras el piso y trates de ver si falta algo.

Ella le miró horrorizada.

—¿Cómo voy a saberlo? No he estado aquí muchas veces.

—Lo sé —dijo Wallander—. Pero es posible que, a pesar de todo, veas algo. O que notes si falta alguna cosa. Eso puede ser importante. En este momento, todo es importante. Para poder encontrar al que ha hecho esto. Y eso, estoy completamente seguro de que lo deseas tanto como nosotros.

Wallander había estado esperándolo. Y sin embargo le cogió de improviso: ella se echó a llorar. Svedberg se asomó a la puerta del cuarto de estar. Wallander se sintió, como le pasaba siempre en esas ocasiones, completamente desconcertado y se preguntó si en la formación de los aspirantes a policía de ahora entraría el aprender a consolar a las personas que lloraban. Se acordaría de preguntárselo a Ann-Britt Höglund cuando tuviera oportunidad.

Svedberg regresó del cuarto de baño con un pañuelo de papel que le dio a la mujer. Ella dejó de llorar tan de repente como había empezado.

—Disculpadme, por favor. Pero esto es muy difícil.

—Lo sé —dijo Wallander—. No hay de qué disculparse. Me parece que, en general, la gente llora demasiado poco.

Ella le miró.

—Me refiero también a mí.

A los pocos minutos, ella se levantó del sofá. Estaba dispuesta a empezar.

—Tómate el tiempo que quieras. Trata de recordar cómo estaba todo la última vez que estuviste aquí para regarle las plantas. No tengas prisa.

Él iba detrás. Cuando oyó que Svedberg lanzaba un juramento en el despacho, fue allí y se puso el dedo sobre los labios. Svedberg asintió, comprendiendo. Wallander había pensado muchas veces que los momentos decisivos en investigaciones complicadas ocurrían durante una conversación con otras personas o bajo un silencio total y concentrado. Había vivido las dos cosas en un sinnúmero de ocasiones. Ahora mismo, lo importante era el silencio. Podía ver los esfuerzos de la mujer.

Pero no dio resultado. Regresaron al punto de partida, al sofá del cuarto de estar. Ella movió la cabeza.

—Me parece que todo está como siempre. No veo que falte nada ni que haya cambiado nada.

Wallander no se sorprendió. Él lo hubiera notado si ella se hubiera detenido durante su recorrido por el piso.

—¿No hay ninguna otra cosa en la que hayas pensado?

—Yo estaba en la creencia de que se había ido a Nairobi. Lo único que hice fue regarle las plantas y ocuparme de la tienda.

—Y ambas cosas las hiciste muy bien —dijo Wallander—. Te agradezco que hayas venido. Volveremos a hablar contigo.

La acompañó hasta la puerta. Svedberg salió del retrete justo cuando ella acababa de salir.

—Parece que no falta nada.

—Da la impresión de que Runfeldt era una persona complicada —dijo Svedberg pensativo—. Una curiosa mezcla de caos y orden maniático impregna su despacho. En lo que a las flores se refiere, el orden parece perfecto. Nunca habría podido figurarme que hubiera tanta literatura sobre orquídeas. Pero en cuanto a su vida privada, los papeles están revueltos en un desorden total. Entre la contabilidad de la floristería del año 1994, me encontré una declaración de la renta de 1969. Por cierto, que ese año declaró la vertiginosa cifra de treinta mil coronas.

—Me pregunto cuánto ganaríamos nosotros entonces. No creo que mucho más. Seguramente bastante menos. Tengo la impresión de que ganábamos alrededor de dos mil coronas al mes.

Durante un corto silencio pensaron en sus pasados ingresos.

—Sigue buscando —dijo Wallander a continuación.

Svedberg se fue a lo suyo. Wallander se colocó junto a la ventana y miró hacia el puerto. Se abrió la puerta de fuera. Tenía que ser Ann-Britt Höglund, puesto que era ella la que tenía las llaves. Él salió a su encuentro en el recibidor.

—Espero que no sea nada serio.

—Un resfriado. Mi marido está en lo que antes se solía llamar la lejana India. Pero mi vecina es mi salvación.

—Eso me ha llamado la atención muchas veces. Yo creía que las vecinas dispuestas a ayudar habían desaparecido a finales de los años cincuenta.

—Y desaparecieron sin duda. Pero yo he tenido suerte. Mi vecina tiene unos cincuenta años y no tiene hijos. Pero no lo hace gratis. Y a veces me dice que no puede.

—¿Qué haces entonces?

Ella se encogió de hombros con resignación.

—Improviso. Si es por la noche, a veces consigo un canguro. A veces yo también me pregunto cómo me las arreglo. Como sabes, no siempre lo consigo. Entonces llego tarde. Pero no creo que los hombres comprendan realmente las complicadas operaciones que hay que hacer para solucionar la relación con el trabajo cuando se tiene a un hijo enfermo, por ejemplo.

—Seguro que no —contestó Wallander—. Tal vez debiéramos tratar de que tu vecina recibiera alguna condecoración.

—Ha hablado de trasladarse —dijo Ann-Britt Höglund con preocupación—. No me atrevo a pensar lo que va a pasar entonces.

La conversación se fue agotando.

—¿Ha estado aquí? —preguntó Ann-Britt Höglund.

—Vanja Andersson ha venido y se ha marchado. Nada parece haber desaparecido del piso. Pero me recordó una cosa distinta. La maleta de Gösta Runfeldt. Tengo que reconocer que me había olvidado completamente de ella.

—Yo también. Pero, por lo que sé, no la han encontrado en el bosque. Hablé con Nyberg justo antes de que se rompiera el pie.

—Ah, pero ¿tan grave ha sido?

—Por lo menos es un buen esguince.

—Pues va a estar de un humor pésimo estos días. Lo que nos faltaba.

—Le voy a invitar a cenar —dijo Ann-Britt con alegría—. Le gusta el pescado hervido.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Wallander sorprendido.

—Le he invitado a cenar otras veces —contestó ella—. Es un invitado encantador. Habla de cualquier cosa menos del trabajo.

Wallander se preguntó fugazmente si él mismo podría ser considerado como un invitado agradable. Sabía que, por lo menos, trataba de no hablar del trabajo. Pero ¿cuándo le habían invitado a cenar la última vez? Hacía tanto tiempo, que ni siquiera se acordaba de cuándo había sido.

—Han llegado los hijos de Runfeldt —dijo Ann-Britt Höglund—. Hansson se ha ocupado de ellos. Una hija y un hijo.

Entraron en el cuarto de estar. Wallander contempló la fotografía de la mujer de Gösta Runfeldt.

—Deberíamos enterarnos de qué fue lo que pasó —dijo.

—Se ahogó.

—Necesito más detalles.

—Hansson está en ello. Suele llevar sus conversaciones con mucho cuidado. Les preguntará por su madre.

Wallander sabía que ella estaba en lo cierto. Hansson tenía muchas facetas malas. Una de las mejores era, sin embargo, hablar con los testigos. Reunir datos. Preguntar a los padres acerca de sus hijos. O al revés, como ahora.

Wallander contó su conversación con Olof Hanzell. Ella le escuchaba con atención. Él prescindió de muchos detalles. Lo más importante era que Harald Berggren, hoy, podía muy bien vivir bajo otro nombre. Ya lo había mencionado cuando hablaron por teléfono. Ahora advirtió que ella había seguido reflexionando sobre ello.

—Si ha hecho un cambio de nombre oficial podemos encontrarlo por medio del Registro Civil —dijo ella.

—Dudo de que un mercenario actúe con tanta legalidad —objetó Wallander—. Pero está claro que lo investigaremos. Eso, igual que todo lo demás. Y no va a resultar fácil.

Luego le contó su encuentro con las mujeres de Lund y con el abogado Bjurman en el patio de Holger Eriksson.

—En una ocasión mi marido y yo viajamos por el interior de Norrland. Tengo un recuerdo preciso de haber pasado por Svenstavik.

—Ebba debería haber llamado para darme el número de la oficina parroquial —recordó Wallander y sacó el teléfono del bolsillo.

Estaba descargado. Lanzó un juramento por su descuido. Ella trató de disimular una sonrisa, pero no lo consiguió. Wallander se dio cuenta de que actuaba de una manera inmadura e infantil. Para salir airoso de la situación, buscó él mismo el número de la comisaría. Ann-Britt Höglund le dio un lápiz con el que apuntó el número en la esquina de un periódico.

Ebba, naturalmente, había tratado de telefonearle varias veces.

En ese momento, entró Svedberg en el cuarto de estar. Llevaba un montón de papeles en la mano. Wallander vio que eran recibos de pagos.

—Esto puede que sea algo —dijo Svedberg—. Parece que Gösta Runfeldt tiene un local en la calle Harpegatan, aquí en la ciudad. Paga el alquiler todos los meses. Por lo que puedo ver, esto lo lleva completamente separado de los pagos que tienen que ver con la floristería.

—¿En Harpegatan? —preguntó Ann-Britt Höglund—. ¿Por dónde queda?

—Cerca de la plaza Nattmanstorg —contestó Wallander—. En pleno centro de la ciudad.

—¿Ha dicho Vanja Andersson algo de que tuviera otro local?

—La cuestión es si lo sabía —dijo Wallander—. Voy a averiguarlo enseguida.

Wallander abandonó el piso e hizo el corto recorrido hasta la floristería. Las ráfagas de viento eran ahora muy fuertes. Se encogió y contuvo el aliento. Vanja Andersson estaba sola en la tienda. El aroma de las flores era, como siempre, muy intenso. Por un momento, a Wallander le asaltó una sensación de desarraigo al pensar en el viaje a Roma y en su padre, que ya no existía. Pero alejó de sí esos pensamientos. Era policía. Se dolería cuando tuviera tiempo. No ahora.

—Tengo una pregunta —dijo— a la que con seguridad podrás contestar directamente sí o no.

Ella le miró con su pálido y asustado semblante. Wallander pensó que algunas personas dan la impresión de estar esperando siempre que ocurra lo peor, en todo momento. Vanja Andersson parecía ser una de ellas. Wallander pensó también que, en aquellas circunstancias, tampoco podía reprochárselo.

—¿Sabías que Gösta Runfeldt tenía un local alquilado en Harpegatan, aquí en la ciudad? —preguntó.

Ella movió la cabeza negativamente.

—¿Estás segura?

—Gösta no tenía más local que éste. Wallander sintió que de pronto tenía prisa.

—Sólo era eso —dijo—. Nada más.

Cuando volvió al piso, Svedberg y Ann-Britt Höglund habían reunido todos los manojos de llaves que pudieron encontrar. Fueron a Harpegatan en el coche de Svedberg. Era un edificio de viviendas de alquiler corriente. En la placa del portal no encontraron el nombre de Gösta Runfeldt.

—En los recibos pone que se trata de un local en el sótano —dijo Svedberg.

Bajaron una media escalera que les llevó a la planta inferior. Wallander sintió el aroma ácido de las manzanas de invierno. Svedberg empezó a probar las llaves. La duodécima era la buena. Entraron en un pasillo en el que unas puertas de acero, pintadas de rojo, daban a diferentes trasteros.

Fue Ann-Britt Höglund la que encontró el local.

—Yo creo que es aquí —dijo señalando una puerta.

Wallander y Svedberg se pusieron a su lado. En la puerta había una pegatina con un motivo floral.

—Una orquídea —dijo Svedberg.

—Un cuarto secreto —contestó Wallander.

Svedberg siguió probando llaves. Wallander advirtió que había una cerradura extra montada en la puerta.

Por fin se oyó un clic en una de las cerraduras. Wallander sintió que la tensión aumentaba en su interior. Svedberg siguió probando llaves. No le quedaban más que dos cuando miró a los otros dos y afirmó con la cabeza.

—Venga, adentro —dijo Wallander.

Svedberg abrió la puerta.

16

El miedo le atenazó como una garra.

Pero cuando le asaltó el pensamiento, ya era demasiado tarde. Svedberg había abierto la puerta. Wallander, durante el breve instante en que el miedo ocupó el lugar del tiempo, esperó la explosión. Pero todo lo que ocurrió fue que Svedberg palpó con una mano la pared murmurando que dónde estaría colocado el interruptor. Después, Wallander se avergonzó de haber tenido miedo. ¿Por qué iba a haber asegurado Runfeldt el local con una carga explosiva?

Svedberg encendió la luz. Entraron en la habitación y miraron alrededor. Como estaba bajo tierra, sólo había una estrecha fila de ventanas a lo largo y a ras de la calle. En lo primero que se fijó Wallander fue en que las ventanas tenían rejas de hierro, también por la parte de dentro. Eso no era normal y tenía que ser algo que el propio Gösta Runfeldt se había costeado.

La habitación estaba amueblada como una oficina. Había una mesa escritorio. A lo largo de las paredes, archivadores. En una mesita junto a una de las paredes, vieron una cafetera y unas tazas sobre un paño. En la habitación había teléfono, fax y copiadora.

—¿Empezamos o esperamos a Nyberg? —preguntó Svedberg.

Eso interrumpió los pensamientos de Wallander. Oyó la pregunta que le hacían, pero tardó en responder. Siguió tratando de entender lo que le decía la primera impresión. ¿Por qué había alquilado Gösta Runfeldt esa habitación y por qué tenía los recibos de pago separados del resto de su contabilidad? ¿Por qué Vanja Andersson no lo sabía? Y la cuestión más importante: ¿para qué usaba esa habitación?

—No hay ninguna cama —siguió hablando Svedberg—. Así que no debe de ser un nido de amor secreto.

Other books

Suspended Sentences by Brian Garfield
Gingersnap by Patricia Reilly Giff
City of Secrets by Kelli Stanley
Materia by Iain M. Banks
Shadows by Ilsa J. Bick
Firebird by Annabel Joseph