Lars Olsson ya no estaba. Peters seguía hablando por teléfono. Wallander echaba de menos un jersey. Debería tener siempre uno en el coche. De la misma manera que tenía las botas en el maletero. La noche iba a ser larga.
Trató de imaginarse lo que había pasado. Las cuerdas flojas le inquietaban. Pensó en Holger Eriksson. Quizás el asesinato de Gösta Runfeldt les diera la solución. El trabajo de la investigación, en lo sucesivo, les obligaría a aplicar una doble perspectiva. Tendrían que mirar en dos direcciones al mismo tiempo. Pero Wallander era también consciente de que podía ocurrir exactamente lo contrario. Podía aumentar la confusión. Con un centro cada vez más difícil de determinar, el paisaje de la investigación se volvía cada vez más complicado de abarcar e interpretar.
Wallander apagó la linterna un momento para pensar a oscuras. Peters seguía hablando por teléfono. Bergman estaba por allí cerca como una sombra inmóvil. Gösta Runfeldt colgaba muerto de unas cuerdas no muy apretadas.
«¿Era aquello un principio, una mitad, o un final?», pensó Wallander. «¿O es tan grave el asunto, que tenemos encima a un nuevo asesino en serie? ¿Con una cadena de motivos que esclarecer aún más difícil que la que tuvimos el verano pasado?».
No tenía respuesta. Sencillamente, no sabía. Era demasiado pronto. Todo era demasiado pronto.
A lo lejos se oyeron motores. Peters se había ido a recibir a los diferentes coches de emergencia que se acercaban. Pensó un instante en Linda, y deseó que estuviera dormida. Pasara lo que pasara, la llevaría al aeropuerto por la mañana. Un violento dolor por la muerte de su padre le sobrevino de repente. Echaba también de menos a Baiba. Y estaba cansado. Se sentía agotado. Toda la energía experimentada al regresar de Roma había desaparecido. Ya no le quedaba nada.
Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para ahuyentar tan sombríos pensamientos. Martinsson y Hansson se acercaban por el bosque, seguidos por Ann-Britt Höglund y Nyberg. Tras ellos, los hombres de la ambulancia y los técnicos. Después Svedberg. Al final, también un médico. Daban la impresión de una caravana mal organizada que se hubiera perdido. Wallander empezó por reunir a sus colaboradores más próximos en un círculo en torno a él. Un foco conectado a un generador portátil había proyectado ya su luz fantasmal sobre el hombre que colgaba del árbol. Wallander pensó fugazmente en la macabra experiencia vivida junto al foso de la finca de Holger Eriksson. Ahora se repetía. El marco era diferente. Y, sin embargo, el mismo. Las escenografías del asesino estaban relacionadas.
—Es Gösta Runfeldt —dijo Wallander—. No hay la menor duda. Pero aun así tenemos que despertar a Vanja Eriksson y traerla aquí. No hay más remedio. Hemos de confirmar su identidad, formalmente, lo más pronto posible. Pero podemos esperar hasta haberle descolgado. Le ahorramos tener que verle así.
Luego refirió brevemente cómo Lars Olsson había encontrado a Runfeldt.
—Ha estado desaparecido casi tres semanas —continuó—. Pero si no me equivoco completamente y si Lars Olsson está en lo cierto, ha estado muerto menos de veinticuatro horas. Por lo menos no ha colgado de ese árbol más tiempo. La cuestión es dónde puede haber estado mientras tanto.
Luego dio respuesta a la pregunta que nadie había hecho aún. La pregunta crucial.
—Me cuesta creer en una casualidad —señaló—. Tiene que ser el mismo asesino que buscamos en el caso de Holger Eriksson. Lo que hemos de encontrar ahora es lo que estos dos hombres tienen en común. En realidad, son tres investigaciones que han de confluir en una. Holger Eriksson, Gösta Runfeldt y las dos juntas.
—¿Qué pasa si no encontramos relación entre ellas? —preguntó Svedberg.
—La encontraremos —contestó Wallander con firmeza—. Más pronto o más tarde. Ambos asesinatos dan la impresión de haber sido planeados de tal manera que excluyen una elección fortuita de la víctima. No se trata de un loco. Estos dos hombres han sido asesinados con fines determinados, por determinadas causas.
—Gösta Runfeldt no podía ser homosexual —dijo Martinsson—. Era viudo y tenía dos hijos.
—Podía ser bisexual —replicó Wallander—. Es demasiado pronto para plantearse estas cuestiones. Tenemos otras tareas mucho más urgentes.
El círculo se fue deshaciendo. No necesitaban muchas palabras para organizar el trabajo. Wallander se colocó junto a Nyberg, que esperaba a que terminase el médico.
—Así que ha vuelto a suceder —dijo con voz cansada.
—Sí. Y hay que aguantar un poco más.
—Justamente ayer decidí tomarme dos semanas de vacaciones. Cuando hubiéramos resuelto el asesinato de Holger Eriksson. Pensaba ir a Canarias. Seguramente no resulta muy imaginativo, pero es más cálido.
Eran raras las veces que Nyberg se envolvía en conversaciones personales. Wallander se dio cuenta de que estaba expresando su desilusión por el hecho de que ese viaje no iba a tener lugar en un futuro próximo. Podía ver que Nyberg estaba cansado y estragado. Su carga de trabajo era muchas veces disparatada. Wallander decidió discutirlo con Lisa Holgersson en la primera ocasión. No podían continuar explotando a Nyberg.
En el mismo instante en que lo pensó vio que ella había llegado al lugar del crimen. Estaba hablando con Hansson y con Ann-Britt Höglund.
«Lisa Holgersson había tenido que ocuparse de muchas cosas desde el principio mismo», pensó Wallander. «Con este asesinato la prensa va a perder los estribos. Björk no pudo aguantar la tensión. Ya veremos si ella es capaz de hacerlo».<
Wallander sabía que Lisa Holgersson estaba casada con un hombre que trabajaba en una empresa de exportación en el ramo de la informática. Tenían dos hijos mayores. Después del traslado a Ystad, compraron una casa en Hedeskoga, al norte de la ciudad. Pero todavía no había estado en ella, y tampoco conocía a su marido. En ese preciso momento deseaba que fuera un hombre capaz de prestarle todo su apoyo. Iba a necesitarlo.
El médico, que estaba de rodillas, se incorporó. Wallander lo conocía de antes, pero no se acordaba de su nombre.
—Parece que ha sido estrangulado —dijo.
—¿No ahorcado?
El médico adelantó sus manos.
—Estrangulado por dos manos —repitió—. Producen unas heridas muy diferentes a las de una cuerda. Las marcas de los pulgares se ven con claridad.
«Un hombre fuerte», intuyó Wallander rápidamente. «Una persona bien entrenada. Que no vacila en matar con sus propias manos».
—¿Cuánto hace?
—Imposible saberlo. En las últimas veinticuatro horas. No creo que haga más tiempo. Tendrás que esperar al informe del forense.
—¿Podemos bajarlo? —preguntó Wallander.
—Yo ya he terminado —contestó el médico.
—Y yo puedo empezar —murmuró Nyberg.
Ann-Britt Höglund se había acercado a ellos.
—Vanja Andersson ya ha llegado. Está esperando en un coche ahí abajo.
—¿Cómo se ha tomado la noticia? —preguntó Wallander.
—Es una manera terrible de despertar, claro está. Pero me dio la impresión de que no se sorprendió. Probablemente tenía ya el temor de que estuviera muerto.
—También yo lo tenía —respondió Wallander—. Y supongo que tú también.
Ella afirmó con la cabeza, pero no dijo nada.
Nyberg había desatado las cuerdas. El cuerpo de Gösta Runfeldt estaba en una camilla.
—Vete a buscarla —dijo Wallander—. Y luego que se vaya a casa.
Vanja Andersson estaba muy pálida. Wallander se fijó en que iba vestida de negro. ¿Tendría la ropa preparada? Ella miró la cara del muerto, aspiró con fuerza y afirmó con la cabeza.
—¿Puedes identificarle como Gösta Runfeldt? —preguntó Wallander. Se dolió por dentro de su torpe manera de expresarse.
—Está tan delgado… —murmuró ella.
Wallander reaccionó inmediatamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Delgado?
—Tiene la cara completamente demacrada. Hace tres semanas no estaba así.
Wallander sabía que la muerte podía cambiar la cara de una persona dramáticamente. Pero tenía la impresión de que Vanja Andersson hablaba de otra cosa.
—¿Quieres decir que ha bajado de peso desde que le viste por última vez?
—Sí, sí. Está delgadísimo.
Wallander se dio cuenta de que lo que decía era importante. Pero seguía sin saber cómo debía interpretarlo.
—No es necesario que estés aquí más tiempo. Te llevamos a casa.
Ella le miró con una expresión indefensa y perdida.
—¿Qué voy a hacer con la tienda? —preguntó—. ¿Con todas las flores?
—Mañana puedes cerrar, seguramente —dijo Wallander—. Empieza por ahí. No pienses más allá.
Ella asintió en silencio. Ann-Britt Höglund la acompañó hasta el coche policial que la iba a llevar a casa. Wallander se quedó pensando en lo que Vanja Andersson había dicho. Gösta Runfeldt llevaba desaparecido casi tres semanas, sin dejar el menor rastro. Cuando aparece, cuelga atado a un árbol, tal vez estrangulado, y está inexplicablemente delgado. Wallander sabía lo que eso significaba: cautiverio.
Se quedó completamente inmóvil siguiendo con mucha atención su discurso interior. También el cautiverio podía relacionarse con una situación de guerra. Los soldados hacían prisioneros.
Fue interrumpido por Lisa Holgersson, que tropezó con una piedra y estuvo a punto de caerse cuando iba hacia él. Pensó que ya daba igual ponerla en antecedentes de lo que pasaba.
—Parece que tienes frío —dijo ella.
—Olvidé coger un jersey de más abrigo —contestó Wallander—. Hay cosas que uno no aprende en la vida.
Ella señaló la camilla donde yacían los restos de Gösta Runfeldt. La estaban llevando hacia un coche funerario que esperaba al pie de la loma.
—¿Qué piensas de esto?
—Que le ha matado la misma persona que a Holger Eriksson. Sería absurdo pensar otra cosa.
—Parece que ha sido estrangulado.
—Yo no suelo sacar conclusiones demasiado pronto. Pero esta vez sí que puedo imaginarme lo que ha pasado. Estaba vivo cuando lo ataron al árbol. Tal vez en estado inconsciente. Pero ha sido estrangulado aquí y luego abandonado. Además, no se ha resistido.
—¿Cómo puedes saberlo?
—La cuerda estaba bastante floja. Si hubiera querido, se habría soltado.
—¿No puede indicar precisamente eso el que la cuerda estuviera floja? —objetó ella—. ¿Qué tiró y trató de resistirse?
«Buena pregunta», pensó Wallander. «Lisa Holgersson es, sin la menor duda, una excelente policía».
—Puede ser —contestó él—. Pero no lo creo por algo que dijo Vanja Andersson: que se había quedado extremadamente delgado.
—No veo la relación.
—Lo que pienso es que un adelgazamiento rápido debe haber supuesto una pérdida de fuerzas significativa.
Ella comprendió.
—Se queda colgado de las cuerdas —continuó Wallander—. El asesino no tiene ninguna necesidad de ocultar el crimen. O el cadáver. Recuerda a lo que le pasó a Holger Eriksson.
—¿Por qué aquí? —preguntó ella—. ¿Por qué atar a una persona a un árbol? ¿Por qué esta brutalidad?
—Cuando lo sepamos quizá comprenderemos también por qué ha ocurrido todo esto —contestó Wallander.
—¿Tienes alguna idea?
—Ideas tengo muchas. Creo que lo mejor que podemos hacer ahora es dejar que Nyberg y su gente trabajen en paz. Convocar una reunión y dar un repaso a todo en Ystad es más importante que andar dando vueltas y cansarnos aquí en el bosque. Aquí ya no hay nada que ver.
Ella no tuvo nada que objetar. A las dos, dejaron a Nyberg y a sus técnicos solos en el bosque. Había empezado a lloviznar y hacía viento. Wallander fue el último en marcharse.
¿Qué hacemos ahora?, se preguntó a sí mismo. ¿Cómo seguimos? No tenemos motivo, no tenemos sospechoso. Lo único que tenemos es un diario que ha pertenecido a un hombre llamado Harald Berggren. Un observador de pájaros y un apasionado amante de flores han sido asesinados. La crueldad es refinada. Casi ostentosa.
Trató de acordarse de lo que había dicho Ann-Britt Höglund. Era algo importante. Algo acerca de lo declaradamente masculino, y que luego había hecho que él empezara a imaginarse cada vez más un asesino con un pasado militar. Harald Berggren había sido ciertamente un mercenario. Había sido más que un militar. Una persona que no defendía su país o una causa. Un hombre que habla matado a gente a cambio de un sueldo mensual contante y sonante.
«En todo caso, tenemos un punto de partida», pensó. «Tendremos que atenernos a él hasta que se rompa».
Fue a decirle adiós a Nyberg.
—¿Hay algo especial que quieres que busquemos? —preguntó éste.
—No. Tan sólo que busques todo lo que eventualmente recuerde a lo que le pasó a Holger Eriksson.
—Yo creo que todo se parece a aquello —contestó Nyberg—. Salvo tal vez las estacas de bambú.
—Quiero que mañana temprano traigan aquí a los perros —siguió Wallander.
—Supongo que yo estaré aquí todavía —contestó Nyberg amargamente.
—Hablaré de tu situación laboral con Lisa —repuso Wallander con la esperanza de darle al menos un estímulo simbólico.
—No servirá de mucho —contestó Nyberg.
—Lo que no servirá de nada, en todo caso, es dejar de hacerlo —dijo Wallander dando por terminada la conversación.
A las tres menos cuarto de la madrugada se reunieron en la comisaría. Wallander fue el último en entrar en la sala de reuniones. Vio a su alrededor caras cansadas y ojerosas y se dio cuenta de que lo principal era darle un nuevo impulso al equipo de investigación. Sabía por experiencia que llegaba siempre un momento, cuando estaban en mitad de un caso, en el que la confianza en uno mismo parecía agotada por completo. La única diferencia ahora era que ese momento había llegado mucho antes que de costumbre.
«Hubiéramos necesitado un otoño tranquilo», pensó Wallander. «Todos están agotados después del verano».
Se sentó y Hansson le sirvió una taza de café.
—Esto no va a ser fácil —empezó—. Lo que todos seguramente temíamos en nuestro fuero interno ha resultado por desgracia cierto. Gösta Runfeldt ha sido asesinado. Probablemente por el mismo asesino que mató a Holger Eriksson. No sabemos qué significa esto. No sabemos, por ejemplo, si vamos a tener más sorpresas desagradables. No sabemos si esto ha empezado a parecerse algo a lo que pasó este verano. Quiero sin embargo advertir que no se hagan más paralelismos excepto que es, sin duda, un mismo hombre el que ha actuado más de una vez. Son muchas también las diferencias que hay entre estos crímenes. Más que las semejanzas.