Authors: Paulo Coelho
»Si comparamos la lista de mis pecados con la lista de Tus pecados, verás que me estás debiendo. Pero, como hoy es el día del Perdón, Tú me perdonas y yo Te perdono, para que podamos seguir caminando juntos.
En ese momento el viento sopló, y él sintió que su ángel le hablaba:
—Hiciste bien, Elías. Dios aceptó tu combate. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Se arrodilló y besó el suelo árido del valle.
—Gracias por haber venido, porque continúo con una duda: ¿no es pecado hacer esto?
Dijo el ángel:
—Cuando un guerrero lucha con su instructor, ¿acaso lo está ofendiendo?
—No. Es la única manera de aprender la técnica precisa.
—Entonces continúa hasta que el Señor te llame devuelta a Israel —dijo el ángel—. Levántate y continúa probando que tu lucha tiene un sentido, porque supiste cruzar la corriente de lo inevitable. Muchos navegan por ella y naufragan; otros son arrastrados hasta lugares que no les estaban destinados. Pero tú enfrentas la travesía con dignidad, supiste controlar el rumbo de tu barco e intentas transformar el dolor en acción.
—Es una lástima que seas ciego —dijo Elías—. Si no verías cómo los huérfanos, viudas y viejos fueron capaces de reconstruir una ciudad. En breve todo volverá a ser como antes.
—Espero que no —dijo el ángel—. Al fin y al cabo, pagaron un precio muy alto para que sus vidas cambiaran.
Elías sonrió. El ángel tenía razón.
—Espero que te comportes como los hombres que están ante una segunda oportunidad: no cometas el mismo error dos veces. Nunca te olvides de la razón de tu vida.
—No me olvidaré —respondió él, contento porque el ángel había vuelto.
Las caravanas ya no pasaban por el valle; los asirios debían de haber destruido los caminos y cambiado las rutas comerciales. Todos los días algunos niños subían a la única torre de la muralla que había escapado a la destrucción; estaban encargados de vigilar el horizonte y avisar de la vuelta de los guerreros enemigos. Elías pensaba recibirlos con dignidad y entregarles el mando.
Entonces podría partir.
Pero cada día que pasaba, sentía más que Akbar formaba parte de su vida. Quizás su misión no fuese expulsar a Jezabel del trono, sino estar allí con aquella gente el resto de su vida, cumpliendo el humilde papel de siervo del conquistador asirio. Ayudaría a restablecer las rutas comerciales, aprendería la lengua del enemigo y, en su tiempo de descanso, podría cuidar la biblioteca, que estaba cada vez más completa.
Lo que, una noche cualquiera, perdida ya en el tiempo, había parecido el fin de una ciudad, significaba ahora la posibilidad de hacerla más bella. Los trabajos de reconstrucción incluían la ampliación de las calles, la colocación de techos más resistentes y un ingenioso sistema de llevar el agua del pozo hasta los lugares más distantes. También su alma se estaba renovando; cada día aprendía algo nuevo con los ancianos, los niños y las mujeres. Aquel grupo, que no había abandonado Akbar por la absoluta imposibilidad de hacerlo, constituía ahora un equipo disciplinado y competente.
«Si el gobernador hubiese sabido que eran tan capaces de ayudar, habría creado otro tipo de defensa y Akbar no habría sido destruida.»
Elías pensó un poco y vio que estaba equivocado. La destrucción de Akbar era necesaria para que las fuerzas que dormían dentro de todos ellos pudieran despertar.
Pasaron los meses y los asirios no daban señales de vida. Akbar ahora estaba casi reconstruida, y Elías podía pensar en el futuro; las mujeres ahora recuperaban los pedazos de tejidos y hacían nuevas ropas con ellos. Los ancianos reorganizaban las viviendas y cuidaban la higiene de la ciudad. Los niños ayudaban cuando se les pedía, pero generalmente pasaban el día jugando, pues ésta es la principal obligación de la infancia.
Él vivía con el muchacho en una pequeña casa de piedra, reconstruida en el terreno de lo que otrora fuera un depósito de mercancías. Todas las noches los habitantes de Akbar se sentaban en torno a una hoguera, en la plaza principal, y contaban historias que habían escuchado a lo largo de su vida; junto con el niño, él anotaba todo en las tablillas, que cocían al día siguiente. Así, la biblioteca crecía visiblemente.
La mujer que había perdido a su hijo también aprendía los caracteres de Biblos. Cuando vio que ya sabía crear palabras y frases se encargó de enseñar el alfabeto al resto de la población. De esta forma, cuando los asirios volviesen, ellos podrían ser utilizados como intérpretes o profesores.
—Era justamente esto lo que el sacerdote quería evitar —dijo cierta tarde un viejo que se había
llamado a sí mismo
Océano,
pues deseaba tener un alma grande como el mar—: que la escritura de Biblos sobreviviese y amenazase a los dioses de la Quinta Montaña.
—¿Quién puede evitar lo inevitable? —respondió él.
Las personas trabajaban de día, asistían a la puesta de sol juntas y contaban historias por la noche.
Elías estaba orgulloso de su obra y se apasionaba cada día más por ella.
Uno de los chiquillos encargados de la vigilancia bajó corriendo.
—¡Vi polvareda en el horizonte! —dijo excitado—. ¡El enemigo vuelve!
Elías subió a la torre y confirmó la información. Calculó que debían de llegar a las puertas de Akbar al día siguiente.
Aquella tarde avisó a los habitantes que no deberían asistir a la puesta de sol, sino reunirse en la plaza. Cuando el trabajo del día terminó, él encontró al grupo reunido y notó que tenían miedo.
—Hoy no contaremos historias sobre el pasado ni hablaremos de los planes futuros de Akbar —dijo él—. Vamos a conversar sobre nosotros mismos.
Nadie dijo una palabra.
—Hace ya algún tiempo, una luna llena brilló en el cielo. Ese día sucedió lo que todos estábamos presintiendo pero no queríamos aceptar: Akbar fue destruida. Cuando el ejército asirio partió, nuestros mejores hombres estaban muertos. Los que habían escapado vieron que no valía la pena quedarse aquí y decidieron marcharse. Sólo quedaron los viejos, las viudas y los huérfanos, o sea, los inútiles.
»Mirad en torno vuestro; la plaza está más bella que nunca, los edificios son más sólidos, el alimento es compartido y todos estáis aprendiendo la escritura inventada en Biblos. En algún lugar de esta ciudad se halla una colección de tablillas donde escribimos nuestra historia, y las generaciones futuras recordarán lo que hicimos.
»Hoy nosotros sabemos que también los ancianos, los huérfanos y las viudas partieron. Dejaron en su lugar una banda de jóvenes de todas las edades, llenos de entusiasmo, que dieron nombre y sentido a sus vidas.
»En todo momento del proceso de reconstrucción sabíamos que los asirios volverían. Sabíamos que un día les tendríamos que entregar nuestra ciudad y, junto con ella, nuestros esfuerzos, nuestro sudor y nuestra alegría de verla más bella que antes.
La luz de la hoguera iluminó algunas lágrimas que resbalaban por el rostro de algunas personas. Hasta los niños, que solían seguir jugando durante los encuentros nocturnos, estaban escuchando atentamente lo que él decía. Elías continuó:
—Eso no importa. Cumplimos nuestro deber con el Señor, porque aceptamos Su desafío y el honor de Su lucha. Antes de aquella noche, Él insistía con nosotros diciéndonos:
¡camina!
Pero no lo escuchábamos. ¿Por qué?
»Porque cada uno de nosotros ya tenía decidido su propio futuro: yo pensaba expulsar a Jezabel del trono, la mujer que ahora se llama
Reencuentro
quería que su hijo fuera navegante, el hombre que hoy lleva el nombre de
Sabiduría
deseaba simplemente pasar el resto de sus días tomando vino en la plaza. Estábamos habituados al misterio sagrado de la vida, y no le dábamos importancia.
»Entonces el Señor pensó para sí mismo: “¿No quieren caminar? ¡Pues entonces permanecerán parados mucho tiempo!”.
»Y sólo entonces entendimos su mensaje. El acero de la espada asiria se llevó a nuestros jóvenes, y la cobardía se llevó a nuestros adultos. Estén donde estén en este momento, aún continúan parados, porque aceptaron la maldición de Dios.
»Nosotros, en cambio, luchamos contra el Señor, así como también luchamos con las mujeres y hombres que amamos durante la vida, porque es éste un combate que nos bendice, que nos hace crecer. Nosotros aprovechamos la oportunidad de la tragedia y cumplimos con nuestro deber hacia Él, probando que éramos capaces de obedecer la orden de
caminar.
Aun en las peores circunstancias, seguimos adelante.
»Hay momentos en los que Dios exige obediencia. Pero hay momentos en los que desea probar nuestra voluntad y nos desafía a entender Su amor. Nosotros entendimos esa voluntad cuando las murallas de Akbar cayeron por tierra; ellas abrieron nuestro propio horizonte, y dejaron que cada uno de nosotros viese de lo que era capaz. Dejamos de pensar en la vida y resolvimos vivirla.
»Y el resultado fue bueno.
Elías notó que los ojos de las personas volvían a brillar. Habían comprendido.
—Mañana entregaré Akbar sin lucha; estoy libre para partir cuando quiera, porque cumplí lo que el Señor esperaba de mí. No obstante, mi sangre, mi sudor y mi único amor están en el suelo de esta ciudad, y he resuelto quedarme aquí el resto de mis días, para evitar que sea nuevamente destruida. Que cada uno adopte la decisión que quiera, pero nunca os olvidéis de una cosa: todos vosotros sois mucho mejores de lo que pensabais; aprovechasteis la oportunidad que la tragedia os brindó, y no cualquiera es capaz de hacerlo.
Elías se levantó y dio la reunión por terminada. Avisó al niño que volvería tarde, y le ordenó que se fuese a dormir sin esperarlo.
Fue hasta el templo, el único lugar que había escapado de la destrucción y que no necesitaron reconstruir, aun cuando los asirios se llevaron las estatuas de los dioses. Con todo respeto tocó la piedra que marcaba el lugar donde, según la tradición, un antecesor había clavado una vara en el suelo y después no había podido retirarla.
Pensó que, en su país, lugares como aquél estaban siendo erigidos por Jezabel y parte de su pueblo se postraba para adorar a Baal y sus divinidades. De nuevo el mismo presentimiento cruzó su alma; la guerra entre el Señor de Israel y el dios de los fenicios duraría mucho tiempo, más allá de lo que su imaginación pudiera alcanzar. Como en una alucinación, vio estrellas que cruzaban el sol esparciendo en ambos países la destrucción y la muerte. Hombres que hablaban lenguas extrañas cabalgaban sobre animales de acero y combatían entre sí en medio de las nubes.
—No es esto lo que debes ver ahora, porque el tiempo aún no llegó —oyó decir a su ángel—. Mira a través de la ventana.
Elías hizo lo que le ordenaba. Afuera la luna llena iluminaba las casas y calles de Akbar y, aunque era tarde, se podían oír las conversaciones y risas de sus habitantes. Incluso ante el regreso de los asirios, aquel pueblo no perdía sus ganas de vivir y se hallaba preparado para enfrentar una nueva etapa en su vida.
Entonces vio un bulto, y supo inmediatamente que era la mujer que tanto había amado, que ahora volvía a caminar orgullosa por su ciudad. Él sonrió y sintió que ella le tocaba el rostro.
—Estoy orgullosa —parecía decir—. Akbar realmente continúa hermosa.
Sintió ganas de llorar, pero se acordó del niño, que jamás había derramado una lágrima por su madre. Contuvo el llanto y recordó las partes más bellas de la historia que habían vivido juntos, desde el encuentro a las puertas de la ciudad hasta el instante en que ella escribió la palabra «amor» en una tablilla de barro. Volvió a ver su vestido, sus cabellos, los rasgos finos de su nariz.
«Tú me dijiste que eras Akbar. Por eso te he cuidado, curé tus heridas y ahora te devuelvo a la vida. Que seas feliz junto a tus nuevos compañeros.
»Y quería decirte una cosa: yo también era Akbar, y no lo sabía.»
Sabía que ella estaba sonriendo.
«Ya hace mucho tiempo que el viento del desierto apagó nuestros pasos sobre la arena. Pero en cada segundo de mi existencia recuerdo lo que sucedió, y tú continúas caminando en mis sueños y en mi realidad. Gracias por haberte cruzado en mi camino.»
Durmió allí mismo, en el templo, sintiendo que la mujer le acariciaba los cabellos.
El jefe de los mercaderes vio un grupo de personas harapientas en mitad del camino. Pensó que eran ladrones, y ordenó a los de su caravana que tomasen las armas.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó.
—Somos el pueblo de Akbar —respondió un hombre barbudo, de ojos brillantes.
El jefe de la caravana notó que hablaba con acento extranjero.
—Akbar fue destruida. Estamos encargados por los gobiernos de Tiro y Sidón de localizar su pozo, para que las caravanas puedan volver a pasar por este valle. Las comunicaciones con el resto de la tierra no pueden quedar interrumpidas para siempre.
—Akbar aún existe —continuó el hombre—. ¿Dónde están los asirios?
—Todo el mundo lo sabe —rió el jefe de la caravana—. Tornando el suelo de nuestro país más fértil. Y alimentando a nuestros pájaros y animales salvajes desde hace mucho tiempo.
—Pero eran un ejército muy poderoso.
—Ningún ejército es poderoso si se sabe cuándo va a atacar. Akbar mandó avisar que ellos se acercaban, y Tiro y Sidón prepararon una emboscada al final del valle. Quien no murió durante la lucha fue vendido como esclavo para nuestros navegantes.
Las personas andrajosas daban vivas y se abrazaban unas a otras, llorando y riendo al mismo tiempo.
—¿Quiénes sois vosotros? —insistió el mercader—. ¿Quién eres tú? —preguntó señalando al líder.
—Somos los jóvenes guerreros de Akbar —fue la respuesta.
Había comenzado la tercera cosecha, y Elías era el gobernador de Akbar. Hubo mucha resistencia al principio, pues el antiguo gobernador quería volver y ocupar su puesto, porque así lo mandaba la tradición. Los habitantes de la ciudad, no obstante, se negaron a recibirlo, y durante días amenazaron con envenenar el agua del pozo. La autoridad fenicia, finalmente, cedió a sus demandas; al fin y al cabo, Akbar no tenía tanta importancia, aparte del agua que suministraba a los viajeros, y el gobierno de Israel estaba en manos de una princesa de Tiro. Concediendo el puesto de gobernador a un israelita, los gobernantes fenicios podían comenzar a consolidar una alianza comercial más sólida.
La noticia corrió por toda la región, llevada por las caravanas de mercaderes que habían vuelto a circular. Una minoría en Israel consideraba a Elías el peor de los traidores pero, en su debido momento, Jezabel se encargaría de eliminar esta resistencia y la paz volvería a la región. La princesa estaba contenta porque uno de sus peores enemigos se había convertido, finalmente, en su mejor aliado.