Authors: Paulo Coelho
Había huido de la duda. De la derrota. De los momentos de indecisión. Pero el Señor era generoso y lo había conducido hasta el abismo de lo inevitable, para mostrarle que el hombre precisa
escoger
y no
aceptar
su destino.
Hace muchos, muchísimos años, una noche igual que ésta, Jacob no dejó que Dios partiese sin bendecirlo. Fue cuando el Señor le pregunto:
«¿Cómo te llamas?».
Ésta era la cuestión: tener un nombre. Cuando Jacob respondió, Dios lo bautizó con el nombre de
Israel.
Cada uno tiene un nombre de cuna, pero tiene que aprender a bautizar su vida con la palabra que eligió para darle un sentido.
Ella había dicho: «Yo soy
Akbar
»
.
Había sido necesaria la destrucción de la ciudad y la pérdida de la mujer amada para que Elías entendiese que necesitaba un nombre. Y en aquel mismo instante decidió llamar a su vida
Liberación.
Se levantó y contempló la plaza frente a él: la humareda subía aún desde las cenizas de los que perdieron sus vidas. Al prender fuego a aquellos cuerpos había desafiado una costumbre muy antigua de su país, que exigía que las personas fueran enterradas según los ritos. Había luchado contra Dios y la tradición al decidirse por la incineración, pero sentía que no existía pecado cuando era preciso una nueva solución para un problema nuevo. Dios era infinito en su misericordia e implacable en su rigor con aquellos que no tienen el valor de atreverse.
Volvió a mirar la plaza: algunos de los supervivientes aún no habían dormido y mantenían los ojos fijos en las llamas, como si aquel fuego estuviera también consumiendo sus recuerdos, su pasado, los doscientos años de paz e inercia de Akbar. El tiempo del miedo y de la espera había terminado; ahora quedaba apenas la reconstrucción o la derrota.
Como Elías, ellos también podían escoger un nombre para sí mismos.
Reconciliar, Sabiduría, Amante, Peregrino,
eran tantas las posibilidades como el número de estrellas en el cielo, pero cada uno tenía que dar un nombre a su vida.
Elías se levantó y rezó:
«Luché contra Ti, Señor, y no me avergüenzo. Y por eso descubrí que estoy en mi camino porque así lo deseo, y no porque me fuera impuesto por mis padres, por las tradiciones de mi tierra o por Ti mismo.
»A Ti, Señor, me gustaría retornar en este instante. Quiero alabarte con la fuerza de mi voluntad, y no con la cobardía de quien no sabe escoger un camino diferente. Mientras tanto, para que me confíes Tu importante misión, tengo que continuar esta batalla contra Ti, hasta que me bendigas».
Reconstruir Akbar. Lo que Elías juzgaba ser un desafío a Dios era, en verdad, su reencuentro con Él.
La mujer que había preguntado sobre la comida volvió a aparecer a la mañana siguiente. Venía acompañada de otras mujeres.
—Descubrimos varios depósitos —dijo—. Como mucha gente murió y muchos huyeron con el gobernador, tenemos alimentos para vivir durante un año.
—Busca personas más viejas para supervisar la distribución de alimentos —dijo él—. Ellas tienen experiencia de organización.
—Los viejos no tienen ganas de vivir.
—Pídeles que vengan, de cualquier manera.
La mujer se preparaba para irse cuando Elías la interrumpió:
—¿Sabes escribir usando letras?
—No.
—Yo aprendí y puedo enseñarte. Lo necesitarás para ayudarme a administrar la ciudad.
—Pero los asirios volverán.
—Cuando lleguen, necesitarán nuestra ayuda para administrar la ciudad.
—¿Por qué hacer esto por el enemigo?
—Hago esto para que cada uno pueda dar un nombre a su vida. El enemigo es apenas un pretexto para probar nuestra fuerza.
Los viejos acudieron, tal como él había previsto.
—Akbar necesita vuestra ayuda —les dijo Elías—. Y, ante eso, no os podéis dar el lujo de ser viejos; necesitamos la juventud que perdisteis.
—No sabemos dónde encontrarla —respondió uno de ellos—. Desapareció detrás de nuestras arrugas y nuestras desilusiones.
—No es verdad. Vosotros nunca tuvisteis ilusiones, y esto fue lo que hizo que vuestra juventud se escondiese. Ahora es el momento de buscarla, ya que tenemos un sueño en común: reconstruir Akbar.
—¿Cómo podemos hacer algo imposible?
—Con entusiasmo.
Los ojos escondidos por la tristeza y el desánimo querían brillar de nuevo. Ya no eran más los inútiles habitantes que iban a asistir a los juicios en busca de un tema para conversar al final de la tarde; ahora tenían una importante misión por delante, eran necesarios.
Los más resistentes separaron el material aún aprovechable de las casas que habían sido muy damnificadas, y lo utilizaron para recuperar las que aún continuaban en pie. Los más ancianos ayudaron a esparcir por los campos la ceniza de los cuerpos que habían sido incinerados, para que los muertos de la ciudad pudieran ser recordados en la próxima cosecha; otros se ocuparon de clasificarlos granos almacenados desordenadamente por toda la ciudad, hacer el pan y sacar agua del pozo.
Dos noches después, Elías reunió a todos los habitantes en la plaza, ahora ya limpia de la mayor parte de los destrozos. Se encendieron algunas antorchas, y él comenzó a hablar:
—No tenemos elección —dijo—. Podemos dejar que el extranjero haga este trabajo; pero esto significa también que renunciamos a la única oportunidad que una tragedia nos ofrece: la de reconstruir nuestra vida.
»Las cenizas de los muertos que incineramos algunos días atrás, se transformarán en plantas que volverán a nacer en la primavera. El hijo que se perdió la noche de la invasión se ha transformado en los numerosos chiquillos que corren libres por las calles destruidas y se divierten invadiendo lugares prohibidos y casas que nunca conocieron. Hasta ahora, sólo los niños han sido capaces de superarlo sucedido, porque no tienen un pasado; todo lo que cuenta para ellos es el momento presente. Procuraremos, entonces, actuar como ellos.
—¿Puede un hombre borrar del corazón el dolor de una pérdida? —preguntó una mujer.
—No. Pero puede alegrarse con una ganancia.
Elías se dio vuelta y señaló la cima de la Quinta Montaña, siempre cubierta de nubes. La destrucción de las murallas había hecho que se tornase visible desde el centro de la plaza.
—Yo creo en un Señor único, pero vosotros pensáis que los dioses habitan en aquellas nubes, en lo alto de la Quinta Montaña. No quiero ahora discutir si mi Dios es más fuerte o más poderoso; no quiero hablar de nuestras diferencias, sino de nuestras semejanzas. La tragedia nos llevó a un sentimiento común: la desesperación. ¿Por qué sucedió eso? Porque creíamos que todo ya estaba respondido y resuelto en nuestras almas, y no podíamos aceptar ningún cambio.
»Tanto vosotros como yo pertenecemos a naciones comerciantes, pero también sabemos comportarnos como guerreros —continuó él—. Y un guerrero es siempre consciente de aquello por lo que vale la pena luchar. No entra en combates que no le interesan, y nunca pierde su tiempo en provocaciones.
»Un guerrero acepta la derrota. No la trata como algo indiferente, ni intenta transformarla en victoria. Se amarga con el dolor de la pérdida, sufre con la indiferencia y se desespera con la soledad. Pero después de que pasa todo eso, lame sus heridas y recomienza todo otra vez. Un guerrero sabe que una guerra está compuesta por muchas batallas. Y sigue adelante.
»Las tragedias ocurren. Podemos descubrir la razón, culpar a los otros, o imaginar qué diferentes habrían sido nuestras vidas sin ellas. Pero nada de eso tiene importancia: ya pasaron, y listo. A partir de ahí tenemos que olvidar el miedo que nos provocan e iniciar la reconstrucción.
»Cada uno de vosotros os pondréis un nuevo nombre a partir de ahora. Éste será el nombre sagrado, que sintetice en una palabra todo aquello por lo que soñasteis luchar. Para mí escogí el nombre de
Liberación.
La plaza permaneció en silencio por algún tiempo. Entonces, la mujer que había sido la primera en ayudar a Elías se levantó y dijo:
—Mi nombre es
Reencuentro.
—Mi nombre es
Sabiduría
—dijo un viejo.
El hijo de la viuda que Elías tanto había amado, gritó:
—¡Mi nombre es
Alfabeto
!
Las personas que estaban en la plaza estallaron en risas. El chico, avergonzado, se volvió a sentar.
—¿Cómo puede alguien llamarse
Alfabeto
? —preguntó otro niño.
Elías podía haber intervenido, pero convenía que el chico aprendiera a defenderse solo.
—Porque era esto lo que mi madre hacía —dijo el muchacho—. Siempre que vea las letras dibujadas me acordaré de ella.
Esta vez nadie se rió. Uno a uno los huérfanos, viudas y ancianos de Akbar fueron diciendo sus nombres y sus nuevas identidades. Cuando la ceremonia terminó, Elías pidió que todos se fueran a dormir temprano, porque tenían que reanudar el trabajo a la mañana siguiente.
Tomó al niño de la mano y los dos fueron hasta el lugar de la plaza donde habían extendido algunas telas en forma de tienda.
A partir de aquella noche, comenzó a enseñarle la escritura de Biblos.
Los días se transformaron en semanas, y Akbar iba cambiando su aspecto. El chico aprendió rápidamente a dibujar las letras y ya conseguía crear palabras con sentido; Elías le encargó que escribiera en tablillas de barro la historia de la reconstrucción de la ciudad.
Las placas de barro eran cocidas en un horno improvisado, transformadas en cerámica y archivadas cuidadosamente por una pareja de ancianos. En las reuniones al final de cada tarde, les pedía a los viejos que contasen lo que habían visto en su infancia, y registraba el máximo de historias.
—Guardaremos la memoria de Akbar en un material que el fuego no puede destruir —explicaba—. Algún día nuestros hijos y nietos sabrán que la derrota no fue aceptada y que lo inevitable fue superado. Esto les podrá servir de ejemplo.
Todas las noches, después de las clases que le impartía al muchacho, Elías caminaba por la ciudad desierta, iba hasta el comienzo del ancho camino que conducía hasta Jerusalén, pensaba en partir y desistía.
El trabajo pesado lo obligaba a concentrarse en el momento presente. Sabía que los habitantes de Akbar contaban con él para la reconstrucción; ya los había decepcionado una vez, cuando había sido incapaz de impedir la muerte del espía y evitar la guerra. Pero Dios siempre da una segunda oportunidad a sus hijos, y necesitaba aprovecharla. Además, cada día sentía más afecto por el niño, y procuraba enseñarle no sólo los caracteres de Biblos sino la fe en el Señor y la sabiduría de sus antepasados.
Aun así, no olvidaba que, en su tierra, reinaban una princesa y un dios extranjeros. Ya no había ángeles con espadas de fuego, y era libre para partir cuando quisiera y hacer lo que le pareciese.
Todas las noches pensaba en irse. Y todas las noches elevaba sus manos al cielo y rezaba:
«Jacob luchó durante toda la madrugada, y fue bendecido al amanecer. Yo he luchado contra Ti durante días y durante meses, y Te niegas a escucharme. Si miras a Tu alrededor, no obstante, sabrás que estoy venciendo: Akbar surge de sus ruinas, y vuelvo a reconstruir lo que Tú, usando las espadas de los asirios, transformaste en cenizas y polvo.
»Lucharé contigo hasta que me bendigas, y bendigas los frutos de mi trabajo. Un día tendrás que responderme».
Mujeres y niños cargaban el agua para llevarla al campo y luchaban contra la sequía, que parecía que no iba a acabar nunca. Un día, cuando el sol inclemente brillaba con toda su fuerza, Elías oyó a alguien comentar:
—Trabajamos sin descanso, ya no nos acordamos de los sufrimientos de aquella noche, y olvidamos incluso que los asirios volverán después de saquear Tiro, Sidón, Biblos y el resto de Fenicia. Y esto nos ha hecho bien.
»Entretanto, porque estamos muy concentrados en la reconstrucción de la ciudad, parece que todo continúa igual; no vemos el resultado de nuestro esfuerzo.
Elías reflexionó algún tiempo sobre el comentario. Y decidió exigir que, cada tarde, al finalizar la jornada de trabajo, todos se reuniesen al pie de la Quinta Montaña para contemplar juntos la puesta de sol.
Generalmente estaban tan cansados que casi no intercambiaban palabra, pero descubrieron lo importante que era dejar vagar el pensamiento sin rumbo, como las nubes del cielo. De esta forma, la ansiedad desaparecía del corazón de todos, y conseguían recuperar la inspiración y la fuerza para el día siguiente.
Elías despertó diciendo que no iba a trabajar.
—Hoy, en mi tierra, conmemoran el Día del Perdón.
—No hay pecado en tu alma —comentó una mujer—. Tú has hecho todo lo mejor posible.
—Pero hay que mantener la tradición. Y yo la cumpliré.
Las mujeres partieron llevando agua para los campos, los viejos volvieron a su tarea de levantar las paredes y trabajar la madera de las puertas y ventanas. Los niños ayudaban a moldear los pequeños ladrillos de barro que más tarde serían cocidos en el fuego. Elías los contempló con una inmensa alegría en el corazón. Después dejó Akbar y se dirigió al valle.
Caminó sin rumbo, recitando las oraciones que aprendió en su infancia. El sol aún no se había levantado completamente y, desde la posición en que estaba, veía la gigantesca sombra de la Quinta Montaña cubriendo parte del valle. Tuvo un presentimiento horrible: aquella lucha entre el Dios de Israel y el dios de los fenicios aún se prolongaría durante muchas generaciones y muchos milenios.
Recordó que cierta noche él había subido hasta la cumbre de la montaña y había conversado con un ángel; pero desde la destrucción de Akbar nunca más había vuelto a escuchar las voces procedentes del cielo.
—Señor, hoy es el Día del Perdón y tengo una larga lista de pecados contigo —dijo volviéndose en dirección a Jerusalén—. Fui débil, porque olvidé mi propia fuerza. Fui compasivo cuando debía haber sido duro. No escogí, por miedo a tomar decisiones equivocadas. Desistí antes de tiempo, y blasfemé cuando debía agradecer.
»Sin embargo, Señor, tengo también una larga lista de Tus pecados para conmigo. Me hiciste sufrir más de la cuenta, llevándote de este mundo a alguien a quien amaba. Destruiste la ciudad que me acogió, confundiste mi búsqueda, Tu dureza casi me hizo olvidar el amor que siento por Ti. Durante todo este tiempo he luchado contigo, y no aceptas la dignidad de mi combate.