La quinta montaña (7 page)

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Authors: Paulo Coelho

BOOK: La quinta montaña
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El sacerdote decía la verdad. Doscientos años antes, una princesa de Sidón había seducido al más sabio de todos los gobernantes de Israel, el rey Salomón. Ella le pidió que construyera un altar en homenaje a la diosa Astarté, y Salomón le obedeció. A causa de este sacrilegio, el Señor hizo que se sublevaran los ejércitos vecinos, y Salomón fue maldecido por Dios.

«Lo mismo sucederá con Ajab, el marido de Jezabel» pensó Elías. El Señor le haría cumplir su tarea cuando llegase la hora. Pero ¿de qué servía intentar convencer a esos hombres que tenía enfrente? Ellos eran como los que vio la noche anterior, arrodillados en el suelo de la casa de la viuda, alabando a los dioses de la Quinta Montaña: la tradición jamás los dejaría pensar de manera diferente.

—Es una pena que tengamos que respetar la ley de hospitalidad —dijo el gobernador, que aparentemente ya había olvidado los comentarios de Elías acerca de la paz—. Si no fuese así, ayudaríamos a Jezabel en su tarea de acabar con los profetas.

—No es ésta la razón por la que me conserváis la vida. Sabéis que soy una mercancía valiosa, queréis dar a Jezabel el placer de matarme con sus propias manos. Sin embargo, desde ayer el pueblo me atribuye poderes mágicos. Piensan que encontré a los dioses en lo alto de la Quinta Montaña; en cuanto a vosotros, nada os importaría ofender a los dioses, pero no deseáis irritar a los habitantes de la ciudad.

El gobernador y el sacerdote dejaron a Elías hablando solo y siguieron en dirección a las murallas. En aquel momento el sacerdote decidió que mataría al profeta israelita en la primera oportunidad; lo que antes era una mercancía, ahora se había transformado en una amenaza.

Al verlos alejarse, Elías se desesperó. ¿Qué podría hacer para servir al Señor? Entonces comenzó a gritar en medio de la plaza:

—¡Pueblo de Akbar! ¡Anoche subí a la Quinta Montaña y conversé con los dioses que allí habitan! ¡Cuando volví, fui capaz de traer a un niño del reino de los muertos!

Las personas se agruparon a su alrededor; la historia ya era conocida por toda la ciudad. El gobernador y el sacerdote se detuvieron en medio del camino y volvieron para ver qué pasaba; el profeta israelita estaba diciendo que había visto a los dioses de la Quinta Montaña adorando a un Dios superior.

—Ordenaré que lo maten —dijo el sacerdote.

—Y la población se rebelará contra nosotros —respondió el gobernador interesado en lo que el extranjero estaba diciendo—. Es mejor esperar que corneta un error.

—Antes de bajar de la montaña, los dioses me encargaron ayudar al gobernador contra la amenaza de los asirios —continuó Elías—. Sé que él es un hombre honrado, y quiere escucharme; pero existen personas interesadas en que estalle la guerra y no dejan que yo me aproxime a él.

—El israelita es un hombre santo —dijo un viejo al gobernador—. Nadie puede subir a la Quinta Montaña sin ser fulminado por el fuego del cielo. Pero este hombre lo consiguió, y ahora resucita a los muertos.

—Tiro, Sidón y todas las ciudades fenicias tienen la tradición de la paz —dijo otro viejo—; ya pasamos por otras amenazas peores y conseguimos superarlas.

Algunos enfermos e inválidos empezaron a aproximarse, abriéndose camino entre la multitud, tocando la ropa de Elías y pidiendo que les curase sus males.

—Antes de aconsejar al gobernador, cura a los enfermos —dijo el sacerdote—. Entonces creeremos que los dioses de la Quinta Montaña están contigo.

Elías recordó lo que el ángel le había dicho la noche anterior: sólo le seria permitida la fuerza de las personas comunes.

—Los enfermos piden ayuda —insistió el sacerdote—. Estamos esperando.

—Antes tenemos que ocuparnos de evitar la guerra. Habrá más enfermos y más inválidos si no lo conseguimos.

El gobernador interrumpió la conversación:

—Elías vendrá con nosotros. Él ha sido tocado por la inspiración divina.

Aun cuando no creyese en la existencia de dioses en la Quinta Montaña, el gobernador necesitaba un aliado para ayudarlo a convencer al pueblo de que la paz con los asirios era la única salida.

Mientras caminaban al encuentro del comandante, el sacerdote comentó con Elías:

—No crees en nada de lo que dije.

—Creo que la paz es la única salida. Pero no creo que la cima de aquella montaña esté habitada por dioses. Ya estuve allí.

—¿Y que viste?

—Un ángel del Señor. Ya lo había visto antes, en otros lugares por donde anduve —respondió Elías—. Y sólo existe un Dios.

El sacerdote rió.

—Es decir, que en tu opinión, el mismo dios que hizo la tempestad, hizo también el trigo, aunque sean cosas completamente diferentes.

—¿Ves la Quinta Montaña? —preguntó Elías—. De cada lado que mires te parecerá diferente, aunque sea la misma montaña. Así sucede con todo cuanto fue creado: muchas caras del mismo Dios.

Llegaron a lo alto de la montaña, desde donde se veía a la distancia el campamento enemigo. En el valle desértico, las tiendas blancas resaltaban a la vista.

Un tiempo atrás, cuando los centinelas habían notado la presencia de los asirios en una de las extremidades del valle, los espías capturados dijeron que estaban allí en misión de reconocimiento. En esa ocasión, el comandante sugirió que fueran apresados y vendidos como esclavos. Pero el gobernador se decidió por otra estrategia: no hacer nada. Apostaba al hecho de que, estableciendo buenas relaciones con ellos, podía abrir un nuevo mercado para el comercio de vidrios fabricados en Akbar; además, aunque estuviesen allí para preparar una guerra, los asirios sabían que las ciudades pequeñas están siempre del lado de los vencedores. En este caso, todo lo que los generales asirios deseaban era pasar por ellas sin encontrar resistencia en busca de Tiro y Sidón. Éstas, sí, eran las ciudades que guardaban los tesoros y los conocimientos de su pueblo.

La patrulla había acampado a la entrada del valle y, poco a poco, se le habían ido sumando refuerzos. El sacerdote decía conocer la razón: la ciudad tenía un pozo de agua, el único pozo en varios días de caminata por el desierto. Si los asirios querían conquistar Tiro o Sidón, necesitaban aquella agua para abastecer a sus ejércitos.

Al finalizar el primer mes, aún podían expulsarlos. Al final del segundo mes, aún podían vencer con facilidad y negociar una retirada honrosa de los soldados asirios.

Se quedaron esperando el combate, pero sus adversarios no atacaban. Al final del quinto mes, aún podían ganar la batalla. «Atacarán pronto porque deben de estar sufriendo sed», se decía el gobernador. Pidió al comandante que elaborase estrategias de defensa y mantuviese a sus hombres en entrenamiento constante para reaccionar ante un ataque sorpresa.

Pero él se concentraba solamente en la preparación de la paz.

Había transcurrido ya medio año y el ejército asirio continuaba acampado. La tensión en Akbar, creciente durante las primeras semanas de ocupación, había disminuido notoriamente. Las personas continuaban sus vidas: los agricultores volvían a ir a los campos, los artesanos fabricaban el vino, el vidrio y el jabón y los comerciantes seguían comprando y vendiendo sus mercancías. Todos pensaban que si Akbar no había atacado al enemigo era porque la crisis sería resuelta en breve con negociaciones. Todos sabían que el gobernador había sido designado por los dioses y conocía siempre la mejor decisión que se debía adoptar.

Cuando Elías llegó a la ciudad, el gobernador había mandado difundir rumores sobre la maldición que el extranjero traía consigo; así, si la amenaza de guerra se hiciera insoportable, siempre podría culpar a su presencia como la principal razón del desastre. Los habitantes de Akbar quedarían convencidos de que, con la muerte del israelita, el universo volvería a su lugar. El gobernador explicaría entonces que ahora era demasiado tarde para exigir que los asirios se retiraran; mandaría ejecutar a Elías y explicaría a su pueblo que la paz era la mejor solución. En su opinión, los mercaderes, que también deseaban la paz, forzarían a los otros a aceptar esta idea.

Durante todos estos meses había luchado contra la presión del sacerdote y del comandante, que exigían atacar de inmediato. Los dioses de la Quinta Montaña, sin embargo, nunca lo abandonaron; ahora, con el milagro de la resurrección de la noche anterior, consideraba de capital importancia respetar la vida de Elías.

—¿Qué hace ese extranjero con vosotros? —preguntó el comandante.

—Fue iluminado por los dioses —respondió el gobernador— y nos ayudará a descubrir la mejor salida.

Rápidamente cambió de conversación:

—Parece que el número de tiendas ha aumentado hoy.

—Y aumentará más aún mañana —dijo el comandante—. Si hubiéramos atacado cuando no formaban más que una patrulla, posiblemente no habrían vuelto.

—Te equivocas. Alguno de ellos terminaría escapándose y volverían para vengarse.

—Cuando atrasamos la cosecha, los frutos se pudren —insistió el comandante—, pero cuando atrasamos los problemas, no paran de crecer.

El gobernador explicó que la paz reinaba en Fenicia desde hacía casi tres siglos y eso era el gran orgullo de su pueblo. ¿Qué dirían las generaciones futuras si él interrumpiese esta prosperidad?

—Envía a un emisario para negociar con ellos —dijo Elías—. El mejor guerrero es aquel que consigue transformar al enemigo en amigo.

—No sabemos exactamente lo que quieren. Ignoramos incluso si desean conquistar nuestra ciudad. ¿Cómo podemos negociar?

—Hay señales de amenaza. Un ejército no pierde su tiempo haciendo ejercicios militares lejos de su país.

Cada día llegaban más soldados, y el gobernador se ocupaba de calcular la cantidad de agua que sería necesaria para todos aquellos hombres. En poco tiempo, la ciudad estaría indefensa ante el ejército enemigo.

—¿Estamos en condiciones de atacar ahora? —preguntó el sacerdote al comandante.

—Sí, podemos atacar. Perderemos muchos hombres, pero salvaremos la ciudad. No obstante, debemos adoptar una decisión ahora mismo.

—No debemos hacer eso, gobernador. Los dioses de la Quinta Montaña me dijeron que aún tenemos tiempo de encontrar una solución pacífica —dijo Elías.

Aunque había escuchado la conversación del sacerdote con el israelita, el gobernador fingió creerle. A él le daba exactamente igual que Sidón y Tiro fueran gobernadas por los fenicios, por los cananeos o por los asirios; lo importante era que la ciudad pudiese continuar comerciando sus productos.

—Ataquemos —insistió el sacerdote.

—Esperemos un día más —pidió el gobernador—. Puede ser que las cosas se resuelvan.

Tenía que decidir en seguida la mejor forma de enfrentarse a la amenaza de los asirios. Descendió de la muralla y se dirigió al palacio, pidiendo al israelita que lo acompañase.

Por el camino observó al pueblo que lo circundaba: los pastores llevando a las ovejas a las montañas, los agricultores yendo a los campos, para intentar arrancar de la tierra seca un poco de sustento para ellos y sus familias. Vio a soldados que hacían ejercicios con sus lanzas, y a algunos mercaderes recién llegados que exponían sus productos en la plaza. Por increíble que pudiese parecer, los asirios no habían cerrado el camino que atravesaba el valle en toda su extensión; los comerciantes continuaban circulando con sus mercancías, y pagando a la ciudad la tasa por el transporte.

—Ahora que han conseguido reunir una fuerza poderosa, ¿por qué no cierran el camino? —quiso saber Elías.

—El imperio asirio necesita los productos que llegan a los puertos de Sidón y Tiro —respondió el gobernador—. Silos comerciantes fueran amenazados, interrumpirían el flujo de abastecimiento y las consecuencias serían más graves que una derrota militar. Debe de haber una manera de evitar la guerra.

—Sí —dijo Elías—. Si desean agua, podemos vendérsela.

El gobernador no dijo nada. Pero percibió que podía usar al israelita como un arma en contra de los que deseaban la guerra. Él había subido a la cima de la Quinta Montaña, había desafiado a los dioses y, en el caso de que el sacerdote decidiera insistir en la idea de luchar contra los asirios, Elías seria el único que podría enfrentarlo. Le sugirió que fuesen a dar un paseo juntos, para conversar un poco.

El sacerdote permaneció en lo alto de la muralla observando al enemigo.

—¿Qué pueden hacer los dioses para detener a los invasores? —preguntó el comandante.

—He realizado los sacrificios ante la Quinta Montaña. He pedido que nos envíen un jefe más valiente.

—Deberíamos actuar como Jezabel, y acabar con los profetas. Un simple israelita, que ayer estaba condenado a muerte, hoy es usado por el gobernador para convencer a la población sobre la conveniencia de mantener la paz.

El comandante miró hacia la montaña.

—Podemos encargar el asesinato de Elías y usar a mis soldados para alejar al gobernador de sus funciones.

—Ordenaré que maten a Elías —respondió el sacerdote—. Respecto al gobernador, no podemos hacer nada: sus antepasados están en el poder desde hace varias generaciones; su abuelo fue nuestro jefe y pasó el poder de los dioses a su padre, quien a su vez se lo traspasó a él.

—¿Por qué la tradición nos impide colocar en el gobierno a una persona más eficiente?

—La tradición existe para mantener el mundo en orden. Si nos inmiscuimos en esto, el mundo se acaba.

El sacerdote miró a su alrededor. El cielo y la tierra, las montañas y el valle, cada cosa cumpliendo con lo que había sido escrito para ella. A veces el suelo temblaba. Otras veces (como ahora) pasaba mucho tiempo sin llover. Pero las estrellas continuaban en sus lugares y el sol no se había desplomado sobre la cabeza de los hombres. Todo porque, desde el Diluvio, los hombres habían aprendido que era imposible cambiar el orden de la Creación.

En el pasado existía solamente la Quinta Montaña. Hombres y dioses vivían juntos, paseaban por los jardines del Paraíso, conversaban y reían entre sí. Pero los seres humanos habían pecado y los dioses los expulsaron de allí. Como no tenían dónde enviarlos, terminaron creando la Tierra alrededor de la montaña, para poder arrojarlos allí, mantenerlos bajo su vigilancia y hacer que siempre recordaran que estaban en un plano muy inferior al de los moradores de la Quinta Montaña.

No obstante, se cuidaron de dejar abierta una puerta de retorno: si la humanidad siguiese bien su camino trazado, terminaría regresando a lo alto de la montaña. Y, para no dejar que esta idea fuera olvidada, encargaron a los sacerdotes y a los gobernantes que la mantuvieran viva en la imaginación del mundo.

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