—¿Qué miedo tiene? Yo soy de la Policía —sentenció.
A la dependienta, que estaba escondida tras una pequeña columna que sostenía un tiesto con un frondoso helecho, le dio la impresión de que aquel loco con la cara marcada, a su modo, creía en las cosas absurdas que decía.
—Entonces esos negativos los sigues teniendo tú, imagino.
El hombre negó con la cabeza, pero titubeó y dio la impresión de que balbucía algo. Quadraccia lo levantó de un tirón.
—No me haga daño, por favor. ¡Yo no he hecho nada!
—Quiero los negativos.
—No… No puedo. Se los daría, pero me es imposible. Créame, señor inspec… ¡Ay!
Quadraccia había agarrado la punta de un bigote del pobre desdichado y tiraba de él hacia arriba, hasta el punto de que el fotógrafo tuvo que ponerse de puntillas para evitar que el inspector se quedara con los pelos en la mano.
—¿Y por qué no puedes?
—¡Déjeme…, por favor, déjeme!
Quadraccia lo dejó, pero seguía pegado a él, hablándole entre dientes.
—¿Entonces?
—¡Inspector, por lo que más quiera, intente entender! —lloriqueó el hombre—. Esta es una tienda seria, con la mejor clientela de Roma. Ese señor que ha ahuyentado hace un momento, por ejemplo, es…
—Te he pedido los negativos, no te he preguntado por el señor.
—Quiero decir que no podemos darle los negativos de un cliente a nadie sin más, ¿entiende? ¡No podemos, por Dios! Es una cuestión de respeto hacia nuestros clientes… Si trajera una orden formal…
—Si ése es el problema, te lo resuelvo enseguida. En primer lugar, la petición formal te la está haciendo un inspector de la Dirección General de Seguridad Pública. Calla, déjame acabar. En segundo lugar, la vieja ya no precisa de tu respeto, porque alguien la ha tirado al Tíber hace varios días, y yo estoy intentando descubrir por qué…
—¿La han tirado al Tíber? ¡Oh, Dios mío!
—Pero no… ¡No es posible! —gritó la dependienta.
La cabeza volvió a asomar por entre las cortinas. Seis ojos miraban fijamente a la muchacha, que estaba semiescondida tras las hojas del helecho y a la que se le había escapado la frase contra su voluntad. Intentó mimetizarse lo más posible, pero Quadraccia ya había localizado a su nueva presa y, tras superar el asombro inicial, se acercó a ella como un gato a una lagartija.
—Sal de ahí, no te voy a hacer nada. Parece que eres más despierta que este idiota. Dime por qué no es posible, venga. Explícate.
La joven salió de su escondrijo, sus ojos abiertos como platos entraron en contacto con la mirada penetrante de Quadraccia y, finalmente, con voz temblorosa, dijo:
—Pues porque… yo vi a esa mujer, señor inspector. Ayer por la tarde. Incluso me saludó… Era ella, sin duda, la señora de esas fotografías.
Frente al Palazzo Braschi, al otro lado de la Piazza San Pantaleo, donde empezaba la Via dei Baullári, montaba guardia la figura inconfundible de Terenzio Sabbatini.
Archibugi lo descubrió inmóvil, en la esquina, en el lugar preciso desde donde podía controlarse al mismo tiempo la puerta del edificio que daba a la plaza y la otra, más alejada, que daba a la Via di San Pantaleo, por la parte de Pasquino. Resoplando y dolorido por el cansancio y por los constantes pinchazos de los muelles sueltos de los coches de pasajeros romanos, de los que había abusado en los últimos días, Corrado bajó de la calesa.
Sabbatini levantó la cabeza, como un vigía que avista finalmente algo y, tras un momento de duda, avanzó hacia su colega, esquivando un carro de verduras que abandonaba Campo de´ Fiori tras el mercado matutino. Bajo el cielo grisáceo, varias mujeres regresaban a sus casas con la cesta llena, gritándoles a sus pequeños que fueran con cuidado, que no corrieran, que no tiraran piedras a los ómnibus: consejos que éstos olvidaban una y otra vez.
—¡Por fin! —exclamó Sabbatini, metiéndose las manos en los bolsillos del abrigo para sacarlas después y frotárselas entre sí.
Miraba a su alrededor como si le persiguieran.
—¿Por fin qué, Terenzio? —respondió Corrado, que sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos—. Tengo prisa, vete a casa.
—Bueno, espera un momento, ¿no? ¿Tienes noticias? Me he enterado de lo de Tremolaterra.
—Ya.
—Ese tonto de Panicacci no creerá que…
Sabbatini no acabó la frase y Archibugi lo miró, intentando no mostrar sus impresiones. «Debe de estar realmente intranquilo», pensó, cuando observó la barba mal afeitada de su colega.
—Panicacci hoy está enfermo, así que no sé qué cree. Yahora perdóname.
—De cualquier modo —dijo a toda prisa Sabbatini—, yo tengo una coartada. Díselo a Panicacci, si acaso… Bueno, ya me has entendido. Tengo una coartada.
Archibugi se quedó mirando a su colega: no sabía si enfadarse o compadecerlo. ¿Qué habría hecho Quadraccia en su lugar? Y enseguida se preguntó, perplejo, por qué se había planteado qué habría hecho Quadraccia y no cómo hubiera actuado Scialoja. Desaprobaba absolutamente el modo de actuar del inspector, su cinismo, la violencia y el desprecio que mostraba por todo el mundo… Sin embargo, se preguntaba qué habría hecho en su lugar.
Para huir de aquellas reflexiones, le dio una palmada al colega en el brazo y dijo:
—Muy bien. No te preocupes, ninguno te toma por asesino. Aunque antes de buscarte una coartada, tendrías que saber al menos cuándo han matado a la víctima, ¿no te parece?
Sin esperar respuesta, Corrado se alejó hacia Scialoja, que acababa de llegar con una carpetita de cartón bajo el brazo: el informe de la autopsia de Guido Tremolaterra.
Terenzio Sabbatini se quedó mirándolos desde el centro de la plaza, con su traje impecable y los zapatos que le hacían a medida a causa de que tenía el dedo índice más largo que el pulgar; se preguntaba por qué aquel ambiente de la comisaría le resultaba tan extraño.
¡Si al menos tuviera el talento de Gaboriau!
* * *
Eran las tres de la tarde. Archibugi había tenido que encender la luz de su despacho, porque el cielo de Roma se estaba cubriendo de unas nubes densas y negras impulsadas por el viento de siroco; por la ventana penetraba una tenue luz, propia de un eclipse.
En el silencio absoluto del despacho se oía el ruido de la pluma con la que escribía Corrado, con su característica caligrafía menuda, bajo el encabezamiento «Dirección General de Seguridad Pública». Sobre la mesa, a su lado, estaban el tampón de papel absorbente, con manchas de mil informes anteriores, una barrita de lacre, un cenicero en el que se consumía un puro, el informe de la autopsia y una pitillera de alpaca.
De vez en cuando crujían dos sillas: en una estaba sentado Scialoja, en la otra De Matteis. Los dos delegados observaban la mano de Corrado, que, con el ceño fruncido, escribía a ritmo ligero; de vez en cuando comentaban la escena cruzando una mirada en silencio.
De Matteis se había presentado en comisaría una hora antes, cuando Archibugi ya había explicado someramente su teoría a Scialoja: precisamente por eso el delegado no hacía otra cosa que peinarse la barba con la mano, pensativo, despertando la curiosidad de De Matteis, que intuía algo y que, como siempre, se consumía de curiosidad.
El delegado de Campo Marzio había efectuado las comprobaciones en la Via dell'Angelo Custode, pero nadie había notado nada raro ninguna de las dos noches anteriores. La leñera era un local abandonado que los tres vagabundos usaban como dormitorio ocasional desde hacía mucho tiempo; la puerta era de madera podrida y no tenía cerrojos. Nadie podía ayudarlos a establecer cómo había acabado allí dentro Tremolaterra. En cuanto a ellos tres, podía ser que el juez se hubiera obstinado en dar la respuesta más fácil, pero lo que estaba claro es que se trataba realmente de unos desgraciados. Por lo que parecía, uno de ellos, un tal Antonio Caprarello, sería incluso familiar de un bandido asesinado cerca de Nápoles años atrás, durante la represión, y con toda probabilidad había formado parte de la misma banda. Archibugi no había hecho comentarios al respecto.
Haciendo un inciso, De Matteis anunció:
—Poco antes de salir de la sucursal he visto llegar a su colega, el inspector Quadraccia.
Archibugi acababa de extraer dos billetes de un sobre que se había sacado del bolsillo de la chaqueta, plegándolos cuidadosamente por la línea de doblez que presentaban, tal como debían de haber estado durante mucho tiempo, y los había introducido en la pitillera, tras lo cual la había cerrado de nuevo con un suave ruido metálico.
—Encajan como un guante —había observado De Matteis.
Corrado no respondió al delegado: se quedó sopesando la pitillera por unos instantes y lanzó una mirada a Scialoja, que soltó un suspiro.
—¿Realmente estás seguro de que esta pitillera es idéntica a la que tenía Tremolaterra en su escritorio?
—Mira, Corra, yo he hecho lo que me has dicho. He ido corriendo a casa de esa arpía de Adele Ortolani, le he obligado a que me acompañara y a buscar en alguna tienda una pitillera así y asá… Ella, al final, me ha indicado, con su habitual cara de asco, la que tienes en la mano…, cuyo recibo, por cierto, tengo en el bolsillo.
—Tendríamos que haberle pedido a Sabbatini que nos lo confirmara. He hecho mal en mandarlo a casa.
De Matteis los escrutaba con la mirada, pero Corrado le cambió de tema:
—¿Y qué quería Quadraccia?
De Matteis disimuló como pudo su decepción: una vez más, aquel inspector disfrutaba lanzando la piedra y escondiendo la mano, como con Barrington. Así que se vio obligado a responder.
—Quería la dirección de una tal Rosa Ferracci, que, según dice, vive en mi barrio, una mujer mayor…
—¿Y para qué? —preguntó Scialoja.
—No lo sé —respondió De Matteis, encogiéndose de hombros, pero con aspecto de saberlo perfectamente.
—Rosa Ferracci, Rosa Ferracci… —reflexionó Scialoja, mirando al techo—. No sé por qué, pero ese nombre me recuerda algo…
Pero no recordó nada, y De Matteis desde luego no le ayudó. En cuanto a Corrado, cogió una hoja, le puso fecha y empezó a escribir: «Referencia: hechos y opiniones relativos a la desaparición y asesinato de Guido Tremolaterra».
* * *
Corrado había acabado por fin de escribir. Como para certificarlo, metió la pluma en el tintero y la dejó allí. Luego pasó el tampón secante por las hojas, sopló, las plegó y las metió en un sobre, que procedió a sellar con el lacre. En el sobre había escrito: «A la atención de S. E. el juez Primicerio. Reservado y personal». Después cogió el sobre que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y el informe y los metió en el cajón de su escritorio, que cerró con llave. La pitillera, en cambio, se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Finalmente, soltó un suspiro y encendió el puro, recostándose en la silla.
—Bueno, ya está.
Los dos delegados se miraron; la lámpara proyectaba un círculo claro sobre la mesa y el sobre dirigido al juez, pero dejaba en una tétrica penumbra el resto del despacho. Los dos delegados eran apenas dos sombras, y también Archibugi, que ahora se había echado atrás. En el reflejo sobre la ventana destacaba la brasa del puro, que de vez en cuando se encendía.
—Ahora necesito su ayuda, señores —prosiguió Corrado—. El sobre tiene que ser entregado inmediatamente en el tribunal, al juez instructor Primicerio en persona. ¿Te ocupas tú, Oreste?
—Sí, pero son las tres pasadas y es sábado; no habrá nadie en I Filippini.
—No te preocupes, el juez sí estará. Le he mencionado que le escribiría este informe. Estoy seguro de que lo está esperando. En cuanto al delegado De Matteis, que me ha ayudado mucho en esta investigación, es una suerte que esté aquí. Podrá proceder al arresto inmediato de Fabio Petrocchi.
De Matteis no lo veía claro:
—¿Con qué motivo?
—Dígale que por falsa declaración. Por la segunda falsa declaración.
—¿Y lo arresto por eso?
—No se preocupe, lo importante es que esté en prisión, controlado: me basta con eso. Por otra parte —añadió, al tiempo que introducía una mano en la mancha de luz, señalando el sobre—, en el informe ya he dado el arresto por ejecutado.
Se oyó el roce de una silla contra el suelo:
—Entonces más vale que me ponga en marcha.
—Sí, gracias. Y también tú, Oreste. Naturalmente, después se pueden ir a casa.
Oreste se aclaró la voz, incómodo por la presencia de De Matteis.
—¿Y tú qué haces? Quiero decir…
Corrado se levantó para despedirse, apartó hacia arriba la lámpara y la penumbra se vio confinada a las esquinas, quedando a la vista el ceño fruncido de De Matteis, el rostro preocupado de Scialoja y la expresión fatigada pero tranquila de Archibugi.
—Tengo que esperar aquí —respondió—. Lo sé, lo sé —añadió, interrumpiendo a Scialoja, que ya había abierto la boca—, pero espero que esta tarde haya quedado todo aclarado. Saluda a Lucrezia y a la señora Cleofe de mi parte. Dile a Lucrezia que…
Pero no acabó la frase. Dos apretones de manos y Corrado se quedó solo, en el edificio semidesierto. Scialoja se dirigía a De Matteis, al que tenía agarrado de un brazo:
—Ya he visto que antes has querido ser discreto y me parece bien, porque Corrado, cuando se pone, es un pesado. Pero ¿me dices ahora quién narices es esa Rosa Ferracci? ¡Lo tengo en la punta de la lengua, caray!
El piso de Rosa Ferracci era una muestra evidente de su fortuna, del mismo modo que el tugurio donde vivía Lorenza era la prueba de su infortunio, si es que hacía falta alguna prueba, teniendo en cuenta cómo había acabado.
El fotógrafo y su dependienta habían dado por fin el nombre de la señora que venía a encargar y a recoger fotografías en aquellos sobres amarillos; Rosa Ferracci, «una vieja con bastón», como la había definido Quadraccia, provocando así el equívoco, pero desde luego no una mendiga, sino más bien una señora muy elegante que el fotógrafo —al que aún le dolía el bigote— conocía bien desde tiempo atrás.
En cuanto a las fotografías, la cosa se había complicado más. El tira y afloja había durado bastante, pero al final Quadraccia había conseguido ver los negativos custodiados por el discreto fotógrafo. Había encargado un revelado para aquella misma tarde. ¡Que se saltaran la comida si hacía falta!
Después había pedido a De Matteis que consultara el registro de inquilinos y propietarios de pisos y locales comerciales del barrio de su competencia, registros que actualizaban periódicamente los agentes de ronda, y habían encontrado la dirección: Via del Divino Amore, número 24, una callecita estrecha próxima al puerto de Ripetta, encajada entre casas altas, en la que el sol daba de refilón, pero no una calle popular, donde hubieran podido esperar encontrarse a una conocida de Lorenza. Por otra parte, el fotógrafo ya había señalado que Rosa Ferracci era una señora, quizá viuda, en vista de las ropas oscuras que siempre llevaba, y por tanto no era de esperar que viviera en una chabola. El único elemento pintoresco del edificio eran un par de gallinas de la portera que deambulaban por el patio; por lo demás, escaleras y ventanas limpias, plantas en las macetas y silencio.