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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (16 page)

BOOK: La prueba
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D
IECISIETE

Roberto y Jimena descansaban, agotados y sudorosos, sobre el sofá del salón. Acababan de disfrutar de una sesión de amor y ella, lo comprobó mirándola de reojo, se veía exhausta y razonablemente feliz.

No solía ser habitual en él comportarse de ese modo cálido y al mismo tiempo descontrolado. Siempre había sido consciente de su físico poderoso y sabía que su presencia imponente podía llegar a intimidar, lo que hacía que algo escondido muy adentro, una prudencia cultivada desde niño, un freno que sus padres le impusieron a la hora de jugar y pelear con sus hermanas, le impidiera pasados los años descontrolarse, saltarse las normas, querer con desenfreno. Para él las mujeres eran, por definición, delicadas, valiosas y frágiles, como muñecas de porcelana que había que cuidar y por eso, desde los tiempos de sus primeras novias, optaba por la mesura, por la dulzura y la tranquilidad, temeroso de lastimar sin querer, de que un codazo involuntario diera al traste con un romance recién empezado.

Esa noche, sin embargo, Jimena había logrado hacer saltar sus reservas y, desinhibido y osado, se dejó llevar sin reparos. Todo comenzó por obra y gracia de
Casablanca
. Los dos adoraban el cine, sobre todo las películas clásicas, y no era infrecuente que, después de cenar, si el día había sido especialmente agotador, reservaran un par de horitas para ver juntos alguna obra maestra que les relajara. Se dejaban transportar a una época diferente, quizá algo más tranquila, en blanco y negro y con ese toque mágico, mítico, que las calles y las personas, al parecer, ahora ya no tenían.

Jimena, pese al calor que sabía que transmitía su cuerpo, se agazapaba en su regazo y canturreaba
La Marsellesa
bajito, muy quedo, y él se sentía feliz. Más que a la película la miraba a ella, su perfil de niña traviesa, sus ojos brillantes que todavía se emocionaban a pesar de todas las veces que había visto el film, y entonces, de pronto, algo cambió en sus facciones y la advirtió.

Era esa mirada.

De vez en cuando ocurría, ella se quedaba demasiado callada y reflexiva y ni siquiera se daba cuenta de que él estaba ahí, y la observaba. Roberto tenía una teoría para explicar su pertinaz silencio, su expresión serena pero ida. Estaba convencido de que en esos momentos Jimena no se hallaba allí. Sostenía que su abstracción, su ausencia incluso, se debía a que ella estaba justo entonces en lo que podría haber sido su otra vida, calibrándola, viviéndola, incluso disfrutándola. Estaba convencido de que dentro de su cabeza existía la vida alternativa, radicalmente diferente a pesar de ser tan parecida a la que ahora seguía. Esa vida en la que tomó una decisión diferente: la de esperar a Aitor.

Roberto fantaseaba con que en ese preciso instante ambos vivían felices, con esa existencia tranquila y mucho más formal, tal vez con niños, una parejita, casa en la sierra para los fines de semana y, en ella, una amplia, grandísima cocina, tal y como a Jimena le gustaba. No en un ático antiguo atestado de libros y discos, demasiado viejo y desvencijado aunque acogedor. Con toda probabilidad Aitor habría mantenido la costumbre de ir a bucear, y se la llevaría también a ella. Ahora, casi con total certeza, los niños, la parejita, se habrían quedado en casa de Lola y ellos, su amigo, su mujer, se hallarían buceando, perdidos entre peces, medusas y caracolas, bajo el mar. Sí, volvió a contemplarla de nuevo, era allí donde estaba Jimena, canturreando entre corrientes marinas y olas, meciéndose levemente, tan suavemente que hasta podía sentir cómo su cuerpo, sobre él, en el sofá, se dejaba llevar por el balanceo.

Sin ningún motivo real que justificara el dolor que sentía, se preguntó si Jimena sería tan o más feliz en esa otra vida paralela que en esta, en la que él le ofrecía. Lastimado, rencoroso por su incapacidad para luchar contra un recuerdo, que sólo existía en su mente y que sin embargo se convertía en una realidad inalcanzable para él, en la que no podía entrar y en la que con toda probabilidad él ni siquiera existía más que como el amigo tranquilote al que de vez en cuando invitaban a cenar. Con ese mal rollo fruto de su imaginación decidió, de pronto, acercarla a él y arrancarla de esa vida imaginaria.

Y fue así como todo comenzó.

Primero una mano que reptaba sobre la pierna, luego un tirante que caía, luego su respiración, que, aunque ella no se moviera, aunque se fingiera indiferente, comenzó a agitarse imperceptiblemente; y sus ojos, que seguían fijos en la pantalla mientras él la besaba en el cuello pero que brillaban cada vez más.

Terminaron, como no podía ser de otra manera, amándose en el salón, alumbrados únicamente por el fulgor azulado del televisor encendido. Sin contemplaciones, directos y acelerados como dos adolescentes que acabaran de descubrir el deseo y cómo este era capaz de dominar sus cuerpos.

Jimena, todavía a su lado, la respiración al fin un poco menos agitada, se movió imperceptiblemente, buscando una mejor postura que le permitiera estirar más cómodamente las piernas cruzadas sobre las suyas. Roberto se incorporó para mirarla. Sonreía sorprendida, también con una cierta picardía.

Roberto buceó en el fondo negro de sus ojos, buscó allá abajo, detrás de su propio reflejo en las niñas de sus pupilas, y no halló la respuesta que buscaba. Por más que la conociera, por más años que pasaran, estaba convencido de que podría pasar toda la vida a su lado sin terminar de conocerla.

Rendido, acabó por ceder a sus impulsos una vez más aquella noche y, a pesar de que sabía que era una locura, vencer toda su contención y hacer bajar todas las defensas, y mostrarse abiertamente tan subyugado y dominado por su amor como estaba, como siempre había estado en realidad desde el primer día que la conociera, y postrarse ante ella y preguntar:

¿Me quieres?. ¿Te arrepientes?.

Su voz sonó demasiado trascendental en el silencio de la noche, con el ruido del tráfico allá abajo, en la calle, siempre tan concurrida, y la casa inundada por un resplandor azul de la pantalla sin sonido, que sólo emitía un leve zumbido que les acunaba y acompañaba.

Jimena dudó un instante antes de responder. Creía entender a qué se refería la pregunta y no le había pasado desapercibida la actitud sincera que Roberto mostró esa noche. Era siempre tan contenido, tan amable y atento que al principio casi no pudo ni reaccionar. Luego decidió sumergirse en el juego y disfrutar sin pensar a qué se debía esa pasión, tan intensa como siempre pero mucho más desatada. Y ahora por fin esa pregunta, paradójicamente, le traía la respuesta. La ausencia de Aitor, el saber que estaba lejos, definitivamente fuera, al menos por unos días, lo liberaba y le rompía sus ataduras y le hacía ser mucho más él, o quizá simplemente un Roberto mucho más libre. Sin Aitor, Roberto no tenía con quién compararse, un espejo en el que reflejarse, un precedente con el que competir.

Jimena sabía, porque durante un tiempo compartió su lecho con Aitor, que este era un amante desenfrenado, mucho más desmedido que Roberto, y estaba segura de que el propio Roberto, aunque ella nunca hubiera comentado con él este asunto, también estaba al tanto. Cómo no podría estarlo, eran amigos desde la más tierna infancia y hasta es probable que hubieran compartido novias y citas. No había quien le quitara de la cabeza, precisamente a ella, tan analítica para todo lo sentimental, tan reflexiva, que el modo mesurado y tranquilo que su pareja tenía de amarla era, además de una tendencia natural, un intento de diferenciarse por todos los medios de Aitor. Nunca se lo comentó y nunca echó de menos el frenesí y las prisas, los jadeos y el ardor. Era más de suspiros y caricias, de confianza y risas y ganas de jugar. Pero de vez en cuando, como esa noche, algo de locura tampoco sentaba mal.

Solo que tras el regalo del arrebato inesperado venía ahora la pregunta temida y, en un arranque de cobardía, o tal vez de pereza, decidió no romper la magia del momento, seguir haciéndose un poco más la loca, salirse por la tangente:

—¿Que si me arrepiento?. Tú estás loco, ha sido fantástico.

—No me refiero a eso.

—¿Entonces a qué?.

—Lo sabes muy bien, a la horchata.

Roberto se refería a aquella tarde lejana, un otoño todavía cálido de hacía más de una década, en que recibió su llamada y percibió su voz rota, absolutamente desolada, y decidió sacarla de casa, llevarla a tomar algo.

Acabaron en una terraza del Retiro, tomando una horchata, y sin saber cómo, de una manera natural, las lágrimas dieron paso a las sonrisas y estas a un largo, eterno, sentidísimo abrazo que culminó en un beso tímido, tembloroso, al pie del Ángel Caído.

—No, no me arrepiento en absoluto.

Y entonces Roberto se alegró de los pasos dados en su vida, de la decisión de besar a Jimena aquella tarde, de haber atendido la llamada de auxilio de Aitor cuando este, atrapado en el prestigioso bufete de Duran y Asociados que tanto éxito prometía y le hacía sentir tan mal, le propuso dejarlo todo y montar un despacho entre amigos, con gente de confianza, sólo ellos cuatro, y de haberlo dejado todo para empezar de cero, y de someterse a la tortura diaria de mirar a los ojos a su amigo sintiendo que le había robado la chica y, pese a todo, pese al dolor que sabía que le causaba, por ella, por una mujer tan maravillosa como Jimena, saber que volvería a hacerlo.

No podía apechugar con todo, con los amores rotos de los demás, con los casos que abandonaban, con la culpa de haber seguido su instinto y atendido por una vez en su vida a sus propios deseos: la quería, estaba sola, la curó, la merecía. Era suya.

Y estaba bien.

Sí, coño, por una maldita vez debía olvidar el dolor de los demás, los corazones que no eran el suyo, a Aitor en el mar en busca de un nuevo rumbo y pensar sólo en Jimena, que le abrazaba y estaba con él, le había elegido a él y estaba ahí, entre sus brazos.

Y entonces, únicamente entonces Roberto pudo finalmente relajarse tras el bálsamo de las palabras firmes y seguras que ella le había regalado, con la tranquilidad de que no volvería a cambiar ni uno solo de los pasos dados en su vida.

D
IECIOCHO

Camila, aquel lunes 2 de agosto, casi una semana después del descubrimiento de la existencia del
Achille
, seguía en Cádiz. Había pensado en regresar a Madrid, aunque fuera fugazmente, sólo por darse el placer de ver y gozar de su Negro. Pero en cuanto comprendió la difícil tarea que tenía por delante, y que el tiempo tal vez jugara en su contra, y asumió en su interior que no estaba dispuesta a compartir con nadie, al menos por ahora, su descubrimiento, las ganas de retozar con su amor se esfumaron como por encanto. Debía permanecer allí y armarse, prepararse para la empresa que había decidido iniciar.

Aquella sobremesa de seis días atrás, sentada en la terraza de su restaurante favorito frente a la bahía, después de leer una carta inesperada escrita y recibida con más de doscientos años de retraso, tuvo una certeza: no sabía cuánto podía valer el contenido de «su» barco, pero sí que ella era la única persona viva que conocía fehacientemente su paradero.

Camila conducía su coche de camino al coqueto apartamento que conservaba en la ciudad; un piso acogedor y moderno, con todos los adelantos técnicos que se había empeñado en comprar por más que sus hijos insistieran en que no lo necesitaba porque con el chalé de Sotogrande le bastaba y sobraba. Durante el trayecto, ya bullían en su cabeza los planes, preguntas e imágenes fantásticas entresacadas de películas, noticias de periódicos y alguna que otra referencia onírica e infantil. Vio el fondo del mar oscuro y amenazador como se mostraba en la película
Titanic
y, por supuesto, se imaginó al barco hundido exactamente igual que como aparecía el transatlántico en la pantalla del cine. Recordó también fragmentos de noticias leídas con desinterés en los periódicos que hablaban de un buque español hundido que buzos de la empresa Odyssey sacaron a la luz. Al parecer, reflexionó tras hacer memoria, hubo problemas con las autoridades españolas respecto a la propiedad del hallazgo, juicios y sentencias que iban de acá para allá, reclamaciones del gobierno español, temas de Derecho Internacional que no lograba comprender con claridad y que dejaban, sin embargo, una única idea en su mente, perfectamente perfilada con nitidez extraordinaria: los tesoros de barcos hundidos generan problemas. No basta con bajar y sacarlos del océano y disfrutar de ellos sin declararlos.

Por eso había decidido hablar con los expertos que estuvieran a su alcance y trazar un plan. Y por eso quería saberlo todo sobre buques y naves perdidos y cómo saquear el
Achille
, su barco, y hacerlo con impunidad.

Ahora, sentada cómodamente en su salón, frente al balcón abierto de par en par y tomándose un gin tonic con la intención de que su frescor le ayudara a pensar con más nitidez, reordenó mentalmente las tareas que aún tenía pendientes y consultó de nuevo la libreta donde prolijamente había ido anotando los datos técnicos más importantes de la aventura que pensaba iniciar.

En la última semana, preguntando aquí y allá, informándose con discreción pero sin obviar ninguno de los medios a su alcance ni desfallecer o vacilar, se había convertido en toda una experta en pecios, detectores, maquinaria rastreadora y en cómo utilizarla.

Al principio estaba tan desubicada que no tuvo más remedio que acudir, buscando un modo de sortear las preguntas indiscretas de por qué de pronto se mostraba tan interesada en el tema, a la familia y sus allegados más cercanos. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una suerte, pensó, que uno de sus hijos estuviera tan interesado por los deportes de riesgo. Si no fuera por Rodri, afortunadamente ya en una zona civilizada de vuelta de su escapada tibetana, y toda la información que durante los días pasados le había ido enviando por e-mail, no hubiera sabido ni por dónde empezar.

Sintió la tentación de llamar a su Negro para restregarle ese pequeño triunfo: sus hijos, y especialmente el cabecita loca de Rodri, servían para algo al fin y al cabo. Pero no, la expedición, el rescate del tesoro, la contratación del equipo y todos los preparativos necesarios eran sólo asunto suyo, su negocio particular, una aventura privada de la que no tendría que dar cuenta a nadie, independientemente de que saliera bien o mal…

Tras un sorbito corto a su combinado, comenzó a repasar una vez más todos los documentos, planes e informes, por si se le hubiera olvidado algún detalle crucial. Comenzó por el primer correo electrónico enviado por su adorado benjamín; ella le había escrito diciéndole que estaba decidida a escribir una novela de aventuras, un modo como otro cualquiera de entretener su vida, y había decidido que se centrara en la búsqueda de un tesoro perdido en el fondo del mar, por lo cual necesitaba de toda la información que pudiera proporcionarle para ilustrarla sobre este tema. Rodri, tan extravagante y espiritual él mismo que no se mostraba en absoluto asombrado ante las veleidades artísticas más o menos absurdas de los demás, contestó de inmediato felicitándola por su iniciativa y dándole una pequeña clase teórica sobre las dificultades de la búsqueda de los objetos valiosos que permanecían bajo el mar, principalmente en el interior o las cercanías de antiguos galeones hundidos. Según él, estos sólo podían ser hallados por expertos que estudiaran la ubicación exacta en su contexto histórico y procedieran a hacer incursiones con la maquinaria adecuada, que solía tener precios no ya muy elevados, sino directamente prohibitivos.

BOOK: La prueba
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