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Authors: Carmen Gurruchaga

Tags: #Intriga

La prueba (12 page)

BOOK: La prueba
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«Lo peor es que el trueque me va a salir caro, porque ahora le debo favores a estos socios que no dudarán en apuñalarme por la espalda enmascarando las cuchilladas con palmaditas cariñosas y lágrimas de cocodrilo», musitó.

Y quiénes eran ellos. ¿Cómo es que su vida se había vuelto tan triste como para decir que pájaros de esa calaña eran sus amigos?.

Pero no debía equivocarse, se advirtió.

«No juegues a engañarte, a mentirte fingiéndote débil, excusándote ante tu reflejo con el argumento estúpido de que el vicio te empuja a cometer todos tus desmanes: sabes perfectamente el porqué de tus actos, y sabes que todo lo mueve el poder e, incluso por encima de él, el dinero.

«Por eso te codeas con esa gentuza, y por eso te gusta la posibilidad de tener a las putas más caras de Madrid a tu disposición. Eres un miserable y has preferido llamar y enfangarte más ante tus socios que pagarlas, porque así disfrutas del placer de saber que no necesitas hacerlo porque ellas te pertenecen.

«Y, si todo eso vale el precio de una llamada, y un favor que no te manchará, aunque tal vez signifique hundir a esos compañeros por los que te acaban de preguntar, lo harás sin compasión», seguía reprochándole el hombre del espejo. «No te hagas el idiota, no me mientas ni finjas que te arrepientes, porque no es verdad. Ni siquiera te da asco la indignidad de tus socios por más que te creas superior. En el fondo los admiras porque son más sinceros que tú, porque han sabido embrutecerse para adaptarse a tu modo de vida sin dejarse llevar por los escrúpulos estúpidos que te obligan a analizarte al toparte con tu cara en un cristal. Ellos, al menos, saben lo que son. Y son más listos que tú».

«Imbécil», le insultaba el Martínez del otro lado del espejo que era él con una sonrisa despectiva y burlona. «Ni siquiera te queda el recurso de poder pensar que son unos analfabetos, porque no puedes ignorar que el hombre con el que acabas de hablar tiene más estudios, más clase y más nivel que tú. Y es por eso precisamente por lo que deberías ser precavido, José Luis», siguió diciéndose a sí mismo. «Porque por más que ahora sea tu socio, alguien que sabe hacerse tan bien el tonto, el hortera, el mafioso de imitación de una película de mala calidad, tiene que ser muy inteligente y peligroso para poder llegar a representar su papel tan sumamente bien».

Otro suspiro, una nueva sonrisa y un encogimiento de hombros pusieron al fin en movimiento a aquel José Luis Martínez invertido que era él mismo en su reflejo. El mismo José Luis Martínez que, ahora mucho más seguro, erguido sobre su asiento, marcó con decisión los nueve números en el teclado de su teléfono.

—¿Sí?. ¿Sheila?. Soy José Luis Martínez, es un placer ponerme en contacto contigo, creo que de ahora en adelante lo haré con regularidad.

C
ATORCE

Al final de la tarde, Aitor pasó por los despachos de todos sus compañeros para despedirse antes de iniciar su viaje. Ya se habían visto durante la hora de la comida en un lugar algo más recoleto que el Sensaciones. Se trataba de un coqueto restaurante, Aida, situado dos calles más allá del despacho y que reservaban para las ocasiones especiales o aquellas veces en que buscaban hablar de asuntos más o menos personales. Fue un almuerzo festivo y divertido, con Jimena tan relajada y ocurrente como de costumbre, pero además muy contenta, posiblemente gracias a la llamada de Paloma Blázquez, y Roberto y Juan en su línea habitual.

Ahora, sin embargo, quería saludarlos y verlos uno a uno, de manera individual, antes de ir a cenar a casa de su madre y pasar el resto de la noche con ella y sus hijos. Luego, a la mañana siguiente, debía levantarse muy temprano para tomar un Talgo que, por la vía del AVE, le llevaría hasta el sur, al puerto de amarre de su adorado barco.

Llamó a la puerta de cristal de Jorge con delicadeza y, cuando oyó el consabido «adelante», entró sin pensárselo y con una sonrisa franca anunció:

—Me voy.

—¿Ya? —Jorge consultó su reloj, una vez más, asombrado—. Me he abstraído trabajando y se me ha pasado la tarde volando, no tenía ni idea de la hora que era…

—Deberías hacerte mirar esa costumbre tan fea, se está convirtiendo en un tic —bromeó Aitor—. Yo lo he hecho y mira lo que me han recetado.

—Ojalá, quién pudiera pillar unas vacaciones ahora… —suspiró, y levantándose se acercó a su amigo para abrazarlo con fuerza.

—Cuida de Jimena y Roberto.

—Lo haré, te lo prometo, aunque mucho me temo que saben cuidarse perfectamente ellos solos, o incluso uno del otro. —Y, nada más decir lo que era una broma inocente, se puso de pronto serio y su voz adquirió el matiz de un padre de familia especialmente preocupado—. Y cuídate tú también. Mucho ojo con las medusas y con las sirenas.

—Lo tendré, sobre todo con estas últimas. No quiero saber nada de ninguna mujer —ironizó afectuoso, tras lo cual salió sin más del despacho cerrando a sus espaldas la puerta con cuidado.

Uno menos, pensó Aitor mientras se dirigía a la otra punta del espacioso inmueble en busca del despacho de su otro compañero que, fiel a su costumbre, y de un modo totalmente opuesto al contenido Jorge, tenía la puerta del suyo abierta de par en par. En el trayecto, antes de llegar, ya pudo escuchar la música que sonaba en la minicadena de Roberto. «Bossa nova —reconoció—, y a un volumen más alto de lo razonable», pensó divertido. «Menos mal que al menos Roberto tuvo la precaución de optar por el cuarto más alejado de la zona de influencia de Jorge, pero a la que debe de tener frita seguro es a Jimena. O tal vez no», se contradijo. «Seguro que ya estará acostumbrada», seguía pensando cuando se encontró ante la puerta del habitáculo.

—¿Se puede? —preguntó llamando a la puerta para, de algún modo, avisarle de su presencia.

—¿Estás tonto?. Pasa —contestó de inmediato buscando el mando a distancia de la cadena para bajar el volumen del aparato—. ¿Ya te vas?.

Aitor meneó la cabeza imperceptiblemente pensando que, o bien sus amigos le querían mucho y temían echarle de menos, o, en el fondo, nunca llegaron a creerse que fuera a hacer él solo un viaje tan largo. Lo único que sabían decir cuando les anunciaba su partida era: «¿Ya?».

—Sí —respondió con resignación—. Ya.

—¿Has pasado por el despacho de Jorge?.

—Sí, y ha sido como siempre: una despedida rápida e indolora. A veces creo que es autista.

—O todo lo contrario. —Los dos callaron durante una pausa quizá algo más larga de lo necesario. Ambos sabían de su aversión a las despedidas y del porqué—. Haz el favor de tener mucho cuidado —añadió finalmente Roberto.

De nuevo la advertencia, y Aitor volvió a su reflexión inicial: o bien sus colegas le querían mucho y temían por su integridad, o puede que pensaran que era un torpe incapaz de regresar de una pieza.

—Lo tendré, mamaíta. —Y al fijarse en la montaña de papeles sobre su mesa, tan caótica y desastrosa como siempre, le invadió un asomo de culpabilidad—. Te dejo una buena sobrecarga de trabajo. No sabes cómo lo siento.

—¿Sigues dándole vueltas a eso?. No es nada, puedo con todo y, si no, siempre me echarán un cable los compañeros, que para eso están.

—Lo sé, lo sé, pero algunos de los temas pendientes son huesos duros de roer, como ese concurso de acreedores que…

—Hazme un favor y no te obsesiones. Además, me viene bien meterme en tu materia y desengrasar un poco de lo mío, y con la de suspensiones de pagos que llevamos desde que comenzó la crisis, ese procedimiento se ha convertido aquí en el pan nuestro de cada día.

—Quién lo diría, desde julio de 2003, cuando se aprobó la Ley de Concursos de Acreedores, ha dejado de usarse la fórmula de la ley anterior. Ya nadie habla de suspensiones de pagos, menos tú y cuatro abogados decrépitos aferrados a la ley de 1922. Buen papel vas a hacer como llegues al juzgado usando esos términos.

—Oye, que si no confías en mí… —fingió ofenderse Roberto.

—Sí, pero me da rabia que tengas que enfrentarte a Martínez. Ojalá el papeleo retrase ese asunto hasta mi vuelta, no me gustaría que tuvieras que medirte con él.

—Tampoco es tan buen abogado. Es cabrón, pero del montón.

—No se trata de ser mejor o peor abogado, sino de ser mejor o peor persona —matizó Aitor repentinamente serio, fuera ya de cachondeos y bromas—. Con que José Luis Martínez considere su enemigo a uno de nosotros, a mí mismo, es más que suficiente.

Roberto quiso hablar, decirle que no era para tanto, quitarle gravedad a la afirmación de su amigo. Pero calló. Martínez no gozaba de ningún buen concepto ni entre ellos ni en la profesión, pero era temido por muchos, y eso lo sabían los dos.

José Luis Martínez era un hombre joven todavía, tres o cuatro años mayor que ellos, de mediana estatura, moreno, con ese tipo de atractivo racial y latino que incrementaba su mirada desconfiada y unas manos redondas y cortas, siempre crispadas. Para muchos era el perfecto paradigma del tipo exitoso. Para otros, los menos, entre los que se contaban los miembros del bufete Beltrán, Castro, Daroca y Martin, se trataba en realidad de un abogado sin escrúpulos que, al igual que Aitor, se ocupaba principalmente de asuntos relacionados con fiscalidad, hacienda pública y concursos de acreedores, pero que, a diferencia de este, se enfrentaba al ejercicio de la profesión para hacerse rico y gozar de prestigio social, no para ayudar a los demás y, evidentemente, vivir de su trabajo. Eran dos maneras absolutamente contrapuestas de enfrentarse al ejercicio de la profesión, y, como no podía ser de otro modo, al final terminaron chocando.

Martínez dirigía un despacho llamado Dosaguas, S. A., en el que trabajan otros ocho letrados, aunque más bien parecía la suya una empresa de tráfico de influencias que un bufete de abogados. Los miembros que integraban la sociedad habían sido reclutados en función de sus buenas relaciones con uno u otro partido o con este o aquel ayuntamiento y sus honorarios se asignaban en proporción al dinero que ahorraran al empresario que pretendía echar el cierre a una de sus compañías, al tipo de recalificación que obtuvieran sobre los terrenos conseguidos para un promotor… En muchas ocasiones el despacho de Martínez se había prestado a llevar quiebras fraudulentas y a cobrar fortísimas comisiones por conseguir convertir en urbanizables terrenos que, a priori, resultarían imposibles de recalificar si no figurara en la ecuación la corrupción del alcalde o concejal de urbanismo de turno.

Una de sus máximas más repetidas consistía en afirmar que era inevitable tener presente que, para que alguien fuera corrupto, necesariamente debía existir otra persona susceptible de corromperlo, y esa era precisamente la ventaja comparativa con que contaba Dosaguas, S. A.: su capacidad para acceder a la tecla que era preciso tocar para conseguir lo que el cliente solicitaba.

Pero todo esto, por supuesto, Martínez lo afirmaba sólo de manera teórica, pues era lo suficientemente inteligente como para percatarse de que sentencias como la suya nunca debían ser pronunciadas en público. Y era por eso, por esa especial y tan particular doble moral suya, por lo que, formalmente, no ejercía como abogado. De puertas para fuera afirmaba con empacho que ya no tenía estómago para inmiscuirse en muchos de los casos, no por el contenido de estos en sí, sino porque estaba absolutamente desencantado de la arbitrariedad y los favoritismos de la Justicia. Los que le trataban sabían, sin embargo, que esta decisión, además de formar parte de una argucia inventada para aparentar moralidad, principios y hasta ética —virtudes de las que, indudablemente, carecía—, no era más que una excusa tan válida como otra cualquiera para limitarse a dirigir el despacho desde la sombra y, alejado de las tareas procesales representativas, poder dedicar su tiempo a tomar las decisiones más importantes. De esta forma, estaba en condiciones de tratar directamente con los clientes de mayor peso, esos que solían trabajar a través de una maraña de empresas constituidas muchas veces en paraísos fiscales con las que era arduo y laborioso manejarse.

Los motivos por los que Martínez no podía ni ver a Aitor eran básicamente dos, además de los innumerables encontronazos profesionales de mayor o menor calibre. Uno afectaba a un bien tan intangible como el honor y el otro giraba en torno a asuntos mucho más materiales.

El principio de sus diferencias surgió al poco tiempo de que Aitor, junto con sus compañeros de bufete, iniciara su andadura laboral. Martínez, que llevaba ya algunos años ejerciendo, pretendió negociar con él para que este, en un asunto que en esas fechas se llamaba «suspensión de pagos», llevara la parte de los trabajadores mientras que su despacho haría lo propio con la de la compañía. Si los dos abogados estaban de acuerdo, no sólo todo les sería más fácil, sino que también podrían manejar a su antojo los intereses de ambas partes de modo que ellos, como letrados y sus representantes legales, pudieran sacar mayor tajada, tras confiarse sus propias estrategias. Esta fue la propuesta que Martínez hizo al honesto Aitor, con una sonrisa ladina ante dos tazas de café en su despacho de diseño, decorado con un minimalismo frío e impersonal. El horror incluía varias piezas enormes de arte moderno colocadas en los distintos espacios no por el amor a la pintura o a la escultura de su dueño, sino por el puro afán de impresionar.

La airada negativa de Aitor a participar en semejante componenda dio lugar a un desencuentro entre ambos que no tardó en agrandarse más y más a medida que, con los años de ejercicio, se enfrentaban en numerosos casos de suspensiones y quiebras empresariales. Martínez siempre del lado de los patrones; su oponente, como no podía ser de otro modo en él, en el de los trabajadores.

Pero la puntilla, el germen de un rencor mucho más definitivo y sordo por parte del propietario de Dosaguas, S. A., llegó tras la publicación de un artículo elegante y sutil que Aitor escribió para una publicación gremial especializada y en el cual, de manera velada, aludía a su rival. Pese a que a la mayor parte de los lectores perfectamente pudo pasarles desapercibida la alusión en la que denunciaba la hipocresía, la máscara bajo la cual se escondía su colega de profesión, este nunca le perdonó lo que él consideraba una afrenta a su honor. Mediante citas y referencias veladas, hablaba de los abogados que se hacían llamar a sí mismos defensores de la Humanidad y los desfavorecidos cuando, en el fondo, sus actividades les llevaban en una dirección justamente contraria: la del beneficio propio y el apoyo a los poderosos. Eran, en resumen, pura apariencia, y su alegato en defensa de los valores sociales y los derechos fundamentales no pasaba de una densa cortina de humo tras la cual ampararse para continuar ejerciendo sus más que dudosas y posiblemente delictivas actividades.

BOOK: La prueba
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