—¿Estáis bautizada, Moira? —pregunta.
Ella le responde haciendo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Entonces, formáis parte del reino de Dios, en la tierra y en los cielos. Dios os ama con un amor infinito. Pero solo hay un Dios; no podéis amarlo y mantener relaciones culpables con ídolos, con el pretexto de que fueron los de vuestros ancestros… Además, no ignoráis que yo soy un servidor del Señor, y lo que me decís es muy grave.
—Sé perfectamente con quién estoy hablando, fray Román. Me dirijo solo a vos.
—¿Calibráis las consecuencias de semejante confesión? —insiste él.
—Sí. A mi hermano y a mí nos veréis tal como somos, no nos ocultaremos ante vos. No somos ni peligrosos magos ni cristianos perfectos… No olvidamos nuestras raíces, pero tememos a Dios y desconfiamos de los hombres. Sabemos que vos, contrariamente a otros de vuestros hermanos, no nos traicionaréis.
Inicialmente, Román se siente tranquilizado por esas palabras: el crimen de Moira debe circunscribirse a la idolatría de antiguas imágenes. No es una bruja, una asesina que ofrece vísceras humanas o animales a dioses paganos. No obstante, traiciona al Señor, y le pide a un monje que sea cómplice de ese crimen contra la fe. Román siente que una súbita irritación lo invade, una cólera reforzada por las últimas palabras de Moira contra su comunidad.
—¡Qué desfachatez! —exclama, poniéndose rojo—. Cometéis el pecado de herejía al pie de la montaña donde el capitán de la milicia celeste venció a las fuerzas del mal, ¿y yo, que estoy al servicio del Arcángel, debo callar?
Moira baja los ojos. Así no conseguirá ganarse a fray Román. Debe proceder de otro modo.
—Fray Román —dice en un tono neutro—, contadme la historia del Monte y el combate de san Miguel contra el dragón.
—¿Os burláis de mí? —replica él, cada vez más dolido.
—En absoluto. Os doy mi palabra, fray Román.
Está bien… No ve nada sospechoso en el hecho de evocar los fundamentos espirituales de la montaña. Al contrario, comprende que quizá Moira desee arrepentirse escuchándolo y establecer en sí misma los cimientos de una verdadera espiritualidad cristiana. ¿Y quién puede conducirla mejor que un benedictino al buen camino?
—El Apocalipsis de Juan —comienza— revela que Satán se había transformado en un terrible dragón. En el siglo VIII, ese monstruo surgido de las aguas del mar aterrorizaba a la región. El Arcángel guerrero, san Miguel, fue llamado para luchar contra ese demonio. La batalla empezó en el monte Dol bretón, la montaña vecina del Mont-Saint-Michel, que entonces era conocido como monte Tombe. Las hordas maléficas combatían fieramente y san Miguel, con su armadura divina, respondía con su fina y acerada espada. La guerra en el cielo duró varios días, y el desenlace tuvo lugar en el monte Tombe, donde se había refugiado el dragón. San Miguel levantó la espada y cortó la cabeza del animal. El obispo de Avranches, Auberto, fue testigo de ese combate y por tres veces recibió en sueños la orden de san Miguel de construirle un lugar de devoción allí donde había vencido al Maligno. Ese lugar consagrado se convirtió en el Mont-Saint-Michel.
—Érase una vez —contesta Moira—, antes del siglo VIII, mucho antes incluso del nacimiento de Jesús, un dragón maléfico que cada siete años salía del mar y hacía perecer a todos cuantos encontraba a su paso mientras no le ofrecieran a una joven virgen atada para devorarla. Ese año, el dragón de fuego había exigido que le entregaran a la mismísima hija del rey. Atada al pie del monte Dol de Bretaña, esta última esperaba que la fiera fuese a devorarla. El dragón surgió de las aguas y tendió su repugnante boca hacia la muchacha. Pero un joven y apuesto pastor, que llevaba un cinturón mágico y una larga espada que le había robado a un gigante, se interpuso entre ellos y durante tres días luchó contra el monstruo. El tercer día de combate encarnizado, el pastor persiguió al dragón hasta el monte Tombe, donde el animal se había refugiado. Allí, dio una orden a su cinturón mágico, que saltó sobre el demonio y le apretó el cuello tan fuerte que el joven pudo levantar bien alto la espada y decapitar al dragón. Liberó a la hija del rey, se casó con ella, y los esponsales duraron tres días y tres noches.
Román y Moira se miran intensamente.
—Las dos historias son igualmente bellas —acaba por decir la joven—,1a leyenda de mi pueblo y la leyenda de los cristianos. Ambas están al servicio del mismo designio: la victoria del amor sobre las fuerzas demoníacas. Simplemente hay que recordar que, antes de san Miguel, esta peña era algo, mi pueblo era algo, y que los cristianos se inspiraron en él. En la actualidad, nuestras almas están convertidas, el combate ha terminado, y las dos historias deberían poder ser contadas sin necesidad de enfrentamientos.
—¡Eso es querer hacer convivir a san Miguel con el dragón! —replica de inmediato Román, furioso por haber sido engañado.
Esa mañana comienza una solapada confrontación entre Román y Moira. Se observan como dos enemigos, en un silencio denso en el que Brewen se mueve como un espectro del pasado. Los únicos momentos de tregua son aquellos en los que el monje vuelve a ocupar su puesto de enfermo y la joven el de médico.
—Esto es todo lo que queda del poder antaño infinito de mis antepasados druidas y de mi padre —le explica ella con amargura, retirando los emplastos vegetales—, el arte de las plantas, y por añadidura ejercido por una mujer.
—Es todo lo que queda —repite Román—, pero lo que queda es todo. Curar las heridas de los niños y de los extraños es todo. Pues es un acto evangélico, un acto de amor inspirado por Dios.
Ella interrumpe su trabajo, pero enseguida lo reanuda con las mejillas y la frente coloradas. Ese día, cuando Osmundo, Bernardo y Almodius entran en la cabaña, Román duda, pero, aunque censurando su proceder, no revela absolutamente nada del secreto de la joven celta. Algo se lo impide, algo demasiado ardiente en la mirada del enfermero, o demasiado gélido en la del subprior, por no hablar de la desazón y la angustia que se desprenden de toda la persona de Bernardo: el iluminador de manuscritos parece llevar las bóvedas y el maderamen de la iglesia sobre sus escuálidos hombros, como si fueran una cruz. Román calla quizá también por orgullo, el orgullo nacido de la tarea que se ha impuesto: convertir a Moira mediante la razón, catequizarla empleando la inteligencia en lugar de la coacción. Es lista y tenaz, pero él le demostrará mediante la lógica que está equivocada. Ese pensamiento lo absorbe de tal manera que escucha distraídamente las poco interesantes noticias sobre la preparación de las obras. El día de la fiesta de Todos los Santos, invita a Moira a rezar con él y le cuenta la vida edificante de los mártires cristianos. La joven parece fascinada por las hazañas místicas de esos héroes de la fe y la virtud.
—Todos los Santos es la fiesta de los elegidos de Dios —dice Román—, de los que han conseguido acceder al Reino y merecer la gloria eterna. El abad de Cluny, el buen Odilón, con su gran sagacidad, acaba de hacer que se añada una nueva fiesta al calendario a fin de restablecer la justa armonía con este día de Todos los Santos; porque, efectivamente, hay que pensar también en los que no son santos pero a los que Dios, en su infinita misericordia, ofrece la posibilidad de acceder al cielo. Mañana se celebrará esa fiesta: la fiesta de los Difuntos. Gracias a nuestras oraciones, nosotros, los vivos, podemos interceder ante el Altísimo y ayudar a los fallecidos cuya alma, manchada de pecados, no ha podido ser presentada ante el Señor.
—Mi pueblo nunca ha sabido nada ni de Cluny ni del buen Odilón —contesta ella—, pero, desde la noche de los tiempos, para nosotros mañana es también el día de los muertos. Es la fiesta de Samain, en la que los difuntos son honrados, el tiempo queda abolido, y los dioses y los héroes del otro mundo se mezclan con los vivos. También es el fin de la estación clara y el comienzo del invierno, la estación oscura, durante la cual los guerreros deben interrumpir las hostilidades.
Moira sonríe. Román se siente cansado. Esa mujer es temible. Sin embargo, la paz que pide es imposible.
—Mostradme vuestros viejos ídolos —acaba por pedir, sonriendo también—. Quiero ver el aspecto de vuestros pecados.
—No puedo, fray Román —contesta ella con afabilidad—. No hacemos estatuas de nuestros dioses. Viven libremente en nuestro corazón, en nuestra imaginación y en el Sid, el otro mundo. Pero penetran constantemente en el mundo terrestre, no solo el día de Samain. A menudo visitan a los humanos transformándose en animales y criaturas del bosque: las hadas son cisnes, la diosa madre, un cuervo…
Román ya entiende por qué Moira se refiere con tanta frecuencia a la Santa Madre: en su mente, María se ha superpuesto a su diosa madre, al igual que el día de los difuntos ha ocupado el lugar de Samain. Los cristianos tuvieron la perspicacia de no hacer tabla rasa de las creencias celtas, sino de evangelizar sus grandes símbolos, lo que explica la rápida implantación de Jesucristo en ese país. Moira constituye una excepción, pues su familia se ha obstinado, en secreto, en conservar su cultura. Aunque, en realidad, es una semiexcepción; la ausencia de representación de los dioses paganos, la destrucción total de los antiguos santuarios y la desaparición de los druidas, los únicos habilitados para oficiar en las ceremonias, alegra a Román, pues, ¿qué es una religión sin rituales, sin sacerdocio? Deja de ser precisamente eso, una religión, para convertirse en una idea que se reduce a fragmentos desprovistos de fundamento, a recuerdos lejanos, a historias descabelladas aunque no exentas de encanto. Román piensa en el súbito interés de Moira cuando él le hablaba de la vida de los santos y comprende lo que sucede: no se ganará a la joven mediante la razón; la única manera de convencerla es desenraizar la nostalgia que actúa sobre ella como un hechizo, sustituir esa poesía impía por la poesía del Libro sagrado. Tendido en la cama, se dice que debe mostrarle toda la riqueza, la belleza, la mística y la profundidad de los versículos de la fe para que entierre sus creencias blasfemas. El corazón, debe conquistarla para Dios a través del corazón.
Tendida en el diván de su psicoanalista, Johanna suspiró.
—Es…, es una especie de mareo —dijo, tocándose el pecho con una mano—, una náusea perpetua que me invade el cuerpo desde que tuve el último sueño… No llego a vomitar, pero esa sensación constante de angustia resulta muy molesta, es como si el cuerpo se tambaleara por dentro, como si el corazón quisiera salir por la boca y no pudiera…
—Muy bien. Vamos a dejarlo aquí por hoy.
Johanna se sentó al borde del sofá con la mirada perdida.
—Y la cuestión del sueño, ¿va mejor? —preguntó la terapeuta.
—Bueno…, la verdad es que sigo tomando pastillas para dormir —confesó ella—. Me da miedo que los sueños se repitan. Por lo menos, los somníferos me atontan y me impiden tener pesadillas.
—Mmm… Pasará tiempo antes de que recupere el sueño normal, desde luego, pero quizá debería empezar a reducir las dosis; si no, ya no podrá prescindir de ellos. Deje un cuaderno junto a la cama y, si sueña, anótelo todo inmediatamente y después lo comentamos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió la joven, pensando en su cuaderno de la infancia—. Hasta el sábado —añadió mientras se levantaba.
—Creo que otra sesión durante la semana le haría avanzar más deprisa —dijo la psicoanalista—. ¿No quiere venir el martes o el miércoles?
—Imposible. Entre semana estoy en Cluny, y no puedo venir a París antes del viernes.
—Bien, entonces nada. Hasta el sábado y ánimo.
Las doce del mediodía. Las doce del mediodía, como todos los sábados cuando salía de la consulta de su psicoanalista, «la arqueóloga de mi inconsciente», como a ella le gustaba llamarla. Ese sábado caían unas gotas. Se subió el cuello de la gabardina beis. En la calle Saint-Louis-en-1'Ile, se detuvo ante el escaparate de una sombrerería, frente a un gorro negro de tela impermeable.
«Pfff… Ridículo —pensó—. Valdría más que me comprara un paraguas.»
No lo hizo y cruzó el Sena dejando que el chaparrón de octubre le mojara la cabeza. Pensó en coger el autobús, pero desistió al ver la nutrida y apiñada multitud que defendía la marquesina contra los intrusos. Bajar al metro no le apetecía nada. Pillaría un buen resfriado; así tendría una buena razón para quedarse acostada todo el fin de semana. En la calle Henri-Barbusse, una pequeña alegría, la de sentir muy cerca su refugio; luego, de nuevo el temor de la escalera. Pero no había más remedio que subir, así que, adelante. Cuarta planta. Por fin. Cerró la puerta del apartamento con un intenso alivio. Era la primera vez que valoraba tanto su casa. Esta no tenía nada de excepcional: un apartamento parisino de dos habitaciones normal y corriente, con una cocina para enanitos, un parquet que crujía, rosetones de estuco y una decoración básica que nunca se había entretenido en retocar…, pero era su cueva, el lugar adonde nadie iba a molestarla. Se dejó caer en el sofá y se secó los largos cabellos chorreantes con el albornoz que estaba tirado sobre los cojines. Bebió un sorbo de verbena fría de la taza que había dejado la noche anterior sobre la mesa de centro y se dio cuenta de que el contestador parpadeaba. Se levantó trabajosamente del sofá y pulsó el botón, cansada ya de la voz de los demás.
«Bip. Hola, soy Philippe. Anoche te fuiste tan deprisa que no tuve tiempo de decirte nada más sobre la fiesta por el cuarenta y cinco cumpleaños de Paul… Bueno, de todas formas lo hemos tramado todo en secreto con su novia. No se lo imagina ni por asomo, va a ser muy divertido. Y no te preocupes por el regalo, diremos que has participado. Así que deja de enclaustrarte en casa como una monja y ven esta noche. Nos vemos en el bar de debajo de casa de Corinne a las ocho. No te retrases. Te recuerdo la dirección: metro Blanche, número 16 de la calle…»
Johanna pasó al mensaje siguiente.
«Mi vida, soy yo —susurró la voz de Francois—. Te he dejado también un mensaje en el móvil. La cosa se ha complicado y no voy a poder estar libre este fin de semana, pero te prometo que haré todo lo posible por pasar por Cluny esta semana, creo que el jueves, así podremos venir juntos el viernes por la noche. Lo siento, amor mío… Te echo muchísimo de menos… Un beso muy fuerte… Te llamaré… Bip.»
«Bueno, Jo, ¿se puede saber a qué te dedicas? Soy Isa. Ya te he dejado tres mensajes en el móvil y no me llamas. O sea que o bien estás con Francois, o bien estás enferma… Espero que la respuesta correcta no sea la dos… Y esta vez llámame, ¿eh? Si no, aviso a los bomberos. Venga, adiós. Bip.»