Reanudaron la marcha por escaleras húmedas y musicales. Johanna se detuvo ante una extraña escultura mural: un san Miguel sin rostro, con las facciones borradas, y vestido de soldado romano, tocaba con un dedo iracundo la frente de un prelado arrodillado ante él.
—San Auberto, el obispo de Avranches —dijo Francois—. El arcángel Miguel está enfadado porque aún no ha ejecutado su orden de fundar en el Monte un santuario en su honor, así que se le aparece por tercera vez y le marca la frente para que el prelado comprenda de una vez por todas. Después de eso, Auberto se apresuró a construir el santuario. Actualmente podemos ver un trozo del oratorio original gracias a Yves-Marie Froidevaux, arquitecto jefe de Monumentos Históricos, que en 1960 encontró un lienzo de pared de este santuario cuando estaba restaurando la cripta que vamos a ver ahora.
—¡Viva Monumentos Históricos! —exclamó Johanna—. Tu erudición micheliana es impresionante, Francois. ¡Te lo sabes todo de memoria!
—Mis conocimientos jamás llegarán a ser tan vastos como los tuyos —repuso él, ruborizándose—, pero me halaga el cumplido.
—¿Qué quieres? Después de más de cuarenta años de amor por esta montaña, hemos terminado por conocernos un poco… ¡Cuidado con el escalón, ya hemos llegado!
La cripta subterránea estaba en penumbra pese a los proyectores y al granito blanqueado como consecuencia de las obras de restauración. Ya en la entrada, una extraña sensación, mezcla de misterio y de recogimiento, hacía que se te formara un nudo en la garganta. Quizá se debía a la ausencia de ventanas, o al carácter gemelar de la sombría capilla, que, por una macabra asociación de ideas, podía recordar los gemelos precedentes: los calabozos. Separadas por dos arcadas de piedra, se extendían dos naves cuadradas idénticas, terminadas ambas en un pequeño coro con bóveda de cañón donde destacaba un altar análogo y, arriba, una tribuna cuya escalera ascendía hasta la base de la bóveda de piedra.
—La Virgen Soterraña —murmuró Francois—. El nombre ya es maravilloso, y la atmósfera, no sé por qué, mágica… Por la antigüedad, supongo; es carolingia, fue construida alrededor del año 900, aunque nadie ha podido datarla con exactitud. No se sabe si es obra de los canónigos bretones o de los primeros benedictinos normandos, los historiadores no se ponen de acuerdo en esta cuestión. Además, fue tapiada en el siglo XVIII y durante mucho tiempo estuvo completamente perdida, olvidada… Mira —añadió, señalando unos bloques de piedra detrás de uno de los dos altares—, eso es el muro ciclópeo del oratorio de San Auberto.
Pero Johanna no lo oía. Tan blanca como el granito de las paredes, escrutaba los dos tramos de escalera gemelos y paralelos que ascendían hacia la nada. De repente, unas lágrimas irreprimibles se agolparon en sus ojos y rompió a llorar.
—¡Johanna! —exclamó Francois—. ¿Qué ocurre?
Ella lo miró intensamente mientras sus labios articulaban unas palabras inaudibles. Francois la asió por los hombros.
—¡Mi vida! ¿Qué te pasa?
—¡Ahí! —gritó Johanna, señalando una de las escaleras y haciendo que los demás turistas se volvieran hacia ella—. ¡Ahí es donde estaba, estoy absolutamente segura! ¡Ahí es donde lo vi! ¡Estaba subiendo y me habló! ¡Yo tenía razón, no era un simple sueño!
—¿De qué hablas?
—¡Pues del monje! ¡Del monje decapitado! —respondió, frenética.
De regreso en el hotel, Francois se esforzó en disuadir a Johanna de que su funesto sueño infantil encerraba una base histórica vinculada al pasado del Monte. Impresionada por su descubrimiento, la joven deambulaba por la habitación retorciéndose las manos y mascullando:
—No puedo estar equivocada, lo recuerdo con todo detalle, era exactamente ese decorado: el altar, las piedras, la bóveda, la tribuna con escalera. ¡No puede ser otro sitio! ¡Era esa cripta lo que vi en mi sueño, sí, era la Virgen Soterraña!
Francois se sentó en la cama y la miró directamente a los ojos, como si de este modo quisiera impedirle que siguiera caminando de un lado a otro de la habitación.
—Por supuesto que era la Virgen Soterraña, y tiene una explicación muy sencilla: cuando visitaste la abadía con tus padres, la tarde de aquel famoso 15 de agosto, tuviste que pasar por esa cripta y te impresionó, es natural, a todo el mundo le deja huella, incluso a los adultos, y unas horas más tarde la convertiste en el escenario de tu pesadilla.
Johanna se apoyó de espaldas contra la ventana con los puños cerrados.
—¡No! ¡Te equivocas! ¡No fue así! —replicó—. Nunca la había visto hasta esta noche excepto en mi sueño, estoy absolutamente segura. No visité la abadía con mis padres, solo asistimos a misa en la gran iglesia… No habría podido olvidarlo, siempre he tenido una memoria excelente, ¡y tenía siete años, no tres!
—Johanna —dijo él, levantándose y acercándose a ella—. La memoria humana es compleja y selectiva —añadió, intentando estrecharla entre sus brazos—. Debes admitir la evidencia, la única explicación posible: por razones personales, has borrado esa visita de tu conciencia, pero tu inconsciente había grabado todas las imágenes de la cripta y las reprodujo en sueños, con esa macabra puesta en escena…
Ella se apartó bruscamente.
—¡Sé muy bien lo que digo! ¡Ni estoy loca ni soy tonta! —gritó—. ¿Y el ahorcado que vi antes, eh? ¿Cómo explicas lo del ahorcado, sin duda alguna un asesinato? De todas formas, es muy fácil, ahora mismo lo aclararemos —dijo, sacando su teléfono móvil—. Voy a llamar a mis padres y a preguntarles si aquel día vimos la Virgen Soterraña. A ellos los creerás, y entonces veremos quién tiene razón.
Francois se precipitó sobre el móvil y se lo arrebató de las manos al mismo tiempo que sonaban unos golpes en la pared de la habitación.
—¡Johanna, esto no puede ser! —dijo en voz más baja—. ¡Es la una y media de la mañana! ¡Estamos despertando a todo el hotel, y encima quieres molestar a tus padres a media noche!
La joven perdió los nervios y una marea de lágrimas la anegó. Todo su ser estaba desbordado por un desconsuelo de niña, por un miedo infantil que su alma de adulto no lograba comprender. De pie en medio de la habitación, su gran cuerpo convulso vertía torrentes de un dolor contenido durante mucho tiempo. En silencio, Francois se acercó a ella y le ofreció sus brazos, en los que Johanna se refugió, y su cuello, en el que ella escondió el rostro. Dejó que el tiempo apaciguara sus sollozos, limitándose a besar sus cabellos negros.
—Perdona… —murmuró finalmente la joven—. No puedo más… No sé qué me pasa…
—Mañana —contestó él—. Mañana, Johanna… Ahora vas a acostarte y a intentar dormir, y mañana será otro día, ¿de acuerdo?
Johanna, sin saber qué decir, obedeció. Francois la ayudó a desnudarse y le mojó los ojos. Ella se pegó a su reconfortante cuerpo en posición fetal y cedió al calor de la cama.
—
Michael archangele… gloriam predicamus in terris
…
Los sonidos se elevan en un cielo de tinieblas. El tenue resplandor de la luna ilumina una mano muy blanca que empuja a un monje desde lo alto de un peñasco. El monje grita y desaparece en el oscuro mar.
—…
eius precibus adiuvemur in caelis
…
El monje emerge a la superficie y se debate violentamente entre las impetuosas olas.
—¡Auxilio! ¡En nombre del Todopoderoso, ayuda!
Pide socorro mientras el agua de la bahía le lame el rostro. La inmensidad líquida lo rodea. Detrás de él, la peña es conquistada por la pleamar. Cual pétalos de una flor negra, los faldones del hábito benedictino se abren entre las olas.
—
Te Deus omnipotens rogamus… Hic est prepositus paradisi archangelus
…
El canto latino sale de las vidrieras románicas de la abadía construida en la cima del peñasco. Los gruesos muros salmodian vigilias, transmiten fervientes responsorios, pero permanecen sordos a la súplica del monje, que grita en la base de la montaña.
—¡Hermanos, os lo ruego! ¡Escuchadme! ¡Me ahogo!
El monje se defiende solo contra la naturaleza, pero, cuanto más agita los brazos, cuanto más escupe, más lo devora el colérico oleaje. Se debate con todas sus fuerzas. Su semblante, viejo y desesperado, está enrojecido por efecto de la lucha, paralizado en el esfuerzo antes de estarlo en la muerte. Las olas lo atrapan y lo sueltan en un juego cruel.
—
Sáncte Michael archangele defende nos in prelio
…
El monje intenta unir su voz rota al canto solemne. Por su rostro blanco resbalan lágrimas saladas. Sus ojos miran a izquierda y derecha, después se clavan en el cielo. El oscuro océano se divierte con su cabeza, que oscila entre las olas antes de ser engullida por el agua y luego escupida. El monje se echa a temblar. Su boca suelta un eructo, pero el agua entra en su garganta.
—
Deus qui miro ordine
…
Agotado, el monje yace en el mar. Sus párpados se cierran convulsivamente. Después, una ola cubre su cuerpo como un sudario. Un último acceso de energía vital le hace erguirse para respirar. La frente y el cráneo tonsurado aparecen, buscando el aire y debatiéndose contra el agua.
—
Deus cuius claritatis
—claman los muros de la abadía.
Entonces las olas se precipitan sobre la cima del cráneo y el agua embravecida la rocía de espuma antes de cubrirla como una tapadera. Un último borbotón y ya está, las burbujas desaparecen. El océano ha vencido.
—Amen
—concluyen a coro las murallas de la iglesia.
El decorado cambia bruscamente. Interior de los muros, como en un vientre de piedra. Separadas por las arcadas, las dos naves gemelas terminan en un pequeño coro idéntico con bóveda de cañón, con su altar y su tribuna con escalera: la Virgen Soterraña. En los peldaños espera un monje, de pie, con la cabeza gacha. La levanta: ¡la capucha está vacía! El fraile sin cabeza tiende los brazos hacia el cielo subterráneo y a continuación hacia el suelo, diciendo con voz de ultratumba:
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
.
Johanna se despertó bruscamente, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Sentada en medio de la cama, sudorosa, jadeaba con la mirada perdida. Dominada por el pánico, se levantó y se precipitó, desnuda, hacia la ventana. Descorrió las cortinas y la bahía de Mont-Saint-Michel le saltó a la cara: un sol radiante coloreaba el cielo y el mar de un azul claro y liso, sin nubes, sin olas. La marea estaba baja y unas lenguas de arena brillaban como serpentinas de fiesta. A lo lejos, en los prados devueltos a la tierra, pacían unos corderos. Muy cerca, los tejados de las casas vecinas tendían sus ancestrales lascas de pizarra hacia la nueva mañana. La naturaleza irradiaba una quietud tranquilizadora, pero ese cuadro no alegró el espíritu de la joven, enfrentada a las angustiosas imágenes. La orientación del cuarto no le permitía ver la abadía, pero, aun así, los muros del monasterio estaban presentes dentro de ella. Dio media vuelta, se acordó de Francois y de la escena del día anterior, y en ese momento se dio cuenta de que estaba sola en la habitación. Esa constatación la devolvió a la realidad y al presente, disipando las últimas brumas de su violenta pesadilla.
—¿Francois? —dijo.
Sobre la almohada de su amante había una hoja de papel manuscrita.
Amor mío:
Duermes tan profundamente que me da pena despertarte. Me voy a la cita que tengo con el administrador de la abadía. Estaré de vuelta hacia las doce.
Un beso.
F.
Johanna cogió su reloj: las diez y media. Imposible quedarse una hora y media sola entre esas cuatro paredes. Imposible pasar otra noche bajo los muros de esa abadía, responsables de sus sueños. Irse de allí, regresar a Cluny o a París, a su apartamento parisino, sí, su tranquila caverna, su casa. Francois se pondría furioso. Bueno, ¿y qué?
Un cuarto de hora más tarde, vestida con unos téjanos y una camiseta, con el pelo mojado y la bolsa de viaje preparada, Johanna escapó de la habitación, del hotel, y encontró un refugio provisional en un bar del pueblo atestado de turistas y abierto a la calle, desde donde podría estar atenta al regreso de Francois sin ver el castillo monástico. La muchedumbre, el ruido, el vaivén, las lenguas extranjeras y el desayuno le sentaron bien. Intentó concentrarse en la lectura de un periódico que estaba sobre la mesa. En vano. ¡Cuánto tardaba! ¿Qué estaría tramando Francois con los de Monumentos Históricos? No, no quería saberlo, no quería oír hablar de excavaciones, del pasado, de la historia del Monte. No quería ver más imágenes. Alejarse de ese lugar lo antes posible, sin comentarios. Pero ¿qué podía decirle a Francois para que se marcharan enseguida? Pensó en ello mordiéndose las uñas. Mentir de forma excepcional no la incomodaba; lo importante era la eficacia de la mentira. Era una cuestión de supervivencia mental… ¿Que la reclamaban urgentemente en Cluny? No, el trabajo era, en este caso, un terreno minado; demasiado fácil para el comprobarlo… ¿Que su madre había tenido un accidente? No: una superstición ligada a la muerte de su hermano le impedía jugar con un argumento así… ¿Isa? Isabelle, su mejor amiga, reclamaba su presencia en París… Isa no se iría de la lengua, desde luego, pero habría que contárselo todo, y Johanna se negaba. ¡No quería volver a hablar del asunto con nadie! ¡Nunca más! Lo que quería era olvidarlo. Además, Isabelle no estaba sola; Francois no entendería que su marido la abandonara… Al final, se dejó de excusas y decidió asumir su decisión: quería irse y punto. Si Francois no lo aceptaba, pues lo dejaría allí, en su maldito peñasco, y volvería a casa sola, en tren. No había que darle más vueltas. Cuando lo vio aparecer al final de la calleja, a las doce menos cuarto, estaba tan excitada como un boxeador antes de realizar una proeza. Él se acercaba tranquilamente, con su paso elegante, una carpeta bajo el brazo, una semisonrisa en los labios y los ojos escondidos tras unas gafas de sol. Johanna, en el borde de la terraza, se levantó y le hizo una seña. Su semblante se iluminó todavía más; luego, su sonrisa se congeló al ver la cara seria y la mirada eléctrica de su compañera. La besó rápidamente, tras quitarse las gafas oscuras, y se sentó frente a ella. La noche anterior lo había asustado, pero había creído que después de descansar estaría de nuevo como él la conocía: divertida, chispeante, sensual.
—Hola, mi amor. ¿Qué tal estás? ¿Has dormido bien? —preguntó, seguro ya de la respuesta.
—Francois, no voy a quedarme ni un segundo más aquí. He decidido volver a París inmediatamente, contigo o sin ti.