—No, no… —negué con la cabeza—. No estoy aquí por eso…, no represento al colegio. Me he enterado por casualidad de que no habéis ido.
Yo esperaba que Camille me preguntara por el motivo de mi visita, pero me vi defraudada; se limitó a mirarme inexpresivamente, a la espera de que le dijera algo más.
—¿Puedo pasar? —le pregunté.
—¿No ha traído nuestro cuaderno? —inquirió a su vez, mirando mis manos vacías.
—Cuando he salido de casa no sabía que iba a venir…, si tenéis prisa de que lo devuelva os lo traeré más tarde. ¿No me abres? —insistí.
—Prefiero no hacerlo. Geoffrey está acostado, tiene unas décimas de fiebre, no es un buen momento para visitarnos.
—¿Es a causa de la herida o ha reaccionado mal a la inyección?
—Ni una cosa ni otra, ya le dijimos que sólo era un rasguño. Debe de ser un pequeño catarro, me temo que anoche cogió frío en la abadía.
—Comprendo —dije—. ¿Puedo hablar con tu tía?
—Está atendiendo a Geoffrey. ¿Para qué quiere hablar con ella?
En aquel momento, Camille parecía mayor de lo que era.
—Me gustaría preguntarle algo acerca de vuestro padre.
En su rostro se dibujó una expresión de dureza que deformó la hermosura de sus rasgos.
—Lo de mi padre es un asunto privado, no interesa a los profesores y eso la incluye a usted —dijo, dando la vuelta para marcharse.
—¿Por qué esa actitud conmigo? —mi pregunta surgió espontáneamente al ver que se alejaba—. Ayer creía que íbamos a ser buenos amigos.
—Y lo somos. Una cosa no tiene nada que ver con otra. De lo contrario no le habríamos dejado nuestro cuaderno —repuso, volviéndose un instante—. No nos tenga por desagradecidos, estamos contentos de que nos haya prestado esos libros.
—¿Por qué teníais tanto miedo anoche? —no pude evitar preguntarle.
En lugar de responderme, se internó entre la niebla. Estuve observándola mientras se alejaba hacia la casa, hasta que el color escarlata de su chaqueta se convirtió en una mancha oscura. Al soltar la mano de la verja me di cuenta de que estaba helada; la escondí en el bolsillo y me alejé, más desconcertada que antes de haber hablado con Camille.
En casa me esperaba una llamada telefónica. Desde el porche oí el sonido del timbre, y en cuanto entré en el recibidor corrí a atenderlo sin detenerme ni a desabrochar el abrigo. Tenía la confianza de que fuera Camille para excusarse por su comportamiento, y por eso me decepcionó comprobar que se trataba de un hombre. Tuvo que identificarse, porque de momento no lo reconocí. Era Angus Craig, el profesor de Historia.
—La he visto esta mañana por el colegio y me ha parecido muy sola y, si me lo permite, un tanto desorientada, como si no tuviera vida fuera de su trabajo. Si es así, como creo, debería solicitar ayuda a los amigos —me dijo con cierta insolencia.
—Mister Craig, no le miento si digo que mi problema es justo lo contrario de lo que se imagina: tengo muchas cosas que hacer fuera del colegio y poco tiempo para dedicarles.
—Me ha parecido… —repitió, sin acabar la frase—. Discúlpeme, quizá no he sabido interpretar bien su expresión. A cambio, permita que la invite a comer; si acepta, me sentiré perdonado por mi torpeza.
—Ése era el motivo de su llamada, ¿no? —apunté, sarcástica.
—Lo ha adivinado, es usted muy lista. Deduzco por su tono que la han prevenido contra mí. Se lo digo porque también la he visto hablando con Joan Parker…, esa mujer no me tiene mucha simpatía.
—No puedo ir a comer ahora, ya le he dicho que me espera mucho trabajo —dije.
—En tal caso podríamos cenar. Hay un magnífico restaurante italiano en la ciudad, donde sirven la mejor pasta fresca del país —insistió.
De repente me di cuenta de que se me presentaba una buena oportunidad para hablar a solas con uno de los profesores del Hampton, aunque se tratara de Angus Craig, y poder conocer más datos sobre la leyenda del abad negro y los hermanos Fenton.
—Sí, creo que hoy tendré tiempo para cenar.
Angus Craig no debía de esperar que aceptara su invitación con tal rapidez, ya que tardó unos segundos en responder.
—Estupendo. ¿Le parece que pase a recogerla a las seis y media?
—De acuerdo, estaré preparada. Dígame, ¿cómo ha conseguido mi número de teléfono?
—¿Se olvida de que en secretaría figuran los datos de todos los profesores? Además, no es ningún secreto, es el mismo número que había en la casa antes de que usted viniera.
No pude reprimir una sonrisa imaginando la expresión de Joan Parker si se hubiera enterado de que esa noche yo iba a cenar con el profesor de Historia, sin hacer caso de su advertencia.
Fui a preparar un café con leche y puse en el reproductor portátil el último acto de
Tristán e Isolda
. Bebí a sorbos, mientras mordisqueaba un sándwich vegetal y abría la carpeta del ordenador donde guardaba los apuntes para mi nuevo libro. Estaba más animada que por la mañana, al ir al colegio, y mucho más que al regreso de mi breve charla con Camille. La posibilidad de conversar con alguien acerca de los temas que me preocupaban hacía que me sintiera también más activa. Y cuando la ópera llegó al final, hice una pausa en el trabajo e impulsivamente puse el disco de nuevo, porque se trataba de una música y un canto que me conmovían hasta las lágrimas y me hacían desear que siempre pudiera vivir con tanta intensidad emotiva. «¿Será cierto que la función del arte es servir de consuelo a la infelicidad de los seres humanos?», me pregunté.
La noche cayó sin darme cuenta del paso del tiempo y tuve que poner mi reloj encima de la mesa con el fin de evitar que la hora de la cita me sorprendiera sin estar preparada. Me vestí con el fondo sonoro de
El castillo de Barba Azul
, de Bela Bartók, y a las seis y media en punto sonó el timbre de la puerta del jardín.
Aunque no me había percatado de ello hasta el momento de salir al porche, la niebla seguía siendo igual de densa y maloliente que por la mañana. Angus Craig tenía el automóvil parado delante de la casa y vestía un traje oscuro y camisa azul. No llevaba corbata, pero sí un fular del mismo color que la camisa, anudado al cuello.
—Está usted muy guapa —dijo al verme.
Sonreí sin decir nada. Una vez en el coche, hice un comentario a propósito de la niebla y del clima de aquel lugar.
—En primavera es más soportable —dijo Angus—. Ahora tal vez no pueda creerlo, pero incluso llega a ser agradable. Aunque sí, es verdad: desde hace unos días el clima está siendo infernal, peor que otros otoños. Lamento que conozca así nuestra ciudad.
—Sobre todo la niebla, tan hedionda.
Angus Craig me miró de reojo.
—Supongo que no vamos a pasar el rato hablando del tiempo… —sonrió—. Espero algo mejor de una profesora de Literatura.
Calculé que debíamos de estar pasando a la altura de la casa de los Fenton y miré hacia allí, preguntándome que estarían haciendo los dos hermanos, pero mis ojos sólo tropezaron con los obstáculos de la niebla y la oscuridad.
—Tiene razón —sonreí también—. Hablemos de otra cosa. Del colegio, por ejemplo.
—Tampoco figura entre mis temas preferidos —protestó.
—Quizá no, pero me interesa; no olvide que soy una recién llegada y deseo conocer más cosas sobre mi lugar de trabajo —dije.
—Lo comprendo. ¿Qué quiere saber exactamente?
—Prefiero hablar del tema mientras cenamos, será más grato. Además, ya estamos en la ciudad, ¿no?
El coche había entrado en un dédalo de calles estrechas envueltas por la niebla, tras la cual se llegaban a ver las luces de algunas farolas y escaparates. Las pocas personas que había por las aceras caminaban deprisa, como si huyesen de la bruma o estuvieran deseando llegar al lugar al que se dirigían. Angus Craig aparcó el automóvil en un hueco.
—«La Vecchia Toscana» está a cinco minutos de aquí; ha sido milagroso encontrar un sitio donde aparcar, es un restaurante muy solicitado —dijo.
Hicimos a pie y en silencio el recorrido, entre establecimientos que estaban cerrando sus puertas al público o apagando sus luces, y algunos fugitivos del frío que se retiraban a sus casas. «La Vecchia Toscana» parecía un buen restaurante y el ambiente resultaba acogedor, por silencioso. Había varias personas cenando y el
maître
nos llevó hasta la mesa que el profesor tenía reservada. Tomamos un aperitivo
amaro
mientras consultábamos la carta, no demasiado extensa. Yo conocía bastante la cocina italiana, pero me dejé aconsejar por mi acompañante, para satisfacer su deseo de agradar, y encargué
tagliatelle con fiore di zucco
y
carpaccio
de atún. Él solicitó el vino, toscano. Debo reconocer que tuvo buen gusto: no era de alta graduación y tenía un delicioso sabor afrutado.
Aquella era la primera comida en condiciones que hacía desde mi llegada a Stoney, y mi estómago lo agradeció. Angus, que parecía haberse tomado muy en serio su papel, me habló durante la cena del colegio, de los profesores y de la directora, que no le merecía una opinión demasiado buena.
—Si no me delata, le confesaré que me parece una vieja bruja —concluyó.
—Descuide, no lo haré…, pero prefiero que me hable de dos alumnos, los Fenton. Ayer me dijo que veían poco a su padre y que estaban a cargo de su tía.
Asintió tomando un sorbo de vino.
—Por lo que he sabido hoy, no es así —proseguí—. Su padre los abandonó cuando su madre aún vivía. No lo ven nunca.
—Es probable —se encogió de hombros—. ¿Eso cambia algo?
—Bastante —repuse con seriedad—. Son muy imaginativos e influenciables, están en una edad difícil y necesitan una tutela más cariñosa, más protectora que la de una tía. Por ejemplo… —antes de seguir respiré profundamente—, los he visto obsesionados con esa vieja historia del abad negro.
—Ah, eso…, sí, es una vieja historia, en efecto. Yo no le concedería la menor importancia, a su edad todos nos hemos sentido atraído por ese tipo de cosas; no es significativo, es algo que se cura con el tiempo.
De buen grado le habría respondido que los Fenton iban más allá de la atracción por ese tipo de temas, puesto que frecuentaban de noche la abadía, pero pensé que si lo hacía significaría algo así como traicionarlos. En lugar de ello dije:
—Al parecer, esa historia forma parte del pasado de la ciudad.
—Sí, pero en todo caso no la Stoney en la que usted y yo nos encontramos ahora, sino la de sus inicios. Era otra sociedad, casi otro mundo; ya le dije que sucedió hace ciento cincuenta años y carece de interés.
—Se afirma que el abad negro se transformó mediante un pacto diabólico en un vampiro, en un ser de las tinieblas. Sabemos que en el siglo diecinueve se dieron casos semejantes en algunos países de Centroeuropa… Se podían considerar como una enfermedad moral que coincidió con la decadencia de la aristocracia.
—Fueron las revoluciones y las transformaciones sociales las que causaron y precipitaron la decadencia de la clase aristocrática, no la magia negra… Le hablo como historiador.
—Y yo no le estoy hablando de magia negra —repuse con seriedad—. ¿Qué sabe de aquel abad?
—Poco, no más que otros ciudadanos. Mis estudios versan sobre la historia, no sobre leyendas. ¿Acaso le interesa?
—Le confieso que me propongo escribir un libro sobre leyendas y mitos celtas…, le ruego que no se lo comente a nadie.
—Pero ésta no lo es.
—No, pero se dice que hubo en ella una especie de mezcla o contaminación con una leyenda celta: me refiero a la conocida como
Canción de los Poderes Inmortales
. Supongo que habrá oído hablar de ella. ¿Ha leído a Yeats?
Angus Craig sonrió con desdén mientras acababa de beber su café.
—Sólo leo libros de historia, los demás no me interesan, ni siquiera Yeats…, un autor que escribía sobre mitos antiguos… En fin, ayer me di cuenta, pero hoy confirmo que es una romántica incurable… Le diré lo que sé, no por mis investigaciones, porque no las he efectuado, sino a través del rumor popular, tal como se ha ido transmitiendo de generación en generación. Ese abad, del que nadie conoció su nombre, se instaló en Stoney a mediados del siglo diecinueve. Nadie sabía tampoco de dónde había venido, y es sabido que esas cosas hacen misterioso a cualquiera a los ojos de una población poco culta y crédula. Sus preocupaciones no eran de orden místico, sino muy terrenales: su temor a la muerte le hacía anhelar vivir eternamente. Sus prácticas, que como apunta, incluían el satanismo, ahuyentaron a los miembros de la abadía y en cambio atrajeron a buena parte de la población. Al parecer hubo algunas muertes… Y cierto día desapareció de la ciudad tan repentinamente como había llegado a ella. No volvió a ser visto nunca más por nadie y la abadía quedó desierta. Como puede ver, nada de vampirismo ni de vida eterna, sólo la repetición del viejo sueño de la humanidad. Y usted sabe también que este tipo de historias se van deformando con el transcurso del tiempo.
—¿Por qué la ciudad se trasladó y la zona quedó deshabitada? —decidí no hacer caso de su despectivo comentario sobre Yeats.
—Fue por razones prácticas, las condiciones del terreno eran mejores aquí; había más futuro en el nuevo.
—El día de mi llegada a Stoney, en la estación, un hombre que llevaba una Biblia y una botella de
whisky
me dio la bienvenida a la tierra del abad negro. Lo dijo literalmente, como si el abad estuviera vivo.
—¿En la estación? Era Chris, un borracho… —dijo despectivamente—. Es igual que un niño, no debe hacerle caso… Hablamos de algo que, si sucedió, de lo cual no estoy convencido, tuvo lugar, como decía, a mediados del siglo diecinueve; demasiado tiempo para la mayoría de las personas de hoy.
—No para un profesor de Historia. Para ustedes las fechas poseen un valor relativo —apunté.
—Los historiadores trabajamos sobre hechos… Mire a su alrededor, observe a la gente —me pidió.
Hice lo que me solicitaba. El local se había llenado y todos los comensales parecían abstraídos en sus conversaciones.
—Si fuera a preguntarles, probablemente más de uno no sabría decirle nada sobre la historia del abad negro… La han olvidado —dijo Angus Craig.
Asentí. Quizá yo misma no habría vuelto a pensar en ello tras mi encuentro con Chris en la estación de no haber sido por Camille y Geoffrey Fenton. Pero las cosas habían sucedido así y ya no podía evitarlo.