—Es decir, a mayor gloria suya.
—Tiene derecho. Ha salvado a Roma del desastre. Sin él, probablemente el Imperio ya no existiría.
—Pero tal vez lo conduzca de nuevo al abismo. El rey de Persia, Bahram, es un diletante. Su padre, Sapor, o su hermano mayor, Ormazd, eran hombres de palabra. Con ambos llegamos a acuerdos, a pesar de nuestras disputas, y Ormazd me prometió apoyo en caso de que Palmira fuera atacada por los romanos. Pero Ormazd murió y le sucedió su hermano Bahram, y esa ayuda nunca llegó, a pesar de que firmamos un tratado entre persas y palmirenos.
—No creo que Aureliano pretenda firmar acuerdo alguno. Su intención no es pactar con los persas, sino aniquilarlos para siempre y que dejen de ser una amenaza permanente en las fronteras orientales del Imperio. Anhela conquistar Mesopotamia y convertirse en un nuevo Trajano, y superarlo si es posible.
—Hace cientos de años que romanos y persas luchan por el control de Mesopotamia. Si se siguen matando entre ellos, el final de ambos imperios puede estar cercano —dijo Zenobia.
—Tú intentaste crear un nuevo imperio entre los dos, un tercer reino, pero, querida esposa, sólo puede haber un Sol en el cielo y un emperador en la tierra. Aureliano está convencido de que cuando él sea el único señor sobre la tierra, la paz universal se instalará en los corazones de los hombres y el sueño de Octavio Augusto de un mundo unido y en paz bajo el manto protector de Roma se habrá cumplido.
—¿Existe alguna profecía sobre eso en vuestros libros, sean los
Linteos
o los
Sibilinosi
—preguntó Zenobia con ironía.
—Claro que sí. Hay una profecía que señala que un monarca aparecerá para unir al mundo y librarlo de todos los males que lo acechan. Aureliano está convencido de que es él.
—Los cristianos aseguran que ese rey ya vivió, en Judea, hace varios siglos, y que ellos son los depositarios del mensaje de salvación del mundo. Los judíos, en cambio, todavía siguen esperando a su propio mesías salvador que restituya la paz y los devuelva a su tierra. ¿Qué pueblo no tiene esperanza en un redentor que lo libere de las miserias de la vida en la tierra? Sólo los griegos carecen de ese salvador universal, tal vez porque sus filósofos son los que más han escudriñado en el alma de los hombres, los que han ido más allá en el conocimiento de nuestro ser. Y tal vez por eso han renunciado a creer en un mesías.
—Se cumpla o no esa profecía, lo cierto es que Aureliano se dirige con sus tropas camino de Mesopotamia, y que no va a cejar en su empeño hasta que sus estandartes se claven sobre los muros de Ctesifonte.
—¿Crees que lo logrará?
—Estoy seguro. Aureliano no ha fallado jamás. Y, en esta ocasión, dispone de las mejores tropas de Roma. Sí, creo que Persia sucumbirá a su ataque y que ese reino pronto será una provincia más del Imperio romano.
—Hispania tardó en ser ocupada por completo más de dos siglos y, desde luego, esa región no era tan poderosa ni estaba tan poblada como Persia —alegó Zenobia.
—Pero Alejandro Magno conquistó Persia entera en diez años, Julio César sometió las Galias en sólo cinco y Trajano la Dacia en tres. El tiempo de una conquista depende de las cualidades del general que la dirige, y sabes bien que Aureliano es el más grande general de este tiempo, tal vez de todos los tiempos.
—¿Lo consideras superior a Alejandro, a Escipión o a Aníbal?
—Si ocupa Persia, será el más grande conquistador de todos los tiempos. De eso sí estoy seguro.
Roma, otoño de 275;
1028 de la fundación de Roma
Aquel verano se alargó y el Senador y Zenobia regresaron a Roma unos días más tarde de lo habitual. En la capital del Imperio ya se habían celebrado los juegos en honor de Júpiter Capitolino, con los cuales se daba por iniciada la nueva temporada.
Ya en Roma, el Senador se enteró de que Aureliano había ido de Atenas a Tracia para sofocar la incursión de una partida de bandidos escitas que merodeaba por esa región. Desde allí se dirigiría a Bizancio, donde prepararía el avance hacia Mesopotamia siguiendo una ruta similar a la que había recorrido cuando conquistó Palmira. En realidad, lo que pretendía era añadir un par de legiones más a las cinco con las que ya contaba, reclutando legionarios de varias cohortes de guarnición en algunas ciudades de Anatolia y del norte de Siria.
—No hay buenos presagios para la campaña de Persia —comentó el Senador a su esposa al regreso de una sesión rutinaria en el Senado.
—¿Otra estatua de Trajano partida por un rayo?
—No. Se ha visto volar a varios cuervos a la izquierda del Capitolio; en Campania nacieron este verano dos terneros unidos por el vientre que murieron a las pocas horas, y se dice que en la piel de uno de ellos podía leerse con claridad el nombre de Aureliano escrito en letras púrpuras; una nave que procedía de Gades cargada de lingotes de cobre se ha hundido a la entrada del puerto de Ostia justo cuando el sol se ponía en el horizonte; las entrañas de un cordero sacrificado a Apolo han salido negras como la noche; y un velo del templo de Vesta se ha rasgado de arriba abajo esta madrugada sin que al parecer hubiera nadie dentro. Todos ésos son malos presagios; los miembros del colegio de los augures han determinado que algo funesto va a ocurrir en Roma.
—Cosas como ésas pasan todos los días —se limitó a decir Zenobia.
—Hay más. Algunos cristianos están predicando en sus comunidades que se acerca el fin del mundo como se señala en uno de sus libros sagrados al que llaman Apocalipsis, y están proclamando que el culpable va a ser Aureliano por perseguirlos.
—Los cristianos están preocupados por la idea del emperador de establecer el culto al Sol en todo el Imperio. Ellos adoran a un solo dios y estoy segura de que creen que el nuevo dios de Aureliano sí puede hacer competencia al suyo.
—Desde luego, si Aureliano se sale con la suya, derrota a los persas y conquista Mesopotamia, todos los romanos acatarán su voluntad y lo considerarán como a un dios; y si dice entonces que todos los romanos deben adorar a uno solo, el Sol, los cristianos tendrán un grave problema, pues es probable que la mayoría abandone sus creencias y se convierta a la religión solar.
—No lo creo —aseveró Zenobia—. Conozco a algunos cristianos y presencié uno de sus ritos en Palmira, y puedo asegurarte que muchos de los que abrazan la religión de Jesucristo se mantienen en ella de manera firme pese a las amenazas y miedos que puedan caer sobre ellos.
—Sí, son fanáticos irreductibles, pero en este caso…
—Seguirán siendo cristianos haga lo que haga el emperador. Su fe es irrenunciable porque, además, están convencidos de que alcanzarán el paraíso. Por eso son capaces de sufrir persecución e incluso morir en defensa de su fe. Para ellos, su religión es lo más valioso, mucho más que su propia vida.
Entre tanto, el ejército romano se dirigía hacia Bizancio para desde allí emprender la campaña contra Persia. Aureliano estaba convencido de su nuevo triunfo, y se ratificó en esa creencia cuando sus espías le informaron de que el rey Bahrain.
no había reaccionado al enterarse de que los romanos no tardarían en presentarse ante los muros de Ctesifonte.
El revuelo en el Senado era mayúsculo. Los senadores habían sido convocados con toda urgencia a una sesión plenaria en el templo de Cástor y Pólux.
Cuando llegó recostado en su litera, el Senador apreció que los efectivos de la guardia pretoriana que protegían a los senadores cuando celebraban un pleno eran el doble de lo habitual. Aquello le intranquilizó, pero intentó calmarse imaginando que se trataba de una nueva disposición del prefecto del pretorio.
Descendió de la litera, portada por cuatro esclavos, y ascendió las gradas de mármol del templo, a cuyos lados se arremolinaban decenas de individuos entre los cuales se notaba cierta inquietud.
La línea de guardia de los pretorianos se abrió para dejar pasar al Senador y lo saludaron al identificarlo vestido con su toga blanca ribeteada con una banda púrpura. Devolvió el saludo y entró en el templo, donde sus colegas se arremolinaban en varios grupos.
—¿Qué está pasando? —preguntó al primero de sus colegas con el que se cruzó.
—Corren terribles rumores. Se dice que el emperador ha muerto camino de Persia.
—¿Ha caído en una batalla?
—No. Al parecer ha sido asesinado por soldados del ejército.
—¡No, otra vez no! —exclamó el Senador—. No podemos regresar a los tiempos de los asesinatos, las revueltas en el ejército y la autoproclamación de usurpadores, que ya parecían superados. Si caemos en esos mismos errores, Roma estará perdida.
En ese momento un secretario llamó a cónclave a los senadores y les rogó que tomaran asiento. Lo hicieron por el orden de antigüedad que les correspondía. Junto al altar, en un doble sitial, se sentaron el
princeps
del Senado y el cónsul de ese año, el patricio Aurelio Gordiano.
El primero tomó la palabra:
—Senadores de Roma, debo comunicaros una funesta noticia. Cuando marchaba hacia Mesopotamia para derrotar al tirano persa y devolver esas tierras al dominio de Roma, nuestro augusto Aureliano ha sido asesinado.
Los senadores se agitaron, se revolvieron en sus asientos y algunos se levantaron llevándose las manos a la cabeza entre exclamaciones y gritos de dolor.
—Calmaos, senadores, calmaos —reclamó el cónsul Aurelio Gordiano.
El
princeps
continuó:
—Los asesinos han sido detenidos. Se trata de una conspiración instigada por Eos Mnesteo, el secretario del emperador, en la que han participado Murcapor, uno de sus hombres de confianza, y algunos oficiales del ejército. El magnicidio se ha perpetrado en un lugar llamado Cenofrurio, una mansión en la calzada que une las ciudades de Bizancio, Perinto y Heraclea.
—¡Han sido los cristianos! —clamó un senador—. Esos tipos eran cristianos. Debemos acabar con esa secta de locos antes de que ellos acaben con Roma.
—¿Tienes pruebas de que ésas son sus intenciones? —le preguntó el cónsul.
—¿Pruebas? Claro que hay pruebas. El sentido común los señala como causantes del asesinato del emperador, que iba a firmar un decreto para poner fin a la expansión de esta secta demoníaca que crece como la mala hierba y que amenaza los cimientos del Estado. No llegó a rubricar ese decreto que, como sabéis, ya estaba redactado y listo para la sanción imperial; y para evitar la firma lo asesinaron. Deben ser perseguidos y ejecutados por ello, hasta que no quede un solo cristiano en el Imperio.
—Tu acusación es demasiado grave para sostenerla con simples supuestos. Nuestro derecho se basa en la prueba de los hechos, y ningún ciudadano romano puede ser ejecutado sin haber tenido antes un juicio. ¿Dónde está la prueba de que los asesinos del emperador sean cristianos? —preguntó el Senador.
—Está bien. Los asesinos han sido detenidos. Traigámoslos a Roma y que se celebre un juicio justo. Y ya veréis, queridos colegas, cómo confiesan su pertenencia a la secta maldita de los seguidores del nazareno.
La mayoría de los senadores aceptaron la propuesta.
—De acuerdo —intervino el
princeps
—, los asesinos serán juzgados en Roma.
Se hizo entonces un silencio denso y prolongado. Los padres de la patria habían caído en la cuenta de que el Imperio estaba sin soberano y de que la anarquía y el caos de tiempos pasados podrían instalarse de nuevo en la política romana.
—Necesitamos un nuevo emperador —habló al fin el cónsul—. Aureliano sólo tiene una hija, de modo que no existe un heredero varón que pueda continuar su obra, y además no dejó designado a ningún sucesor.
—En ese caso el Senado debe asumir su responsabilidad y elegir al nuevo augusto —terció el esposo de Zenobia.
Los senadores lo miraron asombrados. El Senado era la institución más prestigiosa de Roma, pero su poder era prácticamente testimonial desde que Octavio Augusto instaurara el poder imperial casi absoluto El Senado se había convertido en una cámara de debate y consultiva, pero sin ningún poder ejecutivo, aunque de gran influencia debido a la categoría y riqueza de los miembros que lo componían.
—Estás loco —le susurró un colega a su espalda—. El ejército ha sido quien ha proclamado al emperador desde hace mucho tiempo. ¿Quieres que nos degüellen a todos como a corderos?
—Senadores —el esposo de Zenobia se puso de pie—, estamos ante una oportunidad extraordinaria. Proclamemos la autoridad del Senado y demos a Roma el mejor emperador posible.
—¡El ejército no lo consentirá! Si nombramos un emperador sin contar con las legiones se producirá un cisma de incalculables consecuencias y correrá mucha sangre romana —terció el
princeps.
—Pidamos al ejército que nos solicite un candidato —propuso el esposo de Zenobia.
—¿Qué? —El
princeps
estaba asombrado ante la determinación del Senador.
—Es una buena idea —terció el cónsul Aurelio Gordiano—. El general Probo ha quedado ahora al frente del ejército; era el mejor y más fiel ayudante del emperador y es un hombre sensato. Sin duda estará de acuerdo en que sea el ejército quien se dirija al Senado para que sea esta asamblea de los padres de la patria romana la que designe al sucesor de Aureliano.
Los senadores debatieron la propuesta y al fin se aceptó enviar una delegación ante el ejército para tratar el asunto con Probo y sus generales.
—Mañana salgo hacia Grecia —dijo el Senador a Zenobia nada más regresar a su casa, una vez finalizada la asamblea del Senado.
—¿Negocios? —supuso Zenobia.
—Sí, pero no comerciales.
El Senador le explicó lo sucedido.
—¡Aureliano asesinado! Creí que era más precavido y que tenía vigilados a todos sus posibles rivales —se extrañó Zenobia.
—Han sido algunos de sus más cercanos colaboradores quienes han tramado la conjura. El jamás podría haber sospechado de su propio secretario, en quien había depositado su plena confianza. La ambición por el poder o por el dinero ciega a los hombres hasta convertirlos en alimañas sin escrúpulos. Sé que no sientes su muerte. No te lo reprocho, pues él fue quien te quitó el reino que habías conquistado, pero para mí su asesinato resulta una catástrofe de consecuencias imprevisibles. Soy romano y temo por lo que le pueda ocurrir a Roma —adujo el Senador.
—No siento la muerte de Aureliano. Jamás tuve afecto a ese hombre a pesar de que me salvó la vida cuando se empeñó en rechazar una y otra vez los consejos de la mayoría de sus generales, que se afanaban en solicitar mi ejecución. Pero tampoco me alegro por ello. Reconozco que fue un hombre valeroso y de gran determinación, que arriesgó su vida en defensa de Roma. Y por eso lo admiraba.