«No lo aceptará. Roma jamás aceptará una soberanía falsamente compartida», pensó Giorgios, aunque se mantuvo en silencio. El ateniense no dudó de que Roma atacaría Palmira en cuanto consiguiera asentar las fronteras del Danubio.
No importaba lo que los romanos reconocieran o dejaran de reconocer: Palmira ya era la capital de Oriente y Zenobia y Vabalato sus soberanos, de manera que la señora de las palmeras comenzó a dictar decretos y normas para todos sus dominios y lo hizo con una extraordinaria capacidad para organizar y regir tan extensos y complejos territorios.
Su contundente modo de gobernar y sus determinantes decisiones impresionaron a cuantos se veían implicados; todos sus súbditos se sintieron atraídos por la fuerza que emanaba aquella mujer, ante cuya presencia los hombres se quedaban como embobados. Y no sólo destacaba por sus dotes de mando, propias del más avezado de sus generales, sino también por su amplia sabiduría. El propio Casio Longino, a pesar de conocerla muy bien, pues había sido su preceptor y ahora era su consejero, se sorprendía a veces al escuchar de sus labios sus conocimientos de filosofía, geografía, ciencias e historia.
Un día, tras despachar con unos embajadores del rey de Persia, le enseñó a Longino uno de los mapas que se había traído de Alejandría tras ordenar copiar algunos de su biblioteca, y le explicó sobre el mismo las teorías de Eratóstenes acerca de las medidas de la Tierra que había aprendido en Egipto. Incluso llegó a postular, citando los planteamientos que hiciera el insigne Aristarco de Samos, que tal vez fuera la Tierra la que girara alrededor del Sol, y no al revés, como propugnaban la mayoría de los sabios. Y lo argumentaba no sólo con teoremas físicos y pruebas geográficas, sino aludiendo a su propia visión cosmogónica del mundo, en la que el Sol era el dios principal y único, el señor que regía el universo, el que daba la vida o condenaba a la muerte, y que por ello le correspondía el lugar del centro.
Entre tanto, Giorgios pasaba los días aguardando una nueva llamada. Cuando regresó de Egipto y la vio allí, esperándolo a las afueras de Palmira, permitiéndole entrar en la ciudad sobre su carro real, imaginó que aquella mujer lo deseaba y que volverían a estar juntos, ahora tal vez todas las noches, pero no ocurrió así.
Había pasado más de un mes desde su regreso de Alejandría. Giorgios había estado durante ese tiempo en seis ocasiones cerca de Zenobia con motivo de algunas recepciones de embajadores y en un par de consejos reales, pero no había logrado quedarse ni un solo instante a solas con ella.
Su deseo de poseerla otra vez era tal que pensó en enviarle una nota a través de Kitot, quien, como comandante de la guardia de palacio, tenía acceso a diario a la reina, pero se contuvo. No sabía qué hacer; casi desesperado, pasaba cada noche en la soledad de su lecho sintiendo transcurrir las horas con la lentitud que sólo se experimenta en los tormentos.
Apenas podía conciliar el sueño y en ocasiones se levantaba de la cama y salía al minúsculo patio de su vivienda para contemplar el pedacito de cielo estrellado que se abría sobre su cabeza, e intentaba recordar cada uno de los momentos vividos al lado de aquella mujer que había desbaratado todo su ser.
El palacio estaba en silencio; se había cumplido la medianoche y sólo se escuchaban las pisadas de los soldados de guardia que custodiaban el recinto exterior, iluminado con varios pebeteros de hierro.
Kitot acababa de revisar los puestos de vigilancia y había comprobado los turnos para aquella noche. Regresó al cuerpo de guardia y se extrañó de que los seis soldados que habitualmente formaban el retén estuvieran en el exterior pese al frío de la noche.
—¿Qué ocurre? —preguntó al sargento del grupo.
—Alguien que te espera dentro nos ha pedido que salgamos —le respondió ante las risitas de algunos de sus compañeros.
Kitot entró en el cuerpo de guardia y la vio sentada en una banqueta de madera, junto a la mesa sobre la que los soldados jugaban a los dados para pasar las tediosas horas de espera antes de cumplir su siguiente turno en el exterior. Cubría completamente su cuerpo y su cabeza con una capa y una capucha, pero no le cupo duda de que era ella.
—¡Yarai!
La muchacha levantó la cabeza y la luz de la lucerna iluminó su hermoso rostro y sus brillantes y redondos ojos azules.
—Quiero volver a sentirte dentro de mí —le susurró la esclava alana.
El armenio miró a su alrededor y comprobó que todos los soldados del retén permanecían fuera. Se acercó y la alzó en vilo con la fuerza prodigiosa de sus brazos pero con sumo cuidado para no hacerle daño. La besó con la inocencia de un niño y ella abrió su boca para recibir el beso, el primero que se daban.
—Yo también te deseo. No he pensado en otra cosa desde el otro día en el jardín de palacio.
—Acompáñame, todos duermen; la noche será para nosotros.
—Espera un momento; mis hombres saben que…
—Tus hombres no saben nada.
Yarai le pidió que la siguiera al interior del palacio y que la aguardara en el patio. Durante la noche sólo los eunucos y las esclavas podían permanecer dentro de las estancias privadas de la reina. Uno de ellos guardaba la puerta del patio, pero Yarai se las había arreglado para que dejara pasar a Kitot a cambio, eso sí, de un par de piezas de plata.
El armenio habló con sus hombres y les ordenó que volvieran a entrar en la sala del cuerpo de guardia. Luego se dirigió a la zona reservada del palacio. La puerta que daba acceso al gran patio estaba abierta y tras ella apareció la cara sonriente de uno de los eunucos, al que Kitot conocía bien. Era el portero y dormía en un lecho portátil al lado mismo de la puerta. Cuando entró el gigante, el eunuco se apresuró a correr el enorme cerrojo de hierro, convenientemente engrasado para evitar que chirriara.
Kitot le dio una palmada en el hombro y le sonrió. Junto a ima columna estaba Yarai; fue a su lado, se dieron la mano y se dirigieron hacia una de las estancias que se abrían al patio. Yarai lanzó un vistazo en todas las direcciones y le pareció vacío en la penumbra. No se dio cuenta de que, tras uno de los pebeteros, precisamente el que permanecía apagado, unos hermosos ojos negros los contemplaban. Entraron, cerraron la puerta y se besaron a la vez que sus manos recorrían sus cuerpos buscando las zonas más placenteras.
No hacía falta estimularlo porque estaba completamente erecto, pero Yarai masajeó con deleite el pene de Kitot. El armenio le sacaba dos cabezas a la muchacha, cuyos labios quedaban a la altura de la punta del esternón del comandante.
En esta segunda ocasión la penetración fue más fácil y Yarai no sintió el menor dolor. Su vagina estaba húmeda y Kitot contribuyó a lubricarla acariciando su sexo con suaves movimientos circulares de sus dedos, como le había enseñado a hacer una prostituta corintia en Alejandría.
Hicieron el amor tres veces procurando no emitir ningún ruido, aunque la muchacha no pudo evitar proferir algunos gemidos, ahora sólo provocados por el placer que le estaba proporcionando su fornido amante.
Al otro lado de la puerta, el oído de Zenobia escuchó en el silencio de la noche el jadeo gozoso de los amantes, y la señora de las palmeras, ahora sí, lamentó que esa noche su cama estuviera vacía.
El pulso de Giorgios se aceleró cuando uno de los eunucos de palacio le hizo llegar una nota de la reina. Le ordenaba que preparara a medio centenar de hombres para salir de cacería a las montañas del norte en el plazo de tres días; Giorgios encabezaría la partida. Unos mercaderes recién llegados de Anatolia habían visto a un par de osos negros merodear alrededor de su campamento y Zenobia se había propuesto capturarlos.
Longino le recomendó que no saliera a cazar. Cuando Giorgios oyó semejante consejo del filósofo estuvo a punto de estrangularlo allí mismo. Aquélla era la anhelada oportunidad para estar a solas con Zenobia, lejos de la ciudad, y tal vez volver a amarla en el sereno desierto, bajo las luminosas estrellas.
En aquella misma reunión se había debatido un ambicioso plan para el embellecimiento urbanístico. Si el poder de Palmira ya era equiparable al de Roma, su aspecto debería ser tan monumental como el de ésta. Se habían encargado varias nuevas estatuas a escultores egipcios y griegos recién llegados de Alejandría y de Atenas para embellecer con sus obras las calles de la ciudad. Zenobia había planeado la ampliación hacia el oeste, a partir del eje abierto por una nueva gran avenida que quedaría enmarcada por una columnata más larga y ancha todavía que la primera, con los capiteles labrados al estilo de los de Corinto, a los cuales se adosarían pedestales para colocar las nuevas tallas de los más eminentes prohombres de la ciudad. El Consejo municipal, a propuesta de Zenobia, aprobó una lista de cien personajes ilustres —entre los que se incluyó a Zabdas, que todavía no poseían una estatua pese a sus muchos méritos—. Algunos de ellos eran ricos aristócratas que cubrirían el coste de su columna y de su propia estatua, de manera que los gastos saldrían prácticamente gratis a la ciudad.
Los artistas se frotaron las manos, pues al día siguiente de la aprobación de este proyecto se presentaron en sus talleres más de cincuenta notables, todos ellos con sus bolsas repletas de piezas de oro para sufragar sus efigies. El tumulto que se provocó por convertirse en el primero en ser esculpido fue de tal calibre que el propio Giorgios, que estaba en el cuartel general del ejército preparando la partida de caza, tuvo que acudir con dos docenas de soldados para poner paz entre los mercaderes.
Tras no pocos esfuerzos se restableció la calma y se convenció a los aristócratas para que se organizara un sorteo que regulara el orden.
De regreso al cuartel se encontró con Zabdas que, informado de la que se había liado, acudía hacia el ágora.
—Me han dicho que se ha montado una buena —le comentó a Giorgios—. ¿Lo has solucionado?
—Estos ricachones son veleidosos como niños. Se han dado una buena tunda unos a otros, y si no hubiéramos intervenido habría sido mucho peor. Hace unos momentos casi se matan y, si los ves ahora, tan tranquilos y sosegados, no podrías siquiera imaginar que hace un rato peleaban como fieras salvajes por ganar un turno.
Zabdas sonrió.
—No olvides que gracias a sus negocios Palmira es una ciudad tan próspera.
—Pues no sé cómo ha podido ocurrir semejante cosa.
—Envía a los hombres de vuelta al cuartel y acompáñame a ver cómo ha quedado este asunto.
Giorgios ordenó a un capitán que regresara con los soldados y volvió sobre sus pasos hacia el ágora acompañado por Zabdas.
Allí estaban los miembros de la más rica aristocracia de Oriente, sentados en torno a los escultores que les explicaban cómo deberían posar para ser esculpidos. Cada uno de ellos guardaba en su mano un pedacito de papiro con el número que le había correspondido en el sorteo.
—¿Cómo lo has conseguido? —se sorprendió Zabdas al ver la satisfacción con que los nobles escuchaban las explicaciones de los escultores.
—No ha sido fácil; al principio tuvimos que intervenir a fondo, porque no había manera de poner orden. Una vez inmovilizados y separados los más revoltosos, les dije que Zenobia había ordenado que aquel que no acatara el orden establecido en un sorteo se quedaría sin estatua, y que me había autorizado para tomar los nombres de los que impidieran la celebración.
—¿Así de fácil? —se sorprendió Zabdas.
—Bueno, he tenido que prometerles una cosa…
—¿Cuál?
—Que conforme se fueran terminando las estatuas, se guardarían en un almacén de la ciudad y que todas se colocarían al mismo tiempo en sus pedestales una vez acabada la nueva calle.
Zabdas rió a gusto.
—Has hecho bien.
—También les dije que me habías confesado que no te importaría que la tuya fuera la última en ser esculpida.
Zabdas rió de nuevo, ahora a carcajadas.
—Condenado griego. —Le puso la mano por el hombro y añadió—: Vamos a cenar; te invito en la mejor posada de Palmira. Encargaré que nos preparen un buen asado de gacela con salsa de dátiles, huevos escalfados y una gran jarra del mejor vino que tengan.
A la mañana siguiente Zenobia ordenó que se reforzara el muro sur de la ciudad y que se construyeran nuevos bastiones en esa zona, la que había quedado peor protegida por la muralla que pocos años atrás ordenara construir Odenato. Nadie lo comentó, pero parecía evidente que aquellas nuevas obras defensivas no se ejecutaban por miedo a los persas sino porque se esperaba una pronta reacción de Roma.
Montañas al oeste de Palmira, principios de primavera de 270;
1023 de la fundación de Roma
El invierno acababa de finalizar. Las noches se acortaban día a día y las mañanas no eran tan frías como en las semanas anteriores.
La partida de caza salió de Palmira al amanecer. La nacarada aurora palidecía en el horizonte oriental con un tono perlado. Giorgios imaginó que la diosa Eos seguía penando por la muerte de Orión y que sus lágrimas divinas provocaban esa luz lánguida y triste de los amaneceres del último mes del invierno, cuando la constelación del cazador luce con todo su esplendor.
Avanzaron durante dos jornadas por el camino de Emesa, descansando en pequeños oasis controlados por soldados palmirenos, a través de una amplia vaguada entre dos cordilleras paralelas, separadas entre sí por unas diez millas. En las laderas de las sierras podían verse algunas manchas que tiznaban de verde la inmensidad ocre de la tierra abrasada por el sol.
Tras las dos jornadas en marcha hacia el oeste giraron hacia el norte y buscaron un lugar propicio para acampar en las estribaciones de las montañas. Lo encontraron en una hondonada en la que había una charca de agua amarillenta que alimentaba unos pistacheros silvestres.
—Acamparemos aquí —ordenó Giorgios tras consultar con Zenobia.
Atardecía. Los últimos rayos de sol caían sobre el horizonte y se desparramaban por la llanura del desierto como las hojas secas de una palmera mortecina. Bandadas de aves volaban muy alto hacia el norte dibujando enormes puntas de flecha en el cielo despejado.
Desplegaron las tiendas y los pabellones y, una vez instalado el campamento, Giorgios se dirigió al de Zenobia. La reina estaba sentada a la puerta del pabellón real; contemplaba la serena puesta de sol, que teñía el cielo de bandas en color rojo oscuro, añil y púrpura.