—No. Aureliano carece de la formación intelectual que tenía Adriano. Es un hombre de gustos sencillos. Hace unos días me dijo que lo que más le había divertido en los últimos años fue presenciar la hazaña de un comilón que se tragó un jabalí entero, diez panes, un carnero y un lechón, y se bebió todo el vino de un tonel.
—¿Existe gente capaz de comer todo eso?
—Si el emperador dice que lo ha visto, así debe de ser. Mira allí. Esa villa perteneció al poeta Cátulo, uno de los más grandes de Roma, y tras aquella suave colina se encuentra la del sublime Horacio, el protegido de Octavio Augusto y del opulento Mecenas, el hombre más rico en toda la historia de Roma, quien construyó un auditorio en la colina del Esquilino, en el barrio de Carinae, una zona de residencias de notables romanos tan sólo para escuchar los versos de Horacio y de Virgilio con la más refinada sonoridad.
El Senador calló que bajo la tierra de los espléndidos jardines de la villa de Adriano, el emperador filósofo había ordenado construir una reproducción de los infiernos, mediante la excavación de varios túneles que unían las diferentes partes de la villa. Por el subsuelo de Tívoli se extendía un espacio subterráneo frío y lúgubre, que tal vez ordenó horadar para recordarse a sí mismo que también existía el mundo demoníaco y terrible del Averno.
Los días del estío discurrían plácidos y Zenobia comenzaba a adaptarse a su nueva vida como matrona romana.
Mediado el mes de julio, al que los romanos habían denominado así en recuerdo al nacimiento de Julio César, el Senador tuvo que marchar a Roma durante cinco días para celebrar una sesión extraordinaria del Senado en su sede del Foro.
A su regreso, Zenobia lo recibió sonriente. El Senador saltó de su montura, se quitó el sombrero de ala ancha de estilo griego que usaba en los viajes a caballo, entregó las riendas a uno de los esclavos que lo habían escoltado y dio un beso en la mejilla a su esposa.
—¿Cómo ha ido la sesión? —le preguntó Zenobia.
—Sin oposición —ironizó, aludiendo de modo macabro pero con cierta crítica a Aureliano por la eliminación de todos los senadores que se le habían opuesto la primavera anterior—. Hemos reconocido los extraordinarios méritos de Aureliano y lo hemos honrado con nuevos títulos. Además de los que ya tenía por sus numerosas victorias, ahora lo hemos proclamado máximo, grande, invicto, indulgentísimo y pacífico, y se ha dispuesto que en las nuevas puertas de la muralla se coloquen inscripciones en letras de bronce de dos palmos de altura resaltando todos esos títulos y también los anteriores. Claro que, a cambio, los senadores hemos obtenido un nuevo cargo.
—¿Cuál? ¿Aduladores óptimos del emperador Aureliano? —se burló Zenobia.
—Sacerdotes del Sol. Ya ves, a partir de ahora estás casada con un sacerdote del Sol. En función de este cargo deberé asistir a las ceremonias que se celebren en el nuevo templo al Sol que el emperador está construyendo en el Quirinal. En realidad, Aureliano ha procurado no perjudicar los intereses de los senadores que lo hemos apoyado. Algunos de los más influyentes miembros del Senado eran contrarios a las medidas que ha puesto en marcha el emperador, porque perjudican a sus intereses —el Senador hablaba como si él no fuera precisamente uno de los más ricos—, y ha procurado que el perjuicio creado por sus reformas económicas no acabe por distanciarlo todavía más del Senado. Hay algunos que no le perdonan que ejecutara a treinta y seis senadores, que, aunque fueran miembros de la oposición encabezada por Felicísimo, no dejaban de ser padres de la patria romana.
—Tú eres, precisamente, uno de los más ricos —precisó Zenobia.
—Pero no soy miembro de la aristocracia de sangre de Roma. Y ha sido ese grupo el que más reticencias ha puesto a los planes del emperador. Aureliano es un hombre cruel, pero sólo cuando estima que la crueldad es necesaria para mantener la gloria de Roma. Ama la disciplina y está dispuesto a que la austeridad que ejerce en su propia vida se extienda a todos los rincones del Imperio. Por ello, el pueblo lo ama y los ricos lo temen. Me ha confesado que quiere acabar con el desmedido lujo y ostentación que muestran los patricios romanos. Incluso ha prohibido a su esposa que se cubra la cabeza con el
tinicopallium
, un exagerado y carísimo tocado que suelen llevar las emperatrices en los juegos en honor de la diosa Cibeles, y ha ordenado que todas las mujeres de la familia imperial eliminen los adornos de oro de sus cicladas, las largas túnicas que se usan en las ceremonias públicas.
—Mientras disfrute del apoyo del ejército podrá llevar a cabo todas esas medidas —comentó Zenobia.
—El ejército está a su lado porque es uno de los suyos y porque lo ha llevado una vez tras otra a la victoria. Y además, porque ha prometido aumentar la paga de los legionarios.
—Algún día se acabarán los tesoros de Palmira. ¿Quién va a sufragar entonces todos esos gastos?
—Está empeñado en que la distribución de la carga fiscal del Estado recaiga en un mayor porcentaje sobre las espaldas y las haciendas de los poderosos y que los necesitados no sólo no paguen impuestos sino que reciban cuanto necesiten del erario público.
—¿Se ha hecho cristiano? —preguntó Zenobia.
—¿Cómo dices? ¿Cristiano el emperador? —se extrañó el senador.
—Ese tipo de política coincide con algunas propuestas de los cristianos. Ellos proponen que las riquezas sean repartidas de manera equitativa entre todos, y también dicen que su dios odia a los ricos y ama a los pobres. En sus libros sagrados se condena la riqueza y está escrito en uno de ellos que «es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos a que un camello pase por el ojo de una aguja».
—El emperador no es cristiano, aunque tampoco muestra ninguna animadversión hacia ellos. Aureliano es un fiel devoto del dios Mitra, el Sol Invicto, y por ello está construyendo en su honor ese gran templo en el Quirinal.
—Lo sé, pero su plan para favorecer a los más pobres…
—No se trata de ser caritativo sino de ejercer la autoridad y de mantenerla. Aureliano quiere acabar con la corrupción y el mal gobierno que ha sufrido Roma. Ya ha logrado la primera meta que se propuso, reunificar el Imperio y acabar con la inseguridad en las fronteras; ahora se ha propuesto reformarlo por dentro, y para ello necesita unas nuevas bases. El tesoro dispone de dinero gracias al botín logrado en Oriente y Egipto, y las fronteras están de momento en paz. O afrontamos ahora las reformas, o Roma perderá la gran oportunidad que hace tiempo espera.
Roma, fines de verano de 274;
1027 de la fundación de Roma
Para poner en marcha sus reformas, Aureliano no aguardó ni siquiera a que culminara el verano y los senadores regresaran de sus villas en el campo.
Una mañana de comienzos de septiembre apareció en el Foro de Trajano, donde se exponían unas tablas en las que se anunciaban las deudas que había contraído el Estado romano y las destruyó con sus propias manos. Rodeado de un manípulo de pretorianos, pronunció a continuación un discurso en el que anunció a la plebe que se perdonaban las deudas contraídas por los más pobres.
Ante la mirada atónita de algunos poderosos, la población de Roma aclamó a su emperador quien, incentivado por los vítores de la gente, prometió que en las próximas semanas se repartirían de manera gratuita abundantes cantidades de pan, aceite, vino y carne de cerdo.
—Has comprometido demasiadas cosas, augusto —le dijo Julio Placidiano, que dirigía la escolta de pretorianos, mientras Aureliano se retiraba aplaudido y aclamado por una masa de incondicionales.
—No te preocupes. Ayer me informaron de que la cosecha de grano en Egipto ha sido excelente. Serán los egipcios quienes contribuyan a cubrir las necesidades de los ciudadanos de Roma. En cuanto al vino y al aceite, lo obtendremos de los excedentes de los ricos patricios y senadores; algunos de ellos poseen extensas viñas y cuantiosos olivares en la Bética, en Sicilia y en África. Ya han visto en las personas de algunos de sus colegas lo que les puede ocurrir si se oponen a las reformas que hemos puesto en marcha —alegó Aureliano.
—¿Y en cuanto a la carne de cerdo? Esta primavera pudimos repartir raciones debido a que había abundantes reservas en algunos almacenes que pagamos con el tesoro de Palmira, pero no sé si podremos mantenerlas.
—Perdoné a Tétrico porque se pasó a nuestro lado en la guerra de la Galia, pero también porque es un excelente administrador. Ya se encargará de que la provincia de Lucania y la misma Galia produzcan suficiente carne de cerdo como para abastecer la demanda de los romanos. Italia quedará dividida en pequeñas provincias y cada una de ellas contribuirá con sus tributos y sus productos al mantenimiento del Estado. Para ello, los colegios profesionales de todas las cofradías de productores deberán aprender a producir más y mejor. En esta nueva época nadie debe permanecer con los brazos cruzados. Se acabó el tiempo del ocio; todos debemos trabajar en beneficio de Roma.
—Quizá demandes de nosotros algo que no podemos cumplir; además, hay demasiados romanos acostumbrados a no hacer nada —respondió el prefecto del pretorio.
—Roma requiere de un esfuerzo supremo para solventar todo cuanto nos acucia o estaremos perdidos. Tú mismo has sido testigo de cómo nos habíamos situado al borde del abismo. Si no hubiéramos ganado la guerra a los bárbaros y sofocado las revueltas de Palmira y de la Galia, es probable que el Imperio ni siquiera existiera en estos momentos.
—Ya sabes que los soldados siempre estaremos contigo, augusto.
—Eso espero. ¡Ah!, he visto que algunos de los que me aclamaban en el Foro vestían de manera indigna. No puedo consentir que Roma sea una ciudad de andrajosos pordioseros. Encárgate de que repartan túnicas blancas a los más pobres.
—¿Cómo las pagamos?
—Con la venta de las túnicas de seda que trajimos de Palmira. Será un buen detalle vestir a los pobres de Roma gracias a los potentados de Palmira. Pero guarda las diez mejores; quiero ofrendarlas al templo del Sol, que pronto estará acabado.
—Queda un pequeño problema pendiente —añadió Julio Placidiano—. Algunos cristianos están difundiendo el rumorde que preparas una gran persecución contra ellos. Su número crece cada año; según sabemos por nuestros agentes, al menos una docena de senadores se han hecho cristianos o ya lo eran antes de tu acceso al trono.
—Hasta ahora no han supuesto ningún problema —dijo Aureliano.
—Pero cuestionan el poder imperial, critican numerosas decisiones y no están dispuestos a convivir con otros cultos a otros dioses.
—Mientras permanezcan como hasta ahora, los dejaremos en paz. Pero no consentiré que nadie atente contra la unidad que tanto esfuerzo ha costado recuperar; házselo saber al obispo de su comunidad.
—El ejército es la garantía de esa unidad.
—Y no dudes de que lo utilizaré con toda contundencia para acabar con quien pretenda romperla de nuevo. Pero no puedo exigir a los romanos que se sacrifiquen sin ofrecerles nada a cambio.
—Los cristianos predican el reparto de las riquezas, pero algunos no lo ejercen; varios de sus más destacados miembros son muy ricos y no sabemos que hayan distribuido su fortuna entre los más pobres —alegó el prefecto.
—Pues identifícalos, confisca sus bienes y repártelos entre los cristianos más pobres. Así cumplirán con el mandato de su dios.
Tívoli, fines de verano de 274;
1027 de la fundación de Roma
Los campos de Tívoli habían dado sus frutos tras el estío. El verano consumía sus últimos días y las noches comenzaban a ser frescas.
—Es hora de preparar nuestra vuelta a Roma; en cuanto acaben las fiestas de la vendimia regresaremos —le dijo el Senador a su esposa tras finalizar la cena en el
triclinium
de la villa.
Zenobia parecía preocupada.
—Estoy embarazada —comentó.
—¿Cómo ha ocurrido?
—Deberías saberlo; tú has visitado mi cama muchas noches en los últimos meses.
—¿Estás segura?
—He tenido tres hijos, y los síntomas que ahora siento son los mismos.
—¡Por todos los dioses, voy a ser padre! —El Senador estaba nervioso pero contento.
—Ya lo eres, y de dos hijos.
—Quiero decir que voy a ser padre de nuevo. Quizá sea un poco tarde para mí; ya tengo cuarenta años.
—Yo tampoco soy una jovencita; este invierno cumpliré treinta años.
—Habrá que tener cuidado con el traslado a Roma; hay mujeres que han perdido a sus hijos por hacer un viaje.
—No te preocupes; sólo hay una jornada de camino. Lo resistiré.
—En ese caso dispondré que la carreta sea provista con mayores comodidades, que se cubra el interior con almohadones y que circule despacio, aunque tengamos que emplear dos días en el trayecto.
Los dos esposos salieron al jardín de la villa, dotado de un pequeño estanque alimentado por una fuente y cubierto de hermosos parterres que lucían llenos de flores. En un rincón, el pedagogo dictaba un texto de Homero en griego a los dos hijos del senador, que lo copiaban en sendas tablillas de cera de las que utilizaban los escolares.
—Si en Palmira hubiéramos dispuesto de tanta agua… —susurró Zenobia mientras se agachaba y mojaba su mano en la pila de la fuente.
—¿La echas de menos?
—Nunca podré olvidarla. Este lugar es muy hermoso y rebosa de fertilidad, placidez, exuberancia y verdor. El agua corre por todas partes y el aroma de las flores es delicioso. Pero Palmira. .. Si pudiera contemplar uno solo de sus atardeceres… En esta época se producen los más hermosos. El sol se pone entre las colinas pedregosas del valle de los Muertos como un disco rojo y ardiente. Poco antes de ocultarse, parece que el cielo y la ciudad entera estén bañados en oro puro, pero poco a poco va tornando hacia tonos anaranjados, rojizos, púrpuras, añiles y violetas, hasta que cae la noche y miríadas de estrellas comienzan a brillar como los más purísimos diamantes. El aire es cálido y suave, y a veces una ligera brisa te recorre la piel y la sientes como si te envolviera una delicada, suave e invisible seda.
—Me gustaría complacerte y viajar contigo a Palmira para contemplar juntos esos atardeceres, pero ya sabes que el emperador jamás consentirá que regreses, ni siquiera vigilada por la más poderosa de las escoltas.
—Lo sé. Aunque Aureliano puede impedir que vuelva a Palmira, nunca logrará que se borren de mi memoria mis recuerdos.