El Senador, habitualmente un hombre tranquilo y de verbo sosegado, dotado del sentido de la paciencia que había aprendido a cultivar en el ejercicio de sus negocios, estalló:
—Tus alegaciones, Felicísimo, son propias del avaricioso que vela únicamente por sus intereses aunque con ello arrastre a la ruina a toda la república. Todos habéis escuchado de boca de nuestro emperador cómo se agotó el tesoro de Roma durante la época del gobierno de Valeriano y de su hijo Galieno. La mayoría sabéis bien, pues fuisteis testigos de ello, que sus campañas y su empeño por derrotar a los persas y conquistar Mesopotamia nos condujeron al borde del abismo. Valeriano era un hombre audaz y valiente, pero estaba lleno de insensatez y de improvisación. Para afrontar los enormes costes de aquella desdichada y frustrada expedición contra Persia utilizó más recursos de los que disponíamos. Su derrota a manos de Sapor no hizo sino agravar la situación, que su hijo Galieno arrastró hasta el desastre, dilapidando el dinero que no tenía y provocando la ruina del Estado y la acumulación de deudas y de incumplimientos. Por eso mis propuestas para poner en marcha una adecuada reforma de las finanzas de la república, refrendadas por el propio emperador, han de ser la base para solventar los problemas que se nos acumulan.
—El Senado de Roma ha cuidado desde su origen, y casi siempre con eficaz diligencia, del buen uso de los fondos del erario público. Si en alguna ocasión se han cometido errores, ha sido por dejar en manos de otros la toma de las grandes decisiones. Si ahora aceptamos tus propuestas, llevaríamos a la ruina al Imperio. Senador, tu bella esposa oriental ha debido de sorberte la inteligencia. Comprendo que andes despistado, ¿quién no lo estaría con una hembra así compartiendo su cama?, pero te ruego que recapacites y recuperes la cordura.
Algunos senadores rieron ante la alusión nada elegante de Felicísimo.
—Tu avaricia y tu egoísmo están a la altura de tu mala educación. Y ni siquiera tu carencia de argumentos para rebatir mis propuestas justifica que utilices a mi esposa para desautorizarme. Pero si eso es cuanto te preocupa, sí, te confieso que soy un hombre afortunado y feliz por estar casado con la mujer más hermosa del mundo.
Otro grupo de senadores asintió ante las palabras del Senador e increpó a los partidarios de Felicísimo.
—Quiero mostrarte algo, Senador. —Felicísimo se giró y un colega le alargó un pergamino—. Se trata de una carta del emperador dirigida al Senado; quiero que la escuches, que la escuchéis todos. Algunos de vosotros le recriminasteis que él, el más valiente de todos los soldados de Roma, el militar ejemplar, mostrase a una mujer en el desfile con el que celebró su triunfo; se trata, como ya habrás supuesto, de la que ahora es tu esposa que fue mostrada, cargada de cadenas, como un trofeo más. Pues bien, escuchad ahora las palabras de Aureliano justificando esa acción: «Escucho, padres y conscriptos, que hay quienes me acusan de no actuar de modo viril cuando mostré a Zenobia en el desfile del triunfo a comienzo de este año. Quienes reprochan mi actitud no cesarían de loarme y alabarme si tuvieran conocimiento de cómo es esta mujer y supieran de la sabiduría de cada una de sus decisiones, de su firmeza en cuanto disponía y de su autoridad para con sus soldados. Zenobia ha sido generosa cuando la situación lo demandaba y severa e inalterable si la disciplina lo requería. Fue ella la que animó a su esposo Odenato a derrotar a los persas y la que acudió con él hasta las mismas puertas de Ctesifonte. Esta mujer provocó un gran temor en las regiones de Asia y de Egipto, hasta tal punto que ni los árabes, ni los mesopotamios, ni los armenios osaron discutir su autoridad. Yo no hubiera respetado su vida si no hubiera estado convencido de que ella será útil al Imperio si vive, pues quienes la reconocieron como reina en Oriente saben ahora que Roma ha resultado victoriosa y que su cautiverio es la prueba de nuestra victoria. Por ello, recomiendo a los senadores que me han criticado por este asunto que se traguen el veneno de sus propias lenguas. Porque si a mí me criticáis, ¿qué no diríais del emperador Galieno, que consintió que esta mujer gobernara la mitad del Imperio, o del venerable emperador Claudio el Gótico, que no hizo nada para acabar con el reino de Zenobia porque alegó que se encontraba combatiendo contra los godos? Mientras esto ocurría, esta mujer a la que ahora muchos deseáis la muerte guardaba la frontera oriental del Imperio y soportaba el peso de la tradición de Roma.»—Deberías haber leído esta carta antes —alegó el Senador.
—Sí, tal vez en ese caso tú no hubieras aceptado casarte con una mujer a la que tanto alaba nuestro augusto. —Felicísimo sonrió con ironía.
El
princeps
de los senadores, acabada la fase de debate, propuso que se procediera a la votación de las reformas monetarias.
Los senadores, como se acostumbraba en cada votación, se dividieron en dos grupos. Por tan sólo dos votos la propuesta fue aceptada, ante el enfado de Felicísimo y de sus partidarios, que acusaron a sus oponentes de estar vendidos a la voluntad del emperador y de haber deshonrado la autoridad del Senado.
—Esto no quedará así. —Felicísimo alzó la voz entre las increpaciones de unos contra otros—. Si se altera la ley y se burla al Senado, Roma emitirá su propia moneda al margen de lo que decida el emperador. Te recuerdo, Senador, las famosas palabras que pronunció Cicerón cuando la República estaba amenazada: «Que las armas cedan ante las leyes.»—Y tú recuerda que la cabeza y las manos de Cicerón acabaron clavadas en una plataforma del Foro.
El Senador regresó a casa escoltado por tres de sus esclavos. Zenobia lo aguardaba expectante.
—¿Cómo ha ido la votación?
—Hemos ganado, pero por un margen mínimo. Lo peor es que creo que Felicísimo y sus seguidores no aceptarán el resultado. El Senado de Roma está dividido en dos grandes facciones; una de ellas la componen los miembros de las familias aristocráticas de la ciudad, algunas tan antiguas que hunden las raíces de su linaje en los tiempos de la República; y, por otro lado, estamos los senadores que hemos llegado a este puesto a causa de nuestra fortuna. Los miembros del Senado que tienen abolengo familiar reconocido se suelen llamar a sí mismos
patres
, mientras que a los demás nos denominan
conscripti
, una manera de remarcar que, aunque todos somos senadores, unos tienen más raigambre que otros. Quienes hemos votado a favor de las reformas hemos sido los
conscripti
, hombres de negocios que creernos que son necesarias para evitar la bancarrota y la ruina del Estado.
Mientras Zenobia y su esposo conversaban antes de la cena, un esclavo les anunció que un correo aguardaba a la puerta de la casa con un mensaje urgente del emperador.
El senador salió a recibirlo al atrio; tras él fue Zenobia.
—¿Qué ocurre? —preguntó el Senador al heraldo imperial.
—Se trata de los trabajadores de la ceca: acaban de amotinarse. Han proclamado que no aceptan las reformas monetarias dictadas esta mañana y amenazan con desencadenar una revuelta si no se mantiene la situación anterior. El emperador reclama tu presencia en palacio; afuera te espera una escolta con diez pretorianos.
—Debo irme —le dijo a Zenobia.
—Ten cuidado.
—Ordena a los esclavos que cierren bien la puerta y que no abran a nadie; creo que esta noche pueden estallar tumultos graves.
—Así lo haré.
El Senador cogió su manto y salió presto hacia el palacio.
Aquella noche los trabajadores de los talleres de la ceca se proclamaron en rebeldía y se negaron a aplicar las reformas aprobadas por el emperador y ratificadas en votación por el Senado.
El Senador regresó a casa por la mañana. Había pasado toda la noche en el palacio, con Aureliano y varios senadores leales procurando establecer un plan para afrontar los graves problemas que se planteaban.
—La situación en la ciudad es grave —le dijo a Zenobia—; el emperador ha ordenado a la guardia pretoriana que clausure la ceca y que impida el acceso a los trabajadores, pero éstos, ayudados por un grupo de senadores rebeldes, están difundiendo por toda la ciudad, a fin de crear el mayor malestar posible entre los ciudadanos, el rumor de que Aureliano va a aplicar de inmediato una enorme subida de impuestos. Cuando venía hacia aquí he visto a varios grupos de gente que se arremolinaba en las esquinas incitada por agentes de Felicísimo; no me cabe duda de que estaban bien organizados. Me temo que pueden estallar graves tumultos de imprevisible resolución.
Un esclavo irrumpió en el peristilo, donde Zenobia y el senador conversaban reclinados en un diván.
—Señor, una multitud de ciudadanos ha tomado las armas y ha cercado a la guardia pretoriana en el monte Celio, junto al templo del divino Claudio. Al parecer se están produciendo sangrientos combates. El emperador demanda tu presencia en el palacio imperial.
—Lo que temía ha sucedido. Debo ir allí.
—No, no lo hagas. Tú no eres un soldado, deja que sea la guardia la que resuelva esta revuelta —clamó Zenobia.
El Senador tomó con sus manos la cara de su esposa.
—Vaya; ¿te importo algo? Hasta ahora creía que sólo era para ti un seguro de libertad, pero por el tono de tu voz me ha parecido que estabas preocupada por lo que pudiera ocurrirme.
—Sí, me importas.
—¿Por qué?
—Porque a tu lado he conseguido algo que jamás tuve…
—No sigas. No quiero saber de qué se trata porque si no fuera lo que pienso me angustiaría; me basta con haber oído de tus labios que te inquieta lo que me suceda. De momento para mí eso es suficiente. Pero debo ir; en esta situación no puedo dejar de lado mis deberes. Soy senador de Roma y debo comportarme como tal, sobre todo en los momentos más difíciles.
Antes de salir, el Senador cogió una espada con su correaje y se lo ajustó a la cintura.
—¿Sabes manejarla? —le preguntó Zenobia extrañada.
—No lo he hecho jamás; en los negocios las armas que se utilizan son mucho más sangrientas, pero no de hierro. No te preocupes, he sobrevivido a combates más cruentos que éste discutiendo con algunos de mis proveedores y de mis clientes.
—Te acompaño —dijo Zenobia.
El Senador la miró perplejo.
—¿Qué?
—Tú no has participado en ninguna batalla, pero yo sí lo he hecho en algunas. Recuerda que he estado al frente de un ejército.
—¡Eres una mujer!
—¡Vamos! —dijo Zenobia.
El Senador y su esposa salieron hacia el palacio imperial, donde el emperador había citado a sus adeptos más leales. Cuando residía en Roma, Aureliano solía habitar un pequeño edificio en los jardines de Salustio, y sólo utilizaba el palacio imperial para las recepciones oficiales.
Desde su casa en la ladera sur de la colina del Quirinal, Zenobia y su esposo atravesaron la calle de las termas de Constantino escoltados por media docena de esclavos armados con machetes y hachas y cruzaron el foro de Trajano y el de Augusto, en donde se cruzaron con varios grupos de exaltados que se dirigían hacia la colina del Celio, en la que los rebeldes tenían cercadas a dos cohortes de la guardia pretoriana.
Una vez en la colina del Palatino se presentaron ante la puerta del palacio imperial, fuertemente protegida.
El Senador se identificó y lo dejaron pasar.
Aureliano parecía un león enjaulado. Paseaba a grandes zancadas de un lado a otro de la gran sala de banquetes entre varios de sus generales, consejeros y los senadores más afectos. Cuando entró el Senador, todos se quedaron boquiabiertos; a su lado estaba Zenobia, hermosa y radiante, con su melena negra suelta sobre los hombros y una sencilla diadema sobre la frente.
—¡Senador! —Aureliano se quedó pasmado ante la figura de Zenobia—. ¿Qué hace ella aquí?
El Senador miró a su esposa y luego al emperador.
—Zenobia me ha dicho que participó en muchas batallas, y se ha empeñado en acompañarme. No he sabido cómo evitarlo.
Aureliano, tras la sorpresa inicial, se golpeó el pecho y sonrió.
—En una ocasión, cuando estaba preparando desde Grecia el asalto a Palmira, alguien me dijo que tenías terror al combate, mi señora, y que huirías en cuanto vieras acercarse a mis legiones. Pero no fue así, me hiciste frente y a punto estuviste de derrotarme.
—Fue en los llanos de Emesa. Si nuestra infantería no hubiera cedido ante tus legionarios te hubiera vencido.
—Tal vez. Aquel griego, Giorgios, mi antiguo subordinado, hizo bien su trabajo como general de tu caballería pesada. Ni siquiera con la ayuda de los jinetes acorazados sármatas pudimos vencer a tus catafractas.
—Estaban bien entrenados y combatían por Palmira.
—Echabas de menos la acción, ¿eh? Bueno, al menos en esta ocasión estás de mi parte, y eso me reconforta —dijo el emperador.
—Estoy de parte de mi esposo. ¿No es así como debe comportarse una matrona romana?
Aureliano rió.
—Has aprendido pronto, señora, y me alegro. Sí, te has convertido en una romana, y espero que te guste.
—Perdona, augusto, pero ¿estás aceptando que esta mujer se quede con nosotros? —le preguntó uno de los senadores.
—Esta mujer sola tiene más valor que todos vosotros juntos. Y bien, vayamos a lo urgente. Varios miles de rebeldes, instigados por ese traidor de Felicísimo, que no merece sino oficiar el puesto del más vil de mis esclavos, han cercado a dos cohortes de pretorianos y a tres cohortes de legionarios novatos en el monte Celio. La situación allí es muy grave; o la resolvemos pronto, o Roma sucumbirá sumida en el caos.
—¿Qué propones, augusto? —preguntó uno de los senadores.
—Acabar con la revuelta liquidando sin piedad a todos los amotinados. En el castro del Pretorio aguardan acantonadas seis cohortes pretorianas y tres más de veteranos de la I Legión Itálica, y en las afueras de la ciudad, cerca de la puerta Tiburtina, hay seis cohortes de la XX Legión Valeria Victrix.
—Esa legión sirve en el
limes
de Britania; son soldados expertos y curtidos en la guerra de la frontera —exclamó Julio Placidiano.
—Traje a la mitad a las cercanías de Roma tras la pacificación de Britania. Con todos esos efectivos, podremos sofocar la rebelión.
Un heraldo llegó con noticias de lo que estaba ocurriendo en la colina del Celio. Sorprendidos por el ataque de las masas, los soldados resistían el envite de la muchedumbre enardecida, aunque comenzaban a ceder ante la tremenda superioridad numérica de los rebeldes.