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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (87 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Es una orden directa del emperador. Tienes que desfilar atada con estas cadenas.

—¿Desfilar? Con esas cadenas tan pesadas encima no podré ni siquiera moverme.

—Estos dos eunucos te ayudarán a soportar el peso del oro, señora. Debo colocártelas en las manos y en los pies. Y este grillete en tu cuello. La plebe de Roma tiene que verte de esta manera.

—Soy la reina de Palmira…

—Ahora no, señora. Ahora ya no.

Cuando la carreta de Zenobia llegó al circo, comenzaba a amanecer sobre el cielo de Roma. La mañana era fría pero el cielo estaba despejado. El sol luciría en aquella jornada y contribuiría a ensalzar el triunfo de Aureliano.

Los maestros de ceremonias conminaban a los integrantes del desfile a que todo estuviera bien dispuesto, y se esforzaban por que todos los participantes lucieran como si se tratara de los más afamados actores del teatro.

Zenobia descendió de su carreta y sintió el peso de las cadenas que casi le impedían caminar.

Las antorchas y fanales que habían iluminado el circo durante la noche se fueron apagando y la luz del día permitió observar la formidable comitiva, ya dispuesta para el desfile.

Unas trompetas sonaron sobre una de las gradas y un clamor se fue extendiendo. Aureliano acababa de hacer su entrada en el recinto, listo para colocarse en la posición preferencial.

Zenobia pensó por un momento que el emperador se acercaría para verla, para comprobar que el más preciado de sus trofeos, el que más le había costado conseguir, estaba allí. Pero no lo hizo; él ya sabía que Zenobia estaba ubicada en el lugar que le habían asignado y la imaginó hermosa y cargada con las cadenas de oro, pero prefirió mostrarse distante con ella y la evitó.

Cuando todo estuvo preparado, un nuevo toque de trompetas anunció que comenzaba el desfile del triunfo de Aureliano.

A la cabeza de la impresionante comitiva se situaron tres carros. El primero era el que había pertenecido a Odenato, que a su vez lo ganó en una de la campañas contra los persas; se trataba de un carruaje magnífico, conducido por un famoso auriga vencedor en cien carreras sobre el cual ondeaba el estandarte imperial de Aureliano; estaba decorado con placas de oro y de plata y adornado con piedras preciosas de la India. El segundo era muy similar, también obra de los persas; había sido regalado a Aureliano por el rey Bahram I, el segundo hijo de Sapor, como señal de buena voluntad, pues tras la toma de Palmira ambos habían decidido no atacarse, al menos por el momento. Y el tercero era el carro que había utilizado Zenobia en Palmira. Alguien le había revelado a Aureliano que, cuando ordenó construirlo, ella había dicho que entraría algún día victoriosa en Roma sobre él para ser coronada también como augusta de Occidente. Enterado de ello, el emperador había ordenado que lo llevaran a Roma para ser mostrado en el desfile.

Tras los tres carros traídos de Oriente se ubicaba un cuarto, no tan lujoso como los anteriores, fabricado con gruesos maderos y tirado por cuatro ciervos. Había pertenecido al rey de los godos, derrotado por Aureliano en una batalla a orillas del Danubio. Este carro había sido ofrecido por Aureliano, junto con otros ciervos, en sacrificio al templo de Júpiter Óptimo Máximo, en Roma.

Tras los carros desfilaron veinte elefantes domesticados en la provincia de Libia y trasladados a Roma desde África. Las enormes bestias parecían dóciles acémilas conducidas por expertos domadores de Cartago, descendientes de los púnicos que habían atravesado en tiempos de Aníbal las montañas de los Alpes con paquidermos semejantes. Los colmillos de aquellos gigantes estaban adornados con brazaletes de oro y sus patas traseras enlazadas por una gruesa cadena de hierro que los obligaba a caminar a pasos cortos.

Doscientas fieras, entre las que había osos, panteras y leones, todas ellas capturadas en la provincia romana de Arabia, en los alrededores de Petra, seguían a los elefantes. Dirigidas por decenas de domadores provistos de látigos y lanzas, iban atadas con gruesas cadenas y separadas entre sí por pértigas de hierro; además había también cuatro tigres de la India, enormes y feroces, y una docena de jirafas africanas, con sus altísimos cuellos y sus largas patas.

Mil seiscientos gladiadores desfilaban tras los animales, alineados en parejas según su armamento, su altura y su complexión, equipados con sus armas reglamentarias de combate, cubiertos con capas de lana blanca, con los cascos bajo el brazo y engalanados sus cabellos con cintas doradas.

A continuación desfilaron representantes de los pueblos derrotados o sometidos por Aureliano, todos con las manos atadas y en largas filas: centenares de árabes, indios, persas, palmirenos, godos, alanos, sármatas, francos, suevos, vándalos y de otra decena al menos de tribus, pueblos y clanes extranjeros, cada uno de ellos portando un cofre, una caja, una cesta o un saco con regalos y tributos para el emperador de Roma. A la cabeza de los vencidos, encadenados, figuraban varios aristócratas de Palmira, un puñado de potentados a los que Aureliano había perdonado la vida precisamente para ser exhibidos en su triunfo, y otros tantos de Egipto, cada uno de ellos vestido con los ropajes típicos de su país, y ante cada grupo un esclavo portaba un cartel en el que podía leerse el nombre de cada una de aquellas tribus sometidas.

Soldados de las legiones victoriosas portaban las armas y las insignias de las naciones conquistadas, junto a los embajadores de las regiones de Etiopía, negros como la noche sin luna; de Arabia, altivos sobre sus camellos blancos; de Persia, con sus ampulosos y ricos mantos de seda bordada; de Bactria, tocados con turbantes de lino; de la India, enjoyados con enormes rubíes, esmeraldas y diamantes; y de la lejana China, hombres de piel pálida y ojos rasgados como la hoja de un cuchillo.

Tras los cautivos caminaban semidesnudas, apenas cubiertos sus senos y sus pubis por unas tiras de piel, ateridas por el frío de la mañana invernal, diez mujeres godas, altas y rubias, que habían sido capturadas en una batalla cuando peleaban al lado de sus hombres.

Cayo Pío Esuvio Tétrico, el senador que entregó la Galia a Aureliano, y su hijo cabalgaban sobre sendas monturas vestidos con clámides de color púrpura, túnicas verdes y calzas al estilo de los galos. El emperador quería demostrar que quien estuviera a su lado, aunque en alguna ocasión se hubiera opuesto a su gobierno, sería generosamente recompensado.

Zenobia caminaba cargada con las cadenas de oro que le ceñían manos y pies. Un grillete de oro rodeaba su cuello y de allí salía una cadena también de oro de la que tiraba un bufón vestido al estilo persa que saltaba y brincaba delante haciendo momos, señalándola con el dedo y burlándose de ella a cada instante.

Dos eunucos la ayudaban a sostener el peso de las cadenas. De vez en cuando Zenobia, que había atravesado desiertos, vadeado ríos y participado en duras jornadas de caza, tenía que detenerse, fatigada por tanto peso, a descansar unos instantes antes de continuar con el desfile.

Varios esclavos portaban túnicas y mantos requisados en los palacios y los templos de Palmira; eran de seda finísima, de una calidad jamás vista en Roma, recamados con piedras preciosas y bordados con figuras de fieros dragones, delicadas flores y complicadísimos dibujos geométricos, elaborados con telas de la mejor seda de China en los afamados talleres textiles de Susa, Ecbatana, Tira, y Ctesifonte, las grandes ciudades de Persia; y unas telas púrpuras de un brillo sin igual, que cambiaban de tono según cómo incidían sobre ellas los rayos del sol.

A los vencidos seguían los vencedores. Ciudadanos romanos vestidos con togas y mantos blancos portaban estandartes con coronas de oro con el nombre de todas las ciudades capitales de todas las provincias del Imperio, desde la hispana Emérita Augusta hasta la Artaxata armenia, alzadas sobre altas pértigas para que fueran contempladas por todos los ciudadanos.

Tras los emblemas de las ciudades y las provincias desfilaban las corporaciones de oficios de Roma, cada una con un nutrido número de miembros en sus filas bajo sus enseñas y guiones: los panaderos, los curtidores, los canteros, los herreros, los carpinteros; muchos llevaban al hombro los utensilios que utilizaban en sus trabajos cotidianos, igual que soldados de un extraño ejército.

Después iban los soldados de la guardia pretoriana y los jinetes de la caballería pesada, con sus enormes caballos forrados de láminas de metal al estilo de los catafractas persas.

Por fin caminaban los senadores, con sus túnicas blancas orladas de púrpura; los que habían sido leales a Aureliano lo hacían alegres y saludaban alzando los brazos a los que contemplaban el desfile, pero los que se habían opuesto al emperador o habían conspirado contra él lo hacían maniatados y marcados con unos estrafalarios gorros que los señalaban como objeto de burla y escarnio.

Cerraba el desfile el propio Aureliano. El emperador marchaba sobre un enorme carro, de seis codos de altura, del que tiraban cuatro elefantes. Vestido con la clámide púrpura imperial bordada con hojas de laurel de oro, con botas de cuero rojo y el rostro maquillado también de rojo, cual Júpiter tonante, como había sido habitual en las entradas triunfales de los emperadores y los generales en épocas pasadas, y tocado con una corona de picos de oro que le regalaron los ciudadanos de Oxirrinco con motivo de sus victorias, como si se tratara del dios Helios, saludaba a la multitud desde un trono de oro a cuyos lados había dos enormes baúles con denarios de plata que Aureliano arrojaba a la muchedumbre, entusiasmada ante la visión de semejante muestra de poder.

En otros tiempos, cuando algún general o un emperador habían celebrado un triunfo semejante en Roma, era costumbre que un esclavo, colocado detrás del héroe, le fuera reiterando cada cierto tiempo la frase «Recuerda que eres mortal», una manera de mitigar la excesiva euforia que algunos triunfadores habían mostrado en determinados momentos, pero Aureliano había decidido suprimir ese ritual y desfiló solo, consciente de su triunfo y de su majestad. Quería mostrar a todos que Roma volvía a ser grande e invencible, y eso era gracias a él.

Sobre el trono, un gran cartel escrito en letras doradas lo anunciaba bien claro: «Lucio Domicio Aureliano, emperador de Roma, restaurador del mundo.» Ya los lados del carro lucían otros letreros con todos los títulos y dignidades concedidas por el Senado. Desde luego, nadie hasta entonces en la historia de Roma, ni Publio Cornelio Escipión, el vencedor de Aníbal, ni Julio César, el conquistador de la Galia, ni Octavio Augusto, el primero de los emperadores, ni el augusto Trajano, conquistador de la Dacia y de Mesopotamia, había recibido semejantes honores. Todos ellos habían conquistado una parte del Imperio y habían contribuido con sus hazañas a hacerlo más grande y poderoso, pero él, Aureliano, había tenido que reconquistarlo todo de nuevo, Oriente y Occidente, desde Britania y la Galia hasta Mesopotamia y Egipto. Sí, él era el más grande de todos los soberanos de Roma y nadie como él merecía un triunfo semejante porque había salvado a Roma, que hasta su triunfo estaba a punto de perderse para siempre.

Atados al carro imperial con unas cadenas de plata, caminaban cansinamente los dos leones sobrevivientes de los tres que había criado Zenobia. Eran tan viejos, tan dóciles y estaban tan agotados que parecían perros gigantes más que fieras indomables.

La multitud apelotonada a lo largo de las calles por donde discurría el desfile jaleaba diversas consignas convenientemente proclamadas por agentes del emperador distribuidos entre la barahúnda de la población y armados con espadas ocultas bajo sus mantos por si era necesario actuar si se producía algún altercado. En las principales etapas por donde pasaba la comitiva se habían elaborado enramados de hojas de yedra y de laurel ante la ausencia de flores en esa época del año.

El desfile duraba ya demasiado; a mediodía la cabecera todavía no había llegado al Coliseo y no finalizó hasta media tarde, a la hora nona, cuando el sol comenzaba a declinar en el horizonte. El final de la comitiva llegó al Palatino cuando apenas había luz en el cielo.

Zenobia estaba completamente agotada. Había caminado durante media jornada cargada de cadenas a través de las calles de Roma y, pese a su fortaleza, se sentía a punto del desmayo. Apenas había comido nada y el frío le entumecía los músculos, tumefactos por el esfuerzo. Tenía ampollas en los pies y los hombros tan doloridos que apenas podía levantar los brazos.

El bufón vestido al estilo persa que llevaba la cadena asida al grillete del cuello de Zenobia hacía ya tiempo que había dejado de bailotear y brincar a su alrededor, y caminaba con la cabeza gacha, resoplando a cada paso como un asno herido.

Los eunucos que la ayudaban con las cadenas se detuvieron ante el portalón del palacio de Septimio Severo a una orden del centurión de la guardia pretoriana que los había escoltado durante todo el recorrido. Miraron a la reina con piedad y se sintieron tan confortados como ella porque había acabado aquel suplicio.

El mayordomo de palacio había aguardado con paciencia el final del desfile. Al ver el estado de Zenobia se sobresaltó y sintió el impulso de pedirle excusas.

—Señora… ¡Vamos, vamos! —increpó a los esclavos—, ¡quitadle esas cadenas enseguida! Un buen baño os reconfortará.

Zenobia apenas podía hablar. Su cuerpo estaba agotado y maltrecho, pero el mayor de los dolores radicaba en su corazón. Humillada y vencida, se tambaleó cuando la liberaron de sus cadenas y cayó al suelo sumida en una especie de duermevela. A su alrededor todo parecía girar en un torbellino infernal de colores y formas extrañas que se mezclaban formando absurdas e incomprensibles figuras. Estridentes sonidos resonaban en el interior de su cabeza, como si en ella se hubiera introducido una banda de faunos que interpretara las más horrendas melodías al son de flautas estridentes y timbales agudos. Luego se hizo la oscuridad y todo pareció fundirse en un magma negro y silencioso.

—Señora, señora…

Los ojos negros y luminosos de Zenobia se abrieron despacio; la luz solar que entraba por la galería de su alcoba la cegó por unos momentos.

—¿Qué ha pasado, qué hora es?

El mayordomo estaba a su lado, sentado junto a ella.

—Perdiste el sentido al llegar a palacio. Fue ayer, poco después de la hora nona. Has estado durmiendo casi todo un día.

—Tengo sed.

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