Es la una menos veinticinco y le digo:
—¿Me dejas hacer una llamada?
—Póngame con información de Nueva York —digo cuando cojo el teléfono y, una vez que me comunican, inquiero—: ¿Podría darme los nombres de algunas librerías de la Cuarta Avenida, por favor? Habrá unas veinte.
La Cuarta Avenida es el centro del libro usado y agotado del capítulo de habla inglesa del mundo civilizado. Mientras la operadora me busca los nombres, me vuelvo hacia la criatura que estaba en la tumbona de al lado y le comento:
—Mi hijo cumple diez años hoy y me gustaría regalarle este libro; no tardaré nada.
—Estupendo —dice Sandy Sterling.
—Aquí figura una tienda llamada Librería de la Cuarta Avenida —me dice la operadora, y me da el número.
—¿No podría darme alguna otra? Vienen todas juntas.
—Si mee daa los nombress, lo ayudaré encantada —responde la operadora, hablando en lenguaje de la Bell.
—Con éste ya tengo bastante —le contesto, y le pido a la operadora del hotel que me ponga con la tienda—. Oiga, que llamo desde Los Ángeles —le digo—, y busco
La princesa prometida
, de S. Morgenstern.
—No, lo siento —me contesta el tío.
Y antes de que le pueda pedir que me dé los nombres de otras librerías el tipo cuelga.
Le pido a la operadora del hotel que vuelva a ponerme con la tienda y cuando el tío vuelve a coger el teléfono le digo:
—Habla su corresponsal de Los Ángeles. Esta vez procure no colgar tan deprisa.
—Le he dicho que no lo tengo.
—Ya lo he entendido. Pero como estoy en California, me gustaría que me diera los nombres y los teléfonos de algunas otras tiendas de la zona. Quizá lo tengan, y como podrá imaginarse, por aquí no abundan las Páginas Amarillas de Nueva York.
—Ellos a mí no me ayudan, y yo tampoco.
Vuelve a colgar.
Me quedo ahí sentado, con el auricular en la mano.
—¿Cuál es ese libro tan especial? —me pregunta Sandy Sterling.
—No tiene importancia —le contesto, y cuelgo. Entonces le digo—: Sí que la tiene.
Vuelvo a coger el teléfono y finalmente logro comunicarme con Harcourt Brace Jovanovich, mi editor de Nueva York, y al cabo de unos cuantos finalmente más, la secretaria de mi editor me lee los nombres y los teléfonos de todas las librerías de la zona de la Cuarta Avenida.
«Cazadores —decía en aquel momento mi padre—. Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más hermosas». Lo tenía acampado en la cabeza, acurrucado, calvo, y medio bizco, tratando de leer, tratando de agradar, tratando de mantener alejados a los lobos y a su hijo con vida.
Era la una y diez cuando por fin logré tener la lista completa y me despedí de la secretaria.
Entonces empecé con las librerías.
—Oiga, llamo desde Los Ángeles para preguntar si tienen un libro de Morgenstern,
La princesa prometida
, y…
—… lo siento…
—… lo siento…
Comunican.
—… hace años que está agotado…
Otro que comunica.
Las dos menos veinticinco.
Sandy sigue nadando. Y monta un poco en cólera. Debe de pensar que le estoy tomando el pelo. Pues no le estoy tomando el pelo, pero lo parece.
—… lo siento, tuve un ejemplar en diciembre…
—… no lo tengo, lo siento…
—Ésta es una grabación. El número que ha marcado no funciona… Rogamos que cuelgue y…
—… no…
Y Sandy que trinaba. Echando chispas, recogiendo sus cosas.
—¿… quién lee a Morgenstern hoy en día?
Sandy se marcha, se marcha, estupenda, preciosa, se marchó.
Adiós, Sandy. Lo siento, Sandy.
—… lo siento, ya estamos cerrando.
Ya son las dos menos cinco. Las cinco menos cinco en Nueva York.
Pánico en Los Ángeles.
La línea comunica.
No contestan.
No contestan.
—En florinés, creo. Lo tendré en algún sitio de la trastienda.
Me incorporo en la tumbona. El tío tiene un acento marcadísimo.
—Necesito la versión inglesa.
—Hoy en día pocos piden a Morgenstern. Ya no sé qué tengo en la trastienda. Venga mañana y búsquelo usted mismo.
—Estoy en California —le digo.
—Chalado.
—Es que es muy importante para mí que me lo busque.
—¿Esperará mientras lo hago? Yo no pienso pagar la llamada.
—Tómese el tiempo que necesite.
Se tomó diecisiete minutos. Yo esperé en línea, escuchando. De vez en cuando se oía el sonido de un paso o un estrépito de libros o un gruñido: «Ay, aay».
Y por fin:
—Bien, tengo el florinés, tal como pensé.
Por poco.
—Pero no la versión inglesa —digo.
Y de pronto, el hombre empieza a chillarme:
—¿Cómo, se ha vuelto loco? Me rompo el alma para que usted me diga que no lo tengo. Claro que lo tengo, lo tengo aquí, y créame que le va a costar una buena suma.
—Estupendo…, se lo digo en serio, no es broma. Escúcheme que le explico lo que tiene que hacer. Coja un taxi y pídale que lleve los libros a Park y…
—Oiga, señor Chalado California, ahora me va a escuchar usted a mí. Aquí va a caer una tormenta de nieve en cualquier momento y ni yo ni mis libros iremos a ningún sitio sin dinero. Seis cincuenta cada uno. Si quiere la versión inglesa, tendrá que llevarse también la florinesa, y cierro a las seis. Estos libros no saldrán de aquí si yo no recibo antes trece dólares.
—No se vaya —le digo, y cuelgo.
¿Y a quién llama uno fuera del horario de oficina y con las Navidades al caer? Pues a un abogado.
—Charley —le digo cuando logro encontrarlo—, me tienes que hacer un favor. Vete a la Cuarta Avenida, a la librería de Abromowitz, págale trece dólares por dos libros, coge un taxi hasta mi casa y dile al conserje que los suba a mi piso. Ya. Ya sé que está nevando, ¿qué me dices?
—Que es un favor tan extraño que no tendré más remedio que hacértelo.
Vuelvo a telefonear a Abromowitz.
—Mi abogado ya va para allá.
—Nada de cheques —me dice Abromowitz.
—Es usted todo corazón.
Cuelgo y empiezo a hacer cálculos. Aproximadamente unos ciento veinte minutos de conferencia a razón de un dólar treinta y cinco los primeros tres minutos, más trece por los libros, más unos diez por el taxi de Charley, más unos sesenta por sus honorarios, ¿a cuánto ascendía? Tal vez unos doscientos cincuenta. Todo para que mi hijo Jason tuviera el Morgenstern. Me repantingué y cerré los ojos. Doscientos cincuenta dólares por no mencionar las dos horas de tormento y angustia, sin olvidarnos de Sandy Sterling.
Una ganga.
Me llamaron a las siete y media. Estaba en mi suite.
—Le encanta la bici —me dice Helen—. Está prácticamente fuera de sí.
—Fabuloso.
—Ah, llegaron tus libros.
—¿Qué libros? —le pregunto; Chevalier no habría podido parecer más indiferente.
—
La princesa prometida
. En varias lenguas; por suerte una de ellas era el inglés.
—Bueno, me parece muy bien —digo persistiendo en mi vaguedad—. Casi se me había olvidado que pedí que se los enviasen.
—¿Cómo llegaron hasta aquí?
—Telefoneé a la secretaria de mi editor y le pedí que me buscara un par de ejemplares. A lo mejor los tenían en Harcourt, cualquiera sabe —pues sí, en Harcourt tenían unos ejemplares; ¿os lo imagináis? Puede que en las páginas siguientes os cuente por qué—. Pásame con el niño.
—Hola —me saluda al cabo de un segundo.
—Escúchame, Jason —le digo—: Pensábamos regalarte una bicicleta para tu cumpleaños, pero después cambiamos de idea.
—Jo, estás muy equivocado. Ya me habéis regalado una.
Jason ha heredado de su madre la total falta de humor. No lo sé; tal vez él sea ocurrente y yo no. Una cosa que puedo afirmar con toda seguridad es que no nos reímos mucho juntos. Mi hijo Jason es un crío con un aspecto increíble: pintado de amarillo, podría formar parte del equipo de sumo de la escuela. Un pequeño dirigible. Se pasa la vida comiendo. Yo me cuido para no engordar, y a Helen sólo se la ve entera de frente, y además, es una de las más conocidas psiquiatras infantiles de Manhattan, y mi hijo rueda más deprisa de lo que camina.
—Utiliza la comida para expresarse —dice siempre Helen—, para calmar sus ansiedades. Cuando se sienta dispuesto y capaz de hacer frente a las cosas, adelgazará.
—Oye, Jason. Mamá me ha dicho que el libro te acaba de llegar. Ya sabes, el de la princesa. Me encantaría que lo leyeses mientras estoy fuera. Cuando yo era crío me encantó y me gustaría saber qué te parece.
—¿También tiene que encantarme?
Vaya si era hijo de su madre.
—No, Jason. Sólo quiero saber tu opinión. La verdad. Te echo de menos, campeón. Te llamaré para tu cumpleaños.
—Jo, estás muy equivocado. Hoy es mi cumpleaños.
Estuvimos de guasa otro rato, hasta bastante después de que hubiéramos agotado todos los temas. Hice lo mismo con mi cónyuge, y colgué con la promesa de regresar al cabo de una semana.
Tardé dos.
Las reuniones se extendían, los productores tenían inspiraciones de las que había que tomar nota, los directores necesitaban que les calmaran los egos. En fin, que estuve en la soleada California mucho más de lo planeado. Pero al final me permitieron regresar al abrigo y el amparo del seno familiar, o sea que me marché pitando para el aeropuerto de Los Ángeles, no fuera a ocurrir que alguien cambiara de parecer. Llegué temprano, cosa que siempre hago cuando vuelvo a casa, porque tenía que llenarme los bolsillos con chismes y cositas para Jason. Cada vez que regreso de un viaje viene hacia mí corriendo (anadeando) y gritando:
—Deja que te vea los bolsillos.
Acto seguido me revisa todos los bolsillos, apoderándose de su soborno, y una vez que se ha hecho con el botín, me da un buen abrazo. ¿No es tremendo lo que somos capaces de hacer con tal de sentirnos queridos?
—Deja que te vea los bolsillos —grita Jason, y cruzando el vestíbulo, viene hacia mí.
Es jueves, a la hora de la cena, y mientras él cumple con el ritual, Helen sale de la biblioteca y me da un beso en la mejilla al tiempo que me dice: «Qué hombre más deslumbrante tengo», que también forma parte del ritual y, cargado de regalos, Jason me da una especie de abrazo y sale disparado, andando como un pato hacia su habitación.
—Angélica está preparando la cena —anuncia Helen—, no podrías haber calculado mejor.
—¿Angélica?
Helen se lleva el índice a los labios y me susurra:
—Hace tres días que trabaja aquí, pero creo que puede llegar a ser una joya.
—¿Qué había de malo en la joya que teníamos cuando me marché? —le pregunto también en susurros—. Sólo llevaba aquí una semana.
—Resultó un desengaño —responde Helen.
Eso fue todo. (Helen es una mujer brillante —en la universidad fue miembro de la asociación de alumnos de más altos méritos, se sacó todos los sobresalientes posibles, todo un intelecto de una dimensión sorprendente—, pero la cuestión es que no logra que le duren las chicas de servicio. En primer lugar, supongo que se siente culpable de tener quien le haga las cosas, puesto que la mayoría de las chicas disponibles hoy en día son negras o hispanas, y Helen es ultra superliberal. En segundo lugar, es tan eficiente que las asusta. Todo lo hace mejor que ellas y lo sabe, y además, sabe que ellas lo saben. En tercer lugar, una vez que las tiene aterrorizadas, trata de explicarles las cosas, claro, siendo psicoanalista, se entiende… Como decía, trata de explicarles por qué no deberían sentirse aterrorizadas, y al cabo de una buena media hora de que Helen les analice el ego, las chicas acaban realmente aterradas. En fin, que en los últimos años hemos tenido un promedio de cuatro «joyas» al año.)
—Hemos tenido mala suerte, pero cambiará —digo, del modo más reconfortable que sé.
Solía fastidiarla con este tema de la limpieza, pero aprendí que no era lo más conveniente.
La cena estuvo lista un poco más tarde, y rodeando a mi esposa con un brazo y a mi hijo con el otro, avancé hacia el comedor. En aquel momento me sentí a salvo, seguro, todas las cosas bonitas. La cena estaba servida: espinacas a la crema, puré de patatas, salsa y carne rustida a la cazuela; estupendo, salvo que no me gusta la carne rustida, porque como muy poca carne, pero las espinacas a la crema me chiflan, o sea que con todo, sobre el mantel había dispuesta una selección más que comestible. Nos sentamos. Helen sirvió la carne; en cuanto al resto, nos pasamos las fuentes. Mi ración de rustido no estaba demasiado jugosa, pero la salsa sirvió para equilibrar la cosa. Helen llamó al timbre. Apareció Angélica. Tendría unos dieciocho o veinte años, de piel aceitunada y movimientos lentos.
—Angélica —le dijo Helen—, éste es el señor Goldman.
Le sonrío y le digo «hola» agitando el tenedor en el aire. Ella asiente.
—Angélica, no lo digo para que te lo tomes como una crítica, puesto que la culpa la tengo yo, pero en lo sucesivo, las dos hemos de tratar por todos los medios de acordarnos que al señor Goldman le gusta el rosbif muy…
—¿Era rosbif? —pregunto yo.
Helen me lanza una mirada y prosigue:
—Angélica, no hay ningún problema, pues debí haberte hablado más de una vez sobre cuáles eran las preferencias del señor Goldman, pero la próxima vez que tomemos rustido de costillas deshuesadas, procura, por favor, que por dentro quede de color rosado, ¿de acuerdo?
Angélica se retira a la cocina. Otra «joya» que se iba a hacer gárgaras.
No os olvidéis que al comenzar la cena los tres éramos felices. Dos quedamos en ese estado, pero Helen se mostraba visiblemente afectada.
Jason acumulaba el puré de patatas en su plato con un movimiento experto y firme.
Le sonrío a mi hijo y le digo:
—Oye, trata de tomártelo con más calma, ¿eh?
Se sirve otra cucharada bien llena y la desparrama en el plato.
—Jason, ten en cuenta que son muchas calorías —le digo.
—Es que tengo mucho apetito, papá —me contesta sin mirarme.
—¿Por qué no te atiborras de carne? Come toda la carne que te dé la gana y no te diré una sola palabra.
—¡No pienso comer nada! —exclama Jason.
Aparta el plato, se cruza de brazos y fija la mirada en la lejanía.
—Si yo fuera vendedora de muebles —me dice Helen—, o tal vez cajera en un banco, lo entendería; pero ¿cómo puedes haber estado casado tantos años con una psiquiatra y hablar de ese modo? Willy, pareces haber salido de la Edad Media.