De la misma forma instintiva en que le desagradó Svea Berg, le agradó su esposo, que lo recibió con un par de ojos claros y despiertos y un firme apretón de manos. Notó los callos de sus palmas y comprendió que aquel hombre había trabajado duro toda su vida.
La funda del sofá quedó arrugada cuando Eilert se levantó para saludarlo y, con el ceño fruncido, Svea acudió presta a alisarla, no sin lanzar una mirada de reproche a su esposo. Toda la casa relucía de limpia y ordenada, tanto que costaba creer que estuviese habitada. Patrik se compadeció de Eilert. Parecía perdido en su propio hogar.
El efecto del cambio inmediato en el rostro de Svea, de una sonrisa solícita cuando miraba a Patrik a un mohín recriminatorio al dirigirse a su marido, resultaba casi cómico. Patrik se preguntaba qué habría hecho el hombre para provocar tal irritación, pero sospechaba que la simple presencia de Eilert era fuente de disgusto para Svea.
—Veamos, agente, siéntese, que voy a ponerle un café y unos dulces.
Patrik se sentó obediente en la silla que daba a la ventana y Eilert hizo amago de ir a sentarse en la silla que había al lado.
—Pero Eilert, hombre, ahí no. Siéntate allí.
La mujer señaló con gesto imperativo una silla que había en un extremo de la mesa y Eilert la obedeció atento. Patrik miraba a su alrededor mientras que Svea iba y venía como una posesa y servía el café al tiempo que alisaba arrugas invisibles en el mantel y las cortinas. Era evidente que la decoración había sido elegida por alguien que quería dar la impresión de una bonanza económica que, en realidad, no existía. Todo eran malas copias de originales, todo, desde las cortinas, que debían parecer de seda, con cantidad de volantes y de lazos dispuestos de forma muy compleja, hasta los múltiples objetos decorativos de alpaca e imitaciones de oro. Eilert parecía un pájaro extraviado entre tanta magnificencia de pacotilla.
Para desesperación de Patrik, tardó en poder abordar el tema que lo había llevado allí. Svea hablaba sin cesar al tiempo que se tomaba el café a sorbos sonoros.
—Verá usted, esta vajilla me la envió mi hermana, la que está en América. Se casó allí con un hombre rico y siempre me manda buenos regalos. Esta vajilla, por ejemplo, es muy costosa.
Hizo una pausa que aprovechó para alzar la taza, ricamente decorada. Patrik dudaba mucho de lo costoso de la vajilla, pero su buen juicio lo previno de hacer ningún comentario.
—Pues sí, y yo también me habría ido a América, de no haber tenido tan mala salud. De no ser por eso, seguro que también yo estaría allí casada con un hombre rico, en lugar de vivir en esta cueva durante cincuenta años.
Svea le lanzó a Eilert una mirada de reprobación que el hombre dejó pasar tranquilamente. Con total probabilidad, no sería la primera vez que escuchaba la misma cantinela.
—Es la gota, ¿sabe usted? Tengo las articulaciones arruinadas y me duele todo de la mañana a la noche. Suerte que yo no soy de las que se quejan. Y con las jaquecas que me dan, tendría mucho de qué lamentarme, pero no es ése mi natural, sabe usted, andar quejándome. No, uno debe soportar el dolor con serenidad. No sé cuántas veces he oído a la gente decir: ¡qué fuerte eres, Svea!, ¡tantos dolores como soportas día tras día! Pero yo soy así.
Cerró los párpados con timidez al tiempo que, para evidenciar su enfermedad, se retorcía unas manos que, a los ojos de un profano como Patrik, parecían cualquier cosa menos afectadas por la gota. ¡Menuda arpía!, pensó Patrik. Pintada y equipada con demasiadas joyas baratas y una gruesa capa de maquillaje. Lo único positivo que podía decirse de su aspecto era que, al menos, iba bien con la decoración. ¿Cómo era posible que una pareja tan desigual como Eilert y Svea llevasen cincuenta años de matrimonio? Suponía que era una cuestión generacional. La separación era una salida a la que recurría la gente de esa generación sólo en caso de circunstancias mucho peores que las desigualdades de carácter. Aunque era una pena. Eilert no debía de haberlo pasado muy bien en su vida.
Patrik se aclaró la garganta para interrumpir el incesante flujo verbal de Svea, que calló sumisa y fijó la vista en sus labios, a la espera de las emocionantes nuevas que pudiera traer. En tal caso, seguro que el telégrafo invisible del pueblo empezaría a funcionar tan pronto como él cerrase la puerta tras de sí.
—Verás, Eilert, tengo algunas preguntas que hacerte sobre los días previos al hallazgo del cadáver de Alexandra Wijkner. Cuando estuviste allí para comprobar que todo estaba en orden en la casa, antes de que ella llegase.
Patrik guardó silencio y miró a Eilert esperando su respuesta. Pero Svea se le adelantó.
—Bueno, bueno, es lo que yo digo. Pensar que algo así fuese a suceder aquí. Y que mi Eilert encontrase su cadáver. En las últimas semanas, no se ha hablado de otra cosa.
Tenía las mejillas encendidas por la excitación y Patrik tuvo que contenerse para no responder con un comentario cortante. En cambio, sonrió paciente y le dijo:
—Si me disculpa, me pregunto si existe la posibilidad de que su marido y yo hablemos a solas un rato. Es una norma policial el tomar declaración siempre sin la presencia de personas ajenas a la misma.
Aquello era una vil mentira, pero, para su satisfacción, comprobó que la mujer, pese a la gran indignación que sintió al verse despachada del centro de la emoción, aceptaba su autoridad en la materia y, en contra de su voluntad, se levantaba para marcharse. Eilert, que no podía reprimir su alegría al ver que Svea se quedaba decepcionada sin tomar parte en el festín, premió a Patrik con una risueña mirada de gratitud. Cuando su esposa salió hacia la cocina arrastrando los pies, Patrik retomó la conversación:
—Bueno, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí! Podrías empezar por hablarme de cuando estuviste en casa de Alexandra la semana anterior.
—¿Qué importancia puede tener eso?
—Bueno, no puedo decírtelo aún con exactitud. Pero puede ser importante. Así que intenta recordar tantos detalles como sea posible.
Eilert reflexionó un instante en silencio, mientras aprovechaba para cargar cuidadosamente su pipa con tabaco que iba sacando de un paquete que llevaba grabadas tres anclas. Y no comenzó a hablar hasta que, con la pipa encendida, dio un par de hondas caladas:
—Veamos. La encontré el viernes. Y yo siempre iba allí los viernes para comprobar que todo estaba en orden antes de que ella llegase por la noche. Así que la última vez que estuve allí antes de su muerte fue el viernes anterior. No, un momento, el viernes de esa semana fuimos al cumpleaños del menor de mis hijos, que cumplía cuarenta, así que acudí a su casa el jueves por la noche.
—¿Cómo viste la casa? ¿Notaste algo en particular?
Patrik apenas podía contener su ansiedad.
—¿Algo en particular?
Eilert chupaba despacio de su pipa mientras hacía memoria.
—No, todo estaba en orden. Me di una vuelta por la casa y por el sótano, pero todo estaba bien. Y cerré con llave antes de marcharme. Ella me había dejado una llave.
Patrik se vio obligado a preguntar directamente aquello a lo que no paraba de darle vueltas.
—¿Y la caldera? ¿Funcionaba bien? ¿Había calefacción en la casa?
—Desde luego que sí. La caldera funcionaba entonces de maravilla. Debió de estropearse después de que yo estuviese allí. Pero la verdad es que no comprendo qué puede importar cuándo se estropeó la caldera.
Eilert se sacó la pipa de la boca un momento.
—Si he de ser sincero, yo tampoco sé si tiene o no importancia. Pero te agradezco tu ayuda. Puede ser significativo para la investigación.
—Dime, por pura curiosidad, ¿por qué no me lo preguntaste por teléfono?
Patrik sonrió.
—Supongo que soy algo anticuado. Me parece que no le saco el mismo partido a la información por teléfono que hablando cara a cara con la gente. A veces me pregunto si no debería haber nacido hace cien años, antes de que llegasen todos los inventos modernos.
—Tonterías, muchacho. No te creas esa monserga de que antes todo era mejor. Frío, pobreza y trabajo del alba al anochecer no es un sueño, precisamente. Qué va. Yo, de lo moderno, utilizo todo lo que puedo. Incluso tengo un ordenador con conexión a Internet. ¿A que no te lo esperabas de un viejo como yo, eh? —dijo señalando a Patrik con la pipa.
—Bueno, tampoco puedo decir que me haya sorprendido del todo. En fin, tengo que irme.
—Espero que te sea de utilidad y que no hayas venido hasta aquí para nada.
—No, en absoluto. Me he enterado de lo que quería. Y, además, he tenido la oportunidad de probar los dulces de su esposa.
Eilert sonrió a regañadientes.
—Sí, eso sí que es verdad, buena repostera sí que es.
Se sumió luego en un silencio que parecía contener cincuenta años de privaciones. Svea que, con toda seguridad, había estado escuchando detrás de la puerta, no pudo aguantarse más y entró en la sala de estar.
—Bien, ¿habéis podido aclarar lo que necesitabais aclarar?
—Sí, gracias. Su marido se ha mostrado muy colaborador. Gracias por el café y los bollos, que estaban riquísimos.
—No hay de qué. Me alegro de que le hayan gustado. Venga, Eilert, empieza a quitar la mesa mientras yo acompaño al agente hasta la puerta.
Eilert comenzó a recoger las tazas y los platos mientras que Svea, sin parar de hablar incansablemente, acompañaba a Patrik a la salida.
—Cierre bien la puerta al salir. Es que no soporto las corrientes, ¿sabe?
Patrik lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró y perdió de vista a la mujer. ¡Qué maruja tan horrible! Pero había conseguido la confirmación que buscaba. Ahora estaba prácticamente seguro de saber quién era el asesino de Alex Wijkner.
E
n el funeral de Anders no hizo tan buen tiempo como en el de Alex. El viento castigaba las partes del cuerpo que no estaban protegidas por prendas de abrigo y sonrojaba las mejillas de los asistentes. Patrik se había puesto tanta ropa como pudo, pero no fue suficiente contra el implacable frío, así que, mientras bajaban el ataúd, temblaba aterido junto a la tumba. El entierro en sí fue breve y desolador. Tan sólo habían acudido a la iglesia unas cuantas personas y Patrik se sentó discretamente algo apartado en el último banco. Vera estaba en el primero.
Incluso había dudado de si debía o no acudir al entierro, pero se decidió en el último minuto, pues pensó que era lo menos que podía hacer por Anders. Vera no había parpadeado durante todo el tiempo que él la estuvo observando, pero no por ello pensó que su dolor fuese menos intenso. Simplemente, se trataba de una mujer a la que no le gustaba mostrar públicamente sus sentimientos. Patrik la comprendía e incluso compartía su postura. En cierto modo, la admiraba. Era una mujer fuerte.
Después de finalizado el entierro, los pocos asistentes se dispersaron y se fueron cada uno en una dirección. Vera empezó a caminar despacio, con la cabeza gacha, sobre el paseo de gravilla que conducía hasta la iglesia. El gélido viento la azotaba sin piedad y la mujer se había anudado la bufanda como un pañuelo sobre la cabeza. Patrik vaciló un instante. Después de una breve lucha interna durante la que se incrementó la distancia entre los dos, tomó una decisión y se apresuró a alcanzar a Vera.
—Bonita ceremonia.
Ella sonrió con amargura.
—Sabes tan bien como yo que el entierro de Anders ha sido tan patético como la mayor parte de su vida. Pero gracias de todos modos. Has sido muy amable.
La voz de Vera desvelaba años de cansancio.
—Tal vez incluso deba estar agradecida. No hace tantos años, ni siquiera habría podido recibir sepultura en el cementerio. Le habrían asignado una porción de tierra fuera del camposanto, un lugar especial para los suicidas. Aún hay mucha gente mayor que cree que los que se quitan la vida no van al cielo.
Vera calló unos minutos y Patrik esperó a que siguiese hablando.
—Lo que hice con el suicidio de Anders, ¿tendrá consecuencias legales?
—No, creo poder garantizarte que no será así. Lo que hiciste fue lamentable y, desde luego, que hay leyes para castigarlo, pero no, no creo que te acarree consecuencias.
Dejaron atrás la casa de los feligreses y continuaron caminando despacio en dirección a la de Vera, que estaba a unos doscientos metros de la iglesia. Patrik había estado cavilando toda la noche sobre cómo proceder, hasta que se le ocurrió una solución algo cruel, aunque esperaba que diese buen resultado. Así que, en tono negligente, comentó:
—Bueno, lo más trágico de toda la historia de las muertes de Anders y de Alex es, en mi opinión, que el bebé tuviese que morir.
—¿Qué bebé? ¿De qué hablas?
Patrik se alegraba de, contra todo pronóstico, haber podido mantener aquella información en secreto.
—El hijo de Alexandra. Estaba embarazada de tres meses cuando la asesinaron.
—Su marido…
Vera balbucía, pero Patrik prosiguió, con forzada frialdad.
—Su marido no tenía nada que ver. Al parecer, hacía ya varios años que no mantenían ningún tipo de relación íntima. No, parece ser que el padre era alguien con quien ella se veía aquí, en Fjällbacka.
Vera se aferró con tal fuerza a la manga de su abrigo, que los nudillos se le quedaron blancos.
—¡Dios bendito! ¡Por Dios bendito!
—Sí, claro, algo terrible. Matar a un bebé que estaba por nacer. Según el protocolo de la autopsia, era un varón.
Se reprochaba interiormente su frialdad, pero se obligó a no decir una palabra más por el momento, sino aguardar la reacción que había calculado que se produciría.
Estaban bajo el gran castaño, a cincuenta metros de la casa de Vera. Cuando, de repente, la mujer empezó a moverse, lo pilló totalmente desprevenido. Echó a correr con una rapidez sorprendente para su edad y a Patrik le llevó varios minutos reaccionar y salir corriendo tras ella. Una vez ante su casa, encontró la puerta abierta de par en par, así que entró con sumo cuidado. Desde el vestíbulo se oían sollozos procedentes del baño y, al cabo de un rato, la oyó vomitar.
Le resultaba violento esperar en el vestíbulo con la gorra en la mano, mientras ella vomitaba, así que se quitó los zapatos mojados y el abrigo y se fue a la cocina. Cuando, después de un rato, Vera salió del baño y entró en la cocina, el café empezaba a salir y había dos tazas en la mesa. Estaba pálida y por primera vez, se veían lágrimas en su rostro. Tan sólo un amago de llanto, como un brillo más intenso en la comisura de los ojos, pero era suficiente. Vera se sentó muy tensa en una de las sillas.