Karl-Erik se estremeció al oír sus palabras, como si le hubiesen dado una bofetada. Sabía que la joven tenía razón. Había sido terriblemente cruel quedarse con Julia y, de este modo, obligar a Alex a, una y otra vez, revivir el horror que había puesto fin a su infancia. Y tampoco había sido justo para con Julia. Él y Birgit no podían evitar tener presente el modo en que había sido engendrada. Y, con toda probabilidad, la joven lo había presentido desde el principio: vino al mundo entre gritos y, desde entonces, no había dejado de gritar y de enfrentarse al mundo entero durante toda su vida. Julia jamás perdía ocasión de mostrarse insoportable y él y Birgit eran demasiado mayores para encargarse de una niña pequeña y, menos aun, de una niña tan complicada como Julia.
En cierto modo, sintieron un gran alivio el día del verano anterior en que llegó a casa y se enfrentó a ellos con la verdad. No les sorprendía que Nelly, por iniciativa propia, le hubiese contado la verdad. Nelly era una vieja bruja que sólo se preocupaba por sus intereses, así que, si ella sacaba algún beneficio del hecho de contárselo a Julia, sabían que lo haría. De ahí que hubiesen intentado convencer a Julia de que no aceptase la oferta de trabajo en la fábrica; pero Julia no cedió, como siempre.
Cuando Nelly le reveló la verdad, se abrió ante ella un nuevo mundo de posibilidades. Por primera vez en su vida, había alguien que la quería, que quería tener relación con ella. Pese a que Nelly tenía a Jan, para ella sólo contaban los lazos de sangre y así, le había contado a Julia que, llegado el momento, pensaba dejarle a ella toda su fortuna en herencia. Karl-Erik comprendía perfectamente hasta qué punto todo aquello influía sobre la actitud de Julia. La joven estaba furiosa contra los que hasta ahora había creído sus padres y adoraba a Nelly con la misma intensidad con que había idolatrado a Alex. En todo aquello pensaba el hombre mientras la veía en el umbral de la puerta, a la tenue luz de la cocina. Lo más triste era, sin duda, que Julia no comprendiese que, si bien era cierto que muchas veces al verla recordaban el terrible suceso del pasado, no era menos cierto que ellos la amaban de verdad. Pero siempre se había comportado en casa como ave en nido ajeno y no habían sabido qué hacer con ella. Aun hoy seguían sintiendo lo mismo y, ahora, se verían obligados a aceptar que la habían perdido para siempre. Desde el punto de vista físico, Julia seguía entre ellos, pero en su mente ya los había abandonado.
A Henrik parecía costarle respirar, acurrucado con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados. Por un instante, Karl-Erik se preguntó si habría hecho bien llamándolo para que estuviese presente en el interrogatorio. Pero se dijo que, en su opinión, Henrik merecía saber la verdad, pues él también amaba a Alex.
—Pero Julia…
Birgit extendió los brazos hacia Julia con un gesto torpe y suplicante, pero la muchacha le dio la espalda con desprecio y, al instante, la oyeron subir la escalera.
—Créanme que lo siento. Sabía que algo no encajaba, pero jamás me habría imaginado algo así. No sé qué decir.
—No, en realidad, nosotros tampoco sabemos qué decir. Sobre todo, no sabemos qué decirnos el uno al otro.
Karl-Erik miró a su esposa intentando ver qué pensaba.
—¿Saben cuánto tiempo duraron los abusos?
—No exactamente. Alex nunca quiso hablar de ello. Probablemente un par de meses, tal vez incluso un año. Y ahí tiene también la respuesta a su anterior pregunta —dijo tras una breve vacilación.
—¿Qué pregunta? —quiso saber Patrik.
—La de la relación entre Anders y Alex. Anders también fue una víctima. El día antes de la mudanza, encontramos una nota que Alex le había escrito. Y de ella dedujimos que Nils también había abusado de Anders. Al parecer, comprendieron o se enteraron, no sé cómo, de que los dos estaban en la misma situación y buscaron consuelo el uno en el otro. Yo me llevé la nota y fui a ver a Vera Nilsson. Le conté lo que le había pasado a Alex y lo que parecía haberle ocurrido a Anders. Jamás en mi vida me he visto en una situación tan difícil. Anders es, o era —se corrigió enseguida— lo único que tenía Vera. Y supongo que yo tenía la esperanza de que Vera hiciese lo que nosotros no tuvimos el valor de hacer: denunciar a Nils y hacer que cargase con las consecuencias de sus actos. Pero no pasó nada e imaginé que Vera era tan débil como nosotros.
Inconscientemente, Karl-Erik había empezado a masajearse el pecho con el puño. El dolor crecía en intensidad y ya empezaba a irradiarse hacia los dedos.
—¿Y no tenéis ni idea de adonde pudo ir Nils?
—No, ni remota. Pero, donde quiera que esté, espero que el muy sinvergüenza esté sufriendo.
El dolor era ya insoportable. Se le estaban durmiendo los dedos y comprendió que algo iba mal. Muy mal. Tanto le dolía que empezó a perder visibilidad y, aunque veía que las bocas de los demás seguían moviéndose, era como si las imágenes y los sonidos pasasen a velocidad ultrarrápida. Por un instante, se alegró al ver que había desaparecido la expresión de ira de los ojos de Birgit, pero, cuando observó que había sido reemplazada por una clara preocupación, comprendió que estaba pasando algo grave. Después, todo quedó a oscuras.
T
ras el precipitado trayecto en ambulancia hasta el hospital Sahlgrenska, Patrik se sentó en el coche e intentó recobrar el ánimo. Había seguido a la ambulancia en su coche y se había quedado con Birgit y Henrik hasta que les dijeron que había sido un infarto grave, pero que Karl-Erik estaba ya fuera de peligro, pues había superado la fase crítica.
Aquel día había sido uno de los más terribles de su vida. Había visto muchos horrores durante sus años como policía, pero nunca había oído una historia tan desgarradora como la que había contado Karl-Erik aquella tarde.
Pese a que Patrik iba intuyendo la verdad a medida que la iba oyendo, le resultó duro escucharla. ¿Cómo podía seguir viviendo una persona después de pasar por lo que había pasado Alex? No sólo habían abusado de ella arrebatándole su infancia sino que, además, se había visto obligada a vivir el resto de sus días con el recuerdo constante de ello. Por más que lo intentaba, no atinaba a comprender la conducta de sus padres. Él jamás habría dejado escapar a un agresor que abusase de su propio hijo, y de ningún modo lo habría mantenido en silencio. ¿Cómo podían importar más las apariencias que la vida y la salud de un hijo? Era algo que le costaba mucho comprender.
Se quedó, pues, sentado en el coche, con los ojos cerrados y echado sobre el respaldo. Había empezado a atardecer y pensó que debería irse a casa, pero se sentía agotado y apático. Ni siquiera el que Erica estuviese esperándolo le infundía el ánimo suficiente para arrancar el coche y ponerse en marcha. Su sólida actitud positiva ante la vida había sufrido un golpe en sus cimientos, y por primera vez, dudaba de que la bondad humana superase verdaderamente a la maldad.
Por otro lado, se sentía un tanto culpable, puesto que, si bien aquella tremenda historia lo había conmovido hasta lo más hondo de su ser, también lo había hecho sentir la satisfacción profesional de comprobar que las piezas iban encajando. ¡Cuántas dudas no se habían despejado aquella tarde…! Y, aun así, su frustración era ahora mayor. En efecto, aunque había conseguido aclarar bastantes incógnitas, aún seguía sin tener ni idea de quién o quiénes habían asesinado a Alex y a Anders. Tal vez el móvil tuviese su origen en el pasado, o tal vez no tuviese nada que ver con él, aunque le parecía inverosímil. A pesar de todo, en el pasado se hallaba la única conexión clara entre Alex y Anders.
Pero ¿por qué querría nadie matarlos por unos abusos sexuales cometidos hacía más de veinticinco años? Y, en todo caso, ¿por qué ahora y no antes? ¿Qué podía poner en movimiento algo que había estado latente durante tantos años, haciendo que acabase en dos asesinatos cometidos con un par de semanas de diferencia? Lo más frustrante era que no tenía la menor idea de en qué dirección seguir.
La información obtenida aquella tarde había supuesto un gran giro en la investigación, pero al mismo tiempo había conducido a un callejón sin salida. Patrik revisó mentalmente lo que había hecho y oído durante el día y cayó en la cuenta de que, pese a todo, llevaba en el coche una pista muy concreta. Era algo que había olvidado por lo delicado del tema tratado en casa de los Carlgren y el tumulto a consecuencia del ataque sufrido por Karl-Erik. Sintió renacer el entusiasmo de aquella mañana, pues comprendió que tenía la posibilidad de investigar esa pista más de cerca. Lo único que necesitaba era un poco de suerte.
Encendió el móvil, ignoró el aviso de que tenía tres mensajes en el buzón de voz y llamó al servicio de información telefónica para que le diesen el número del hospital Sahlgrenska. Le dieron la posibilidad, que aceptó, de pasarle la llamada directamente.
—Hospital Sahlgrenska, ¿dígame?
—Hola, me llamo Patrik Hedström. Quisiera saber si Robert Ek trabaja en su unidad de medicina legal.
—Un momento, voy a comprobarlo.
Patrik contuvo la respiración. Robert era un viejo compañero de la Escuela Superior de Policía que, después, siguió estudiando para pertenecer a la policía científica forense. Fueron muy amigos mientras estudiaban, pero después habían perdido el contacto. Patrik había oído decir que ahora trabajaba en el Sahlgrenska y rogó por que así fuese.
—Bueno, veamos. Sí, en efecto, Robert Ek trabaja aquí. ¿Quieres que te pase con él?
Patrik daba saltos de alegría.
—Sí, por favor.
Oyó un par de tonos de llamada y, después, la voz familiar de Robert.
—Medicina legal, le habla Robert Ek, ¿dígame?
—Hola, Robban, ¿sabes quién soy?
Se hizo un silencio y Patrik pensó que Robert no caería en la cuenta. Pero, cuando ya estaba a punto de echarle una mano, oyó un silbido en el auricular.
—¡Patrik Hedström, viejo granuja! ¡Qué demonios! Si hace un siglo… ¿Cómo es que tengo el placer de oírte? Quiero decir que no es tu estilo.
Aquello sonó a reproche y Patrik se sintió algo avergonzado. Sabía que era malísimo a la hora de llamar a la gente y mantener el contacto con los amigos. Robert se portaba mucho mejor, pero había terminado por cansarse de ser siempre él quien llamaba. Se avergonzó más aun al pensar que, cuando por fin lo hacía, era para pedirle un favor, pero ahora ya no tenía remedio.
—Sí, ya lo sé, soy un desastre. Pero ahora resulta que estoy en el aparcamiento del Sahlgrenska y me acordé de que alguien me dijo que tú trabajabas aquí… Así que se me ocurrió comprobar si estabas en el trabajo por si podía hacerte una visita y saludarte.
—Joder, claro que sí. Vente, me encantará verte.
—¿Dónde estás exactamente?
—Estamos en la planta sótano. Cruza la entrada principal y toma el ascensor, cuando salgas, gira a la derecha hasta el final del pasillo. Al fondo hay una puerta. Ahí estamos. Llama al timbre y te abriré. ¡Vaya sorpresa!
—Sí, pues nada, nos vemos en un par de minutos.
Patrik volvió a sentirse avergonzado, pues estaba a punto de utilizar a un viejo amigo, pero, por otro lado, tenía una larga lista de favores que cobrarle a Robert. Cuando eran estudiantes, Robert vivía con su prometida, que se llamaba Susanne, pero al mismo tiempo mantenía una excitante historia con una de sus compañeras de clase, Marie, que también estaba comprometida con otro chico. Aquello duró casi dos años y Patrik no recordaba ya cuántas veces tuvo que salvarle el pellejo a Robert. En muchas, muchísimas ocasiones, Patrik le había servido de coartada y se había visto obligado a dar muestras de una imaginación inagotable cuando Susanne llamaba para preguntarle si sabía dónde estaba Robert.
Bien mirado y al cabo de tantos años, le parecía que tal vez no fuese muy honrado ni por su parte ni por la de Robert, pero en aquel entonces eran los dos tan jóvenes e inmaduros…, y en honor a la verdad, a él le parecía una pasada y llegó a sentir algo de envidia de Robert, que hacía malabares con dos tías a la vez. Claro que aquello estaba condenado a irse al traste y Robert se encontró un día sin casa y sin ninguna de las dos tías. Aunque, como el seductor empedernido que era, no tuvo que pasar muchas semanas durmiendo en el sofá de Patrik, pues enseguida encontró a otra chica a cuya casa mudarse.
Cuando le contaron que Robert trabajaba en el hospital, mencionaron también que estaba casado y que tenía hijos, pero a él le costaba creerlo. Ahora podría comprobar si era cierto.
Recorrió los interminables pasillos del hospital y, pese a que la descripción de Robert le había sonado bien sencilla, llegó a perderse dos veces hasta que por fin se encontró ante la puerta que su viejo amigo le había indicado. Llamó al timbre y esperó. De pronto, la puerta se abrió.
—¡Hooola!
Se abrazaron con entusiasmo antes de dar un paso atrás para ver los efectos que el paso del tiempo había causado en el otro. Patrik constató que el tiempo se había portado bien con Robert, y esperaba que Robert pensase lo mismo de él, pero, por si acaso, metió el estómago y sacó el pecho un poco más.
—Pasa, pasa.
Robert lo condujo hasta su despacho, que resultó ser una habitación minúscula en la que apenas si cabía una persona, y menos aún dos. Patrik escrutó a Robert con más detenimiento después de sentarse frente a él, en la silla que había detrás del escritorio. Tenía el rubio cabello tan repeinado como cuando eran más jóvenes y la ropa igual de bien planchada bajo la bata blanca. Patrik siempre creyó que la necesidad de orden y pulcritud externas de Robert funcionaba como una compensación al caos que tendía a crear en su vida privada. Su mirada se fijó en la fotografía de la estantería que había detrás del escritorio.
—¿La familia?
Formuló la pregunta sin poder ocultar del todo su asombro.
Robert sonrió con orgullo y tomó la instantánea.
—Exacto, mi mujer, Carina, y mis dos hijos, Oscar y Maja.
—¿Cuántos años tienen?
—Oscar tiene dos y Maja seis meses.
—Son preciosos. ¿Cuánto tiempo llevas casado?
—Ya ha hecho tres años. Te cuesta creer que me haya convertido en padre de familia, ¿verdad?
Patrik rió de buena gana.
—Sí, he de reconocerlo; eras un auténtico ligón.
—Bueno, ya sabes, cuando el diablo se hace viejo, se vuelve religioso. ¿Y tú, qué ha sido de ti? Seguro que tienes una buena prole a estas alturas.
—Pues no, la verdad. Lo cierto es que estoy separado. Sin hijos, lo que, dadas las circunstancias, puede considerarse una suerte.