—¿Puedo saber quién es ese amable colega que me pone de patitas en la calle en cuanto me descuido un momento?
—No lo conoces, sólo lleva tres años en la Academia.
La última frase de Walter me hizo comprender que la administración me hacía pagar hoy la libertad de la que había abusado en el pasado. Walter lo sentía muchísimo, Keira evitaba cruzarse con mi mirada. Cogí el talón, decidido a cobrarlo ese mismo día. Estaba furioso, pero el único culpable era yo.
—El shamal ha soplado hasta Inglaterra —murmuró Keira.
Esa pequeña alusión agridulce al viento que la había expulsado de sus excavaciones en Etiopía era señal de que la tensión de nuestra discusión de la mañana no se había disipado del todo.
—¿Qué piensas hacer ahora? —me preguntó Walter.
—Bueno, ya que estoy en paro, vamos a poder viajar.
Keira luchaba con un trozo de carne que se le resistía, creo que habría hecho cualquier cosa, hasta arremeter contra la porcelana de su plato, con tal de no participar en nuestra conversación.
—Hemos tenido noticias de Max —le dije a Walter.
—¿Max?
—Un viejo amigo de mi novia…
La rodaja de rosbif resbaló bajo la hoja del cuchillo de Keira y recorrió una distancia considerable antes de aterrizar entre las piernas de un camarero.
—No tenía mucha hambre —dijo ella—, he desayunado tarde.
—¿Es la carta que os entregué ayer? —quiso saber Walter.
Keira se atragantó con un sorbo de cerveza y se puso a toser ruidosamente.
—Nada, nada, vosotros seguid hablando, haced como si yo no estuviera aquí… —dijo, limpiándose la boca.
—Sí, de esa carta se trata.
—¿Y tiene algo que ver con vuestros proyectos de viaje? ¿Os vais lejos?
—Al norte de Escocia, a las islas Shetland.
—Conozco muy bien esa zona, solía veranear allí cuando era niño, mi padre nos llevaba a toda la familia a Whalsay. Es una tierra árida pero fantástica en verano, nunca hace calor, mi padre odiaba el calor. El invierno allí es crudo, pero a mi padre le encantaba el invierno, aunque nunca fuimos en esa época del año. ¿A qué isla vais a ir?
—A Yell.
—También he ido por allí, en el extremo norte está la casa más embrujada de todo el Reino Unido. Windhouse, unas ruinas que, como su nombre indica, están azotadas por el viento. Pero ¿por qué ahí precisamente?
—Vamos a visitar a un conocido de Max.
—¿Ah, sí? ¿Y a qué se dedica?
—Está jubilado.
—Ah, claro, comprendo, os vais al norte de Escocia para ver al amigo jubilado de un viejo amigo de Keira. Seguro que tiene que tener un sentido. Os encuentro muy raros a los dos, ¿de verdad que no me ocultáis nada?
—¿Sabías que Adrian tiene un carácter de mierda, Walter? —preguntó de pronto Keira.
—Sí —contestó él—, ya me había fijado.
—Entonces, si ya lo sabes, no te ocultamos nada más.
Keira me pidió que le diera las llaves de casa, prefería volver a pie y dejarnos terminar, entre hombres, esa apasionante conversación. Se despidió de Walter y salió del restaurante.
—¿Os habéis peleado, es eso? ¿Qué has hecho ahora, Adrian?
—Pero, o sea, yo alucino, ¿por qué tendría que ser culpa mía, vamos a ver?
—Porque la que se ha levantado de la mesa es ella, y no tú, por eso. Así que te escucho, ¿qué has hecho ahora?
—Pues nada, joder, no he hecho nada más que escuchar estoicamente la prosa enamorada del tipo que le ha escrito esa carta.
—¿Has leído una carta que le habían dirigido a ella?
—¡Me la ha leído ella!
—Pues eso al menos te demuestra que Keira no te esconde nada. Además, creía que ese Max era un amigo, ¿no?
—Un amigo que dormía desnudo con ella hace unos años.
—Bueno, hombre, tú tampoco eras virgen cuando la conociste a ella. ¿Quieres que te recuerde todas las cosas que me contaste? Tu primer matrimonio, tu doctora, esa pelirroja que trabajaba de camarera en un bar…
—¡Nunca he estado con una pelirroja que trabajara de camarera en un bar!
—¿Ah, no? Entonces debí de ser yo. Qué más da, ¿no me irás a decir que eres tan idiota como para estar celoso de su pasado?
—¡Pues no, no te lo digo!
—Pero hombre, no odies a ese Max, al contrario, deberías estarle agradecido.
—No veo por qué, la verdad.
—Pues porque si no hubiera sido tan cretino como para dejarla marchar, ahora no estaríais juntos.
Miré a Walter, intrigado; su razonamiento no era tan absurdo, al fin y al cabo.
—Bueno, invítame al postre y luego ve a pedirle perdón; ¡hay que ver lo torpe que eres!
La mousse de chocolate debía de ser exquisita, Walter me suplicó que le dejara tomarse otra. Creo que en realidad trataba de prolongar el rato que estábamos pasando juntos para hablarme de la tía Elena o, más bien, para que yo le hablara de ella. Tenía el proyecto de invitarla a pasar unos días en Londres, y quería saber si, en mi opinión, aceptaría la invitación. Que yo recordara, nunca había visto a mi tía aventurarse más allá de Atenas, pero ya nada podía asombrarme, y desde hacía un tiempo todo pertenecía al ámbito de lo posible. Sin embargo, le aconsejé a Walter que procediera con tacto. Me dejó hacerle mil recomendaciones y terminó por confesarme, casi incómodo, que ya se lo había propuesto, y ella le había contestado que estaba soñando con visitar Londres. Habían planeado organizar el viaje para finales de mes.
—Entonces, ¿para qué toda esta conversación si ya conoces su respuesta?
—Porque quería asegurarme de que no te molestaba. Eres el único hombre de la familia, era normal que te pidiera permiso para verme con tu tía.
—No tengo la impresión de que me hayas pedido permiso, la verdad, o si lo has hecho, me ha pasado inadvertido.
—Digamos que te he tanteado. Cuando te he preguntado para saber si tenía alguna oportunidad, si hubiera percibido la más mínima hostilidad en tu respuesta…
—¿…habrías renunciado a tus planes?
—No —reconoció Walter—, pero le habría suplicado a Elena que te convenciera de que no me guardaras rencor. Adrian, hace tan sólo unos meses apenas nos conocíamos, desde entonces he tenido tiempo de tratarte y de apreciarte, y no quiero exponerme en ningún modo a molestarte, nuestra amistad es muy importante para mí.
—Walter —le dije, mirándolo a los ojos.
—¿Qué? ¿Piensas que mi relación con tu tía es inapropiada, es eso?
—Me parece maravilloso que mi tía encuentre por fin, en tu compañía, la felicidad que ha esperado durante tanto tiempo. Tenías razón en lo que me dijiste en Hydra, si fueras tú el que le sacara veinte años, a nadie le parecería mal, así que dejemos de una vez a un lado estos prejuicios de burguesía de provincias.
—No te metas con la provincia, me temo que eso en Londres tampoco está muy bien visto.
—Nada os obliga a besaros con frenesí bajo las ventanas del consejo de administración de la Academia… Aunque, si quieres que te diga la verdad, la idea no me disgustaría en absoluto.
—Entonces, ¿tengo tu consentimiento?
—¡No te hacía falta!
—En cierto modo, sí, tu tía preferiría con mucho que fueras tú quien le comentara a tu madre esto de su pequeño proyecto de viaje… Bueno, me ha precisado: siempre y cuando tú estés de acuerdo.
Me vibró el móvil en el bolsillo. En la pantalla salía el número de mi casa, Keira ya debía de impacientarse. Pues que se hubiera quedado con nosotros.
—¿No vas a contestar? —me preguntó Walter, inquieto.
—No, ¿por dónde íbamos?
—Por el favorcito que tu tía y yo esperamos de ti.
—¿Queréis que informe a mi madre de las locuras de su hermana? Ya me resulta difícil hablarle de las mías, pero haré lo posible, desde luego; te lo debo, Walter.
Walter me cogió la mano y me la estrechó con fuerza.
—Gracias, gracias, gracias —me dijo mientras me sacudía como una alfombra.
El teléfono vibró de nuevo, pero yo lo dejé donde estaba, en la mesa, y me volví hacia la camarera para pedirle un café.
Una lamparita iluminaba el escritorio de Ivory. El profesor estaba repasando sus apuntes. Sonó el teléfono. Se quitó las gafas y contestó.
—Quería informarle de que he entregado su carta a su destinataria.
—¿La ha leído?
—Sí, esta misma mañana.
—¿Y cómo han reaccionado?
—Es aún demasiado pronto para contestarle a eso…
Ivory le dio las gracias a Walter. Hizo a su vez una llamada y esperó a que su interlocutor contestara.
—Su carta ha llegado a buen puerto, quería darle las gracias. ¿Escribió usted todo lo que le indiqué?
—Palabra por palabra, simplemente me permití añadir algunas líneas de mi propia cosecha.
—¡Le pedí que no cambiara nada!
—Entonces, ¿por qué no se la envió usted mismo, por qué no se lo dijo todo de viva voz? ¿Por qué me utiliza como intermediario? No entiendo a qué juega.
—Ojalá no fuera más que un juego. Para Keira, usted tiene mucha más credibilidad que yo, más que cualquiera, de hecho,
y no es mi intención halagarlo, Max. Usted fue su profesor, no yo. Cuando lo llame dentro de unos días para corroborar la información que obtenga en Yell, se convencerá aún más. ¿No dicen que dos opiniones valen más que una?
—No cuando esas dos opiniones vienen de la misma persona.
—Pero eso sólo lo sabemos nosotros, ¿verdad? Si se siente incómodo, piense que lo hago por su seguridad, por la de ambos. Avíseme en cuanto lo llame. Lo hará, estoy seguro. Y como hemos convenido, a partir de entonces apáñeselas para que no puedan localizarlo. Mañana le comunicaré un nuevo número para contactar conmigo. Buenas noches, Max.
Nos fuimos a primera hora de la mañana. Keira se caía de sueño. Se quedó dormida en el taxi y tuve que sacudirla para despertarla cuando llegamos al aeropuerto de Heathrow.
—Cada vez me gusta menos el avión —dijo mientras el aparato levantaba el vuelo.
—Vaya, pues es fatal para una exploradora, ¿piensas llegar al Ártico a pie?
—Siempre se puede ir en barco…
—¿En invierno?
—Déjame dormir.
Teníamos tres horas de escala en Glasgow. Me hubiera gustado llevar a Keira a visitar la ciudad, pero el clima no acompañaba en absoluto. Le preocupaba que pudiéramos despegar en condiciones meteorológicas que se anunciaban cada vez más desfavorables. El cielo se estaba poniendo negro, gruesos nubarrones oscurecían el horizonte. Cada hora, la megafonía anunciaba nuevos retrasos e invitaba a los pasajeros a tener paciencia. Una tormenta impresionante anegó la pista, la mayor parte de los vuelos estaban anulados, pero el nuestro era de los pocos que seguían aún anunciados en las pantallas de salidas.
—¿Cuántas probabilidades crees que tenemos de que ese anciano nos reciba? —le pregunté cuando cerraron el quiosco de bebidas.
—¿Cuántas probabilidades crees que tenemos de llegar sanos y salvos a las Shetland? —me preguntó a su vez Keira.
—No creo que nos hagan correr riesgos innecesarios.
—Tu confianza en el ser humano me fascina —contestó Keira.
La tormenta se alejaba; aprovechando una corta tregua, una azafata nos pidió que nos apresurásemos a ir a la puerta de embarque. Keira enfiló a regañadientes la pasarela hacia el avión.
—Mira —le dije, señalando a través de la ventanilla—, hay un claro en la tormenta, volaremos entre las nubes y nos evitaremos todo el follón.
—¿Y tu claro nos seguirá hasta el punto donde habrá que volver a bajar a tierra?
El lado positivo de las turbulencias que nos sacudieron durante los cincuenta y cinco minutos que duró el vuelo fue que Keira no se soltó de mi brazo.
Llegamos al archipiélago de las Shetland a media tarde, bajo un aguacero. La agencia me había aconsejado que alquilara un coche en el aeropuerto. Recorrimos sesenta millas atravesando llanuras donde pastaban rebaños de ovejas. Como los animales viven en libertad, los ganaderos tienen la costumbre de teñir la lana de las cabezas que son suyas para distinguirlas de las de sus vecinos. Ello da a estos campos unos colores preciosos que contrastan con el gris del cielo. En Toft subimos a bordo del ferry que llevaba a Ulsta, un pueblecito en la costa oriental de Yell; en el resto de la isla no hay prácticamente más que aldeas aisladas.
Yo había preparado bien el viaje, y una habitación nos esperaba en el Bed and Breakfast de Burravoe, el único de toda la isla, me parece.
El Bed and Breakfast en cuestión era una granja con una habitación que los dueños ponían a disposición de los escasos visitantes que venían a perderse por allí.
Yell es una de esas islas perdidas en un rincón del mundo, una landa de tierra de 35 kilómetros de largo y apenas 12 de ancho. En ella viven 957 personas exactamente, cada nacimiento y cada fallecimiento afecta de manera sensible a la demografía del lugar. Abundan aquí las nutrias, las focas grises y los estorninos del Ártico.
En cuanto a la pareja de ganaderos que nos recibió, parecían ambos encantadores, pero su acento no me permitía entender bien del todo su conversación. Nos sirvieron la cena a las seis, y a las siete Keira y yo ya estábamos en la habitación, con unas velas como única fuente de luz. Fuera, el viento soplaba en ráfagas, las persianas golpeaban contra la pared de la casa, las aspas de un molino de viento oxidado chirriaban y la lluvia se abatió sobre los cristales de las ventanas. Keira se acurrucó contra mí, pero no había ninguna posibilidad de que hiciéramos el amor esa noche.
Por la mañana me alegré de habernos ido tan pronto a la cama porque nos despertamos muy temprano. Balidos de oveja, gruñidos de cerdo, cacareo de aves de corral de todo tipo, sólo faltaba el mugido de una vaca para completar el cuadro, pero los huevos, el beicon y la leche de oveja que nos sirvieron para desayunar tenían un sabor del que, por desgracia, nunca he podido volver a disfrutar. La granjera nos preguntó qué nos traía por allí.
—Hemos venido a visitar a un antropólogo que se ha retirado a esta isla, un tal Yann Thornsten, ¿lo conoce? —le preguntó Keira.
La granjera se encogió de hombros y salió de la cocina. Keira y yo nos miramos, desconcertados.
—¿Me preguntaste ayer qué probabilidades teníamos de que este tipo nos recibiera? Pues acabo de reducir aún más mi pronóstico —le dije en voz baja.
Cuando terminamos de desayunar, me dirigí al establo para ver al marido de nuestra granjera. Cuando le pregunté por Yann Thornsten, el hombre hizo una mueca.