Siempre lloraba cuando el Portugués, sonriendo y hablando en su idioma para que el chico no le entendiese, pedía a un compañero que cortase el cabo que lo aprisionaba sabiendo que, al ser cortado, aquel cabo lo arrastraría al fondo del mar, con los peces, donde Leo temía que un día también se marchase Trabazo.
Lo vio tumbado en una hamaca con sus botas de caña, unos pantalones oscuros y una chaqueta de lana gruesa. El flequillo blanco ocultaba en parte la piel arrugada por el sol y los ojos cerrados.
—No lo molestes —pidió Caldas a Lola—. Vengo en otro momento.
—Si se entera de que has estado aquí y no lo he avisado no me dirige la palabra en una semana —respondió Lola, y luego susurro—: Háblale alto. No oye demasiado bien.
Caldas asintió y Lola se acercó a Trabazo y agitó su brazo con firmeza, como antes había hecho con el del inspector.
—Manuel, mira quién ha venido a verte —gritó.
Trabazo abrió un ojo y luego el otro, y se incorporó con una sonrisa que arrugó su rostro todavía más.
—Coño, Calditas, ya sabía que andabas por aquí —dijo golpeándole suavemente las mejillas con las palmas de sus manos—. Creí que no te ibas a acordar de los viejos amigos.
—Me dijo mi padre que habíais hablado esta mañana.
—¿Él sabía que estabas en Panxón?
—¿No te lo comentó?
—¡Qué pirata! —masculló Trabazo sin dejar de sonreír—. Me pregunta lo baladí y se guarda lo importante.
—¿Entonces cómo supiste que estaba aquí?
Trabazo chasqueó la lengua con sorna.
—Cuando uno es una celebridad radiofónica no puede pretender seguir pasando inadvertido. Ahora eres como un atún entre sardinas.
—Ya será menos —respondió lacónico el inspector.
Trabazo dio un paso atrás y permaneció unos segundos examinando a Caldas, mirándolo de arriba abajo.
—Me cago en diez, Leo —dijo por fin, aproximándose y dejando caer su brazo sobre el hombro del inspector—. Qué alegría tenerte otra vez por aquí.
—Sí —contestó Caldas—. ¿Cómo estás tú?
—Jubilado, ya sabrás —confesó, yendo hacia el porche—. Pero no me quejo. Desde que dejé el hospital me puedo dedicar a mis esculturas —señaló unas figuras talladas en piedra que, colocadas sobre peanas, decoraban distintos rincones del jardín—. También puedo jugar la partida después de comer sin tener que dejarla apresuradamente. Aunque un médico nunca se jubila del todo, ya supones. ¿Vienes solo? —preguntó.
—Claro.
—Creí que te acompañaba un gorila violento.
Caldas sonrió. Le sorprendía la popularidad que había adquirido su ayudante en pocos meses.
—Tiene mala fama.
—Y la mano larga —aseguró Trabazo—. A Camilo casi le arranca las muelas en el espigón.
Caldas dio un suspiro y maldijo para sus adentros, pero decidió no preguntar quién era aquel Camilo con quien Estévez había tropezado en el muelle.
—¿Sigues pescando? —se interesó, en cambio.
—Todos los días salgo a echar una línea si no hay lluvia o mala mar —dijo con orgullo—. De eso si que no me va a jubilar nadie.
Trabazo le indicó que se sentara en una butaca de mimbre y se acercó a un mueble bajo. Volvió con dos vasos pequeños y una botella de licor café.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó mientras servía.
—¿No habíais hablado esta mañana?
—¿No te digo que sólo me llama para chorradas? —exclamó—. Hoy quería que le recordase el nombre de un vecino con quien jugábamos al dominó en una época. No me explico para qué. Además de que ya no vive aquí, era un imbécil. Cuando le dije su nombre me colgó.
Así que su padre seguía tratando de poner al día su cuaderno.
—Tiene una libreta… El libro de idiotas, lo llama.
—¿Aún conserva la manía de apuntar a los estúpidos en una lista? —preguntó Trabazo perplejo—. Si eso era de antes de morir tu madre.
Por lo visto, Caldas había sido el último en conocer la existencia del cuaderno.
—Creo que llevaba tiempo sin revisarlo —dijo como excusando a su padre.
Trabazo sonrió otra vez y se llevó el vaso a los labios.
—¿Cuánto hacía que no te veía, dos años?
—Por lo menos —aseguró Caldas—. La última vez fue en casa de mi padre, ¿no?
Trabazo asintió.
—¿Cómo está Alba?
—No está —respondió Caldas escueto.
—Vaya. ¿Y tu padre?
—Afectado por la enfermedad del tío.
Leo Caldas sacó el paquete de cigarrillos de su pantalón y lo ofreció a Trabazo.
—¿Quieres?
—No, también soy fumador jubilado.
Caldas acercó la llama de su encendedor a un pitillo y, sosteniéndolo entre los labios, dio una calada profunda.
—El otro día al salir del hospital se le arrasaron los ojos, ¿sabes? Nunca lo había visto soltar una lágrima.
—Es lo que le sucede a la gente que tiene corazón —respondió Manuel Trabazo—, que se le arrasan los ojos cuando se emociona.
—Ya —admitió Caldas en voz baja.
—Pero tampoco te aflijas demasiado, Leo —añadió Trabazo al ver ensombrecerse el rostro del hijo de su amigo—. A partir de cierta edad vamos echando cáscara y todo nos afecta cada vez menos.
—Ya —dijo otra vez el inspector.
—¿No pruebas el licor café? Tu padre dice que eres un catador de primera.
—No le hagas mucho caso —respondió, dando un sorbo—. ¿Lo haces tú?
—No, me lo manda todos los años un antiguo paciente —explicó Trabazo, volviendo a beber y dejando las paredes del vaso impregnadas de licor oscuro y espeso.
—Pues está muy bueno —aseguró Caldas.
Trabazo se retrepó en su butaca y colocó los pies en la mesa, junto a la botella. Así permanecieron, en silencio, como cuando Caldas era un niño y se quedaba a dormir en la casa de Panxón buscando en Trabazo a Manuel el Portugués.
El cigarrillo del inspector casi se había consumido cuando Manuel Trabazo preguntó:
—No vienes sólo por verme, ¿verdad?
—No —admitió.
1. Pieza ósea larga, delgada y puntiaguda que forma parte del esqueleto de los peces. 2. Púa de algunas plantas. 3. Astilla pequeña y puntiaguda de la madera, esparto u otra cosa áspera. 4. Pesar íntimo y duradero.
—El Rubio era un buen chico. Supongo que sabrás que tuvo un problema con la heroína.
—Sí.
—Pero salió adelante. Hace ya muchos años que estaba limpio.
—¿Se desenganchó del todo?
—Del todo —afirmó Trabazo—. Al médico y al cura no se les miente. ¿Por qué estáis investigando, Leo? ¿No fue un suicidio?
Caldas respondió a la gallega.
—¿Viste el cadáver?
—Ahora que estoy jubilado no me llaman para certificar defunciones. ¿Había algo extraño?
—Podría ser —dijo, sin querer comentar los detalles que le hacían estar seguro de que Castelo había sido asesinado—. Aunque en Panxón nadie parece sorprendido de que decidiese suicidarse.
—No, a nadie en el pueblo le extraña, y, si he de ser sincero, a mí tampoco. El Rubio era buena persona, pero un tipo raro. Un solitario. A veces las adicciones manifiestan cuadros depresivos pasados unos años, y éste siempre me pareció un caso de libro.
Caldas asintió.
—La manera de suicidarse es típica aquí —añadió Manuel Trabazo—. En estos pueblos el mar lo da y lo quita todo.
—Ya. ¿Sabes si se llevaba mal con alguien?
Trabazo negó haciendo oscilar ligeramente su flequillo blanco.
—El Rubio iba por libre, Leo. Yo no le conozco ni amigos ni enemigos.
—Pero parece ser que había recibido amenazas.
—¿Hablas de unas pintadas?
—¿Estás al tanto de eso?
—De eso está informado todo el mundo, Leo. Pero no sé si lo llamaría una amenaza.
—¿Sabes lo que ponían?
—Una de ellas sí —admitió—. Se refería a un barco hundido hace años, al
Xurelo
, ¿no?
El inspector confirmó con un gesto ambiguo que era aproximadamente así.
—Y también apareció escrita la palabra «asesinos» —agregó—. ¿Qué te parece?
Trabazo se encogió de hombros.
—¿Dices que hubo más pintadas? —preguntó Caldas.
—Yo no, lo comentan por ahí.
—¿Tienes idea de quién pudo escribir eso?
—No lo sé, Leo. Supongo que cualquiera. Pero es raro después de tantos años. Aunque siempre tuve la sensación de que había algo extraño en aquel naufragio.
—¿Qué te hacía suponerlo?
—Nada… —dijo, y el mimbre de la butaca chirrió cuando el inspector se echó hacia delante para escuchar lo que su viejo amigo tenía que contarle.
Años de interrogatorios le habían enseñado que un «nada» como aquél no era más que la pausa previa a la confesión. Como el reflujo que retira el mar advirtiendo de la llegada de una ola inmensa, cuando las confidencias comenzaban con «nada» Leo Caldas sabía que había llegado el momento de prestar atención.
—Aquella noche no estaba para navegar. Nunca entendí que el temporal les sorprendiera en la mar ni que se empeñasen en volver a Panxón en lugar de buscar refugio en algún puerto cercano.
—¿Faenaban lejos de aquí?
Trabazo asintió.
—Bastantes millas al norte —dijo, y apuntó con el dedo hacia un extremo del jardín que a Leo le pareció igual que los demás—. Cerca de la isla de Sálvora.
—¿Por qué se alejaron tanto?
—El
Xurelo
pescaba con cerquillo. Iban a la caballa, al jurel, a la sardina…, a lo que encontrasen ardiendo en la mar. Pero hace muchos años que no se encuentran bancos de peces ardiendo en la ría. Las aguas están ciegas aquí. Para ver la ardora hay que alejarse de la costa. Muchos se dirigen al sur, hacia Portugal; pero el
Xurelo
ponía siempre rumbo al norte. Pasaban un par de noches pescando allí, frente a la ría de Arousa, y regresaban a puerto. Casi siempre volvían con la bodega llena. Sousa tenía buen ojo.
—¿Qué crees que pudo suceder?
—Eso sólo lo saben los que estuvieron allí. Pero es raro. En la mar, como en la vida, todo puede cambiar de repente. Puede sorprenderte una ola solitaria o rolar el viento y desatarse un temporal —dijo moviendo los brazos en el aire—. Pero de la tempestad de aquella noche estábamos todos advertidos. El
Xurelo
había partido de Panxón dos días antes, ya con el aviso de mal tiempo para el día siguiente. Iban cuatro hombres a bordo. Los tres marineros eran chicos jóvenes: Valverde, Arias y el Rubio. De eso estás al tanto, ¿no?
Caldas asintió.
—El patrón del
Xurelo
era un veterano. Mayor que yo. Se llamaba Antonio Sousa. Llevaba en la mar desde que tenía pantalón corto. Era un patrón experto que sabía bien lo que hacía. No era un imprudente, Leo. Ya había probado alguna vez la fuerza del mar y le tenía respeto. No sé cómo le pudo sorprender.
—¿Dónde se hundieron?
—Allí mismo, muy cerca de la isla de Sálvora. El casco pegó contra unas rocas que conoce cualquiera que haya faenado en esa zona, de las que asoman con la marea baja. Eso tampoco es normal con Sousa al timón —observó—. El caso es que se fueron al fondo. Los chicos llegaron nadando a tierra con los chalecos, pero Sousa se quedó.
—¿Y qué dijeron los tres marineros?
—Estaban asustados, tan aturdidos que eran incapaces de explicar nada. De noche y con mala mar no se ve más que la espuma de las olas al barrer la cubierta. Sólo recordaban el ruido tremendo del casco al abrirse contra la piedra y el frío del agua. El barco se hundió en menos de un minuto. No estaban lejos de la costa y nadaron entre las olas guiados por la luz de un faro. Debió de ser horroroso.
—Me imagino —Caldas colocó su paquete de tabaco sobre la mesa y encendió un cigarrillo.
—Sousa tardó varias semanas en aparecer. Cuando se fue al fondo quedaban unos días para la Navidad. El cuerpo no apareció hasta bien entrado el mes de enero. No tienes idea de cómo se queda un pueblo marinero cuando un barco se hunde. Se camina en silencio, se habla en voz baja. Durante ese tiempo sólo se oyen las campanas de la iglesia y el mar recordándonos a todos su fuerza. El temporal duró varios días en los que las lanchas de rescate apenas pudieron trabajar, y cuando los buzos pudieron examinar el barco, ya no encontraron al capitán. Todos contábamos con que Sousa se había ahogado, pero estábamos ansiosos por saber si la mar lo devolvería a tierra o se lo guardaría para ella.
Leo Caldas recordó
Capitanes intrépidos
, las flores que al final de la película el niño lanzaba al mar con la esperanza de que llegasen a la tumba de Manuel el Portugués.
—No sé si sabes que a la playa a la que fue a parar el cuerpo del Rubio, a la Madorra, han llegado muchos ahogados —le contó Trabazo—. La corriente los devuelve a la orilla y aparecen flotando aquí, entre las algas. De unos se sabe el nombre porque había noticia de algún hundimiento, pero de otros no se conoce más que la fecha en que fueron encontrados. La gente del pueblo los llevaba al cementerio para darles sepultura. A la entrada, en un triángulo de hierba, hay plantadas varias cruces sin nombre. Debajo están los cuerpos anónimos arrastrados por la mar.
—Pero el
Xurelo
se hundió a demasiada distancia de Panxón —advirtió Caldas—. Sousa no pudo aparecer en la misma playa que Castelo.
—No, claro que no. Sousa apareció entre las redes de un pesquero con base en Vigo cuando ya se había perdido la esperanza de encontrarlo. Estaba mar adentro, a varias millas del lugar del naufragio.
—¿Estuviste en el levantamiento?
—No, no. Llevaron el cuerpo a Vigo y supongo que asistiría algún forense de allí. Pero yo atendí a la familia. Han pasado muchos años, pero recuerdo cada una de las noches de angustia. Después de una semana sin dormir, tuve que inyectar un sedante a su mujer para que pudiese descansar.
Leo Caldas tragó saliva.
—¿Quién reconoció el cadáver?
—Su hijo —susurró—, por la ropa. Tras casi un mes en el agua fue lo único que pudo identificar.
—Ya.
Caldas se recostó de nuevo en la butaca de mimbre y siguió fumando, mirando las figuras de piedra esculpidas por Manuel Trabazo. Cuando apagó el cigarrillo, preguntó:
—¿Y qué me dices de los marineros que lo acompañaban? Tengo entendido que eran muy amigos.
—Hasta el naufragio sí. Pero el hundimiento del
Xurelo
los separó. Arias se marchó a las pocas semanas a trabajar al extranjero, a una plataforma petrolífera en el Mar del Norte. El Rubio y Valverde, los que se quedaron en el pueblo, también dejaron de tratarse. Daba la impresión de que en aquel barco hubiese sucedido algo.