Authors: Albert Sánchez Piñol
25 de febrero
Han aparecido. Son muchos. Nuestra ración diaria de municiones es de seis balas, y hemos tenido que disparar ocho.
1 de marzo—16 de marzo
Demasiado ocupado batallando por mi vida para escribir. Y todo aquello que podría ser escrito no merece ser recordado.
26 de febrero
Entre Batís y yo hemos gastado diecinueve balas.
27 de febrero
Treinta y tres.
28 de febrero
Treinta y siete.
18 de marzo
Los asaltos remiten ligeramente. Durante un buen rato he estado contemplando el faro, y el balcón, desde el bosque. Batís se ha sentido atraído por mi actitud y, sin decir nada, se ha incorporado a la observación. Estaba a mi lado, nuestros hombros se rozaban. Un aspecto despertaba mi curiosidad: mirar el faro desde la perspectiva de los monstruos, entrar en las tinieblas de su mente carnicera para saber cómo me ven ellos. Batís, al cabo de un rato: —Pues yo no veo ningún hueco en las defensas. Y se ha ido.
20 de marzo—21 de marzo
Nos observan sin atacarnos. Al principio esto resultaba inquietante, después sólo curioso. Generalmente son formas huidizas. De tanto en tanto los podemos ver, entre los árboles o entre dos aguas. Cuando los focos los localizan, se desvanecen. La noche amplía sus dominios. Ahora sólo se nos conceden tres horas de luz. El resto es patrimonio de la noche. El sol se despide de nosotros antes de que amanezca. ¿Cómo describir en el papel el terror que esto entraña? En condiciones normales, estar aquí, en la isla, ya sería una experiencia formidable y angustiosa. Con los monstruos rodeándonos supera los límites del entendimiento. A menudo, aunque parezca extraño, las pausas entre los ataques son peores que los propios ataques. Dentro del faro, entre penumbras de quinqués, nos llegan los ruidos fusionados del viento, la lluvia y el mar, y esperamos el nuevo día, y esperamos, y seguimos esperando, y no podemos saber si llegará antes la luz o la muerte. Nunca hubiera pensado que el infierno podría ser algo tan simple como un reloj sin agujas.
Finales de marzo
Descubro que Batís sabe jugar al ajedrez. Este hecho, aparentemente tan anodino, actúa como un islote de civilización entre tanta locura. Tres partidas. Dos empates y una victoria. ¿Por qué iba a tener que apuntar quién se la ha atribuido?
4 de abril
Mediodía. Jugamos al ajedrez. Al anochecer nos asaltan seis veces, en oleadas sucesivas. Disparo tanto que el cañón de mi fusil quema. Era necesario, y Batís no ha dicho nada sobre el dispendio de balas.
8 de abril
Practico aperturas románticas que se despeñan contra las defensas de Caffó. En esto es muy hábil. Se enroca y mi ofensiva pierde material lentamente. Las concomitancias entre el hombre y el jugador de ajedrez son demasiado evidentes como para añadir notas. Por todas partes la mentalidad batistiana o caffotista, como se quiera. Los monstruos han gritado más allá del alcance de los focos, en las tinieblas. Más o menos como carroñeros en disputa. Después nos han atacado de un modo extraño, pero se han dispersado antes de que disparásemos. Misterio. Lo peor de todo es la inexistencia de lógica entre los monstruos. Eso los hace imprevisibles.
10 de abril—22 de abril
Medito sobre las pretensiones que me trajeron a la isla. Buscaba la paz de la nada. Y en vez del silencio, encuentro un infierno repleto de monstruos. ¿Qué nuevos significados deberían descubrir mis ojos? ¿Cuál sería la interpretación correcta, según mi tutor? Pienso mucho en él. Por más que me lo pregunto, por más que me interrogo, sólo puedo constatar una evidencia espantosa que todo lo invade: monstruos, monstruos y más monstruos. Nada que ver, nada que juzgar, nada que considerar.
23 y 24 de abril
Horrorosos combates cuerpo a cuerpo. Los disparos a quemarropa esparcen vísceras, materia gris y sangre de color azul por el balcón. Los monstruos, por dos noches consecutivas, han trepado tan alto que los hemos tenido que repeler a patadas y hachazos. En estas situaciones Batís muestra su faceta más salvaje. Cuando los tenemos demasiado cerca, cuando brazos y piernas asaltan las últimas almenas de estacas, Batís abandona con un grito de guerra. Yo continúo disparando, cubriéndolo un paso por detrás, él coge su arpón con una mano y el hacha con la otra. Pincha con un instrumento y corta con el otro. Hiere, mutila y mata con energías caóticas, sus miembros se convierten en una hélice asesina. Es un auténtico demonio, un vikingo nórdico desesperado, un pirata Barbarroja al abordaje, todo esto y más cosas. Realmente asusta; no me gustaría tenerlo como enemigo. Son imágenes reales, las estoy viviendo, sí, yo, aquí y ahora, pero las vivo como bajo los efectos de un alucinógeno, y cuando vuelve el sol tengo serias dudas sobre mi salud mental. Nuestra vida en el faro no es creíble; nuestra vida en el faro es la más absurda de las epopeyas. Carece de significado. Repaso mis escritos. Nunca podrán reproducir la desesperación que me invade; cualquier arte narrativo sería un pálido reflejo del desastre que intento organizar con palabras. No saldremos vivos de aquí, por supuesto. Ni siquiera creo que lleguemos a ver la primera nevada.
2 de mayo
Intuyo una sombra de agradecimiento en Batís. Sin explicitarlo, sin que se le escape una palabra amable, entiende que mi presencia contribuye a su supervivencia. Los ataques que estamos sufriendo, me confiesa, superan todo lo que había experimentado aquí, en el faro. Un hombre solo no sería capaz de hacer frente a esta masa de insectos huidos de un manicomio abismal. Ni siquiera él. Pero no podemos seguir así. Cualquier día el número nos superará.
3, 4 Y 5 de mayo
No puedo entender a Batís. Existe una gran contradicción entre los peligros que nos amenazan y sus estados de ánimo. Cuanto más desesperadas son las noches más feliz se le ve durante el día. Una especie de euforia de batalla, un deseo de abismo. No quiere entender que el faro no es un enroque de ajedrez, y que perder una sola de las partidas nocturnas será nuestro fin.
6 de mayo
Por la noche: un disparo de Batís me roza el brazo. Desgarra la manga y me hiere superficialmente. Pero ha disparado contra un monstruo que me desbordaba, y no me queda más remedio que justificarlo y aplaudirlo.
7, 8, 9,10 y 11 de mayo
Asaltos más virulentos que nunca. Algunos monstruos consiguen escalar la pared por la parte opuesta del faro y nos atacan por arriba, donde las estacas no son tan densas. Literalmente se nos vienen encima. Disparamos, alternativamente, con los cañones hacia arriba y hacia abajo, por donde también vienen. Ahora gastamos una media de cincuenta proyectiles cada noche. El número de monstruos supera cualquier pesadilla. Después: agria discusión con Batís. Me acusa de no mostrar suficiente diligencia en reparar las fortificaciones de clavos y cristales, gracias a lo cual han podido trepar. Lo niego, fuera de mí. Aunque sólo sea por aburrimiento trabajo el doble que él. Nos insultamos. Le digo que es un fornicador primitivo y arisco. Caffó recorta mis derechos, me recuerda que soy un maldito intruso, nunca había utilizado esta palabra. Estamos más hundidos en el pozo que nunca.
12 de mayo
Un monstruo se aferra al pie derecho de Batís. Le disparo inmediatamente pero se lleva consigo la bota y un dedo. Se cura la herida sin permitirse ni un solo gemido. Pero no podemos seguir así.
El aumento de los asaltos había producido en nosotros una erosión lenta pero sistemática. Éramos como dos alpinistas que escalan grandes alturas, faltos de oxígeno. Todo lo hacíamos con gestos mecánicos. Si hablábamos era con la inercia de los actores mediocres que recitan un texto aburrido. Esta fatiga era muy diferente de la que sufrí los primeros días, era un cansancio de larga distancia, menos palpable, menos desesperante, pero mucho más crudo. Apenas nos hablábamos. No teníamos nada que decirnos, igual que dos condenados a la espera de la ejecución. Durante días enteros las únicas palabras que salieron de los labios de Caffó fueron Kollege, si necesitaba algo inmediato, o el aviso zum Leuchtturm, al anochecer.
He aquí un cuadro habitual de este período. Ya estoy despierto, hago algún trabajo indispensable para la seguridad del faro. Cuando lo resuelvo, y a falta de otras ocupaciones, me dirijo a la habitación de los focos. Como es el punto más alto puedo ver las últimas lejanías del horizonte. Oteo el mar con la esperanza, muy difusa, de que haga acto de presencia un barco perdido. No aparece, por supuesto. En el techo del faro, presidiendo su punta cónica, hay una veleta de hierro, muy simple. Desde donde me hallo no puedo verla, sólo oírla. Chirría con un quejido lánguido, de agonía ridícula. No importa hacia dónde señalé.
Inmediatamente después del mediodía una luz rosa y compacta baña nuestro islote, lo separa del mar y retrata su naturaleza minúscula, aquí, en el centro del océano más triste. Las copas de los árboles se iluminan con refulgencias mortecinas. Echamos de menos el calor, pero un calor que debería venir más del movimiento animado que de la temperatura. Ni un solo pájaro —lo que daría por un revoloteo con el que deleitarme. En la costa sur tenemos un conjunto arbóreo que besa el agua. Ramas y hojarasca caen hasta la superficie marítima en una lenta cortina, como en los márgenes de un río tropical. Es una visión impropia. Si miro más allá puedo ver mi primera residencia. Son sólo mil metros escasos. Pero parece que toda una época me separe de la casa. Ahora la contemplo con mentalidad de soldado. Pienso en ella como en una posición abandonada, una tierra de nadie que no recuperaría ni bajo las órdenes directas de Alejandro Magno.
Estoy en el balcón. Debajo de mí, Batís. Camina. O, mejor dicho, se mueve. Sorprende la cantidad de ocupaciones que puede encontrar. Aquí, en el faro. A pesar de la consunción del cuerpo, a pesar de su alma congelada, siempre tiene algo que hacer. Duerme, fornica y batalla, y el resto del tiempo sabe ocuparlo con minucias de lo más retorcidas. Puede dedicar horas enteras a afilar un clavo, por ejemplo, con laboriosidad de asiático. O se expone al sol con la pechera abierta y los ojos cerrados. Si abriera la boca sería un auténtico cocodrilo. Lo demás no le importa. Moriremos, le confesé un día. Sólo moriremos, eso es todo, contestó con fatalismo de beduino. A ratos se sienta en el granito y mira. Nada más. Esto es relevante justamente porque no tiene nada de relevante: mira como miraría un sonámbulo y se evade de la temporalidad. Las pequeñas estacas que en su momento coloqué sobresalen por el suelo y por todos lados, una amenaza, pero él se sienta en una roca estratégica y mira, mira, mira. Se integra en la piedra, se convierte en una suerte de tótem pagano. Batís vive en una especie de muerte perpetua. Al anochecer resuena su alarma, monótona:
—Zum Leuchtturm! ¡Al faro!
Nuestra apatía se acabó un día en que, por casualidad, Batís subió a los focos. Quería comprobar el buen funcionamiento de las luces. Yo miraba en dirección al pequeño barco portugués, Batís trabajaba en la maquinaria. Por decir algo le pregunté qué llevaba el barco:
—Explosivos —dijo. Manipulaba los focos, arrodillado.
—¿Está seguro? —pregunté sin demasiado interés, hablando por hablar.
—Dinamita. Dinamita de contrabando —explicó con su habitual economía de palabras.
La conversación se interrumpió aquí. Más tarde insistí sobre la cuestión de los explosivos. Según le había explicado el marinero superviviente, el barco llevaba dinamita ilegal. La habían obtenido casi regalada de los excedentes mineros sudafricanos y pensaban revenderla a precios astronómicos en Chile o Argentina, donde serviría para promocionar a saber qué revolución. En el almacén del faro yo había visto un equipo completo de buzo. Mi cerebro aún tardó dos días en darle forma a la idea. Pero sólo con oír mis pensamientos me entraban unas ganas locas de reír. Aquella noche fue horrible. Las bestias se concentraron en la puerta. Batís disparaba y disparaba medio a oscuras, no daba abasto y me pidió que bajase a reforzar la entrada. Eso hice. Descendía las escaleras y la resonancia interior del faro difundía los aullidos como un órgano gigante. Estuve a punto de dar media vuelta. En cualquier caso, llegué hasta la puerta. A pesar de su solidez, la placa de hierro se curvaba hacia dentro. Las barras de madera estaban medio rotas, crujían con cada empujón. En realidad no podía hacer nada útil. Si entraban, la masa nos devoraría y seríamos hombres muertos. O Batís mató a muchos o bien abandonaron por desidia.
Al día siguiente Caffó me solicitó un parlamento: quería decirme algo importante. Accedí con verdadera curiosidad, porque aquel tipo de iniciativas no se correspondían con el hombre.
—Después de comer —dijo.
—Después de comer —ratifiqué.
Y desapareció. Creo que se escondió por algún rincón del bosque. Muy alterado debía estar Batís Caffó para librarse a reflexiones solitarias.
Yo me dediqué a reforzar el entramado de cuerdas y cencerros que rodeaban el faro. Durante estas operaciones la mascota salió del faro. Después de fornicar con Batís no se había puesto aquel penoso jersey. Iba desnuda. No me vio. Se dirigía a una estrecha franja de arena, un lugar donde se concentraban los arrecifes más altos y puntiagudos de la costa. Me cansé de aquel trabajo agónico, y la seguí.
Me acerqué saltando por los arrecifes que emergían del agua. Había muchos. A menudo me evocaban la boca de un gigante que durmiese bajo tierra, asomando sus encías de arena y sus dientes de piedra. Entre arrecife y arrecife, a cubierto de las olas y el viento, se extendían pequeñas lenguas de arena. La busqué. Estaba en uno de esos agujeros, tumbada como un lagarto, tan inmóvil que podía confundirse con las piedras que la amparaban del mar embravecido. A veces las olas se filtraban entre las rocas y sumergían el cuerpo. Pero ella mantenía con el agua la relación de un crustáceo. Podía ignorar el oleaje del mismo modo que me ignoraba a mí: yo estaba sentado en una roca, dos palmos más arriba, y era imposible que no hubiera advertido mi presencia.
Viéndola se comprendían las flaquezas de instinto de Batís. Esta vez mi curiosidad no era tan científica. De algún modo ella lo percibió, porque ni huía ni me temía. Recorrí su espalda con una mano. Húmeda, la piel resbalaba como si la cubriera una capa de aceite. La mascota no se movió. Y el hecho de que aquel contacto no la inmutara, curiosamente, me produjo una rara inquietud. Vino una ola que la cubrió de espuma, disputándome su cuerpo, y aquella sábana blanca me tentaba y a la vez me avergonzaba. Me retiré, indignado conmigo mismo. Me sentía como si me hubiese insultado una voz anónima a la que no podemos replicar.