Authors: Albert Sánchez Piñol
—¡No!
En un abrir y cerrar de ojos transité de la espiritualidad más elevada a la animalidad más primaria. No, yo no quería morir. Mordí la mano con todos mis dientes y muelas, clavándole los incisivos, rompí huesos menores y desgarré la membrana que unía el dedo pulgar con el índice. El propietario emitió un grito de dolor largo, muy largo, inacabable, pero no me soltaba. Hice fuerza hacia atrás con las mandíbulas, afianzándome con los talones, hasta que algo cedió. A causa del impulso mi cráneo golpeó contra el suelo. Tenía la cara y el pelo empapados de sangre azul; me resbalaba por el mentón y chorreaba por los codos. Di vueltas como un simio borracho, sin ponerme de pie. Después, mucho después, comprendería que era yo quien hacía aquellos sonidos horripilantes con los dientes apretados. Por casualidad mis manos palparon uno de los fusiles. Lo cargué como lo haría un ciego, sin mirar a ningún lado. Los proyectiles atravesaron la puerta. Las balas abrían agujeros. Virutas de color crema volaban a distintas alturas. Ellos soltaban unos aullidos de jauría frustrada. La puerta se convirtió en un colador. Se habían ido pero yo continuaba disparando. La tormenta se alejaba. Al romper el alba la lluvia era sólo una llovizna lenta y sin sustancia. Hasta que no llegó la luz no me di cuenta de que tenía la boca tensa y acartonada, y llena. Escupí medio dedo y una membrana más grande que las mariposas de Brasil.
El último relámpago de aquella noche iluminó mi inteligencia. Tenía a un millar de monstruos en contra. Pero en realidad ellos no eran enemigos míos, del mismo modo que los terremotos no son enemigos de los edificios, simplemente son. Mi único enemigo tenía un nombre y se llamaba Batís, Batís Caffó. El faro, el faro, el faro.
Yo no era un buen tirador. Ni siquiera me servía mi pasado de activista: nunca había disparado un arma. Ahora mis antecedentes me parecían un sarcasmo: había recibido, escondido y distribuido centenares de fusiles; pero había hecho de ellos un uso mínimo. En cualquier caso estaba decidido a entrenarme, y, como es bien sabido, en caso de necesidad se aprende deprisa. El remington tenía un alza para precisar las distancias. La fijaba a cincuenta, setenta y cinco, cien metros e intentaba acertar con latas de espinacas vacías. Aquí surgió mi primer obstáculo. Durante toda la mañana hice prácticas con un éxito más que mediocre. A la debilidad del cuerpo se le sumaba la mental. La consunción generalizada erosionaba los sentidos. Intentaba apuntar al blanco, cerraba un ojo y veía doble. Todo mi sistema nervioso se desplomaba a ritmo acelerado. A la amenaza mortal y constante se le añadía la falta de sueño, vieja tortura. Más que alterados, los ritmos fisiológicos habían desaparecido. Daba órdenes a mi cuerpo como un coronel a su regimiento. Come. Bebe. Muévete. Orina. ¡No duermas! Sí, la necesidad de sueño y el miedo al sueño. Vivía en una región mental donde el insomnio y el sonambulismo se confundían. A veces me decía haz esto, o lo otro. Carga el fusil, o enciende un cigarrillo. Las balas no entraban porque el cargador estaba lleno, y no recordaba haberlo llenado. Me ponía un cigarrillo en los labios, y resulta que ya estaba fumando uno.
Pero ahora tenía una misión. Hasta ese momento me había limitado a resistir por resistir, sin ningún horizonte de esperanza. Ahora, por primera vez, controlaba algún tipo de iniciativa. Una vez tomada la decisión, me movía por el bosque con el espíritu ligero de los guerrilleros. Llevaba ropa discreta; tonos mates y, en la medida en que me lo permitía mi vestuario, escogí colores similares a los de la vegetación que me iba a acoger. Los guantes de cuero harían más soportables el frío y las ampollas. Me situé a unos ochenta metros del faro. Cualquier francotirador habría escogido aquel lugar de privilegio. Detrás de mí la vegetación era lo bastante espesa para evitar que los claros recortasen mi silueta. Delante, camuflándome, la última línea de árboles, que no me impedían una visión perfecta de la puerta y el balcón. Me encaramé a una rama alta y sólida. Tenía una concavidad que permitía asegurar la posición del fusil. Apunté a la puerta. Si salía por allí, era hombre muerto. Pero no dio señales de vida, en todo el día no apareció, y cuando el crepúsculo hizo acto de presencia no tuve más remedio que retirarme por miedo a los monstruos.
Afortunadamente fue una noche tranquila, si podía decirse así. No asaltaron la casa. Creo que unos cuantos estuvieron rondando por las proximidades del faro, porque los oía, y por un disparo aislado de Batís, pero nada más. Me sentía incapaz de extraer conclusiones. Quizá los había escarmentado de lo lindo. Los tiros a través de la puerta forzosamente tuvieron que herir a algunos. Quizá, simplemente, esa noche no tenían demasiada hambre. ¿Quién podía saberlo? No seguían ninguna lógica, y mucho menos estrategias de poliorcética militar. A última hora incluso me permití el lujo de cerrar los ojos en un simulacro de descanso, un reposo falso pero atractivo. Con el primer atisbo de claridad volvía a ocupar mi árbol.
Esta vez no tuve que esperarle demasiado tiempo. No hacía ni media hora que acechaba cuando salió al balcón. Medio desnudo, exponiendo al mundo un torso de boxeador veterano. Con los brazos separados se apoyaba en la barandilla oxidada; inmóvil, los ojos cerrados, el mentón alzado, alimentando la cara con nuestro sol triste. Recordaba a una estatua de museo de cera. Era un blanco perfecto. Apoyé la culata contra el hombro, cerré el ojo izquierdo. Más allá del cañón estaba su pecho. Pero vacilé. ¿Y si fallaba? ¿Y si sólo lo hería, de gravedad o levemente? Si lograba refugiarse en el interior lo perdería todo. Aunque muriese después de una larga agonía, Batís ya habría cerrado el blindaje del balcón. Con una cuerda y un gancho conseguiría escalarlo, sí, pero no conseguiría forzar las planchas de hierro, unos postigos superpuestos a las ventanas del balcón. Me dije todo esto, y también me dije no, no, no es eso y tú lo sabes.
Sencillamente, no podía matarlo. Yo no era un asesino, por mucho que las circunstancias me impeliesen a ello. Disparar contra un hombre era algo más que afinar la puntería contra un cuerpo; era matar todo su tiempo vivido. Batís estaba en el punto de mira y podía ver su biografía. Imaginaba su tiempo previo al faro. Contra mi voluntad, imponiéndose a mí, mi mente recreaba la estupefacción del Batís niño, muy lejos aún del viaje que lo llevaría a la isla; sus limitados éxitos de juventud, los desengaños y las frustraciones causados por un mundo que no había escogido. ¿Cuántos golpes habría recibido de las mismas manos que tenían la misión suprema de amarlo? Ahora que estaba reducido a la condición de blanco, indefenso, toda su vulnerabilidad emergía. ¿Por qué se había ido a aquel faro? ¿Era un ser cruel o sólo una catapulta de la crueldad? Batís sólo era un hombre que tomaba el sol, medio desnudo. No llevaba ningún uniforme que justificase la bala. Y si robar la vida de un ser humano ya es una misión dolorosa, matarlo cuando se limitaba a tomar el sol aún me parecía —mira por dónde— mucho más abominable.
Bajé del árbol profundamente indignado conmigo mismo. Regresaba a la casita y por el camino me castigaba dándome puñetazos en la cabeza. Idiota, idiota, me decía, eres un idiota. A los monstruos les da lo mismo devorar un santo que un depravado: son carne. Estás en la isla, la isla de todas las infamias. Aquí no sobrevive el amor al prójimo ni la filosofía, ni el poeta ni el generoso, sólo un Batís Caffó. Recorría el caminito que llevaba a la casa, pues, y me paré en la fuente. Desde que había desembarcado sólo había bebido ginebra. Me amorré al cubo de Batís, que seguía allí. Pero antes de beber me fijé en el reflejo del agua.
A duras penas podía creer que yo fuera aquél. Cuatro días de insomnio y de combates habían hecho estragos. La barba me crecía a media intensidad; estaba pálido, una palidez mortuoria. Los ojos, sobre todo, pertenecían a un loco irrecuperable. Los iris azules eran islas rodeadas de rojo intenso. Diversos círculos de un violeta oscuro se disputaban párpados y contornos. El frío y el miedo me habían quemado los labios. Por el vendaje de la herida del cuello, grueso como una bufanda, aparecían costras de sangre seca, coágulos medio húmedos y pus. El cuerpo ya no recordaba el arte cicatrizador. Uñas rotas. Una capa con apariencia de alquitrán me cubría el cabello. Cogí un mechón de encima de la oreja, y con desconcierto mayúsculo descubrí que el color había mudado hasta el gris blanquecino. Sumergí la cabeza en el cubo y me lo froté con atolondramiento de mosca. Pero aquello no me bastaba. Una suciedad bíblica sepultaba mi anatomía. Me deshice del fusil, de las municiones y de los cuchillos, me saqué abrigo, jerséis de lana, camisas, botas, calcetines y pantalón, me desnudé, como si una epidemia infectase cada pieza de ropa que me protegía, y después escalé la pared de donde salía la fuente.
Allá arriba la lluvia nocturna había creado una especie de balsa. El agua sólo me cubría hasta las rodillas. Me dejé caer. El frío era una influencia benigna. Lo apreciaba, porque revitalizaba los sentidos, adquiría lucidez y ganaba vigor. Pensé en Batís, naturalmente. La fuente podía convertirse en una buena trampa. Tarde o temprano vendría a buscar agua. Una emboscada. Indefenso, desprevenido, lo capturaría a punta de fusil sin necesidad de recurrir al homicidio. Lo sometería, lo convertiría en un reo. Lo ataría con cadenas en el interior del faro. Y cuando en el horizonte apareciera el primer barco, encendería y apagaría la luz del faro de acuerdo con el código morse. ¿Tenían que juzgar a Batís por la vía penal o recluirlo en un manicomio para toda la vida? Aquello era secundario.
Las nubes filtraban columnas de luces finas y concretas. El cielo me dedicaba una ópera de luces. Los márgenes de la balsa estaban cubiertos de musgo, un tacto blando y amable. Pero no tenía prisa por salir. Mis miembros se habían acostumbrado a la temperatura. Flotaba, mirando el firmamento; era la primera hora que me dedicaba a mí mismo desde que había desembarcado.
Así me hallaba cuando oí unos pasos que se acercaban. A fin de que no me detectaran me sumergí del todo, menos la cabeza. En mi posición no me era posible verlo, pero no hacía falta demasiada imaginación para entender que Batís había escogido ese preciso momento para ir a la fuente. Venía con nuevos cubos, tal como revelaban los ruidos de chatarra transportada. Maldije mi suerte. ¿Qué podía hacer? Sólo era cuestión de tiempo que descubriera mi ropa y, peor aún, el fusil. Su reacción, imprevisible. Quizá compartiría la fuente sin ninguna molestia. Pero los locos tienen hilos perceptivos muy delicados; lo creía muy capaz de intuir mis pretensiones. Y yo estaría desarmado. Fue una meditación fugaz. No tenía demasiadas opciones, de hecho. Si por un milagro Batís se retiraba ignorando la ropa, tardaría días en volver a la fuente. Durante ese período los monstruos dispondrían de infinitas oportunidades para liquidarme. Agucé el oído. Está justo delante del caño, oigo cómo reemplaza un cubo por otro. Se para. Ve la ropa tirada. Acaba de darse cuenta de que hay alguien más. Un salto de pantera y los dos cuerpos ruedan juntos. Queda debajo de mí, lo atrapo con las piernas. Alzo un puño pero sin consumar la agresión. No es Batís. Es un monstruo.
Di otro salto, esta vez alejándome todo lo que pude. Pero el propio sobresalto contenía una duda. Los monstruos eran máquinas de matar. Y yo había abatido un peso delicado, una fragilidad. Los cubos todavía rodaban por el suelo, golpeteando el uno con el otro con ruido de chatarra. Observé con prudencia y a distancia, como esos gatos a los que la curiosidad les impide huir.
No se movía del lugar donde había caído. Hacía unos lastimosos ruidos de pajarillo herido. Un hedor a pescado me entraba por la nariz. Me arrastré, y para observarlo mejor le aparté los brazos de la cara, un gesto con el que buscaba protegerse. Era uno de los monstruos, de aquello no cabía duda. Pero en él los rasgos faciales se dulcificaban hasta lo indecible. Cara redondeada y cráneo sin cabellos. Las cejas eran líneas de un estilo elaborado, como producto de la caligrafía de los sumerios. Ojos de color azul, Dios mío, qué ojos, qué azul. Un azul de cielo africano, no, más claro, más puro, más intenso, más brillante. Nariz fina, aguda, discreta, con el hueso central más bajo que las aletas. Las orejas, diminutas comparadas con las nuestras, tenían forma de cola de pez; cada una se dividía en cuatro pequeñas vértebras. Pómulos nada prominentes. El cuello muy largo, y todo el cuerpo cubierto por una piel de un gris blanquecino con matices verdes. Lo toqué con la punta de los dedos, desconfiando aún. Tenía la frialdad de un cadáver y el tacto de una serpiente. Le cogí una mano. No era como la de los otros monstruos. La membrana, más corta, casi no llegaba a la primera articulación. Dio un grito de pánico. Aquello fue el detonante para que lo azotase sin piedad, que no se me pregunten los motivos. Gritaba y gemía. Llevaba un simple jersey, tan dado de sí que le servía de falda. Le cogí el tobillo izquierdo. Alcé el cuerpo hacia arriba, como si fuese un recién nacido, para observarlo mejor. Era una hembra, sí. El sexo no estaba cubierto por vello púbico de ninguna clase. Movía las patas con desesperación. Cogí el remington y le pegué con la culata, hasta que un golpe especialmente cruel, en la ingle, hizo que se retorciese como un gusano. Se cubría con los brazos y gemía con las mejillas clavadas en el suelo.
El jersey y los cubos me indicaban que Batís tenía alguna relación con aquella bestezuela. ¿De dónde la había sacado y qué valor podía otorgarle? Me resultaba imposible determinarlo. El hecho era que le había enseñado algunas habilidades, como los perros de san Bernardo. Llevaba cubos, por ejemplo. También se había molestado en vestirla. Un jersey que no querrían ni los mendigos turcos. La conjunción de un jersey tan lleno de agujeros, y tan sucio, y un cuerpo parido bajo los océanos daba como resultado un conjunto insufrible, más grotesco que esos ridículos perritos que las señoras inglesas visten con lanas de primera calidad. Pero si Caffó se tomaba molestias con ella era porque la tenía en cierta estima. La mejor manera de salir de dudas consistía en llevármela como rehén. Si Caffó tenía algún interés en ella, vendría a buscarla. Hice que se levantara arrastrándola por el codo. Le encasqueté un cubo en la cabeza para cegarla. Temblaba. Los cubos estaban unidos por un cordel que aproveché para atarle las manos. Pero no escondí las señales de lucha, que Batís lo supiese y me siguiera. Un golpe de culata y nos encaminamos hacia la casa.
La planté en un taburete. Le retiré el cubo de la cabeza y, durante un largo rato, estuve sentado delante de ella. Sangre azul le manchaba las comisuras de los labios. El corazón le latía al ritmo del de los conejos. Sólo respiraba con la parte alta de los pulmones. Tenía la mirada perdida y le pasé un dedo de hipnotizador por delante de los ojos. Lo seguía vagamente. Se orinó encima del taburete. Miré por la ventana que daba al caminito del bosque.