La piel fría (13 page)

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Authors: Albert Sánchez Piñol

BOOK: La piel fría
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Después de comer, en efecto, Batís habló conmigo. Salimos del faro con la excusa de dar un paseo. Más que una conferencia quería ser un testamento. Caminábamos por el bosque y, sin aludir a la derrota, sin que le abandonase su estoicismo de plebeyo, describió así la situación:

—Si quiere, váyase. Quizá no sepa que tenemos una chalupa. La dejó aquí el barco que me trajo a la isla. Se encuentra en una pequeña cala, contigua a la casa del oficial atmosférico, un poco al norte. La vegetación la esconde. Hace mucho que no me acerco por allí, pero no creo que la hayan estropeado: de los humanos sólo les interesa la carne. Llévese provisiones y toda el agua potable que pueda cargar.

Hizo una pausa para encender un cigarrillo. A continuación unos movimientos gimnásticos con los brazos, el tabaco en los labios, como si así demostrara su desprecio por el futuro:

—Obviamente, no le servirá de nada. No es posible llegar a ningún lugar y no encontrará ningún barco. Morirá de hambre y de sed. Eso si una tormenta no hace naufragar ese cascarón. O si los carasapo no lo abordan antes. Pero no seré yo quien le niegue el derecho a escoger.

En vez de contestar, también yo encendí un cigarrillo y me quedé ante él, como un pasmarote. Hacía más frío del que era habitual. El vaho que salía de nuestras bocas se confundía con el humo del tabaco. Batís se dio cuenta de que estaba a punto de decir algo importante, pero no podía imaginarse la dirección que seguía mi lógica.

—Pienso que deberíamos hacer un esfuerzo por asumir riesgos —declaré al final—. En realidad, ya está todo perdido. Si los monstruos insisten en atacar la puerta nada podrá detenerlos. He visto que tenemos un equipo de buzo, con bomba de aire incluida. ¿Cree que podríamos cargarlo en la barca y acercarnos hasta el barco portugués?

Batís no me entendía. Frunció el ceño.

—La dinamita, la dinamita —dije señalando en dirección al barco con la mano que sostenía el cigarrillo.

Batís movió todo el cuerpo como si se cuadrara militarmente:

—Quiere ir hasta el arrecife del barco en la chalupa. Ponerse el equipo de buzo, descender y recuperar la dinamita. Quiere bajar hasta las profundidades de los carasapo, con mi ayuda, y sumergirse delante de sus narices para sacar los explosivos. ¿No es eso?

—Lo ha resumido muy bien.

Me miró, rascándose la nuca. Ahora sus cejas dibujaban una uve invertida. Me observaba con una mezcla de compasión y desinterés.

—Mire, Caffó, tal vez no sea un intento tan suicida como parece. Los monstruos sólo nos atacan por la noche, como todos los depredadores conocidos. Eso quiere decir que descansan de día. Si escogemos bien la hora tenemos muchas posibilidades de lograrlo. ¿Quién sabe dónde viven? ¿Quién sabe si tienen su guarida en el otro lado de la isla, a diez kilómetros de la costa? En el barco no hay nada que les interese, como ha dicho usted, y no tienen ningún motivo para acercarse allí.

Negaba con la cabeza, escuchaba estupideces. Yo no me rendía:

—¿Qué podemos perder? En realidad sólo somos dos cadáveres que aún hablan, nada más. Usted mismo ha reconocido que nos encontramos al final del camino. Batís —insistí—, deje que le explique una historia irlandesa. Una vez, un comisario inglés quería capturar a un chico. El chico era uno de esos comandantes casi anónimos de la resistencia. El chico fue perseguido y perseguido. Una noche, el comisario regresó a su casa tras una dura jornada de interrogatorios y confidencias. Estaba contento. Al día siguiente lo atraparía.

—¿Y...? —se interesó tímidamente Batís.

—Los amigos del chico lo estaban esperando en el comedor de su casa.

—¡Ahora deje que yo le explique una historia alemana! —bramó Batís—. Una vez había un chico pobre, un chico pobre en una casa de campesinos pobres. Se escondía encima de los árboles y debajo de los muebles, y cuando salía de allá arriba, o de allá abajo, recibía palos. Fin de la historia.

—Le necesito. Hace falta que alguien accione la bomba de aire y suba las cajas de explosivos. Yo solo no puedo hacerlo.

Hasta ese momento me había escuchado con la paciencia que se dedica a los hijos minusválidos o a los viejos muy seniles, pero como yo perseveraba en mis argumentos me dio la espalda. ¡Espere!, exclamé sujetándolo por la manga. Se liberó con una violencia inesperada, soltó un par de imprecaciones en alemán que Goethe no habría escrito nunca y se marchó hablando solo. Lo seguí a distancia. Una vez en el faro se dedicó a las obras de la puerta. Reparaba los desperfectos ignorándome por completo. Pero aquello sólo retrasaría el final, no lo evitaría. Piense en sus enroques, Batís, le decía yo, sin la defensa de la torre el rey no vale nada. Y casi al oído, con estilo de confesionario:

—Cien muertos. Doscientos, trescientos monstruos reventados por una bomba, Batís. Una lección que no olvidarán y que nos salvará la vida. Depende de usted.

Habría prestado mayor atención al zumbido de una mosca. En cualquier caso, le había expuesto mis ideas. Y me pareció preferible darle un tiempo para que las asimilara. Naturalmente, tenía conciencia de que me proponía una barbaridad. Pero las demás opciones aún eran peores. ¿Embarcarme? ¿Hacia dónde? ¿Resistir? ¿Hasta cuándo? Caffó observaba la situación con la postura del luchador fanático y obtuso. Yo, en cambio, sufría la desesperación del jugador que apuesta su última moneda en el casino: de nada le serviría ahorrársela.

Cargué unas cuantas herramientas, trapos momificados por el frío, botes de alquitrán y sacos vacíos. Quería acercarme hasta la chalupa que Batís había mencionado, comprobar su estado y, si era necesario, calafatearla. Después iría a la casa del oficial atmosférico, de donde extraería más clavos y sobre todo bisagras. Seguro que serían de gran utilidad en el faro. Llevaba bastante peso. Cuando me iba me crucé con la mascota. La cargué con una parte del peso y de un empujón nada amable la encaminé hacia la nueva ruta.

Efectivamente, la barca estaba donde Batís me había indicado. Una calita muy discreta, camuflada por árboles y masas de musgo, que se adhería a la madera como una enfermedad de la piel. El interior de la barca estaba encharcado. Pero con una mera inspección superficial comprobé que el agua procedía de la lluvia, más que de las filtraciones. El musgo, que tiene raíces muy poco profundas, había impedido la putrefacción de la madera, protegiendo la chalupa como una capa de brea. No me costó demasiado vaciarla de líquidos y arrancarle la costra vegetal.

Así pues, tenía a mi alcance todo lo que necesitaba para la aventura. Que Batís me acompañase, que asumiera un suicidio valiente: ése era el último obstáculo. Yo ya había tomado mi decisión. En ese momento me vino una placidez de espíritu poco común.

La calita tenía forma de herradura y no era mayor que un pequeño establo. Cerraba el horizonte y a duras penas podía ver el mar abierto. Seguramente moriría, pero sería una muerte elegida. En aquellos días podía considerarlo un privilegio. Durante un buen rato no hice más que limpiarme las uñas, de pie y tranquilo. Esta manicura se ejercía a la vez que una reflexión sobre el pasado.

La vida no es gran cosa. Sucede, sin embargo, que en su paseo por el mundo la humanidad manifiesta grandes tendencias a pensarse. Pensé en mi primer recuerdo de infancia, y en el último de mi vida civilizada. Mi primer recuerdo era la visión de un puerto. Tal vez tuviese tres años, o menos. Estaba sentado en una trona, en Blacktorne, junto a varias docenas de niños más. Pero yo estaba cerca de una ventana desde la cual se vislumbraba el puerto más gris del mundo. Mi último recuerdo también era de un puerto: el que vi desde la popa del barco que me trasladó de Europa a la isla. En efecto, la vida no es gran cosa.

La mascota estaba sentada en un trono de musgo, las piernas cruzadas, las manos en los tobillos, el hombro contra muros de robles. Miraba un infinito que no existía. Ofrecía una composición natural tan adecuada, tan perfecta, que sus trapos de mendigo molestaban a los ojos. No seamos ingenuos: antes de sacarle el jersey yo ya sabía lo que quería. Moriría pronto, y ante la muerte la integridad moral no es más que el polvo del camino. Seguramente moriría, y la mascota era el muñeco más parecido a una mujer que tenía cerca. Moriría, y los gemidos de aquel cuerpo, día tras día, meses enteros, me habían vuelto indiferente a las fronteras de la moral.

Lo que sucedió, sin embargo, fue la más imprevista de las sorpresas. Yo me esperaba un coito breve, sucio y brusco. En lugar de eso entré en un oasis. Al principio la intensa frialdad de su piel me estremecía. Pero el contacto hizo que nuestras temperaturas se equilibrasen en un punto desconocido, un lugar donde ideas como frío y calor no significaban nada. Su cuerpo era una esponja viva, desprendía opio, me anulaba como ser humano. ¡Oh, Dios mío, aquello! Todas las mujeres, honorables o de taberna, no eran más que pajes de una corte que nunca pisarían, aprendices de un gremio que aún no se había inventado. ¿Abría aquel contacto una puerta mística? No. Era exactamente todo lo contrario. Uno fornicaba con aquello, con aquella mascota sin nombre, y se le revelaba una verdad grotesca, trascendente y pueril a la vez: Europa ignora que vive en la castración perpetua. Su sexualidad estaba libre de cualquier lastre. Ni siquiera podía apreciarse en ella ningún refinamiento amatorio especial. Sólo fornicaba, fornicaba con todo su cuerpo, y cuando lo hacía no existían ni la ternezas ni las dulzuras, ni los rencores ni el dolor, ni el alquiler del prostíbulo ni la entrega de los amantes. Reducía los cuerpos a una dimensión propia y única, y cuanto más animal era en su ejercicio más placer procuraba. Un placer estrictamente físico, que yo desconocía.

En cualquier lugar, un hombre de mi edad y relativa experiencia ha conocido el amor y ha conocido el odio. Ha vivido días tristes y ha vivido fragmentos de belleza. Ha conocido la adversidad, la fraternidad y la enemistad. Ha conocido algún tipo de éxito y muchas derrotas. Allí mismo, en el faro, había conocido las peores visiones del abismo y de la agonía. Pero a los hombres no siempre les es dado conocer la pasión más extrema. Aunque deseen el deseo, aunque sospechen que existe en algún lugar, cercano o remoto, millones de hombres han vivido y han muerto, vivirán y morirán, sin descubrir al ser que esconde esa facultad, en ella tan natural y tan simple. Hasta ese momento mi cuerpo había obtenido placeres del modo en que un buen burgués ingresa capitales. Ella hacía que a través del placer fuera consciente de mi cuerpo, separándolo de mí, destruyendo cualquier relación entre mi persona y mi placer, que podía percibir como si fuera algo vivo. Pero todo se acaba, incluso aquello, con ella, y cuando matamos el placer tuve la sensación, más allá del placer, de haber alcanzado una de las cimas de la experiencia humana.

Lentamente mi personalidad volvió a mí. Parpadeaba, como si así facilitase el tránsito a un estado normal. Tardé unos minutos en asumir la temperatura, los olores y los colores que me rodeaban. Ella no se movía de su colchón de musgo. Miraba el cielo y estiraba los brazos, con pereza. ¿Dónde está el error?, me pregunté sin entender la pregunta ni por qué la formulaba. De nuevo volvía a ser yo, a ser alguien, y un vago sentimiento de ridículo se apoderó de mí. Me sentía estúpidamente humillado. Vivía una experiencia que no sabía cómo clasificar y ella, con gestos de gata, se limitaba a estirar los miembros. Lo recogí todo y reemprendí el camino del faro. Vio que me iba y me siguió a una cierta distancia. Quise odiarla.

Cuando llegamos al faro Batís había cambiado de actitud. Reservado como siempre, no se atrevía a exponerme la mudanza de su pensamiento. En ciertos aspectos era muy orgulloso, y no admitía que lo convenciesen de ideas con las que antes había manifestado su desacuerdo. Pero que se me acercara e intentase iniciar una conversación sólo podía significar una cosa: que quería volver a hablar de los explosivos y del intento de recuperarlos. Yo aún estaba trastornado y durante un buen rato lo ignoré. Al final dije:

—Hay un viejo cuento irlandés que tiene un punto de semejanza con su historia alemana. Un irlandés se encuentra en una habitación oscura. A tientas, busca el quinqué. Lo encuentra, lo enciende con una cerilla y ve que en la pared de enfrente hay otra puerta. Rápidamente la traspasa y la cierra tras de sí, olvidando el quinqué, para comprobar que de nuevo se encuentra en una habitación sin luz. La historia puede repetirse hasta el infinito, con el tozudo irlandés buscando quinqués y encendiéndolos, traspasando puertas y cerrándolas, olvidando el quinqué, siempre hacia delante, siempre hacia una nueva oscuridad. Al final el irlandés tozudo se encuentra en una habitación sin puertas, enjaulado como una rata. ¿Y sabe lo que dice? «Gracias a Dios, era mi última cerilla.» —Subí el tono—: Yo no soy ese personaje, Batís, no lo soy. Quinientas bestias liquidadas para siempre, quizá seiscientas. O setecientas. ¿Por qué no mil? —resoplé—: ¿Qué opina?

Aún seguía fingiendo reservas. No obstante, despuntaba la voracidad del cazador.

—No se preocupe —bromeé sin reír ni mirarlo—, si sale mal y nos devoran asumiré toda la responsabilidad.

La mascota estaba sentada en un rincón y se rascaba el sexo.

IX

Nuestras especulaciones nos indicaban que a primera hora los monstruos debían de ser más inactivos que en cualquier otro momento. Llegamos a esta conclusión utilizando nuestros horarios como espejo de los suyos: éramos nosotros los que nos habíamos adaptado al ritmo que ellos imponían, y no al revés, y por tanto era de esperar alguna simetría.

Nos dirigimos a la chalupa tras una noche tan agitada como las anteriores. Una vez más la supervivencia había colgado de un hilo. Como medida defensiva, a media tarde habíamos agujereado el granito como un colador y tendido una alfombra de estacas justo delante de la entrada. No podíamos hacer mucho más. Y en realidad ignorábamos si aquello actuaba como un repelente o como un atractivo. Por la noche repitieron los empujones contra la puerta, desdeñando sus propias pérdidas, como guiados por una intuición de ofensiva final, desbaratando el campo de estacas con la fuerza del número, una masa viscosa que mugía y golpeaba la puerta con patas y puños. No teníamos más remedio que sacrificar las escasas botellas que aún conservábamos. Estaban llenas con un preparado de ron, alquitrán, petróleo y toda sustancia inflamable que nos quedaba en la reserva. Alrededor del cuello de la botella habíamos atado un algodón impregnado de alcohol. Batís las encendía y me las pasaba. Yo las proyectaba contra los monstruos. Al romperse sobre sus lomos estallaban pequeños incendios. Los cuerpos estaban húmedos y no ardían bien, pero al menos aquella noche se sorprendieron bastante como para retirarse.

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