La piel del tambor (5 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—En la Curia se olvidan los favores y se recuerdan las ofensas. Vivimos en una corte de eunucos correveidiles, en la que nadie asciende sin el apoyo de otro. Todos se precipitan en apuñalar al caído, pero cuando las cosas no están claras ninguno osa dar un paso por miedo a las consecuencias. Recuerde la muerte del papa Luciani: era necesario tomar su temperatura rectal para determinar la hora de la muerte, pero nadie se atrevía a meterle un termómetro en el culo.

—Pero el cardenal secretario de Estado…

El Mastín sacudió las cerdas negras:

—Azopardi es mi amigo, aunque en el sentido que esa palabra tiene aquí. También debe velar por sí mismo, e Iwaszkiewicz es poderoso.

Guardó silencio unos instantes, cual si hubiera puesto el poder de Jerzy Iwaszkiewicz en el platillo de una balanza y el suyo en el otro, y aguardase con pocas esperanzas el resultado.

—Incluso la actuación de ese pirata informático es un asunto menor —añadió al cabo—. En otro momento ni se les habría ocurrido encomendarnos lo que, en rigor, es competencia del arzobispo de Sevilla y de sus relaciones con los párrocos de su diócesis. Pero tal y como anda todo, cualquier astilla se convierte en cuña. Basta que el Santo Padre muestre interés, y tenemos otro escenario para nuestro ajuste de cuentas interno. Por eso he escogido a mi mejor hombre. Lo que primero necesito es la información. O sea: quedar bien, presentando un informe así de gordo —separaba cinco centímetros el pulgar y el índice—. Que vean que nos movemos. Eso dejará contento a Su Santidad, y de paso mantendrá a raya al polaco.

Un grupo de turistas japoneses se asomó a la puerta de los salones, admirando el interior. Algunos sonrieron con inclinaciones corteses a la vista de los alzacuellos. Monseñor Spada les devolvió la sonrisa, distraído.

—Lo aprecio a usted, padre Quart —dijo a continuación—. Por eso lo pongo en antecedentes de lo que nos jugamos, antes de que viaje a Sevilla… Ignoro si siempre es sincero en su pose de buen soldado; pero a mí me lo parece, y nunca dio motivos para pensar lo contrario. Desde que era un simple alumno en la Gregoriana le eché el ojo, y después llegué a tomarle afecto. Eso tal vez le cueste caro, pues si un día caigo es probable que caiga conmigo. Incluso antes; ya sabe: sacrificio de peones.

Asintió Quart, impasible:

—¿Y si ganamos?

—Nosotros no ganaremos nunca del todo. Como diría su paisano San Ignacio, hemos elegido lo que a Dios le sobra y otros no quieren: la tormenta y el combate. Nuestras victorias sólo son aplazamientos hasta el siguiente ataque. Porque Iwaszkiewicz seguirá siendo cardenal mientras viva, príncipe por protocolo, obispo con consagración irrevocable, ciudadano del Estado más pequeño y, gracias a hombres como usted y yo, menos vulnerable del mundo. Y quizá, por nuestros pecados, un día llegará a papa. En cuanto a nosotros, nunca seremos
papabiles
, y posiblemente ni siquiera cardenales. Como suele decirse en la Curia, tenemos poco pedigrí y demasiado curriculum. Pero poseemos poder y sabemos luchar. Eso nos hace temibles, y ese polaco, a pesar de su fanatismo y su arrogancia, lo sabe. A nosotros no van a barrernos como a los jesuitas y a los sectores liberales de la Curia, en beneficio del Opus Dei, de la mafia integrista o del Dios del Sinaí.
Totus tuus
, pero no me toquéis las narices. Hay mastines que mueren matando.

El arzobispo consultó el reloj e hizo un gesto para llamar la atención del camarero. Mientras le ponía a Quart una mano sobre el brazo para impedirle pagar la cuenta, extrajo unos billetes del bolsillo y los puso sobre la mesa. Dieciocho mil liras exactas, comprobó Quart. La vida del Mastín había sido demasiado dura: nunca dejaba propinas.

—Nuestro deber es pelear, padre Quart —dijo mientras se ponían en pie—. Porque tenemos razón, e Iwaszkiewicz no la tiene. Se puede ser enérgico y mantener la autoridad sin por eso resucitar, como pretenden ese polaco y su camarilla, los hierros y el potro de tortura. Recuerdo cuando nombraron papa a Luciani, y duró treinta y tres días. Usted era veinte años más joven, pero yo andaba ya metido en este tipo de trabajo —el arzobispo inició una mueca torcida mirando a Quart—. Cuando, recién elegido, le oímos aquello de «Hay más de mamá que de papá en Dios Todopoderoso», Iwaszkiewicz y sus colegas del ala dura se subían por las paredes. Y yo me dije: este equipo no va a funcionar. Luciani era demasiado blando para los tiempos que corren, así que, supongo, el Espíritu Santo hizo un buen trabajo librándonos de él antes de que hiciese demasiado daño. Los periodistas lo llamaban
El Papa de la sonrisa
; pero cualquiera en el Vaticano sabía que la suya era una sonrisa peculiar —la mueca creció un poco hasta descubrir un colmillo, con malicia—. Una sonrisa nerviosa.

El sol había salido y secaba el empedrado de la plaza de España. Los vendedores descorrían los toldos de sus puestos de flores y algunos turistas empezaban a sentarse en los peldaños, todavía húmedos, que ascendían hasta Trinitá dei Monti. Quart escoltó al arzobispo escaleras arriba, deslumbrado por el reverbero de la luz en la plaza; una luz romana, intensa, optimista como un buen augurio. A medio camino, una joven extranjera con mochila, téjanos y camiseta a rayas azules, sentada en un escalón, le hizo una foto cuando los dos sacerdotes llegaron a su altura: un flash y una sonrisa. Monseñor Spada se volvió a medias, entre irritado e irónico:

—¿Sabe una cosa, padre Quart? Es demasiado guapo para ser un cura. Habría que estar loco para nombrarlo párroco de un convento de monjas.

—Lo siento. Monseñor.

—No lo sienta, porque no es culpa suya. Pero reconozco que me fastidia un poco. ¿Cómo se las arregla?… Me refiero a mantener a raya la tentación, ya sabe. La mujer como invención del Maligno y todo eso.

Quart se echó a reír:

—Oración y duchas frías, Ilustrísima.

—Debí imaginarlo. Siempre fiel al reglamento, ¿verdad?… ¿No le aburre ser siempre, además, tan comedido y tan buen chico?

—La pregunta es capciosa. Monseñor. Responderla implica aceptar la proposición mayor.

Paolo Spada lo miró unos instantes de reojo y por fin hizo un gesto aprobador:

—De acuerdo. Usted gana. Su virtud ha vuelto a superar el examen, pero no pierdo la esperanza. Un día lo atraparé.

—Naturalmente, Monseñor. Por mis innumerables pecados.

—Cierre el pico. Es una orden.

—Como mande Su Reverencia.

A la altura del obelisco de Pío VI, el arzobispo se volvió para echar un vistazo escaleras abajo, a la chica de la camiseta a rayas.

—Y en cuanto a la salvación eterna —dijo—, recuerde el viejo proverbio: si un clérigo logra mantener las manos lejos del dinero, y los pies lejos de una cama de mujer hasta cumplir los cincuenta, tiene muchas probabilidades de salvar su alma.

—En eso estoy, Monseñor. Pero faltan doce años para cruzar la meta.

—No se preocupe. Sospecho que sus tentaciones son otras —lo estudió fijamente antes de mover la cabeza y subir los últimos peldaños de dos en dos—. De todos modos persevere en lo de las duchas, hijo mío.

Pasaron ante la imponente fachada del hotel Hassier Villa Médici antes de recorrer la Vía Sistina. La sastrería no estaba indicada más que por una discreta placa en la puerta que sólo franqueaba la élite de la Curia, a excepción de los papas. Éstos eran los únicos en gozar del privilegio de que Cavalleggeri e Hijos, honrados desde León XIII con un título menor de nobleza pontificia, les tomasen medidas a domicilio.

El arzobispo miró la placa con aire absorto, pensando en otra cosa. Luego levantó el rostro hacia el cielo y por fin sus ojos veteados se posaron en el sacerdote, estudiando el traje de corte impecable, los discretos gemelos de plata en los puños de la camisa de seda negra.

—Escuche, Quart —el uso del apellido, sin tratamiento, endurecía la palabra con el gesto—. No se trata sólo del pecado de orgullo y del poder, pecado al que no somos ajenos. Usted y yo, por encima de nuestras debilidades personales y nuestros métodos, incluso Iwaszkiewicz y su siniestra cofradía…, incluso el Santo Padre con su irritante fundamentalismo, somos responsables de la fe de millones de seres humanos en una Iglesia infalible y eterna —los ojos del arzobispo seguían midiendo a su interlocutor—. Y sólo esa fe, sincera a pesar de nuestro cinismo curial, nos justifica. Nos absuelve. Sin ella, usted, yo, Iwaszkiewicz, seríamos sólo unos hipócritas y unos canallas… ¿Comprende lo que le intento decir?

Quart soportó sin pestañear las palabras del Mastín.

—Perfectamente, Monseñor —dijo, sereno.

Había adoptado casi por instinto la posición rígida del guardia suizo ante un oficial: los brazos a los costados y los pulgares a lo largo de las costuras del pantalón. Monseñor Spada lo observó todavía un instante con los ojos entornados, y luego pareció relajarse un poco. Incluso hizo un esbozo de sonrisa.

—Espero que así sea —se ensanchó el gesto amistoso en el rostro del prelado—. Lo espero de verdad. Porque, en lo que a mí se refiere, cuando me presente ante la puerta del Cielo y salga a recibirme el viejo pescador gruñón, le diré: Pedro, sé indulgente con este veterano centurión, soldado de Cristo, que tanto trabajó achicando agua sucia en la sentina de tu nave. Al fin y al cabo, hasta el viejo Moisés tuvo que recurrir bajo mano a la espada de Josué. Y también tú acuchillaste a Maleo para defender al Maestro.

Ahora fue Quart quien se echó a reír ante la imagen.

—En tal caso me gustaría precederlo. Monseñor. No creo que acepten dos veces la misma coartada.

II. Tres malvados

Cuando llego a una ciudad, pregunto siempre: quiénes son las doce mujeres más bellas. Quiénes son los doce hombres más ricos. Quién es el hombre que puede hacerme ahorcar.

(Stendhal.
Luciano Leuwen
)

Celestino Peregil, escolta y asistente del banquero Pencho Gavira, hojeaba malhumorado la revista
Q+S
camino del bar Casa Cuesta, en el corazón del barrio de Triana, en Sevilla. El humor de Peregil no estaba en su mejor momento, por un triple motivo: una úlcera recalcitrante, la delicada misión que lo llevaba al otro lado del Guadalquivir, y la portada de la revista que tenía en las manos. Peregil era un tipo rechoncho, menudo, nervioso, que disimulaba una calvicie prematura peinándose, bien aplastado, el pelo hacia arriba desde una raya situada a la altura de la oreja izquierda. Por lo demás, tenía afición a los calcetines blancos, las corbatas chillonas de seda estampada, las chaquetas cruzadas con botones dorados, y las putas de barra americana. También, y sobre todo, a la mágica trama de números sobre el tapete verde de cualquier casino donde todavía le permitieran la entrada. Eso explicaba que su úlcera lo molestase aquel día más de lo normal, así como la cita a la que iba de mala gana. En cuanto al
Q+S
, su portada no contribuía a mejorarle el humor. Por muy desalmado que uno sea —Celestino Peregil lo era, y mucho—, a nadie tranquiliza ver una foto de la mujer de su jefe con otro. Sobre todo cuando es uno mismo quien ha vendido a los periodistas la información necesaria para hacer la foto.

—La muy zorra —dijo en voz alta, y un par de transeúntes se volvieron a mirarlo con extrañeza. Después recordó el objeto de su cita, y extrayendo el pañuelo de seda malva que le asomaba del bolsillo superior de la chaqueta, se enjugó la frente. El 7 y el 16 bailaban ante sus ojos como una pesadilla sobre paño verde. Si salgo de ésta, se dijo, juro que nunca más. Lo juro por la Virgen Santa.

Tiró la revista a una papelera. Después, tras doblar la esquina bajo un rótulo de cerveza Cruzcampo, se detuvo de mala gana ante la puerta del bar. Odiaba los sitios como aquél, con mesas de mármol, azulejos y viejas botellas de Centenario Terry cubiertas de polvo en los estantes; aquella España de peineta y guitarra, poco ventilada, garbancera, cutre, de la que se había zafado no sin esfuerzo. Después del par de golpes de suerte que orientaron su vida de oscuro detective especializado en adulterios baratos y fraudes a la Seguridad Social hacia Pencho Gavira y los aledaños de la gran banca, lo suyo eran los bares de moda con música ambiental, el whisky con mucho hielo, entrar y salir en despachos con moqueta de un palmo y el
Financial Times
sobre la mesa del vestíbulo, zumbidos de fax, aire acondicionado, secretarias trilingües. Que si Zúrich y que si Nueva York y que si la bolsa de Tokio, entre fulanos que olían a loción cara de afeitar y jugaban al golf. Era estupendo vivir como en los anuncios de la tele.

Le bastó un vistazo para retornar a las viejas pesadillas: don Ibrahim, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales aguardaban, puntuales como clavos. Los vio nada más franquear el umbral, a la derecha del mostrador de madera oscura con flores doradas, bajo un cartel que llevaba allí desde principios de siglo —
Línea de vapores Sevilla-Sanlúcar-Mar: Servicio diario entre Sevilla y la desembocadura del Guadalquivir
—. Estaban sentados en torno a una mesa de mármol, y Peregil observó que ya corría el fino La Ina. A las once de la mañana.

—Cómo os va —dijo, y tomó asiento.

Ni era una pregunta ni maldito lo que le importaba cómo les iba. Leyó la triple certeza en los tres pares de ojos que lo miraron arreglarse los puños de la camisa —un gesto elegante, aprendido de su jefe— antes de colocar los codos, con cuidado, sobre el mármol de la mesa.

—Tengo un encargo —anunció sin rodeos.

Vio que el Potro del Mantelete y la Niña Puñales miraban a don Ibrahim y éste asentía despacio, solemne, retorciéndose las guías del mostacho entre rojizo y gris, espeso, erizado, a la inglesa. Don Ibrahim era grande, muy gordo, de aspecto bonachón y apacible apenas desmentido por el fiero bigote, y lo hacía todo de manera solemne, incluso después que el colegio de abogados de Sevilla descubriese, tiempo atrás, su falta de título válido para el ejercicio de la profesión. La toga espuria había impreso, sin embargo, un aire de digna gravedad a su manera de llevar el sombrero de paja clara y ala ancha, el bastón con puño de plata, o la amplia curva descrita entre bolsillo y bolsillo del chaleco por la cadena del reloj, ganado —aseguraba— a don Ernesto Hemingway durante una partida de poker en el burdel Chiquita Cruz de La Habana precastrista.

—Somos todo oídos —dijo.

Triana y Sevilla entera estaban al corriente de que don Ibrahim el Cubano era un estafador y un sinvergüenza, pero también un perfecto caballero. Había recurrido al plural, por ejemplo, tras mirar breve y cortésmente al Potro del Mantelete y a la Niña Puñales, dando a entender que tenía el honor de representarlos en aquella mesa sobre la que, obligado a mantenerse a distancia por su barriga, apoyaba ambas manos desde lejos, como las amarras de un pesado navío.

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