Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
—Guten Morgen. Wie ist der Dienst gewesen?
No fue el saludo, formulado en perfecto alemán, lo que hizo al centinela erguirse y enderezar la alabarda, sino las siglas IOE junto a la tiara y las llaves de San Pedro en el ángulo superior derecho del documento de identidad que el recién llegado le mostraba. El Instituto para las Obras Exteriores figuraba en el grueso tomo rojo del Anuario Pontificio como una dependencia de la Secretaría de Estado; pero hasta el más bisoño recluta de la Guardia Suiza estaba al tanto de que, durante dos siglos, el Instituto había ejercido como brazo ejecutor del Santo Oficio, y ahora coordinaba todas las actividades secretas de los Servicios de Información del Vaticano. Los miembros de la Curia, maestros en el arte del eufemismo, solían referirse a él como
La Mano Izquierda de Dios
. Otros se limitaban a llamarlo —nunca en voz alta— Departamento de Asuntos Sucios.
—
Kommen Sie herein
.
—
Danke
.
Dejando atrás al centinela, Quart franqueó la vieja Puerta de Bronce para dirigirse a la derecha, anduvo ante los amplios escalones de la Scala Regia, y tras detenerse en la mesa de acreditaciones subió de dos en dos los peldaños de una resonante escalera de mármol a cuyo término, tras la cristalera vigilada por otro centinela, se abría el patio de San Dámaso. Cruzó en diagonal entre la lluvia, observado por más guardias que, cubiertos con capas azules, custodiaban cada puerta del Palacio Apostólico. Ascendiendo por otra corta escalera se detuvo en el penúltimo peldaño, ante una puerta junto a la que había atornillada una discreta placa metálica:
Instituto per le Opere Esteriore
. Entonces sacó un pañuelo de celulosa del bolsillo para secarse las gotas de agua del rostro. Después, inclinándose sobre los zapatos, lo utilizó para eliminar los restos de lluvia, hizo con él una pequeña bola y la arrojó en un cenicero de latón que había en el rellano, antes de comprobar el estado de los puños negros de su camisa, estirarse la chaqueta y llamar a la puerta. A diferencia de otros sacerdotes. Lorenzo Quart tenía perfecta conciencia de su debilidad en lo concerniente a virtudes más o menos teologales: la caridad o la compasión, por ejemplo, no eran su fuerte. Tampoco la humildad, a pesar de su naturaleza disciplinada. Adolecía de todo eso, pero no de minuciosidad, o rigor; y ello lo hacía valioso para sus superiores. Como sabían quienes aguardaban tras aquella puerta, el padre Quart era preciso y fiable como una navaja suiza.
Había un apagón en el edificio, y la única luz que entraba en el despacho era la claridad grisácea de una ventana abierta a los jardines del Belvedere. Mientras el secretario cerraba la puerta a su espalda, Quart dio cinco pasos después de cruzar el umbral y se detuvo en el centro exacto de la habitación, entre el ambiente familiar de las paredes donde estantes con libros y archivadores de madera ocultaban parte de los mapas pintados al fresco por Antonio Danti bajo el pontificado de Gregorio XIII: el mar Adriático, el Tirreno y el Jónico. Después, ignorando la silueta que se recortaba en el contraluz de la ventana, dirigió una breve inclinación de cabeza al hombre sentado tras una gran mesa cubierta de carpetas con documentos.
—Monseñor —dijo.
El arzobispo Paolo Spada, director del Instituto para las Obras Exteriores, le devolvió una silenciosa sonrisa cómplice. Era un lombardo fuerte, macizo, casi cuadrado, con hombros poderosos bajo el traje negro de tres piezas que llevaba sin distintivo alguno de su jerarquía eclesiástica. Con la cabeza pesada y el cuello ancho, tenía aire de camionero, luchador, o —quizá más apropiado en Roma— veterano gladiador que hubiese cambiado la espada corta y el casco de mirmidón por el hábito oscuro de la Iglesia. Reforzaba ese aspecto un pelo todavía negro y duro como ásperas cerdas, y las manos enormes, casi desproporcionadas, sin anillo arzobispal, que en ese momento jugueteaban con una plegadera de bronce en forma de daga. Con ella señaló hacia la silueta de la ventana:
—Conoce al cardenal Iwaszkiewicz, supongo.
Sólo entonces Quart miró a su derecha y saludó a la silueta inmóvil. Por supuesto que conocía a Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz, obispo de Cracovia, promovido a la púrpura cardenalicia por su compatriota el papa Wojtila, y prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, conocida hasta 1965 bajo el nombre de Santo Oficio, o Inquisición. Incluso como silueta delgada y oscura en contraluz, Iwaszkiewicz y lo que representaba eran inconfundibles.
—
Laudeatur Jesús Christus
, Eminencia.
El director del Santo Oficio no respondió al saludo, sino que permaneció quieto y en silencio. Fue la voz ronca de monseñor Spada la que medió en el asunto:
—Puede sentarse si lo desea, padre Quart. Ésta es una reunión oficiosa y Su Eminencia prefiere estar de pie.
Había utilizado el término italiano
ufficiosa
, y Quart captó el matiz. En lenguaje vaticano, la diferencia entre lo
ufficiale
y lo
ufficioso
era importante. Esto último tenía el especial carácter de lo que se pensaba frente a lo que se decía; incluso de lo que llegaba a decirse, aunque nunca se admitiera haberlo dicho. Aun así, Quart miró la silla que con otro movimiento de la plegadera le ofrecía el arzobispo, y negó suavemente con la cabeza antes de cruzar las manos a la espalda mientras aguardaba de pie en el centro de la habitación, el aire relajado y tranquilo, igual que un soldado atento a cualquier orden.
Monseñor Spada lo miró aprobador, entornados sus ojos astutos cuyo blanco surcaban vetas marrones semejantes a las de un perro viejo. Aquellos ojos, junto al aire macizo y el pelo de duras cerdas, le habían valido un sobrenombre —
El Mastín
— que sólo osaban utilizar, en voz adecuadamente baja, los más destacados y seguros miembros de la Curia.
—Celebro verlo de nuevo, padre Quart. Ha pasado algún tiempo.
Dos meses, recordaba Quart. Y en aquella ocasión también fueron tres los presentes en el despacho: ellos dos y un conocido banquero, Renzo Lupara, presidente del Banco Continental de Italia, una de las entidades vinculadas al aparato financiero del Vaticano. Lupara, atildado, apuesto, de intachable moral pública y feliz padre de familia, bendecido por el cielo con una bella esposa y cuatro hijos, había hecho fortuna utilizando la cobertura bancaria vaticana para evadir dinero de empresarios y políticos miembros de la logia
Aurora 7
, a la que pertenecía con grado 33. Aquél era exactamente el tipo de asuntos mundanos que requerían la especialización de Lorenzo Quart; así que durante seis meses se ocupó de seguir las huellas que Lupara había dejado en la moqueta de ciertos despachos de Zúrich, Gibraltar y San Bartolomé, en las Antillas. Fruto de aquellos viajes fue un completo expediente que, abierto sobre la mesa del director del IOE, puso al banquero ante la alternativa de la cárcel o un discreto
exitus
que dejara a salvo el buen nombre del Banco Continental, del Vaticano y, a ser posible, de la señora y los cuatro vástagos Lupara. Allí, en el despacho del arzobispo, con los ojos extraviados en el fresco que representaba el mar Tirreno, el banquero había captado la esencia del mensaje —que monseñor Spada planteó con mucho tacto, apoyándose en la parábola del mal siervo y los talentos—. Después, a pesar de la saludable advertencia técnica de que un masón no arrepentido muere siempre en pecado mortal, Lupara había ido directamente hasta una hermosa villa que poseía en Capri, frente al mar, para caerse, inconfeso al parecer, por la barandilla de una terraza que daba al acantilado; en el mismo sitio donde, según rezaba la correspondiente placa conmemorativa, una vez tomó vermut Curzio Malaparte.
—Hay un asunto adecuado para usted.
Quart siguió aguardando inmóvil en el centro de la habitación, atento a las palabras de su superior mientras sentía la invisible mirada de Iwaszkiewicz desde el sombrío contraluz en la ventana. En los últimos diez años, el arzobispo siempre había tenido un asunto adecuado para el sacerdote Lorenzo Quart; y todos ellos estaban marcados con nombres y fechas —Europa Central, Iberoamérica, la antigua Yugoslavia— en la agenda de cuero con tapas negras que era su libro de viaje: una especie de cuaderno de bitácora donde registraba, día a día, el largo camino recorrido desde la adopción de la nacionalidad vaticana y su ingreso en la sección operativa del Instituto para las Obras Exteriores.
—Mire esto.
El director del IOE sostenía en alto, entre los dedos pulgar e índice, una hoja de papel impresa en ordenador. Quart alargó la mano y en ese momento la silueta del cardenal Iwaszkiewicz se movió, inquieta, en la ventana. Aún con la hoja en la mano, monseñor Spada sonrió un poco, a medias.
—Su Eminencia opina que es un tema delicado —dijo sin apartar los ojos de Quart; aunque era evidente que sus palabras iban destinadas al cardenal—. Y no está convencido de que sea prudente ampliar el número de iniciados.
Quart retiró la mano sin asir el documento que monseñor Spada seguía ofreciéndole, y miró al superior con aire tranquilo, aguardando.
—Naturalmente —añadió Spada, cuya sonrisa se refugiaba ahora en sus ojos.
Su Eminencia está lejos de conocerlo a usted como lo conozco yo. Quart hizo un leve gesto de asentimiento y esperó sin hacer preguntas ni mostrar impaciencia. Entonces monseñor Spada se volvió hacia el cardenal Iwaszkiewicz:
—Ya le dije que era un buen soldado.
Sobrevino un silencio mientras la silueta permanecía inmóvil, recortada en el cielo de nubes y la lluvia que caía sobre el jardín del Belvedere. Después el cardenal se apartó de la ventana, y la claridad gris, diagonal, se deslizó sobre su hombro para desvelar una huesuda mandíbula, el cuello púrpura de la sotana, el reflejo de una cruz de oro sobre el pecho, el anillo pastoral en la mano que, dirigida hacia monseñor Spada, cogía el documento y lo entregaba, ella misma, a Lorenzo Quart.
—Lea.
Quart obedeció la orden, formulada en un italiano gutural con resonancias polacas. La hoja de papel de impresora contenía un memorándum en pocas líneas:
Santo Padre:
Este atrevimiento se justifica por la gravedad de la materia. A veces la silla de Pedro está demasiado lejos y las voces humildes no llegan hasta ella. Hay un lugar en España, en Sevilla, donde los mercaderes amenazan la casa de Dios, y donde una pequeña iglesia del siglo XVII, desamparada por el poder eclesiástico tanto como por el seglar, mata para defenderse. Ruego a Vuestra Santidad, como pastor y como padre, que vuelva los ojos hacia las más humildes ovejas de su rebaño, y pida cuentas a quienes las abandonan a su suerte.
Suplicando vuestra bendición, en el nombre de Jesucristo Nuestro Señor.
—Apareció en el ordenador personal del Papa —aclaró monseñor Spada cuando su subordinado concluyó la lectura—. Sin firma.
—Sin firma —repitió Quart, mecánico. Solía repetir en voz alta algunas palabras, igual que timoneles y suboficiales repiten las órdenes de los superiores; como si al hacerlo se concediera a sí mismo, o á los demás, ocasión para reflexionar sobre ellas. En su mundo, algunas palabras equivalían a órdenes. Y ciertas órdenes, a veces sólo una inflexión, un matiz, una sonrisa, podían resultar irreparables.
—El intruso —estaba diciendo el arzobispo— utilizó trucos para disimular el punto exacto de origen. Pero la investigación confirma que el mensaje se escribió en Sevilla, con un ordenador conectado a la red telefónica.
Quart leyó por segunda vez el papel, tomándose tiempo.
—Habla de una iglesia… —se interrumpió, en espera de que alguien completara la frase por él. Sonaba demasiado estúpido dicho en voz alta.
—Sí —confirmó monseñor Spada—:
una iglesia que mata, para defenderse.
—Una atrocidad —apostilló Iwaszkiewicz, sin precisar si se refería al concepto o al objeto.
—De todas formas —añadió el arzobispo—, hemos confirmado su existencia. Me refiero a la iglesia —le dirigió una fugaz mirada al cardenal antes de pasar un dedo por el filo de la plegadera—. Y comprobado también un par de sucesos irregulares y desagradables.
Quart puso el documento sobre la mesa del arzobispo, pero éste no lo tocó, limitándose a mirarlo cual si el acto pudiera acarrear dudosas consecuencias. Entonces el cardenal Iwaszkiewicz se acercó a coger el papel, y tras doblarlo en cuatro pliegues lo introdujo en un bolsillo. Después se encaró con Quart:
—Queremos que viaje a Sevilla e identifique al autor.
Estaba muy cerca, y a Quart, que casi podía oler su aliento, le desagradó la proximidad. Sostuvo su mirada unos segundos y después, haciendo un esfuerzo de voluntad para no dar un paso atrás, miró a monseñor Spada por encima del hombro del cardenal para ver que sonreía breve y ligeramente, agradeciéndole aquel modo de establecer su lealtad al escalón jerárquico.
—Cuando Su Eminencia habla en plural —aclaró el arzobispo desde su asiento— se refiere, por supuesto, a él y a mí. Y por encima de nosotros, a la voluntad del Santo Padre.
—Que es la voluntad de Dios —matizó Iwaszkiewicz, casi provocador, manteniendo la corta distancia y las pupilas negras, duras, fijas en Quart.
—Que es, en efecto, la voluntad de Dios —confirmó monseñor Spada sin que fuera posible detectar en su tono indicio alguno de ironía. A pesar de su poder, el director del IOE conocía perfectamente los límites, y su mirada era una advertencia al subordinado: ambos se movían en aguas peligrosas.
—Comprendo —dijo Quart, y encarando de nuevo los ojos del cardenal hizo una breve y disciplinada inclinación. Iwaszkiewicz pareció relajarse un poco mientras a su espalda monseñor Spada movía la cabeza, aprobador:
—Ya le dije que el padre Quart…
El polaco levantó, para interrumpir al arzobispo, la mano donde lucía el anillo cardenalicio.
—Sí, lo sé —miró por última vez al sacerdote y dejó de interponerse entre ambos, yendo de nuevo hacia la ventana—. Lo ha dicho y lo repitió antes. Dijo que era un buen soldado.
Había hablado con irónico hastío, y se puso a mirar la lluvia como si se desentendiera del asunto. Monseñor Spada dejó la plegadera sobre la mesa para abrir un cajón del que sacó una gruesa carpeta de cartulina azul.
—Identificar al autor de la carta es sólo parte del trabajo —dijo mientras situaba la carpeta ante sí—… ¿Qué dedujo de su lectura?