La piel del tambor (38 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—¿Y su marido?

—No lo sé. De momento ya lo ha visto; en buena compañía —dejó escapar una breve carcajada, tan despectiva y cruel que Quart deseó no ser nunca objeto de una risa como aquélla—. Hagámosle pagar todas sus facturas… Después de todo, Pencho es ese tipo de hombre al que le gusta dar con los nudillos en la barra y luego salir con la cabeza muy alta —inclinó la frente, y el gesto parecía un augurio, o una amenaza—. Pero esta vez la cuenta va a ser muy alta. Demasiado cara.

—¿Todavía tiene posibilidades?

Se volvió a estudiarlo con extrañeza burlona:

—¿Con quién? ¿Con su negocio de la iglesia? ¿Con la ordinaria de las tetas grandes?… ¿Conmigo? — al moverse en la sombra, los ojos oscuros reflejaban luces distantes, palidez de claro de luna—. Cualquier hombre las tendría antes que él. Incluso usted.

—A mí déjeme fuera de esto —dijo Quart. Su tono debió de ser convincente, pues ella ladeó un poco la cabeza, interesada.

—¿Por qué dejarlo fuera? Sería una hermosa venganza. Y agradable. Al menos eso espero.

—¿Una venganza contra quién?

—Contra Pencho. Contra Sevilla. Contra todo.

La sombra silenciosa y chata de un remolcador pasó río abajo, recortándose en el contraluz de la otra orilla. Al rato les llegó un sordo rumor de máquinas que no parecían provenir del barco, como si éste se deslizara sin ayuda por la corriente.

—Parece un buque fantasma —dijo ella—. Igual que la goleta en que se fue el capitán Xaloc.

La única luz visible de la embarcación, el solitario fanal de babor, iluminaba en rojo su rostro. Lo siguió con la vista hasta que ya en el recodo del río empezó a virar y apareció también la luz verde del otro costado. Luego la roja fue ocultándose despacio, y sólo quedó el diminuto rastro verde empequeñeciéndose hasta desaparecer por completo.

—Viene en noches así —añadió, al cabo de unos instantes—. Con esta luna. Y Carlota se asoma a su ventana. ¿Quiere ir a verla?

—¿A quién?

—A Carlota. Podemos acercarnos hasta el jardín, y esperar. Como cuando yo era niña. ¿No le gustaría acompañarme?

—No.

Lo miró largamente en silencio. Parecía sorprendida.

—Me pregunto —dijo después— de dónde saca usted esa maldita sangre fría.

—No es tan fría como cree —y Quart se echó a reír, bajito—. En este momento me tiemblan las manos.

Era cierto. Tenía que contenerse para no rodear con ellas la nuca de la mujer, bajo la cola de caballo, y atraerla hacia él. Sangre de Dios. Desde algún lugar remoto en su conciencia le llegaban las carcajadas de monseñor Paolo Spada. Criaturas abominables, Salomé, Jezabel. Invención del Maligno. Ella acercó una mano y la enlazó con los dedos de Quart, comprobando que el temblor era real. La mano estaba cálida y tibia, y por primera vez no se tocaron estrechándolas en un saludo. Entonces Quart se desasió suavemente, y golpeó muy fuerte, con el puño, el banco de piedra donde estaban sentados. El dolor le llegó hasta el hombro como un estallido.

—Creo que es hora de regresar —dijo, poniéndose en pie.

Ella le miraba la mano y luego la cara, desconcertada. Después se levantó sin decir palabra y ambos caminaron despacio hasta el Arenal, evitando cuidadosamente rozarse el uno al otro. Quart se mordía los labios para no gemir de dolor. Sentía la sangre gotear por sus dedos, desde los nudillos maltrechos.

Hay noches que son demasiado largas, y aquélla no había terminado. Cuando Quart llegó al hotel Doña María y recibió la llave de manos de un soñoliento conserje, Honorato Bonafé estaba sentado en un sillón del vestíbulo, esperándolo. Entre los muchos rasgos desagradables de aquel individuo, pensó malhumorado el sacerdote, se contaba el de aparecer en los momentos más inoportunos.

—¿Podemos hablar un momento, padre?

—No. No podemos.

Con la mano herida dentro del bolsillo y la llave en la otra, Quart hizo ademán de seguir camino al ascensor; pero Bonafé le cortó el paso. Sonreía del mismo modo viscoso que en su anterior entrevista. También llevaba idéntica ropa, un arrugado traje beige y el bolso sujeto a la muñeca por una correa. Quart miró desde arriba el pelo lacado de peluquería del periodista; la prematura papada y los ojos pequeños y astutos que lo observaban. Nada de lo que hubiese llevado hasta allí a aquel individuo podía ser bueno.

—He estado investigando —dijo Bonafé.

—Largúese —repuso Quart, dispuesto a pedirle al conserje que lo echase de allí.

—¿No le interesa saber lo que yo sé?

—Nada que tenga que ver con usted me interesa.

Bonafé fruncía los labios húmedos con aire dolido, manteniendo aquella sonrisa obsequiosa y ruin a un tiempo.

—Lástima —deploró—. Podríamos llegar a un acuerdo. Y mi oferta es generosa —movía un poco la gruesa cintura, contoneándose—. Usted me cuenta un par de cosas que yo pueda citar sobre esa iglesia y su párroco, y a cambio le doy un bonito dato que ignora —se acentuó la sonrisa—… Y de paso, evitamos hablar de sus paseos nocturnos.

Quart se quedó inmóvil, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar:

—¿De qué me está hablando?

El periodista parecía satisfecho de haber despertado su interés:

—De lo que he averiguado sobre el padre Ferro.

—Me refiero —Quart seguía muy quieto, mirándolo fijamente— a eso de los paseos nocturnos.

Alzó el otro la mano pequeña, de uñas pulidas por la manicura, quitándole importancia al asunto.

—Oh, bueno, qué quiere que le diga. Ya sabe —guiñó un ojo—. Su intensa vida social en Sevilla.

Quart apretó la llave en la mano sana mientras consideraba la posibilidad de utilizarla contra el fulano. Pero aquello era imposible. Ningún sacerdote, ni siquiera alguien tan falto de mansedumbre cristiana y con la inquietante especialidad de Lorenzo Quart, podía pegarse con un periodista a causa de un nombre de mujer, de noche y a veinte metros del Arzobispado de Sevilla, pocas horas después de haber tenido una escena pública con un mando celoso. Aunque se perteneciese al IOE, por menos de eso lo mandaban a uno a evangelizar la Antártida. Así que hizo un esfuerzo inaudito por mantener la cabeza tranquila y contenerse. Mía es la venganza, había dicho teóricamente el de Allá Arriba.

—Le propongo un pacto, padre — dijo Bonafé, que iba a lo suyo—. Nos contamos un par de cosas, lo dejo fuera de esto y tan amigos. Puede fiarse de mí. Que sea periodista no quiere decir que no posea un código moral —se tocó el pecho a la altura del corazón, teatral, los ojillos relucientes de cinismo entre los párpados abolsados—. A fin de cuentas, mi religión es la Verdad.

—La Verdad —repitió Quart.

—Eso es.

—¿Y qué verdad quiere contarme sobre el padre Ferro?

Otra vez se intensificó la sonrisa del otro. Una mueca servil. Cómplice.

—Bueno —se miraba las uñas, pendiente del brillo—. Tuvo problemas.

—Todos los tenemos.

Bonafé chasqueó la lengua con gesto mundano.

—No de esta clase —bajaba el tono, temiendo que los oyese el conserje—. Por lo visto, en su anterior parroquia estaba necesitado de dinero. Así que vendió algunas cosas: una imagen valiosa, un par de cuadros… No cuidó la viña del Señor del modo adecuado —reía, divertido con su propio chiste—. O se bebió el vino.

Quart se mantuvo impasible. Había sido adiestrado mucho tiempo atrás para asimilar información y analizarla luego. De todos modos, sintió una molesta punzada en su orgullo. Si era cierto, él tenía que haberlo sabido; pero nadie le había informado de ello.

—¿Y qué tiene que ver eso con Nuestra Señora de las Lágrimas?

Bonafé fruncía la boca, valorativo.

—Nada, en principio. Pero convendrá conmigo en que se trata de un bonito escándalo —la sonrisa que tanto detestaba Quart adquirió contornos canallas—. El periodismo es así, padre: un poco de esto, un poco de lo otro… Basta con algo de verdad en alguna parte, y ya tenemos una historia de portada. Después se desmiente, se completa la información, o lo que sea. Pero mientras tanto, esa semana has vendido doscientos mil ejemplares.

Quart lo miró con desprecio:

—Hace un momento dijo que su religión era la Verdad.

—¿Eso dije?… —el desdén del sacerdote le resbalaba a Bonafé sobre la sonrisa, que parecía blindada—. Sin duda me referí a la verdad con minúsculas, padre.

—Largúese.

—¿Perdón?

Bonafé ya no sonreía. Retrocedió un paso, mirando suspicaz la punta aguda de la llave que su interlocutor sujetaba entre los dedos de la mano izquierda. Quart había sacado la derecha del bolsillo, con los nudillos hinchados y cubiertos de una costra de sangre seca, y los ojos del periodista iban de la una a la otra, inquietos.

—Digo que se vaya de aquí, o hago que lo echen. Incluso puedo olvidar que soy clérigo y echarlo yo mismo —avanzó un paso hacia Bonafé, que retrocedió dos—. A patadas.

Protestó débilmente el periodista. La mano herida de Quart lo intimidaba:

—Usted no se atreverá…

No dijo más. Se daban precedentes evangélicos: los mercaderes del templo y todo eso. Incluso había un expresivo relieve sobre el particular a pocos metros de allí, en la puerta de la mezquita, entre San Pedro y un San Pablo que por cierto empuñaba espada. Así que la mano sana de Quart lo llevó dos o tres metros hacia atrás, en dirección a la puerta, ante los sorprendidos ojos del conserje de noche. Era como arrastrar una cosita menuda y fofa, sin consistencia. Desconcertado, Bonafé intentaba rehacerse arreglándose la ropa cuando recibió un último empujón que lo proyectó directamente a través de la puerta abierta hasta la calle. El bolso que llevaba en la muñeca se le había soltado, cayendo al suelo. Quart se inclinó a recogerlo y lo tiró a los pies del otro, en la acera.

—No quiero verlo más —dijo—. Nunca.

A la luz del farol de la calle, el periodista intentaba recomponer su dignidad. Le temblaban las manos y estaba despeinado, blanco de humillación e ira.

—Aún no he terminado con usted —articuló por fin. La voz se le rompía en un sollozo casi femenino—. Hijoputa.

No era la primera vez que lo llamaban aquello, así que Quart se encogió de hombros. Después, desentendiéndose del asunto, dio media vuelta para cruzar el vestíbulo rumbo a su habitación. Detrás del mostrador de recepción, todavía con una mano cerca del teléfono —un poco antes consideraba la posibilidad de llamar a la policía—, el conserje de noche tenía los ojos abiertos como platos. Ver para creer, decía su mirada, mezcla de estupefacción y de respeto. Vaya con el cura.

Aparte la inflamación y los rasguños en los nudillos de la mano derecha, Quart podía mover la articulación sin dificultad. Así que, maldiciendo en voz alta su estupidez, se quitó la chaqueta y fue hasta el cuarto de baño para lavar la herida con Multidermol. Después aplicó sobre la mano un pañuelo con todo el hielo que pudo conseguir en el minibar de la habitación. Estuvo así un rato ante la ventana, mirando la plaza Virgen de los Reyes y la catedral iluminadas tras el alero del Arzobispado, sin poderse quitar a Honorato Bonafé de la cabeza.

Cuando el hielo terminó de fundirse, la mano ya no estaba tan mal. Se acercó entonces a su chaqueta y sacó cuanto había en los bolsillos, ordenándolo sobre la cómoda antes de colgar la prenda en una percha del armario: cartera, estilográfica, tarjetas para notas, pañuelos de celulosa, monedas sueltas. La postal del capitán Xaloc quedó boca arriba, mostrando la vieja foto amarillenta de la iglesia, el aguador con su borrico diluido igual que un fantasma en el halo blanquecino que bordeaba la ilustración. Y la imagen, la voz, el olor de Macarena Bruner, acudieron de pronto; roto el dique donde aquello esperaba el momento de desbordarse. La iglesia, su misión en Sevilla, Bonafé, quedaron de pronto difuminados como la silueta del aguador evanescente, y todo fue sólo ella: su media sonrisa en la penumbra de los muelles del Guadalquivir, el reflejo de miel en los ojos oscuros, el olor tibio de su cercanía, la piel del muslo donde Carmen la cigarrera liaba hojas de tabaco húmedo bajo la falda arremangada y revuelta… Macarena desnuda en una tarde calurosa, contraste sobre sábanas blancas y el sol filtrándose en rayas horizontales entre las persianas, con minúsculas gotas de sudor en la raíz del pelo negro, y en el pubis oscuro, y en las pestañas.

Seguía haciendo mucho calor. Era casi la una de la madrugada cuando abrió la ducha y se desnudó despacio, dejando caer la ropa a sus pies. Y mientras lo hacía, el espejo del armario le devolvió la imagen de un desconocido. Un tipo alto de mirada sombría que se despojaba de los zapatos, los calcetines y la camisa, y después, con el torso desnudo, se inclinaba para soltar el cinturón y hacer que los pantalones negros se deslizaran hasta el suelo. El calzón de algodón blanco bajó por los muslos, descubriendo el sexo excitado por el recuerdo de Macarena. Por un instante Quart observó al extraño que lo miraba con atención desde el otro lado del espejo. Delgado, el vientre plano, las caderas estrechas, los pectorales marcados, firmes, como la curva de los músculos en los hombros y en los brazos. Tenía buen aspecto aquel individuo silencioso como un soldado sin edad y sin tiempo, desprovisto de su cota de malla y de sus armas. Y se preguntó para qué diablos le servía aquel buen aspecto.

El rumor del agua y la conciencia de su propio cuerpo le trajeron el recuerdo de otra mujer. Había ocurrido en Sarajevo, agosto del 92, durante un corto y azaroso viaje que Quart hizo a la capital bosnia para mediar en la evacuación de monseñor Franjo Pavelic, un arzobispo croata muy estimado por el papa Wojtila, cuya cabeza estaba amenazada tanto por los musulmanes bosnios como por los serbios. En aquella ocasión fueron necesarios 100.000 marcos alemanes, llevados por Quart a bordo de un helicóptero de Naciones Unidas —maletín sujeto con una cadena a su muñeca y escolta de cascos azules franceses— para que unos y otros consintieran en la evacuación del prelado a Zagreb, sin pegarle un tiro en un control callejero como ya habían hecho con su vicario monseñor Jesic, muerto por un francotirador. Era el Sarajevo de la época dura, bombas en las colas del agua y el pan, veinte o treinta muertos diarios y centenares de heridos que se amontonaban, sin luz ni medicamentos, en los pasillos del hospital de Kosevo; cuando ya no quedaba tierra en los cementerios y las víctimas recibían sepultura en campos de fútbol. Jasmina no era exactamente una prostituta. Había chicas que sobrevivían ofreciéndose como intérpretes a periodistas y diplomáticos en el hotel Holiday Inn, y a menudo intercambiaban con ellos algo más que palabras. El precio de Jasmina era tan relativo como todo en aquella ciudad: una lata de conservas, un paquete de cigarrillos. Se había acercado a Quart inducida por su indumentaria eclesiástica, contándole una historia que en la ciudad asediada resultaba poco original: un padre inválido y sin tabaco, la guerra, el hambre. Quart prometió conseguirle cigarrillos y algo de comida, y ella regresó por la noche, vestida de negro para eludir a los francotiradores. Por un puñado de marcos Quart le consiguió medio cartón de Marlboro y un paquete de raciones militares. Aquella noche hubo agua corriente en las habitaciones, y ella pidió permiso para darse la primera ducha en un mes. Se había desnudado a la luz de una vela, poniéndose bajo el chorro de agua mientras él la miraba fascinado, la espalda contra el marco de la puerta. Era rubia y tenía la piel clara y unos pechos grandes y firmes. Allí, el agua corriéndole por el cuerpo, se había vuelto a mirar a Quart con una sonrisa de invitación, agradecida. Pero él se quedó inmóvil, limitándose a devolverle la sonrisa. No fue esa vez cuestión de reglas. Sencillamente, ciertas cosas no podían hacerse a cambio de medio cartón de cigarrillos y una ración de comida. Así que cuando ella estuvo seca y vestida bajaron al bar del hotel, y a la luz de otra vela se bebieron media botella de coñac mientras las bombas serbias continuaban cayendo afuera. Después, con su medio cartón y su comida, Jasmina deslizó un rápido beso en la boca del sacerdote y se fue corriendo, entre las sombras.

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