Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Sombras y rostros de mujer. El agua fría corriéndole por la cara y los hombros hizo mucho bien a Quart. Mantenía la mano herida fuera del chorro, apoyada en los azulejos de la pared, y estuvo así un rato inmóvil, erizada la piel. Después salió, y el agua le goteaba por todo el cuerpo para dejar huellas en las baldosas del suelo. Se secó ligeramente con una toalla y fue a tumbarse en la cama, boca arriba. Rostros de mujer y sombras. Bajo su cuerpo desnudo, la silueta húmeda quedaba impresa en las sábanas. Puso la mano herida entre sus muslos y sintió crecer la carne, vigorosa y endurecida por el pensamiento y los recuerdos. Vislumbraba, a lo lejos, la silueta de un hombre que caminaba solo, entre dos luces. Un templario solitario, en un páramo, bajo un cielo sin Dios. Cerró los ojos, angustiado. Intentaba rezar, desafiando el vacío escondido en cada palabra. Sentía una inmensa soledad. Una tranquila y desesperada tristeza.
Mirad esta casa. La ha construido un espíritu santo. Barreras mágicas lo protegen.
(
El Libro de los Muertos
)
Era media mañana cuando Quart fue a la iglesia, tras una visita al Arzobispado y otra al subcomisario Navajo. Nuestra Señora de las Lágrimas estaba desierta, y el único signo de vida era la lamparilla del Santísimo que ardía junto al altar. Se sentó en un banco y estuvo largo rato mirando a su alrededor los andamies contra los muros, el techo ennegrecido, los relieves dorados del retablo en penumbra. Cuando Óscar Lobato salió de la sacristía, no mostró sorpresa por encontrarlo allí. Se acercó hasta quedar en pie a su lado, mirándolo inquisitivo. El vicario vestía una camisa gris clerical, pantalón vaquero y zapatillas de deporte. Parecía haber envejecido desde el incidente de la última entrevista. Llevaba el pelo rubio despeinado y cercos de fatiga bajo los cristales de las gafas. Su piel tenía un tono graso de haber madrugado mucho, o pasado la noche en vela.
—
Vísperas
ataca de nuevo —le dijo Quart.
Después le mostró la copia del mensaje que acababa de recibir por fax reexpedido desde Roma, donde había llegado hacia la una de la madrugada; a la misma hora en que él discutía con Bonafé en el vestíbulo del hotel Doña María. Pero el agente del IOE no le contó nada de eso al padre Óscar, ni tampoco que, como en la ocasión anterior, el equipo del padre Arregui pudo desviar al intruso hacia un archivo paralelo, donde dejó su mensaje creyendo hacerlo en el ordenador personal del Santo Padre. Rastreada su señal por el padre Garofí, ésta llevó a los jesuitas hasta la línea telefónica de El Corte Inglés, en el centro de Sevilla, donde el pirata había hecho un bucle electrónico para disimular su rastro:
El templo del Señor es campo de Dios, es edificación de Dios. Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es santo.
—Primera a los Corintios —dijo el padre Óscar, devolviéndole el papel a Quart.
—¿Sabe algo de esto?
El vicario se lo quedó mirando, el aire abatido, a punto de decir algo. Sin embargo se limitó a mover la cabeza, negativo, mientras tomaba asiento a su lado.
—Usted sigue disparando a ciegas —dijo por fin.
Se quedó callado un rato y luego torció la boca:
—No es tan bueno como decían —añadió.
Quart se guardó el mensaje de Vísperas en el bolsillo:
—¿Cuándo se marcha?
—Mañana por la tarde.
—Creo que su nuevo destino es un mal sitio.
—Es peor —sonreía con tristeza—. Allí llueve día y medio al año. Igual daba que me desterrasen al desierto de Gobi.
Miraba de soslayo a su interlocutor, casi atribuyéndole la culpa. Quart alzó una mano para mostrar la palma vacía.
—Yo soy ajeno a eso —dijo suavemente.
—Lo sé —Óscar Lobato se pasó los dedos por el pelo, hacia atrás, y quedó un poco en silencio, mirando la lamparilla encendida del altar—. Es monseñor Aquilino Corvo en persona quien me ajusta las cuentas. Considera que lo he traicionado —soltó una risita malhumorada y se volvió hacia Quart— ¿Sabe?… Yo era un joven sacerdote de confianza, con un futuro por delante. Eso lo decidió a colocarme junto a don Príamo, como secante. Y en vez de ser un topo del Arzobispado, me pasé al enemigo.
—Alta traición —apuntó Quart.
—Eso es. Hay ciertas cosas que la jerarquía eclesiástica no perdona jamás.
Quart asintió. De eso podía él dar fe.
—¿Por qué lo hizo?… Usted sabía mejor que nadie que era una batalla perdida.
El vicario cruzaba los píes sobre el reclinatorio de madera del banco, mirándose las zapatillas.
—Creo que ya contesté a esa pregunta durante nuestra ultima conversación —las gafas le resbalaban sobre el puente de la nariz, y eso acentuaba su aspecto inofensivo. Tarde o temprano don Príamo será apartado de la parroquia y llegará el tiempo de los mercaderes… La iglesia será derribada y sobre su túnica echarán suertes —se reía del mismo modo oscuro que antes, la mirada fija ante sí—. Lo que ya no tengo tan claro es que la batalla esté perdida.
Emitió un largo suspiro muy bajo, preguntándose si hablar con Quart de todo aquello servía para algo. Después alzo la mirada hasta el altar y la bóveda, y se quedó así, inmóvil. Parecía muy cansado..
—Hasta hace sólo un par de meses yo era un clérigo brillante —añadió por fin—. Bastaba con mantenerse pegado al sillón del arzobispo y tener la boca cerrada… Pero aquí descubrí mi dignidad como hombre y como sacerdote —miraba alrededor y parecía encontrar en las paredes cubiertas de andamies razones ocultas para su discurso—… Es paradójico, ¿verdad?, que eso me lo enseñara un viejo párroco detestable en su aspecto y maneras; un cura aragonés, testarudo como una muía, aficionado al latín y a la astronomía —se recostó en el banco, cruzando los brazos, vuelto de nuevo a Quart—. Lo que son las cosas. Antes el destino que me espera habría supuesto una tragedia. Hoy lo veo de otro modo. Dios está en cualquier parte, en cualquier rincón porque va con nosotros. Y Jesucristo ayunó cuarenta días en el desierto. Monseñor Corvo no lo sabe, pero es ahora cuando siento de verdad que soy sacerdote, con una razón para luchar y resistir. Con el destierro sólo consiguen hacerme más combativo y más fuerte —acentuó la sonrisa desesperada, triste—. Me acaban de acorazar la fe.
—¿Es usted
Vísperas
?
El padre Óscar se había quitado las gafas y las limpiaba en su camisa. Los ojos miopes miraban a Quart con recelo.
—Sólo le importa eso, ¿verdad?… La iglesia, el padre Ferro, yo mismo, le damos igual —chasqueó la lengua, despectivo—. Usted tiene su misión.
Limpió lentamente un cristal y luego el otro, distraído, cual si el pensamiento discurriese lejos.
—Quién sea
Vísperas
—añadió por fin— es lo de menos. Se trata de una advertencia, o una apelación a lo que de noble queda en los fundamentos de esta empresa donde usted y yo trabajamos —se puso las gafas—… Un recordatorio de que aún existen la honestidad y la decencia.
Quart sonrió con escasa simpatía:
—¿Qué edad tiene usted? ¿Veintiséis?… En su caso, eso se quita con los años.
La mueca de desdén torcía la boca del padre Óscar:
—¿Ese cinismo se lo prestaron en Roma, o lo llevaba puesto?… —movió la cabeza—. No sea estúpido. El padre Ferro es un hombre honrado.
Quart contuvo un sarcasmo. Una hora antes había estado en el Arzobispado, efectuando una detenida visita a los archivos donde se guardaba el expediente completo de don Príamo Ferro. Un expediente cuyos extremos le había confirmado punto por punto el propio monseñor Corvo en una breve conversación mantenida en la Galería de los Prelados, bajo los retratos de sus ilustrísimas Gaspar Borja (1645) y Agustín Spínola (1640). Diez años atrás, el padre Ferro se había visto sometido a expediente eclesiástico en la diócesis de Huesca, como resultado de una venta no autorizada de bienes de la iglesia. Durante su última etapa al frente de la parroquia de Cillas de Ansó, en el Pirineo, habían desaparecido una tabla y un Cristo crucificado. El Cristo no era gran cosa; pero la tabla, del primer cuarto del siglo xv y atribuida al Maestro de Retascón, fue echada en falta por el obispo local. De todas formas la parroquia era de tercer orden y ese tipo de incidentes resultaban comunes en la época, cuando los párrocos podían disponer casi con entera libertad del patrimonio bajo su custodia. El padre Ferro había salido bien librado, con una amonestación simple de su ordinario.
La coincidencia de datos con la información sugerida por Honorato Bonafé era singular; y Quart intuyó que el arzobispo Corvo, tan reticente otras veces y tan franco aquélla, no veía con desagrado que aquel punto oscuro en el pasado del padre Ferro circulase un poco por aquí y por allá. Llegó a preguntarse, incluso, si la fuente informativa del periodista no luciría, de modo más o menos directo, anillo episcopal y ribete púrpura en la sotana. De cualquier forma la historia de Cillas de Ansó era cierta; y Quart obtuvo una segunda entrega del folletín en la Jefatura de Policía, cuando el subcomisario Navajo hizo un par de llamadas a su colega madrileño el inspector jefe Feijoo, responsable del grupo de investigación de arte. Un retablo del Maestro de Retascón que coincidía punto por punto con el desaparecido en Cillas de Ansó había sido adquirido legalmente, con recibo en forma, por la casa de subastas Claymore de Madrid, que lo revendió por un alto precio. El director de Claymore, un conocido marchante llamado Francisco Montegrifo, confirmaba el pago de cierta cantidad al sacerdote don Príamo Ferro Ordás. Cantidad irrisoria en comparación con el precio, sextuplicado, que el cuadro alcanzó en la subasta. Pero eso —había matizado el tal Montegrifo al inspector jefe Feijoo, y éste al subcomisario Navajo— eran cosas de la oferta y la demanda.
—A propósito de la honradez del padre Ferro —le dijo Quart al vicario—. Usted no tiene pruebas de que lo haya sido siempre.
Óscar Lobato lo miró molesto:
—No sé qué pretende insinuar, pero me da igual. Yo respeto al hombre que conozco. Así que busque a su Judas en otro sitio.
—¿Es su última palabra?… Quizá estemos a tiempo.
No dijo de qué. El otro lo miraba con hostil curiosidad.
—¿A tiempo? Eso huele a ofrecimiento de perdón. ¿Serán buenos conmigo si coopero?… —agitó la cabeza, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, y se puso en pie—. Tiene gracia. Don Príamo comentó ayer, tras una conversación que por lo visto mantuvieron en casa de la duquesa, que tal vez estuviese usted empezando a comprender. Pero que comprenda o no es lo de menos. Lo único que interesa es matar al mensajero, ¿verdad?… Para usted y sus jefes, lo malo no es el problema, sino que alguien se atreva a denunciar el problema. Todo se reduce a un cuello que cortar.
Volvió a mover la cabeza del mismo modo, y con una última mirada de desprecio se alejó hacia la sacristía. De pronto pareció pensar algo, pues se detuvo a mitad de camino:
—Puede que
Vísperas
se equivocase, después de todo —dijo vuelto a medias hacia Quart, en voz alta que resonaba en la bóveda—. Quizá ni siquiera el Santo Padre merece sus mensajes.
Un rayo de sol se movía muy despacio de izquierda a derecha sobre las losas gastadas del suelo, al pie del altar mayor. Quart lo estuvo observando un rato, y luego alzó los ojos hasta la vidriera por donde entraba la luz: un Descendimiento en el que a Cristo le faltaban los vidrios coloreados del torso, la cabeza y las piernas. El resultado era que San Juan y la Virgen parecían bajar de la cruz sólo dos brazos en el vacío, y el emplomado en torno a la silueta ausente se asemejaba a la huella de un fantasma: una presencia desvanecida que hiciera inútil el sufrimiento y el esfuerzo de la madre y el discípulo.
Se puso en pie y caminó hasta el altar mayor y la entrada de la cripta. Junto a la verja de hierro, cerrada sobre los peldaños que bajaban hacia la oscuridad, tocó la calavera esculpida en el dintel; y como la vez anterior la gelidez de la piedra enfrió el latir de la sangre en su muñeca. Dominando la sensación incómoda que producían el silencio de la iglesia, aquellos peldaños oscuros y el aire húmedo y cerrado que venía de abajo, Quart se obligó a permanecer allí, inmóvil, mirando la negrura de la cripta. Del griego
kriptos
, oculto, murmuró. Donde la piedra escondía las claves de otros tiempos y otras vidas. Donde yacían los huesos de catorce duques del Nuevo Extremo y la sombra de Carlota Bruner.
Frotándose la muñeca entumecida, Quart se volvió hacia el retablo del altar mayor, que la claridad de las vidrieras colmaba de suave resplandor dorado, dejando en penumbra los detalles interiores para resaltar los relieves externos, la hojarasca y los angelotes, las cabezas de las tallas orantes de Gaspar Bruner de Lebrija y de su esposa. Y en el centro, en su hornacina bajo el dosel, tras el andamio de tubos metálicos atornillados que sostenían una pequeña plataforma, la imagen de la Virgen alzaba los ojos al cielo con las perlas del capitán Xaloc corriéndole como lágrimas por el rostro y la túnica azul, asentada sobre la media luna y con un pie aplastando la cabeza de la serpiente que arrebató a los hombres el paraíso a cambio de la lucidez; de la medusa cuya visión los convirtió después en piedra para que guardasen el terrible secreto. Isis o Ceres, o Astarté, o Tanit, o María: daba igual el nombre elegido para resumir el refugio, la madre, el resguardo, el miedo ante la oscuridad, y el frío, y la nada. Era un vértigo, reflexionó Quart, la cantidad de símbolos que se podían concitar en aquella imagen y su evolución a través de las religiones y de los siglos. De pie sobre la media luna, vestida de azul, color simbólico del astro de la noche y también de las sombras cimerias, el sable de la heráldica, la tierra, la muerte.
El rayo de sol en el suelo se había desplazado otra baldosa a la derecha y menguaba de tamaño cuando el agente del IOE anduvo hasta el centro de la nave y recorrió con la vista la cornisa sobre los andamies, de la que se había desprendido el trozo mortal para el secretario del arzobispo. Fue hasta allí e intentó mover la estructura metálica, pero estaba calzada y ahora se mantenía firme. Se situó aproximadamente donde estaba el padre Urbizu al recibir el impacto en la cabeza. Diez kilos de estuco cayendo desde una altura de casi diez metros resultaban mortales de necesidad. Había espacio en la pasarela del andamio junto a la cornisa para que alguien los hubiese hecho caer; pero el informe policial negaba aquella posibilidad. Eso, más la historia del arquitecto municipal resbalando en el tejado —esta vez ante testigos, matizó Quart con alivio—, parecía descartar en ambas muertes la intervención humana y cargaba el asunto, como
Vísperas
y el padre Ferro sostenían, a cuenta de la ira de Dios. O a la del Destino, que a juicio de Quart era una buena explicación para los caprichos de un cruel relojero cósmico que parecía despertar cada mañana con ganas de broma. O quizás el azar de unos dioses rabelesianos, soñolientos y torpes como los descritos por Heine, a quienes, cuando se les escapaba una tostada del desayuno, ésta les caía siempre sobre la tierra por la parte de la mantequilla.