Al otro día estaba en su casa, en su habitación, junto a la chimenea, en la que había hecho encender un abundante fuego. Sentía frío. Jonatás le entregó unas cuantas cartas, de Paulina en su mayor parte. Rafael abrió la primera, sin apresurarse, y la desdobló, como si se tratara de una papeleta de apremio del fisco. Leyó las primeras líneas:
«Amadísimo Rafael: Tu partida tiene todas las apariencias de una fuga. ¿Será posible que nadie pueda indicarme tu paradero? Pero, si no lo sé yo, ¿quién ha de saberlo? …»
Sin entrar en más averiguaciones, tomó displicentemente las cartas y las arrojó al hogar, contemplando con mirada empañada y sombría las oscilaciones de la llama, que retorcía el papel perfumado, le abarquillaba, le volteaba, le despedazaba.
Varios fragmentos cayeron sobre las cenizas, poniendo de manifiesto comienzos de frase, palabras sueltas, pensamientos incompletos, que Rafael tuvo la complacencia de salvar de la quema, por maquinal entretenimiento.
«…sentada a tu puerta… esperando… Capricho…, obedezco… Rivales… ¡yo, no!… tu Paulina… ama… ¿cansado de mí?… Si hubieras querido dejarme, no me habrías abandonado… Amor eterno… Morir…»
Estas frases le produjeron una especie de remordimiento; cogió las tenazas y retiró de las llamas el resto chamuscado de una hoja, en la que le decía Paulina:
«… He murmurado, pero sin formular quejas. Al alejarte de mí, te ha guiado seguramente la idea de aliviarme del peso de algunas penas. Quizá me mates algún día, pero eres demasiado bueno para martirizarme. Pues bien; no vuelvas a partir así. Soy capaz de afrontar los mayores suplicios, pero a tu lado. La pena que me impusieras, dejaría de ser tal pena: mi corazón encierra mucho más amor del que te he demostrado. Puedo soportarlo todo, menos llorar lejos de ti y no saber lo que tu…»
Rafael depositó en la repisa de la chimenea el chamuscado trozo de carta; pero, cambiando bruscamente de idea, lo lanzó al fuego. Aquel papel era un recuerdo demasiado vivo de su amor y de su desventurada existencia.
—Ve a buscar al señor Bianchon —ordenó a Jonatás. Horacio acudió al requerimiento, encontrando a Rafael acostado.
—Amigo Horacio —le preguntó éste—, ¿podrías recetarme una mixtura con una ligera dosis de opio, para que me tenga continuamente adormilado, sin que me perjudique el uso constante de esa pócima?
—Nada más fácil —contestó el joven doctor—; pero habrás de levantarte algunas horas, para comer.
—¡Algunas horas! —interrumpió Rafael—. No, no quiero levantarme más que una hora, a lo sumo.
—¿Qué te propones? —preguntó Bianchon.
—También se vive mientras se duerme —contestó el enfermo. El médico extendió su prescripción, y entretanto, Valentín hizo comparecer a Jonatás advirtiéndole:
—No dejes entrar a nadie, ni aun a la señorita Paulina.
El antiguo servidor acompañó a Horacio hasta la escalera, interrogándole:
—¿Hay algún remedio para él, señor Bianchon?
—Lo mismo puede durar mucho, que morir esta misma noche. Tiene iguales probabilidades de vida que de muerte. ¡No lo entiendo! —contestó el médico, insinuando un gesto de duda—. Es preciso distraerle.
—¡Distraerle! —exclamó el criado—. No le conoce usted, señor. El otro día mató a un hombre, sin decir oxte ni moxte. No hay nada que le distraiga.
Rafael permaneció, durante varios días, sumido en el abatimiento de su sueño ficticio. Merced al poderoso influjo que el opio ejerce sobre los sentidos, aquel hombre de imaginación tan prodigiosamente activa se rebajó al nivel de esos animales que se pudren en el fondo de las selvas, como un residuo vegetal, sin dar un paso para capturar una presa fácil. Hacia las ocho de la noche, saltaba de a cama, y sin darse conciencia exacta de su personalidad, satisfacía el hambre y se acostaba de nuevo. Así dejaba transcurrir inútilmente las horas, sin que le aportasen más que confusas imágenes, apariencias, claroscuros sobre un fondo negro.
Una noche se despertó más tarde que de costumbre, y observó que no se le había servido su comida. Inmediatamente llamó a Jonatás.
—¡Puedes marcharte! —le dijo—. Te he legado una fortuna, con la cual podrás proporcionarte una vejez dichosa; pero no quiero que juegues con mi vida. ¿Cómo se entiende? ¡miserable! ¿No se te ha ocurrido que tengo hambre? ¿Dónde está mi comida? ¡Contesta!
Jonatás esbozó una sonrisa de satisfacción, tomó una bujía, cuya luz vacilaba en la profunda obscuridad de las amplísimas estancias del palacio, condujo a su señor, convertido en máquina, a una vasta galería, y abrió bruscamente la puerta.
Inundado de luz, Rafael quedó deslumbrado al pronto y sorprendido después por un espectáculo inaudito. Eran sus arañas cargadas de bujías, las flores más raras de su invernáculo artísticamente dispuestas, una mesa resplandeciente de plata, de oro, de nácar, de porcelanas; una comida regia, humeante y cuyos apetitosos manjares excitaban las sensibles mucosas del paladar.
Allí vio a sus amigos expresamente convocados, en compañía de engalanadas y hechiceras mujeres, con la garganta y los hombros desnudos, las cabelleras llenas de flores, las pupilas brillantes; bellezas diversas todas, provocativas bajo voluptuosos disfraces. Una, delineaba sus mórbidas formas entre los pliegues de una faldilla irlandesa; otra, lucía la lasciva basquiña andaluza; ésta, medio desnuda, representando a Diana cazadora, y aquélla, modesta y atractiva bajo el tocado de la señorita de la Valliére, estaban igualmente consagradas a Baco. En las miradas de todos los comensales brillaban la alegría, el amor, el placer.
En el momento de aparecer encuadrada en la puerta la cadavérica figura de Rafael estalló una aclamación espontánea, unánime, rutilante como los destellos de la improvisada fiesta. Las voces, los perfumes, la claridad, aquellas mujeres de penetrante hermosura, impresionaron todos sus sentidos, despertaron su apetito. Una deliciosa música, oculta en un salón contiguo, ahogaba en un torrente de armonía aquel bullicio embriagador, completando la extraña visión.
Rafael sintió el contacto de una mano delicada y sedosa que oprimía la suya, una mano de mujer, cuyos brazos ebúrneos y torneados se elevaban para estrecharle, la mano de Aquilina. Se dio cuenta de que aquel cuadro no era vago y fantástico, como las fugitivas imágenes de sus descoloridos sueños, lanzó un grito siniestro, cerró violentamente la puerta y afrentó a su anciano servidor, cruzándole la cara de un bofetón.
—¡Monstruo! —exclamó—. ¿Es que has jurado matarme?
Y palpitante por el peligro que acababa de correr, sacó fuerzas de flaqueza para volver a su dormitorio, ingirió una fuerte dosis de narcótico y se acostó.
—¡Qué diantre! —repuso Jonatás incorporándose—. ¡Bien me ordenó el señor Bianchon que le distrajera!
Era cerca de media noche. En aquel instante, Rafael, por uno de esos caprichos fisiológicos, asombro y desesperación de las ciencias médicas, aparecía radiante de belleza durante su sueño. Un vivo sonrosado coloreaba sus pálidas mejillas: su frente, límpida y serena como la de una doncella, revelaba el genio. La vida florecía en aquel rostro tranquilo y reposado. Hubiérasele tomado por un chicuelo, dormido bajo el amparo de su madre. Su sueño era reparador; sus entreabiertos labios, matizados de un suave carmín, daban paso a una respiración franca y acompasada; sonreía, transportado sin duda por un sueño a una vida mejor. ¡Quizá se creía centenario, rodeado de nietecillos que le deseaban una prolongada existencia; quizá desde su banco rústico, sentado al sol bajo el follaje, divisaba, como el profeta desde la montaña, la tierra prometida, en bienhechora lontananza!
—¡Al fin te encontré!
Estas palabras, pronunciadas por una voz argentina, disiparon las nebulosas siluetas de su sueño. Al resplandor de la lámpara, vio sentada sobre su lecho a su Paulina; pero una Paulina embellecida por la ausencia y por el dolor. Rafael quedó estupefacto al contemplar aquel rostro, níveo como los pétalos de una flor acuática, y el complemento de sus cabellos negros, que parecían más negros en la sombra. Las lágrimas habían trazado un surco brillante en sus mejillas, y permanecían suspendidas en ellas, prontas a caer al menor esfuerzo. Vestida de blanco, con la cabeza inclinada y hollando apenas el lecho, estaba allí como un ángel descendido de los cielos, como una aparición, que podría desvanecer el más ligero soplo.
—¡Ya lo he olvidado todo, Rafael! —exclamó, en el momento en que éste abría los ojos—. Sólo me quedan alientos para decirte: ¡Soy tuya! ¡Sí! ¡mi corazón es todo amor!… ¡Rafael mío!… Pero tienes mejor semblante que nunca, tus pupilas centellean… ¡Ahora caigo! Has ido sin mí en busca de la salud, porque me temías… ¡Pues bien…!
—¡Vete, vete! ¡Déjame! —pudo interrumpir al fin Rafael, en voz sorda—. Vete, porque si continúas aquí me muero… ¿Quieres verme morir?
—¡Morir! —repitió ella—. ¿Acaso es posible que mueras separado de mí? ¡Morir en plena juventud! ¡Morir cuando te amo!… ¡Morir! —añadió con acento profundo y gutural.
Y le asió las manos, en un acceso de frenesí.
—¡Están frías! —repuso—. ¿Será una ilusión de mis sentidos? Rafael sacó de debajo de la almohada el trozo de piel de zapa, frágil y diminuto como una hoja de evónimo, y se lo mostró diciendo:
—¡Paulina, bello encanto de mi vida, despidámonos!
—¿Despedirnos? —preguntó ella, sorprendida.
—Sí. Este es un talismán que realiza mis deseos y representa mi vida. ¡Mira lo que me resta! Si continuamos contemplándonos moriré…
La joven creyó que Valentín se había vuelto loco. Tomó el talismán y fue a buscar la lámpara. Alumbrada por la vacilante luz, que se proyectaba igualmente sobre Rafael y sobre el talismán, examinó con escrupuloso detenimiento el rostro de su amante y la última partícula de la mágica piel. Al contemplarla Rafael, hermoseada por el terror y por el cariño, perdió el dominio sobre su voluntad; los recuerdos de las tiernas escenas y de los goces delirantes de su pasión triunfaron en su alma, largo tiempo aletargada, y se avivaron en ella como un hogar mal apagado.
—¡Ven, Paulina! ¡ven!
La joven prorrumpió en un grito desgarrador; sus pupilas se dilataron; sus cejas se distendieron violentamente, enarcándose en una expresión de inusitado dolor. Paulina leyó en los ojos de Rafael uno de esos deseos furiosos, que en otro tiempo constituían la gloria para ella; pero a medida que se acentuaba el deseo, la piel se iba contrayendo, cosquilleando la palma de su mano. Sin reflexionar, huyó al salón contiguo, cuya puerta cerró.
—¡Paulina! ¡Paulina! —gritó el moribundo, corriendo tras ella—. ¡Te amo, te adoro, te deseo!… ¡Si no abres, caerá sobre ti mi maldición! ¡Quiero morir contigo!
Por un singular fenómeno de energía, en su postrer espasmo vital, derribó la puerta y vio a su adorada con el vestido desabrochado, revolcándose sobre un sofá. Paulina había intentado inútilmente desgarrarse el seno, y para darse pronta muerte, trataba de estrangularse con su chal.
—¡Muriendo yo, vivirá!… —pensaba, esforzándose vanamente por apretar el nudo.
Sus cabellos estaban sueltos, sus hombros desnudos, sus ropas en desorden, y en aquella lucha con la muerte, sus ojos anegados en llanto, su rostro arrebatado, las convulsiones de su desesperación, ofrecían a Rafael, ebrio de amor, mil atractivos que aumentaron su delirio. Con la ligereza de un ave de rapiña, se abalanzó a ella, rasgó el chal y pretendió tomarla en sus brazos.
El moribundo buscó palabras para expresar el deseo que agotaba sus fuerzas, sin que salieran de su pecho más que los roncos sonidos del estertor; su respiración, cada vez más jadeante y profunda, parecía partir de sus entrañas. Por fin, incapaz ya de articular sonidos, mordió a Paulina en el seno.
Jonatás acudió asustado, al oír gritos, y pretendió arrancar a la joven el cadáver, sobre el que se había acurrucado en un rincón.
—¿Qué busca usted aquí? —interrogó al doméstico—. Me pertenece. ¡Yo soy quien le ha matado! ¿No lo había vaticinado ya?
—¿Y qué fue de Paulina?
—¡Ah! Paulina, os diré. ¿Habéis permanecido alguna vez, en apacible noche invernal, sentados frente al hogar doméstico, voluptuosamente entregados a recordar vuestros amores o vuestra juventud, contemplando las estrías producidas por el fuego en un leño de encina? Aquí, la combustión dibuja en rojo el encasillado de un tablero de ajedrez; allá, produce la impresión del terciopelo; azuladas lengüetas de fuego, corren, saltan y juguetean sobre el candente fondo de la hoguera. Llega un pintor incógnito, que utiliza la llama; por un artificio especial, traza en el seno de aquellos flameantes matices violáceos o purpúreos una figura sobrenatural y de una delicadeza inaudita, fenómeno fugaz que jamás reproducirá el azar; es urca mujer con la cabellera ondeante al viento, y de cuya silueta se desprende una pasión deliciosa. ¡Fuego en el fuego! Sonríe, expira, no la volveréis a ver. ¡Adiós, flor de la llama! ¡Adiós, bosquejo incompleto, inesperado, muy anticipado o muy tardío para brillar en todo su esplendor!
—Pero, ¿y Paulina?
—¿No lo habéis acertado? Empiezo de nuevo. ¡Paso! ¡paso! Ya llega. ¡Ved la reina de las ilusiones, la mujer que pasa como un beso, la mujer fulgurante como un relámpago, resplandor emanado, como él, del cielo, el ser increado, todo: espíritu, todo amor! Se ha revestido de una envoltura ígnea, o la llama se ha animado un momento en ella. Las líneas de sus formas son de tal pureza, que acusan su procedencia celeste. ¿No la veis resplandecer como un ángel? ¿No percibís en el aire su leve aleteo? Más ligera que el ave, se posa junto a vosotros y os fascina con su mirada; su dulce pero potente aliento atrae vuestros labios, por una fuerza mágica; os transporta, os parece perder tierra. Si pretendéis pasar una vez siquiera vuestra mano acariciadora, fanatizada, por aquel cuerpo níveo, palpar sus cabellos de oro, besar sus ojos chispeantes, os embriaga un vapor y os hechiza una música encantadora. Todos vuestros nervios se estremecen, os sentís invadidos por el deseo, por el sufrimiento. ¡Oh dicha sin nombre! Habéis tocado los labios de aquella mujer; pero, de pronto, os despierta un dolor agudo. ¡Ja! ¡ja! Os habéis golpeado la cabeza en un ángulo de vuestra cama, os habéis abrazado a la obscura caoba, a los fríos dorados, a cualquier adorno, a un amor de bronce.
—Pero, señor mío, ¿y Paulina?
—¿Todavía no? Escuchad. Una espléndida mañana, al partir de Tours un joven embarcado en el Ville d'Angers, tenía en su mano la de una hermosa joven. Así unidos, ambos admiraron largo rato, sobre el ancho cauce del Loira, una forma blanca artificialmente surgida del seno de la bruma como fruto de las aguas y del sol, o como un capricho de las nubes y del aire. Sucesivamente ondina o sílfide, la vaporosa silueta revoloteaba en los aires, como frase buscada en vano, que vaga por la memoria sin dejarse secuestrar. Se paseaba entre las islas, agitando su cabeza a través de los elevados álamos: luego, convertida en gigantesca, o hacía resplandecer los mil pliegues de su túnica, o hacía brillar la aureola descrita por el sol en derredor de su rostro; se cernía sobre los caseríos, sobre las colinas, pareciendo prohibir a la embarcación el paso ante el castillo de Ussé. Habríasela creído el fantasma de la Dama de las Bellas Primas, tratando de proteger a su país contra las invasiones modernas.