Y el jardinero mostró a Rafael la inexorable piel de zapa, que apenas medía seis pulgadas cuadradas de superficie.
—Gracias. Vanière —contestó Rafael—. Realmente, es un objeto muy curioso.
—¿Qué tienes, bien mío? ¡Palideces! —exclamó Paulina.
—Retírate, Vanière —dijo el marqués.
—Tu voz me asusta —prosiguió la joven—, está completamente alterada. ¿Qué tienes? ¿Qué sientes? ¿Dónde te duele? ¡Te pones malo! ¡Hay que avisar a un médico!… ¡Jonatás! ¡Venga usted!… ¡Pronto! ¡Pronto!
—Calla. Paulina —contestó Rafael, recobrando su serenidad—. Vámonos de aquí. Debe haber por ahí cerca alguna flor, cuyo aroma me molesta; quizá sea esa verbena.
Paulina se abalanzó al inocente arbusto, lo asió por el tallo y lo arrojó al jardín.
—¡Bien mío! —exclamó, estrechando a Rafael en un abrazo tan fuerte como su amor, y acercándole con lánguida coquetería sus bermejos labios, solicitadores de besos—, al verte desfallecer, comprendí que no te sobreviviría. Tu vida es mi vida, Rafael… ¡Verás! ¡pásame la mano por la espalda! Todavía siento «la muerte chiquita»; estoy tiritando… Pero ¡tus labios abrasan!… ¡tu mano está helada!…
—¡Loquilla! —exclamó Rafael.
—¿A qué viene esa lágrima? ¡Déjame secarla entre mis labios!
—Me amas demasiado, Paulina.
—Algo extraordinario te ocurre, Rafael. No me engañes, porque no tardaré en descubrir tu secreto… ¡Dame eso! —agregó— tomando la piel de zapa.
—¡Eres mi verdugo! —exclamó el joven, lanzando una mirada de horror al talismán.
—¡Qué cambio de voz! —exclamó a su vez Paulina, que dejó caer el fatal símbolo del destino.
—¿Me amas de veras? —preguntó él.
—¿Qué si te amo? ¡Vaya una pregunta!
—Pues bien; ¡déjame solo! ¡vete!
La pobre niña se retiró.
—¡Cómo! —exclamó Rafael, cuando estuvo a solas—. ¿Es posible que en el siglo de las luces, en el que hemos averiguado que los diamantes son cristales de carbono, en una época en la que todo se explica, en la que los agentes policíacos delatarían a un nuevo Mesías a los tribunales y someterían sus milagros a la Academia de Ciencias, en un tiempo en el que sólo creemos en los signos de los notarios, crea yo en una especie de «
Mane, Thecel, Phares
»? ¡No! ¡vive Dios! ¿Cómo he de imaginar siquiera que el Ser Supremo se complazca en atormentar a una pacífica criatura? Lo consultaré con los eruditos.
Poco después, se hallaba entre el Mercado de vino, inmenso depósito de toneles, y la «
Salpétriére
», vasto seminario de beodos, ante un pequeño lago en el que se solazaba una notable colección de ánades, tanto por la rareza de sus especies como por sus tornasolados matices, semejantes a ventanales de catedral, que destellaban a los rayos del sol.
Allí estaban representadas todas las clases de patos del orbe, graznando, chapuzándose, bullendo, formando una especie de asamblea «patuna» congregada contra su voluntad aunque, afortunadamente, sin constituciones ni principios políticos, y viviendo libres de cazadores a la vista de los naturalistas, que los miraban por casualidad.
—Allí está el señor Lavrille —dijo un guarda a Rafael, al preguntarle por aquel pontífice máximo de la zoología.
El marqués vio a un hombrecillo profundamente abismado en sabias meditaciones en presencia de los patos. Ni joven ni viejo, la fisonomía del sabio era apacible y su aspecto complaciente; pero imperaba en todo su ser una preocupación científica. Su peluca, rascada incesantemente y fantásticamente levantada, dejaba al descubierto una línea de canas y acusaba el furor de los descubrimientos, que, semejante a todas las pasiones, nos abstrae tan poderosamente de las cosas de este mundo, que hasta perdemos la conciencia del «yo». Rafael, hombre culto y estudioso, admiró al naturalista que consagraba sus desvelos a ensanchar los conocimientos humanos; pero una damisela se habría reído sin duda de la solución de continuidad existente entre el pantalón y el chaleco rayado del investigador, por más que el intersticio apareciera castamente relleno por una camisa completamente arrugada a fuerza de subir y bajar, siguiendo sus observaciones zoogenésicas.
Después de las cortesías de rúbrica, Rafael se creyó en el deber de dirigir al señor Lavrille una frase corriente de cumplido, acerca de sus patos.
—¡Oh! poseemos una verdadera riqueza en esta clase de animales —contestó el naturalista—. Verdad es que este género, como no ignorará usted sin duda, es el más fecundo del orden de los palmípedos. Comenzando por el «cisne» y acabando por el «pato zinzin», comprende ciento treinta y siete variedades de individuos perfectamente determinados, con sus nombres, sus costumbres, su patria, su fisonomía y tan distintos entre sí como un blanco de un negro. Realmente, caballero, cuando comemos un pato, casi nunca nos damos cuenta de la extensión…
El disertante se interrumpió, al ver un precioso ejemplar que remontaba el talud del estanque.
—Ahí tiene usted —prosiguió— el cisne de corbatín, oriundo del Canadá, venido de tan remotas tierras para exhibirnos su plumaje pardo y gris y su collarcito negro. ¡Mire usted cómo se rasca!… Allí está el famoso ganso de plumón, o «eider», con el que se confeccionan los edredones que cubren las camas de nuestros aristócratas. ¡Qué preciosidad! ¿quién es capaz de permanecer indiferente al contemplar el matiz ligeramente rosado de su pechuga y su pico verde?… Acabo de ser testigo de un cruzamiento, del que ya iba desesperando. El himeneo se ha consumado con éxito, y espero con impaciencia el resultado. Me lisonjeo de haber obtenido una ciento trigésima octava especie, a la que quizá se dé mi nombre…
»¡Vea usted los recién casados! —continuó, señalando a dos patos—. Uno de los cónyuges es el pato riente, «
anas albifrons
», el otro, el soberbio ánade silbador, «
anas ruffina
», de Buffon. He vacilado largo tiempo entre el ánade silbador, el de entrecejo blanco y el «
anas clipeata
»… ¡aquel que va por allí!, cuyas irisaciones son magníficas; pero el moño del primero me decidió. Únicamente nos falta en la colección el ánade de casquete negro. Mis compañeros pretenden, unánimemente, que es una simple variedad del pato cerceta, de pico encorvado, pero yo…
El naturalista hizo un gesto significativo, revelador a la par de la modestia y de la vanidad del sabio, vanidad llena de testarudez y modestia llena de suficiencia, y terminó la frase:
—Yo soy de distinta opinión… Como ve usted, caballero, aquí escasean las distracciones. En estos momentos me trae muy atareado la monografía del género pato; pero estoy a sus órdenes.
Mientras se dirigían a una linda casita de la calle de Buffon, Rafael sometió la piel de zapa al examen del profesor Lavrille.
—Conozco este producto —contestó el erudito, después de examinar el talismán con una lupa—. Ha debido servir de forro a alguna caja. Pero la zapa está ya en desuso. Actualmente, los guarnicioneros dan la preferencia a la lija. Esta, como usted sabrá, es la piel del «raja sephen», un pez del mar Rojo…
—Pero ésta, caballero, ya que tiene usted la bondad de…
—Esta —repuso el sabio, interrumpiendo— es otra cosa. Entre la lija y la zapa, existe la diferencia del Océano a la tierra, del pez al cuadrúpedo. Pero la piel del pez es más dura que la del animal terrestre. Esto —añadió, designando el talismán— es, como usted no ignora, uno de los productos más curiosos de la zoología.
—Sepamos —dijo Rafael.
—Pues bien —contestó el naturalista, arrellanándose en su sillón—, esto es piel de asno.
—Ya lo sé —replicó el marqués.
—Existe en Persia —prosiguió el zoólogo— un asno sumamente raro, el onagro de los antiguos, el «
eguns asinus
», el «
kulan
» de los tártaros. Pallas fue a estudiarlo, y lo dio a conocer a la ciencia, porque realmente, dicho animal pasó durante largo tiempo por ser un ser fantástico. Como usted sabe le menciona la Sagrada Escritura: Moisés prohibió encastarle con sus congéneres. Pero el onagro se ha hecho más famoso por las prostituciones de que ha sido objeto, y de las cuales nos hablan a menudo los profetas bíblicos. Pallas, como seguramente sabrá usted, declara en sus «Act. Petrop», tomo II, que tales abusivas prácticas continúan observándose religiosamente entre persas y nogayas, como un remedio soberano contra las enfermedades renales y la gota ciática.
»Nosotros, ignorantes parisinos, ni siquiera lo sospechábamos. En el Museo no figura ningún ejemplar de onagro. Es un soberbio animal, lleno de misterios; sus pupilas están provistas de una especie de cubierta protectora, a la que los orientales atribuyen el poder de la fascinación; su pelaje es más vistoso y más fino que el de nuestros más hermosos caballos; está surcado por listas más o menos leonadas, y ofrece grandes semejanzas con el de la cabra; además, es suave y blando al tacto, su vista iguala en finura y precisión a la del hombre; algo más corpulento que nuestros más talludos asnos, está dotado de un valor extraordinario si, por casualidad, se ve sorprendido, se defiende, con notable superioridad, de los animales más feroces; en cuanto a la rapidez de su marcha, sólo puede compararse con el vuelo de las aves; un onagro, ¡no lo dude usted!, reventaría, a la carrera, a los mejores caballos árabes o persas.
»Según informes del padre del concienzudo doctor Niebuhr, de cuya reciente pérdida, tan lamentada por todos, seguramente estará usted enterado, el término medio del andar ordinario de esos admirables cuadrúpedos, es de siete mil pasos geométricos por hora. Al ver nuestros degenerados pollinos, no es posible formarse idea de ese asno independiente y arrogante. Es de porte ligero, animado, airoso en su aspecto, ágil y esbelto. En una palabra, es el rey zoológico de Oriente. Las supersticiones turcas y persas llegan a atribuirle un origen misterioso, mezclando el nombre de Salomón a los relatos que los narradores del Tibet y de Tartaria divulgan acerca de las proezas de tan privilegiados animales.
»Por último, un onagro domesticado vale todo el oro que pesa; es casi un imposible capturarle en las montañas, porque trisca por los riscos como un corzo y parece levantar el vuelo como un ave. La fábula de los caballos alados, nuestro Pegaso, tiene indudablemente su origen en aquellos países, donde se han presentado a los pastores diferentes ocasiones de ver a un onagro saltando de roca en roca.
»A los asnos de silla, obtenidos en Persia por el cruce de una burra con un onagro domesticado, se les pinta de rojo, siguiendo una tradición inmemorial. A esta costumbre se debe quizá el proverbio: «Malo como asno rojo». Es probable que en época en que la historia natural anduviese atrasada en Francia, trajera algún explorador uno de esos curiosos animales muy difíciles de amansar, y que tal circunstancia motivara el refrán: «La piel que usted me presenta, es de un onagro».
»Respecto al origen del nombre «
chagrin
», no existe unanimidad de pareceres. Unos pretenden que «
chagri
» es una palabra turca; otros, suponen que «
Chagri
» es la ciudad en que ese despojo zoológico sufre una preparación química, bastante bien descrita por Pallas, y que le da ese grano especial que admiramos en ella; finalmente, mi colega Martellens me ha escrito participándome la existencia de un riachuelo llamado «
Chaagri
».
—Caballero —dijo Rafael—, agradezco a usted los informes que acaba de suministrarme, cuya adquisición acreditaría de paciencia al más cachazudo de los benedictinos; pero debo hacerle observar que este fragmento era primitivamente de un tamaño igual… al de esa carta geográfica —y señaló a Lavrille un atlas abierto—, y que, en tres meses, ha ido mermando ostensiblemente.
—¡Claro! —contestó el erudito—, se comprende. Todos los despojos de seres de organización primitiva están sujetos a deterioros fáciles de concebir, y cuyos progresos dependen de las influencias atmosféricas. Los mismos metales se dilatan o se contraen de un modo perceptible, porque los ingenieros han observado espacios de cierta consideración entre piedras unidas por grapas o barrotes de hierro. La ciencia es vasta y la vida humana muy corta; por tanto, no hemos de tener la pretensión de conocer todos los fenómenos de la Naturaleza.
—Pero, perdone usted la pregunta que voy a dirigirle —indicó Rafael algo confuso—. ¿Tiene usted la certeza de que esta piel está sometida a las leyes ordinarias de la zoología y de que se puede alargar?
—¡Ya lo creo!… ¡Diantre! —exclamó Lavrille, tratando de estirar el talismán—. Lo mejor es que se tome la molestia de ir a ver al señor Planchette, el célebre profesor de mecánica; él encontrará positivamente, un medio de actuar sobre esta piel, ablandándola, dilatándola.
—¡Gracias, caballero! ¡me devuelve usted la vida!
Rafael se despidió del sabio naturalista y corrió a casa de Planchette, dejando el buen Lavrille en su despacho, atestado de botes y de plantas desecadas. Sacaba de aquella visita, sin saberlo, toda la ciencia humana; ¡una nomenclatura! Aquel buen hombre se asemejaba a Sancho Panza, relatando a Don Quijote la historia de las cabras; se distraía contando los animales y clasificándolos. Llegado al borde de la tumba, apenas conocía una pequeña fracción de las inconmensurables cantidades del gran rebaño lanzado por Dios a través del océano de los mundos, con un objeto ignorado. Rafael estafa satisfecho.
—¡Al fin sujeté a mi burro! —exclamó para sí.
Ya Sterne se anticipó a decir: ¡Cuidemos a nuestro asno, si queremos llegar a viejos! ¡Pero el animal es tan antojadizo! Planchette era un hombre alto, flaco, verdadero poeta perdido en una contemplación perpetua, atareado constantemente en mira a un abismo sin fondo: «El Movimiento». El vulgo tacha de locos a esos espíritus sublimes, individuos no comprendidos, que viven indiferentes en absoluto al lujo y al mundo, permaneciendo días enteros con un cigarro apagado entre los labios, o que se presentan en un salón, sin acoplar exactamente los botones con los ojales de su traje. A lo mejor, después de medir largo tiempo el vacío o de amontonar cálculos algebraicos, resolviendo ecuaciones y despejando incógnitas, analizan alguna ley natural y descomponen el más simples de los principios; y entonces, la multitud admira una nueva máquina o cualquier artefacto, cuya sencilla estructura nos asombra y nos confunde. Y el modesto sabio sonríe, diciendo a sus admiradores:
—Yo no he creado nada; absolutamente nada. El hombre no inventa una fuerza, la dirige, y la ciencia consiste en imitar a la Naturaleza.