»Tal es mi opinión —concluyó el doctor, exteriorizando un gesto de modestia—, que formulo contra nuestros intereses, puesto que, de seguirla, tendremos el sentimiento de vernos privados de su grata compañía.
A no ser por estas últimas palabras, Rafael habría quedado seducido por la fingida bondad del meloso galeno; pero era un observador demasiado profundo para no adivinar por el acento, por la actitud y por la mirada que acompañaron a la suave zumbona frase, la misión de que indudablemente había encargado a aquel hombrecillo el cónclave de sus alegres enfermos. Aquellos ociosos de rubicunda tez, aquellas aburridas viejas, aquellos ingleses nómadas, aquellas elegantes escapadas del domicilio conyugal y llevadas al balneario por sus amantes, se proponían expulsar del establecimiento a un pobre moribundo débil, enclenque, incapaz, aparentemente, de resistir a una persecución cotidiana. Rafael aceptó el combate, viendo un entretenimiento en aquella intriga.
—Pues que tanto lamentaría usted mi marcha —contestó al doctor—, procuraré armonizar su excelente consejo con mi permanencia en estos sitios. Mañana mismo dispondré la construcción de una casa, en la que modificaremos el ambiente, con arreglo a sus instrucciones.
El médico, interpretando la sonrisa amargamente irónica que asomó a los labios de Rafael, se limitó a saludarle, sin acertar con la réplica.
El lago del Bourget es una dilatada cortadura entre los acantilados de las montañas, en la que brilla, a setecientos u ochocientos pies sobre el nivel del Mediterráneo, una superficie de un azul único en el mundo. Visto desde la altura del Diente del Gato, el lago se asemeja a una enorme turquesa perdida en el fondo. La hermosa capa líquida tiene un contorno de nueve leguas y, en ciertos sitios, cerca de quinientos pies de profundidad. Pasear en una barca por el centro de aquella tranquila sábana, bajo un cielo sereno, sin oír otro ruido que el de los remos ni ver en el horizonte más que montañas brumosas; admirar las deslumbrantes nieves de la Maurienne francesa; pasar sucesivamente de bloques de granito cubiertos por el aterciopelado de los helechos, o por arbustos enanos, a risueñas colinas; a un lado el desierto, al otro una opulenta naturaleza; un mendigo asistiendo a la comida de un potentado; estas armonías y estas discordancias constituyen un espectáculo, en el que todo resulta grande o todo resulta pequeño. El aspecto de las montañas cambia las condiciones de la óptica y de la perspectiva un abeto de cien pies parece una caña; amplios valles, se ven estrechos como senderos. Es un lago apropiado para una confidencia amorosa. Allí se piensa y se ama. No existe lugar alguno de tan perfecto concierto entre el agua, el cielo, las montañas y el llano. Allí se encuentran bálsamos para todas las crisis de la vida. Es un paraje que guarda el secreto de los dolores, los consuela, los atenúa e infunde al amor cierta solemnidad, cierto recogimiento, que hacen la pasión más profunda, más pura. Allí se amplifica un beso. Pero, sobre todo, es el lago de los recuerdos; los favorece comunicándoles el matiz de sus ondas, espejo en que todo se refleja.
Rafael no soportaba su carga sino disfrutando de aquel precioso paisaje; allí podía permanecer indolente, soñador y sin deseos. Después de la visita del doctor, fue a pasearse y desembarcó en la punta desierta de una linda colina, sobre la cual está situada la aldea de San Inocencio. Desde aquella especie de promontorio, la vista abarca los montes de Bugey, al pie de los cuales corre el Ródano y el fondo del lago; pero lo que complacía especialmente a Rafael, era la contemplación, en la ribera opuesta, de la melancólica abadía de Haute-Combe, sepultura de los reyes de Cerdeña, posternados ante las montañas como peregrinos llegados al término de su viaje. Un rumor uniforme y acompasado de remos turbó el silencio de aquella soledad, prestándola una voz monótona, semejante a las salmodias de, los monjes.
Asombrado de la presencia de paseantes en aquella parte del lago, solitaria de ordinario, el marqués, sin salir de su abstracción, examinó a las personas que ocupaban la barca, reconociendo, a popa, a la vetusta dama que tan duramente le interpeló la víspera. Al pasar la embarcación por delante de Rafael, únicamente le saludó la señorita de compañía de la dama, infeliz sirvienta distinguida a quien le pareció ver por primera vez. Transcurrido un rato, cuando ya se había olvidado de los paseantes, desaparecidos prontamente tras la eminencia, oyó cerca de sí el roce de un vestido y el ruido de unos pasos precipitados. Al volver la cabeza, vio a la señorita de compañía. Por su azorado aspecto comprendió que deseaba hablarle y avanzó hacia ella.
Era mujer de unos treinta y seis años, alta y delgada, adusta y fría, como todas las solteronas, de mirada tímida, que no convenía ya con su porte Indeciso, sin soltura ni elasticidad. Vieja y joven a la par, revelaba, en cierta dignidad de su actitud, la alta estimación que otorgaba a sus tesoros y a sus perfecciones. En cuanto a lo demás, se observaban en ella los gestos discretos y monásticos de las mujeres habituadas a quererse a sí mismas, sin duda para no prescindir de su sino amoroso.
—Caballero, su vida está en peligro: no vaya usted al Casino —dijo a Rafael, retrocediendo unos cuantos pasos, como si ya considerase comprometida su virtud.
—Señorita —contestó Valentín sonriendo—, hágame usted el obsequio de explicarse con mayor claridad, ya que se ha dignado venir hasta aquí…
—¡Ah! —replicó ella—, a no ser por el poderoso motivo que me trae, no me habría arriesgado a incurrir en el desagrado de la señora condesa, porque si llegase a saber que he prevenido a usted…
—¿Y quién se lo ha de decir, señorita? —objetó Rafael.
—Es verdad —asintió la solterona, parpadeando, al mirarle, como una lechuza expuesta a la luz del sol—; pero guárdese usted. Varios jóvenes que quieren echarle del balneario, se han conjurado para provocarle y obligarle a batirse con ellos.
La voz cascada de la vetusta dama resonó en la lejanía.
—Señorita —dijo el marqués—, mi reconocimiento…
Pero su protectora salió escapada, al oír la voz de su señora, cuyo desentonado eco repercutía en las rocas:
—¡Pobre mujer! —pensó Rafael, sentándose al pie de un árbol—. Las miserias se entienden y se auxilian siempre.
La ciencia por excelencia, es, sin disputa, la del interrogante. La mayor parte de los descubrimientos se deben al «¿Cómo?», y la sabiduría, en la vida, estriba quizás en preguntarse a cada paso «¿Por qué?». Pero, en cambio, esta presciencia ficticia destruye nuestras ilusiones. Así, Valentín, al tomar, sin premeditación filosófica, la buena acción de la solterona como tema de sus errabundos pensamientos, la encontró impregnada de hiel.
—Que se hubiera enamorado de mí una señorita dé compañía —dijo para sí—, no tendría nada de extraordinario. Al fin y al cabo, tengo veintisiete años, poseo un título y disfruto de una renta de doscientas mil libras. Pero, ¿no es una cosa extraña y anómala que su señora, más arisca que un gato, la haya traído embarcada para que se aviste conmigo? Esas dos antiguallas, que han venido a Saboya para dormir como marmotas y que preguntan si hace sol al mediodía, ¿es posible que hoy se hayan levantado antes de las ocho y que hayan seguido mi camino, por pura casualidad?
La solterona y su ingenuidad cuadragenaria acabaron por aparecer a sus ojos como una nueva transformación de aquella sociedad artificiosa y ruin, como un ardid mezquino, un torpe complot, una quisquilla de clérigo o de mujer. ¿Sería una patraña lo del duelo, o se trataría únicamente de asustarle? Insolentes y molestas como moscas, aquellas almas raquíticas lograron excitar su vanidad, despertar su orgullo, picar su curiosidad. No queriendo verse convertido en juguete suyo, ni pasar por cobarde, y distraído quizá por el pequeño drama concurrió aquella misma noche al Casino.
Se mantuvo en pie, acodado sobre el mármol de la chimenea, y permaneció tranquilo, entre la animación del salón principal, procurando no dar ocasión al menor incidente, pero examinando las caras y retando a la concurrencia, en cierto modo, con su circunspección. Como un dogo seguro de su fuerza, aguardaba el ataque en su puesto, sin ladrar inútilmente.
Poco antes de terminar la velada, dio una vuelta por la sala de juego, paseando desde la puerta de entrada a la del billar y dirigiendo de vez en cuando una ojeada a los jóvenes que jugaban una partida. Al cabo de unos cuantos paseos, oyó pronunciar su nombre. Aunque los contendientes Hablaban en voz baja, Rafael comprendió fácilmente que él era el objeto de su discusión, y acabó por percibir al vuelo algunas frases cambiadas en tono más alto.
—¿Tú?
—¡Sí, yo!
—Lo dudo.
—¿Qué apostamos?
—¡Oh! Acudirá.
En el momento en que Valentín, movido por la curiosidad de conocer el motivo de la apuesta, se detuvo para escuchar atentamente la conversación, salió del salón del billar uno de los jóvenes, corpulento y fornido, de buen aspecto, pero con esa mirada fija e impertinente, peculiar en las personas poseídas de su superioridad física.
—Caballero —dijo con toda calma, encarándose con Rafael—, he aceptado el encargo de hacerle saber una cosa, que parece ignorar. Sus cualidades personales desagradan aquí a todo el mundo, y especialmente a mí. Supongo a usted lo bastante cortés para dejar de sacrificarse por el bien general, y le suplico que no vuelva más al Casino.
—Señor mío —contestó fríamente Rafael—, esa broma, usada ya en tiempos del Imperio en varias guarniciones, está reconocida hoy como del peor gusto.
—No bromeo —replicó el provocador—. Se lo repito; su permanencia en estos lugares resultaría sumamente dañosa para su salud; el calor, las luces, el ambiente del salón, el exceso de concurrencia, son perjudiciales a su enfermedad.
—¿Dónde ha estudiado usted la carrera de medicina? —preguntó Rafael.
—Me gradué de licenciado en el tiro Lepage, de París, y me doctoré en la sala de Cerisier, el rey del florete —repuso el interpelado.
—Pues aun le falta una reválida —replicó Valentín—. Estudie usted y apruebe las reglas de urbanidad, y será un perfecto caballero.
Los jóvenes compañeros del retador, sonrientes unos y silenciosos otros, salieron del billar. Los restantes jugadores, percatados ya del diálogo, soltaron los naipes, para no perder detalle de aquella querella, que halagaba sus pasiones. Solo entre aquel concurso hostil, Rafael procuró conservar su sangre fría y no incurrir en la más ligera falta; pero, como su antagonista se permitiera un sarcasmo, en el que iba envuelto el ultraje en una forma incisiva e ingeniosa, le contestó gravemente:
—Caballero, hoy ya no está permitido abofetear a un hombre, pero no encuentro palabras para calificar su villana conducta.
—¡Basta! ¡Basta! —dijeron varios jóvenes, interponiéndose entre los dos contrincantes—. Mañana se darán ustedes explicaciones.
Rafael salió de la sala, pasando por ofensor, después de aceptar una cita junto al castillo de Bordeau, en una pequeña pradera en declive, cerca de una carretera recientemente abierta y por la que el vencedor podía escapar a Lyón. Forzosamente, o habría de guardar cama, o abandonar el balneario de Aix. La sociedad triunfaba.
A las ocho de la mañana siguiente, el adversario de Rafael estaba en el punto designado, en compañía de dos testigos y un médico.
—Hace un tiempo soberbio para batirse y el sitio no puede ser mejor —observó con satisfacción, mirando alternativamente, la bóveda azul del firmamento, las aguas del lago y las rocas, sin el menor recelo de contratiempo en el lance.
Luego, volviéndose hacia el médico, le preguntó:
—Si le alcanzo en el hombro, tendrá cama para un mes, ¿verdad, doctor?
—Lo menos —contestó el aludido—. Pero deje usted en paz a esa mimbrera; de lo contrario, se le cansará la mano y no podrá dominar el pulso, y quizá mate a su adversario, en vez de herirle.
En aquel instante se oyó el rodar de un carruaje.
—¡Ya está aquí! —dijeron los testigos, que no tardaron en ver avanzar por el camino un coche de viaje, tirado por cuatro caballos y guiado por dos postillones.
—¡Vaya una manera de presentarse! —exclamó el adversario del marqués—. Viene a morir en silla de posta.
En un duelo, como en el juego, los más insignificantes incidentes influyen en la imaginación de los actores, vivísimamente interesados en el éxito de un golpe. Así, el joven esperó con una especie de inquietud la llegada del vehículo, que permaneció estacionado al borde del camino. El anciano Jonatás fue el primero en saltar pesadamente a tierra, para ayudar a descender a Rafael; le sostuvo en sus débiles brazos, desplegando cuidados tan solícitos como los que un amante pudiera prodigar a su amada. Ambos se internaron en los senderos que separaban la amplia carretera del sitio elegido para el combate, tardando largo rato en reaparecer: caminaban lentamente.
Los cuatro espectadores de aquella singular escena experimentaron una profunda emoción, al ver a Rafael apoyado en el brazo de su servidor; pálido y demacrado, marchaba como un gotoso, con la cabeza baja y sin pronunciar palabra. Habríaseles tomado por dos ancianos igualmente caducos, uno por la acción del tiempo, y el otro por las cavilaciones; el primero llevaba escrita la edad en sus canas; la edad del joven era indefinida.
—Caballero, estoy sin dormir —dijo Rafael a su adversario.
Esta frase glacial y la terrible mirada que la acompañó sobresaltaron al verdadero provocador, que comprendió la injusticia de su proceder y se avergonzó íntimamente de su conducta. Había en la actitud, en el tono de voz y en la expresión de Rafael, algo imponente y extraño. El marqués hizo una pausa y todos imitaron su silencio. La zozobra y la atención llegaron al colino.
—Aun está usted a tiempo de darme una satisfacción, por ligera que sea —prosiguió Rafael—; pero démela usted, porque en otro caso morirá. En este momento, continúa usted contando con su habilidad, sin retroceder ante la idea de un encuentro, en el que supone tener a su favor todas las ventajas. Pues bien, caballero, quiero mostrarme generoso previniéndole mi superioridad. Poseo un poder terrible. Para anular su destreza, velar sus miradas, hacer temblar sus manos y palpitar su corazón, hasta para matarle, me basta desearlo. No quisiera verme precisado a utilizar mi poder, porque me costaría demasiado caro; no moriría usted solo. Pero si se niega usted a presentarme sus excusas, su bala irá a parar a las aguas de esa cascada, a pesar de su hábito de cometer asesinatos, y la mía se alojará en su corazón, sin que para ello necesite apuntar siquiera.