La piel (24 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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Campbell era un muchacho joven, alto, rubio, con ojos azules manchados de blanco. Había ido ya varias veces al frente con él y me gustaba por su flema sonriente, por su gentileza ante el peligro. Era un muchacho triste, natural de Wisconsin, y quizá sabía ya que no debía regresar a su casa, que tenía que ser muerto por una mina, algunos meses después, en la carretera de Milán a Bolonia, dos días antes de terminar la guerra. Hablaba poco, era tímido, y al hablar se sonrojaba.

Apenas pasado el puente de Capua encontramos los primeros convoyes de heridos. Eran los días de los inútiles y sangrientos ataques contra las defensas alemanas de Cassino. En un momento dado entramos en la zona de fuego. Gruesos proyectiles caían con un fragor horrendo sobre la Via Cassilina. Al llegar al
check-point,
a unos tres kilómetros de las primeras casas de Cassino, un sargento de la M. P. nos detuvo y nos hizo poner al resguardo de un grueso muro esperando que se calmase la tempestad de granadas.

Pero el tiempo pasaba; se hacía tarde. Para alcanzar el observatorio de la artillería donde el coronel Hamilton nos esperaba, decidimos abandonar la Via Cassilina y echar a campo traviesa, donde la lluvia de proyectiles era más pausada.


Good lucky
- nos dijo el sargento de la M. P.

Campbell metió el
jeep
en un foso, volvió a subir la pared, comenzó a trepar una pendiente pedregosa y atravesó el inmenso olivar que entre desnudos collados se extiende sobre las vertientes de frente a Cassino. Algún otro
jeep
había pasado por allí antes que nosotros, porque la tierra conservaba todavía frescas las huellas de las ruedas. En ciertos puntos, donde el terreno era arcilloso, las ruedas de nuestro
jeep
giraban furiosamente en el vacío y teníamos que avanzar poco a poco por entre las grandes rocas que obstruían el declive.

De repente, allá, delante de nosotros, en un angosto valle cerrado por dos gruesas rocas peladas, vimos soltar un chorro de tierra y de piedras, y el estallido sordo de una explosión repercutió de valle en valle.

–Una mina -dijo Campbell, que trataba de seguir el rastro de las ruedas para evitar las minas tan frecuentes en aquella zona.

Luego oímos voces y lamentos y entre los olivos percibimos, a un centenar de pasos de nosotros, un grupo de hombres alrededor de un
jeep
volcado. Otro
jeep
estaba parado a poca distancia, con las ruedas delanteras destrozadas por la explosión de la mina.

Dos soldados americanos heridos estaban sentados sobre la hierba, otros se juntaban en torno de un hombre tendido en el suelo sobre la espalda. Los soldados miraron con desprecio mi uniforme, y uno de ellos, un sargento, dijo a Campbell:


What hell is he doing here, this bastard?

–A. F. H. Q. – respondió Campbell, o sea, Agente Italiano de Enlace.

–Baje -dijo el sargento, dirigiéndose a mí de una manera brusca-, deje el sitio al herido.

–¿Qué tiene? – pregunté saltando del
jeep.

–Está herido en el vientre. Hay que llevarlo en seguida al hospital.


Let me see
-dije-. Déjemelo ver.

-Are you a doctor?

–No, no soy médico – dije, y me incliné sobre el herido.

Era un muchacho rubio, delgado, casi un niño, con el rostro infantil. De una enorme abertura del vientre salían los intestinos extendiéndose lentamente por las piernas, acumulándose entre las rodillas formando un grueso nudo azulado.

–Déme una manta. – dije.

Un soldado me trajo una manta que extendí sobre el vientre del herido. Después me llevé aparte al sargento y le dije que el herido no podía transportarse, que era mejor no tocarlo y entretanto mandar a Campbell con el
jeep
a buscar un médico.

–He hecho la otra guerra -dije-, he visto docenas y docenas de heridas como ésta; no hay nada que hacer. Son heridas mortales. Lo único de que debemos preocuparnos es de que no sufra. Si lo llevamos al hospital morirá por el camino entre horribles dolores. Es mejor dejarlo morir aquí, sin sufrir. No hay nada más que hacer.

Los soldados se habían reunido en torno a nosotros y me miraban en silencio.

–El capitán tiene razón -dijo Campbell-, Iré a Capua a buscar un médico y me llevaré los dos heridos leves.

–No podemos dejarlo aquí -dijo el sargento-.En el hospital quizá puedan operarlo; aquí no podemos hacer nada. Es un delirio dejarlo morir.

–Sufrirá atrozmente y morirá antes de llegar al hospital -dije yo-; hacedme caso, dejadlo donde está; no lo toquéis.

–No es usted médico -dijo el sargento.

–No soy médico -dije-, pero sé de qué se trata. He visto docenas de soldados heridos en el vientre. Sé que no hay que tocarlos, que no pueden transportarse. Dejadlo morir en paz. ¿Por qué queréis hacerle sufrir?

–No podemos dejarlo morir aquí como una bestia -dijo el sargento.

Los soldados callaban mirándome fijamente.

–No morirá como una bestia – dije -, se dormirá como un niño, sin sufrir. ¿Por qué queréis hacerle sufrir? Morirá lo mismo, aunque llegase vivo al hospital. Tened confianza en mí, dejarlo donde está; no lo hagáis sufrir. El médico vendrá y me dará la razón.


Let's go,
vamonos – dijo Campbell a los dos heridos.


Wait a moment, lieutenant
- dijo el sargento -. Espere un momento. Usted es oficial americano; le toca decidir. En todo caso, sea testigo de que si el muchacho muere no será culpa nuestra. Será culpa de este oficial italiano.

–No creo que sea culpa suya – dijo Campbell -, yo no soy médico, no entiendo en cuestión de heridas, pero conozco a este oficial italiano y sé que es un hombre correcto. ¿Qué interés puede tener en aconsejarnos no trasladar a este pobre muchacho al hospital? Si nos aconseja dejarlo aquí, creo que debemos tener confianza en él y seguir su consejo. No es médico, pero tiene más experiencia que nosotros en materia de guerras y de heridas. – Y volviéndose hacia mí, añadió -: ¿Está usted dispuesto a asumir la responsabilidad de no hacer llevar a este pobre muchacho al hospital?

–Sí -dije-. Asumo la entera responsabilidad de no hacerlo llevar al hospital. Puesto que debe morir, es mejor que muera sin sufrir.

-That's all
-dijo Campbell-. Y ahora, vamonos.

Los dos heridos leves se encaramaron en el
jeep,
que desapareció pronto entre los olivos.

El sargento me miró largo rato en silencio entornando los ojos y al final dijo:

–¿Y ahora? ¿Qué debemos hacer?

–Hay que distraer a este pobre muchacho, contarle historias, divertirlo. No darle tiempo a pensar que está mortalmente herido, que se está muriendo.

–¿Contarle historias? – dijo el sargento.

–Sí, contarle historias divertidas, alegrarlo. Si le deja tiempo de reflexionar se dará cuenta de que está herido y sentirá dolor, sufrirá.

–No me gustan las comedias – dijo el sargento-; nosotros no somos bastardos italianos, no somos comediantes. Si quiere usted hacer el polichinela, hágalo, sin embargo. Pero si Fred se muere se las entenderá usted conmigo.

–¿Por qué insultarme? – dije-; no es culpa mía no ser un pura sangre como todos los americanos… o todos los alemanes. Le he dicho ya que el pobre muchacho morirá, pero sin sufrir. Le daré cuenta de sus sufrimientos, pero no de su muerte.

-That's right
-dijo el sargento. Y volviéndose a los otros que me habían escuchado en silenció, mirándome fijamente, añadió-: Sois todos testigos. Este cerdo italiano pretende…


Shut up!
-grité-. ¡Basta ya de estúpidos insultos! ¿Habéis venido a Europa a insultarnos o a hacer la guerra a los alemanes?

–En el sitio de este pobre muchacho – dijo el sargento llevándose los puños a los ojos – debería haber uno de los vuestros. ¿Por qué no los echáis vosotros solos a los alemanes?

–¿Por qué no os habéis quedado en vuestra casa? Nadie os ha llamado. Debéis dejar que nos las entendiésemos nosotros con los alemanes.


Take it easy
- dijo el sargento con una risa de maldad-, no sois buenos para nada en Europa; no servís más que para morir de hambre.

Los demás se echaron a reír y me miraron.

–Es cierto – dije-, no estamos bastante bien alimentados para ser héroes como vosotros. Pero yo estoy aquí con vosotros, corro los mismos peligros. ¿Por qué me insultáis?


Bastard people!
-dijo el sargento.

–Bonita raza de héroes la vuestra – dije -, diez soldados alemanes y un cabo bastan para haceros frente durante tres meses.


Shut up!
-gritó el sargento avanzando un paso hacia mí.

El herido emitió un gemido y todos nos volvimos.

–Sufre -dijo el sargento palideciendo.

–Sí -dije-, sufre. Sufre por culpa vuestra. Está avergonzado de nosotros. En vez de ayudarlo estamos aquí cubriéndonos de insultos. Pero sé por qué me insultáis. Porque sufrís. Siento haberos dicho ciertas palabras. ¿Creéis que yo no sufro también?


Don't worry, captain
- dijo el sargento con una sonrisa tímida que me hizo sonrojarme levemente.


Hello boys!
-dijo el herido incorporándose sobre los codos.

–Tiene celos de ti – dije, señalando al sargento querría estar herido como tú para poder volverse a casa.

–Es una verdadera injusticia-gritó el sargento, golpeándose el pecho con las manos-, ¿se puede saber por qué tú puedes volver a casa, a América, y yo no?

El herido sonrió.

–A mi casa… -dijo.

–Dentro de poco vendrá la ambulancia y te llevará al hospital de Nápoles -le dije-. Y dentro de un par de días, en avión hacia América. ¡Eres un muchacho de suerte!

–Es una injusticia -dijo el sargento-, tú a casa y nosotros aquí, a pudrirnos. Así acabaremos todos si seguimos mucho tiempo así, delante de Cassino. – E inclinándose cogió un puñado de barro, se embadurnó el rostro y comenzó a hacer muecas. Los soldados se echaron a reír y el herido sonrió.

–Pero los italianos vendrán a ocupar nuestro sitios y nosotros nos iremos a casa – dijo un soldado avanzando hacia delante. Y agarrando mi sombrero de oficial de Alpinos con la larga pluma negra y metiéndoselo en la cabeza comenzó a saltar delante del herido, haciendo muecas y gritando-:
Vino! Spagetti! Signorina!

-Go on
-dijo el sargento dándome un empujón.

Me sonrojé. Me repugnaba hacer el payaso. Pero tenía que seguir el juego; había sido yo quien había propuesto la triste comedia y no podía negarme ahora a representar mi papel. Si se hubiese tratado de hacer el payaso para salvar la patria, la humanidad, la libertad, me habría negado. En Europa todos sabemos que hay mil maneras de hacer el payaso; incluso hacer de héroe, de bellaco, de traidor, de revolucionario, de salvador de la patria, de mártir de la libertad, son maneras de hacer el payaso. Incluso colocar a un hombre al pie de un muro y dispararle en el vientre, incluso ganar o perder una guerra, son maneras como otras de hacer el payaso. Pero ahora no podía negarme a hacer el payaso para ayudar a un pobre muchacho a morir sin dolor. En Europa, seamos justos, nos ocurre muy a menudo tener que hacer el payaso por mucho menos… Y, además, aquella era una manera noble, una manera generosa, de hacer el payaso, y no podía negarme; se trataba de no hacer sufrir a un hombre. Comería tierra, masticaría guijarros, tragaría estiércol, traicionaría a mi madre, con tal de ayudar a un hombre, un animal, a no sufrir. La muerte no me da miedo; no la odio, no me disgusta, no es, en el fondo, cosa mía. Pero odio el sufrimiento, y más el de los demás hombres y animales, que el mío. Estoy dispuesto a todo, a cualquier canallada, a cualquier heroísmo, con tal de no hacer sufrir a un ser humano, con tal de ayudarlo a no sufrir, a morir sin dolor. Y así, pese a que sintiese el rubor en mi frente, me sentía feliz de poder hacer el payaso, no ya por cuenta de la patria, de la humanidad, del honor nacional, de la gloria, de la libertad, sino por cuenta mía, para ayudar a un pobre muchacho a no sufrir, a morir sin dolores.


Chewing-gum! Chewing-gum!
-grité poniéndome a dar saltos delante del herido; y hacía muecas, fingí masticar un enorme
chewing-gum,
hacía la parodia de tener los dientes pegados por una inmensa madeja de hilos de goma, de no poder abrir la boca, de no poder hablar, ni respirar, ni escupir. Hasta que, después de ímprobos esfuerzos, conseguí finalmente separar los dientes, abrir la boca, y lanzar un grito de triunfo.


Spam! Spam!

A este grito, que evocaba el horrendo
spam,
la pasta de carne de cerdo, orgullo de Chicago, que es el odiado y habitual régimen alimenticio del soldado americano, todos se echaron a reír y el mismo herido repitió sonriendo:

-Spam! Spam!

Presa de una imprevista furia todos empezaron a saltar acá y allá, agitando los brazos, fingiendo tener los dientes pegados por una madeja de hilos de goma de
chewing-gum,
no poder respirar, no poder hablar, y agarrándose con las dos manos la mandíbula inferior fingían tratar de abrir a la fuerza la boca; y también yo saltaba con los demás, gritando a coro con ellos:
«Spam! Spam!»
Y entretanto, allá, en la colina, resonaba lúgubre, feroz, monótono, el
«spam! spam! spam!»
de la artillería de Cassino.

De repente, fresca, sonora, riente, resonó una voz en el fondo de la selva de olivos y llegó hasta nosotros danzando por entre los troncos claros manchados de sol.
«Ohoho! Ohoho!»
Nos detuvimos y miramos hacia el sitio de donde venía la voz. Por entre el argentino fondo de la selva de olivos, contra el cielo gris sembrado acá y allá de manchas verdes, por el pedregal rojizo y los enebros azulados hinchados de niebla, un negro bajaba lentamente la cuesta. Era un negro joven, alto, de piernas larguísimas. Llevaba un saco en la espalda y caminaba un poco inclinado, rozando apenas el suelo con sus suelas de goma, abriendo la boca enorme y gritando
«Ohoho! Ohoho!»
y moviendo la cabeza como si un inmenso, un alegre dolor le abrasase el corazón. El herido miró al negro y una sonrisa apareció en sus labios.

Llegado junto a nosotros, el negro se paró, dejó en tierra el saco, que produjo un ruido de botellas, y pasándose la mano por la frente, con su voz pueril, dijo:

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