Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux delante de su amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes acababa de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea de lo que es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su ciudad que no había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud. Procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación. El doctor recordaba la peste de Constantinopla que según Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco veces el público de un gran cine. Esto es lo que hay que hacer. Reunir a las gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además habría que poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además ¿quién conoce diez mil caras? Por lo demás, esas gentes como Procopio no sabían contar; es cosa sabida. En Cantón hace setenta años cuarenta mil ratas murieron de la peste antes de que la plaga se interesase por los habitantes. Pero en 1871 no hubo manera de contar las ratas. Se hizo un cálculo aproximado, con probabilidades de error. Y sin embargo, si una rata tiene treinta centímetros de largo, cuarenta mil ratas puestas una detrás de otra harían…
Pero el doctor se impacientaba. Era preciso no abandonarse a estas cosas. Unos cuantos casos no hacen una epidemia, bastaría tomar precauciones. Había que atenerse a lo que se sabía, el entorpecimiento, la postración, los ojos enrojecidos, la boca sucia, los dolores de cabeza, los bubones, la sed terrible, el delirio, las manchas en el cuerpo, el desgarramiento interior y al final de todo eso… Al final de todo eso, una frase le venía a la cabeza, una frase con la que terminaba en su manual la enumeración de los síntomas. "El pulso se hace filiforme y la muerte acaece por cualquier movimiento insignificante." Sí, al final de todo esto se estaba como pendiente de un hilo y las tres cuartas partes de la gente, tal era la cifra exacta, eran lo bastante impacientes para hacer ese movimiento que las precipitaba.
El doctor seguía mirando por la ventana. De un lado del cristal el fresco cielo de la primavera y del otro lado la palabra que todavía resonaba en la habitación: la peste. La palabra no contenía sólo lo que la ciencia quería poner en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias que no concordaban con esta ciudad amarilla y gris, moderadamente animada a aquella hora, más zumbadora que ruidosa; feliz, en suma, si es posible que algo sea feliz y apagado. Una tranquilidad tan pacífica y tan indiferente negaba casi sin esfuerzo las antiguas imágenes de la plaga. Atenas apestada y abandonada por los pájaros, las ciudades chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de Marsella apilando en los hoyos los cuerpos que caían, la construcción en Provenza del gran muro que debía detener el viento furioso de la peste. Jaffa y sus odiosos mendigos, los lechos húmedos y podridos pegados a la tierra removida del hospital de Constantinopla, los enfermos sacados con ganchos, el carnaval de los médicos enmascarados durante la Peste negra, las cópulas de los vivos en los cementerios de Milán, las carretas de muertos en el Londres aterrado, y las noches y días henchidos por todas partes del grito interminable de los hombres. No, todo esto no era todavía suficientemente fuerte para matar la paz de ese día. Del otro lado del cristal el timbre de un tranvía invisible resonaba de pronto y refutaba en un segundo la crueldad del dolor. Sólo el mar, al final del mortecino marco de las casas, atestiguaba todo lo que hay de inquietante y sin posible reposo en el mundo. Y el doctor Rieux que miraba el golfo pensaba en aquellas piras, de que habla Lucrecio, que los atenienses heridos por la enfermedad levantaban delante del mar. Llevaban durante la noche a los muertos pero faltaba sitio y los vivos luchaban a golpes con las antorchas para depositar en las piras a los que les habían sido queridos, sosteniendo batallas sangrientas antes de abandonar los cadáveres. Se podía imaginar las hogueras enrojecidas ante el agua tranquila y sombría, los combates de antorchas en medio de la noche crepitante de centellas y de espesos vapores ponzoñosos subiendo hacia el cielo expectante. Se podía temer…
Pero este vértigo no se sostenía ante la razón. Era cierto que la palabra "peste" había sido pronunciada, era cierto que en aquel mismo minuto la plaga sacudía y arrojaba por tierra a una o dos víctimas. Pero, ¡y qué!, podía detenerse. Lo que había que hacer era reconocer claramente lo que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes. En seguida la peste se detendría, porque la peste o no se la imagina o se la imagina falsamente. Si se detuviese, y esto era lo más probable, todo iría bien. En el caso contrario se sabía lo que era y, si no había medio de arreglarse para vencerla primero, se la vencería después.
El doctor abrió la ventana y el ruido de la ciudad se agigantó de pronto. De un taller vecino subía el silbido breve e insistente de una sierra mecánica. Rieux espantó todas estas ideas. Allí estaba lo cierto, en el trabajo de todos los días. El resto estaba pendiente de hilos y movimientos insignificantes, no había que detenerse en ello. Lo esencial era hacer bien su oficio.
El doctor Rieux estaba en este punto de sus reflexiones cuando le anunciaron a Joseph Grand. Aunque era empleado del Ayuntamiento y desempeñaba tareas muy diversas se le ocupaba periódicamente en el servicio de estadísticas del gobierno civil. Así, pues, estaba obligado a hacer las sumas de las defunciones y, naturalmente servicial, había accedido a llevar él mismo una copia de sus resultados a casa de Rieux.
El doctor vio entrar a Grand con su vecino Cottard.
El empleado blandió una hoja de papel.
—Las cifras suben, doctor —anunció—: once muertos en cuarenta y ocho horas.
Rieux saludó a Cottard y le preguntó cómo se encontraba. Grand explicó que Cottard había puesto empeño en venir a dar las gracias al doctor y a excusarse por las molestias que le había ocasionado. Pero Rieux miraba la hoja de la estadística.
—Bueno —dijo Rieux—, es posible que haya que decidirse a llamar a esta enfermedad por su nombre. Hasta el presente hemos estado dándole vueltas. Pero vengan ustedes conmigo, tengo que ir al laboratorio.
—Sí, sí —dijo Grand bajando la escalera detrás del doctor. Hay que llamar a las cosas por su nombre, pero ¿cuál es su nombre?
—No puedo decírselo, y, por otra parte, no le serviría para nada saberlo.
—Ya ve usted —sonrió el empleado—, no es tan fácil.
Se dirigieron a la plaza de Armas. Cottard iba callado. Las calles empezaban a llenarse de gente. El crepúsculo fugitivo de nuestro país retrocedía ya ante la noche y las primeras estrellas aparecían en el horizonte, todavía neto. Unos segundos más tarde, las luces de las calles en lo alto oscurecieron todo el cielo al encenderse, y el ruido de las conversaciones pareció subir de tono.
—Perdóneme —dijo Grand al llegar al ángulo de la plaza—, pero tengo que tomar el tranvía. Mis noches son sagradas. Como dicen en mi país: "No hay que dejar para mañana…"
Rieux había notado cierta manía que tenía Grand, nacido en Montélimar, de invocar las locuciones de su país y añadirles fórmulas triviales que no eran de ningún sitio, como "un tiempo de ensueño" o "un alumbrado mágico".
—¡Ah! —dijo Cottard—, no se le puede sacar de su casa después de la cena.
Rieux preguntó a Cottard si trabajaba en el Ayuntamiento. Grand respondió que no: trabajaba para sí mismo.
—¡Ah! —dijo Rieux, por hablar—, y ¿avanza mucho?
—Después de los años que trabajo en ello, forzosamente. Aunque en cierto sentido no hay gran progreso.
—Pero, en resumen, ¿de qué se trata? —dijo el doctor parándose.
Grand farfulló algo, ajustándose el sombrero redondo sobre sus grandes orejas. Y Rieux comprendió muy vagamente que se trataba de algo sobre el desarrollo de una personalidad. Pero el empleado los dejó tomando el bulevar de la Marne, bajo los focos, con un pasito apresurado. En la puerta del laboratorio Cottard dijo al doctor que quería hablar con él para pedirle un consejo. Rieux, que no dejaba de tocar en su bolsillo la hoja de las estadísticas, le invitó a ir a su consultorio más tarde. Luego, cambiando de opinión, le dijo que él tenía que ir al día siguiente a su barrio y que pasaría por su casa después de almorzar.
Cuando dejó a Cottard, el doctor se dio cuenta de que seguía pensando en Grand. Lo imaginaba en medio de una peste, y no de aquélla, que sin duda no iba a ser seria, sino en medio de una de las grandes pestes de la historia. "Es del género de hombres que quedan a salvo en estos casos." Se acordaba de haber leído que la peste respetaba las constituciones débiles y destruía las vigorosas. Y al seguir pensando en ello, el doctor llegó a la conclusión de que en el empleado había un cierto aire de misterio.
A primera vista, en efecto, Joseph Grand no era más que el pequeño empleado de ayuntamiento que su aspecto delataba. Alto, flaco, flotaba en sus trajes que escogía siempre demasiado grandes, haciéndose la ilusión de que así le durarían más. Conservaba todavía la mayor parte de los dientes de la encía inferior, pero, en cambio había perdido todos los superiores. Su sonrisa, que le levantaba el labio de arriba, hacía enseñar una boca llena de sombra. Si se añade a este retrato un modo de andar de seminarista, un arte especial de rozar los muros y de deslizarse por entre las puertas, un olor a sótano y a humo, con todos los modales distintivos de la insignificancia, se reconocerá que sólo se le podía imaginar delante de una mesa de escritorio, aplicado a revisar las tarifas de las casas de baños de la ciudad, o a reunir para algún joven escribiente los elementos de una información concerniente a la nueva ley sobre la recolección de las basuras caseras. Hasta para un espíritu poco advertido tenía el aire de haber sido puesto en el mundo para ejercer las funciones discretas pero indispensables del auxiliar municipal, temporario, con sesenta y dos francos treinta céntimos al día.
Este era en efecto lo que declaraba en el formulario de empleo a continuación de la palabra "categoría". Cuando veintidós años antes había tenido que abandonar su licenciatura por falta de dinero, había aceptado este empleo que, según le habían prometido, lo llevaría a un "ascenso" rápido.
Se trataba solamente de dar durante un cierto tiempo pruebas de su competencia en las cuestiones delicadas que planteaba la administración de nuestra ciudad. En resumen, esto es lo que le habían asegurado, no podía menos de llegar a un puesto de escribiente que le permitiese vivir con holgura. Ciertamente, no era la ambición lo que impulsaba a obrar a Joseph Grand. Él lo afirmaba con una sonrisa melancólica. Pero la perspectiva de una vida material asegurada por medios honestos y, en consecuencia, la posibilidad de entregarse sin remordimiento a sus ocupaciones favoritas, le sonreía mucho. Si había aceptado la oferta que se le había hecho, había sido por razones honorables y, permítase decirlo, por fidelidad a un ideal.
Hacía muchos años que este estado de cosas provisorio duraba, la vida había aumentado en proporciones desmesuradas y el sueldo de Grand, a pesar de algunos aumentos generales, era todavía irrisorio. Se había quejado a Rieux alguna vez pero nadie se daba por aludido. Y aquí estriba la originalidad de Grand o por lo menos uno de sus rasgos. Hubiera podido hacer valer, si no sus derechos, de los cuales no estaba muy cierto, por lo menos las seguridades que le habían dado. Pero, primeramente, el jefe del negociado que le había dado el empleo había muerto hacía tiempo y él había permanecido allí sin recordar los términos exactos de la promesa que le había sido hecha. En fin, y sobre todo, Joseph Grand no encontraba las palabras adecuadas.
Esta particularidad era lo que retrataba mejor a nuestro conciudadano, como Rieux pudo observar. Esta particularidad era en efecto la que le impedía escribir la carta de reclamaciones que estaba siempre meditando o hacer la gestión que las circunstancias exigían. Según él, sentía un particular impedimento al emplear la palabra "derecho", sobre la cual no estaba muy seguro, y la palabra "promesa", que parecía significar que él reclamaba lo que se le debía y en consecuencia revestiría un carácter de atrevimiento poco compatible con la modestia de las funciones que desempeñaba. Por otra parte se negaba a usar los términos "benevolencia", "solicitar", "gratitud", porque no los estimaba compatibles con su dignidad personal. Así, pues, por no encontrar la palabra justa nuestro conciudadano había continuado ejerciendo sus oscuras funciones hasta una edad bastante avanzada. Por lo demás, siempre, según decía al doctor Rieux, con la práctica se había dado cuenta de que su vida material estaba asegurada, puesto que no tenía más que adaptar sus necesidades a sus recursos. En vista de esto reconocía la justeza de una de las frases favoritas del alcalde, poderoso industrial de nuestra ciudad, el cual afirmaba con energía que, en fin de cuentas (insistiendo en esta palabra que era la de más peso en todo el discurso), nunca se había visto a nadie morir de hambre. La vida casi ascética que llevaba Joseph Grand le había, en efecto, liberado de toda preocupación de este orden. Así, pues, seguía buscando sus palabras.
En cierto sentido se puede decir que su vida era ejemplar. Era uno de esos hombres, tan escasos en nuestra ciudad como en cualquier otra, a los que no les falta nunca el valor para tener buenos sentimientos. Lo poco que manifestaba de sí mismo atestiguaba, en efecto, una capacidad de bondad y de adhesión que poca gente confiesa hoy día. No se avergonzaba de declarar que quería mucho a sus sobrinos y a su hermana, únicos parientes que conservaba y a quienes iba a visitar a Francia cada dos años. Reconocía que el recuerdo de sus padres, muertos cuando él era todavía muy joven, le entristecía. No se negaba a admitir que adoraba sobremanera cierta campana de su barrio que sonaba dulcemente a eso de las cinco de la tarde. Pero para evocar estas emociones tan simples cada palabra le costaba un trabajo infinito. Finalmente, esta dificultad había constituido su mayor preocupación.